Al asalto del Paraíso 4. El espíritu del pueblo

Frente al racionalismo y cosmopolitismo ilustrados, de los que recela por su carácter uniformizador y a los que considera agentes de la hegemonía cultural francesa, Herder esgrime la particularidad del
Volk, del pueblo. Este se caracteriza por un conjunto de rasgos culturales y psicológicos, el Volksgeist (espíritu del pueblo) que se transmiten a través de las generaciones y lo diferencian del resto de los pueblos. Para Herder no hay una respuesta única para los grandes problemas de la humanidad ni un estado ideal válido para todos y que nos permita juzgar a los demás en función de su proximidad a él. Al contrario, cada pueblo y cada cultura solo pueden ser valorados en función de sus propios ideales[1]. Pero la celebración de la diversidad humana adquiere pronto, bajo el influjo de las guerras revolucionarias y napoleónicas, matices sombríos. Durante el invierno de 1807-1808 en el Berlín ocupado por los franceses, Fichte pronunció los Discursos a la nación alemana. Constituyen estos un llamamiento patriótico con el que pretende despertar el orgullo del pueblo derrotado y animarlo a buscar dentro de sí los manantiales en los que restablecer su vigor. Hay, afirma, una clara diferencia entre los germanos que, como los alemanes, han permanecido en su lugar de origen y quienes, como los francos, han emigrado a otras tierras.  Esta no proviene de las características de cada región ni del mestizaje con otros pueblos, sino del lenguaje. Mientras unos han mantenido su idioma originario, los otros lo han abandonado por el de los vencidos:

El alemán habla una lengua viva hasta sus primitivas emanaciones de la fuerza de la naturaleza, mientras que los otros pueblos germánicos hablan una lengua que se mueve solo superficialmente, pero que en el fondo es una lengua muerta[2].

Solo los primeros se mantienen en contacto con las fuerzas creativas del espíritu y conservan las virtudes características de lealtad, sinceridad, honradez y sencillez[3]; en cambio, los segundos no son capaces más que de repetir fórmulas vacías y amaneradas. Pero el peligro no viene solo del exterior, las mismas elites se ha corrompido al dejarse seducir por la cultura francesa. El Volksgeist no se manifiesta en ellas, sino en el pueblo sencillo que conserva las costumbres, leyendas y tradiciones de los antepasados. Él es el depositario de la esencia de la nación.

El movimiento nacionalista no se limita a Alemania. Por toda Europa surgen investigadores que recopilan, supliendo en ocasiones con imaginación la parquedad de los hallazgos, canciones, cuentos, poesías y tradiciones en busca de los rasgos específicos de su pueblo, del espíritu que lo singulariza y le confiere un lugar particular en el destino humano. Sin que la fascinación por la Antigüedad desaparezca, surge un nuevo interés por el pasado prerromano y altomedieval, cuyo particularismo se percibe como opuesto a las tendencias uniformizadoras ligadas a la herencia de Roma. Se acepta que un pueblo solo puede aspirar al desarrollo completo de sus capacidades si se organiza como estado nacional, lo que impulsa tanto los movimientos integradores de Italia y Alemania, como los disgregadores de los grandes imperios plurinacionales otomano, austrohúngaro y ruso, así como reivindicaciones autonomistas o independentistas en muchos otros territorios.

La sociedad feudal, articulada sobre pequeñas comunidades aldeanas, se había estructurado sobre un sistema de relaciones de fidelidad personal por el que cada cual quedaba ligado a su señor y solo indirectamente, a través de una serie de escalones intermedios, al rey. Pero con el desarrollo de las ciudades y la recepción del derecho romano se había iniciado un proceso de debilitamiento de la nobleza y fortalecimiento del poder real, que convirtió al monarca en depositario único de la soberanía, es decir, de un poder supremo no compartido. Es aquella un concepto abstracto, pero se encarna en un ser humano determinado, el rey, quien se convierte en el único foco de lealtad de sus súbditos. Durante mucho tiempo, los altos grados del ejército y de la administración continuarán reservados a los nobles, pero ya no los desempeñarán en tanto que poseedores de un poder intermedio, sino como oficiales al servicio del soberano. Una nueva situación que posibilitará que sus privilegios fiscales y judiciales sean objeto de crecientes críticas en tanto que vestigios de un pasado bárbaro y oscuro, frente a los que se esgrimirá el principio de igualdad ante la ley.

