Al asalto del Paraíso 2. El banquete de Epulón
Manolo Berjón y Miguel Ángel Cadenas recurren al
concepto de zona de sacrificio para caracterizar a la Amazonia[1].
Se refiere este a un territorio geográfico definido por tres rasgos: está
expuesto a un daño medioambiental, lo habitan comunidades que difícilmente
consiguen que sus propuestas políticas y sociales sean escuchadas, y se las
sacrifica sin consultarlas en nombre de un supuesto «bien mayor». Sin duda,
muchas otras regiones del planeta se encuentran en una situación similar,
fundamentalmente en los países más pobres, aunque no solo en ellos. Pensemos
que el resto de los bosques tropicales también son progresivamente sustituidos
por cultivos de plantación o pastos para la ganadería extensiva y contaminados
por la minería ilegal y la extracción de hidrocarburos; recordemos los inmensos vertederos que en
algunos lugares de África acumulan desechos procedentes de nuestro mundo
desarrollado y la gigantesca isla de plástico del Pacífico; no olvidemos el
desastre provocado por la extensión de los regadíos en la cuenca del mar de
Aral ni el