El desarrollo de los estados nacionales implica un grado aún mayor de abstracción, pues la lealtad debe dirigirse ahora a un ente, la nación, que no solo se convertirá en depositario de la soberanía, sino que será también el principal referente de identidad colectiva. Estas funciones exigen que los ciudadanos establezcan con ella una relación afectiva, para lo cual el concepto abstracto ha de envolverse en mitos y ritos que lo doten de corporeidad; que en alguna manera lo conviertan en algo tangible. Las masas serán socializadas o, en expresión de George L. Mosse[4], nacionalizadas en una nueva religión secular. El término patria, que se venía usando de manera poco precisa como referencia a la tierra de nacimiento, se ligará de manera preferente al ámbito de la nación (para otros más restringidos se reservará la expresión patria chica) y se asociará con la madre, lo que lo cargará no solo de connotaciones emotivas, sino también religiosas para quienes han sido educados en el cristianismo, pues remite a María. Claro está que la maternidad de María, en cuanto Theotokos, madre de Dios, se presenta como universal, en tanto que la de la patria se limita a un pueblo. Es además una madre especialmente sanguinaria que en los momentos de prueba exige a sus hijos como muestra de amor incondicional la entrega de la vida, la suya y, cómo no, la ajena, en una forma que más que a María evoca a deidades antiguas alimentadas con la sangre de los sacrificios. 

La historia adopta la forma de un relato mítico de las vicisitudes de la nación, del Volksgeist, desde los tiempos remotos envueltos en la leyenda hasta el presente. Su finalidad no es alcanzar un conocimiento objetivo, sino suscitar una identificación emocional con un pasado pretendidamente glorioso en el que el pueblo, sencillo y virtuoso, inflamado por el amor a la libertad y a la patria, ha sabido enfrentarse a las agresiones que, una y otra vez, han parecido a punto de destruirlo. Un combate en el que, a menudo, las élites, corrompidas por la riqueza o seducidas por ideas procedentes del exterior, han traicionado a la nación e introducido en ella la discordia. Pero en estos momentos de mayor postración cuando el pueblo ha mostrado toda su energía. En ellos el Volksgeist se ha encarnado en héroes, en Arminio (Hermann), Pelayo, Juana de Arco o William Wallace, en quienes se condensan las virtudes nacionales y que, por ello, han de servir de inspiración a la generación presente y a las venideras, unidas a través de los siglos como miembros de un mismo cuerpo místico. Para mantener vivo su recuerdo se construirán monumentos y se realizarán actos de homenaje. La progresiva generalización de la enseñanza, la extensión del servicio militar y el gusto por la novela histórica en una población crecientemente alfabetizada, serán los grandes instrumentos de propagación de los mitos nacionalistas. Junto a ellos, asociaciones recreativas del más diverso tipo, folklóricas, musicales, deportivas y estudiantiles, entre otras, contribuirán a la difusión y consolidación del espíritu patriótico.

La transformación en estados nacionales de los reinos dinásticos formados por la acreción en manos de una familia de territorios heterogéneos, exige no solo la afirmación de la propia particularidad frente al exterior, sino también la homogeneización interior, mediante la imposición de un único relato mitológico y de un idioma común en la administración y en la enseñanza. La élite intelectual de las minorías étnicas y lingüísticas, al considerar amenazada su identidad, responderá a su vez con la elaboración de sus propios relatos no menos mitológicos, rescatando e incluso inventando sus tradiciones y revitalizando su lengua, a la que somete a un proceso de unificación y normativización a partir de las variantes dialectales conservadas en el ámbito rural, con lo que la convierte en un vehículo de cultura escrita apto para su uso en la burocracia y la educación; en suma, dando lugar a un nacionalismo alternativo al hegemónico[5]. Dado que, como se ha dicho anteriormente, la soberanía reside en la nación, las minorías al reafirmarse se hacen sospechosas de deslealtad, lo que redobla la presión sobre ellas y conduce a una espiral de radicalización en que los nacionalismos enfrentados se refuerzan mutuamente.



[1] Berlin, Isaiah (2000), Las raíces del romanticismo, Madrid, Taurus, p. 90-92.

[2] Fichte, J. Gottlieb (1977), Discursos a la nación alemana, Madrid, Editora Nacional, p. 138.

[3] Fichte, J. Gottlieb (1977), p. 174.

[4] Mosse, George L. (2005), La nacionalización de las masas, Madrid, Marcial Pons.

[5] Hobsbawm, Eric (2021), Sobre el nacionalismo, Barcelona, Crítica, p. 83-115.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Intervención extranjera en la Guerra Civil Española

El franquismo ante el Holocausto

Prólogo a "El Móstoles medieval: siglos XI-XV"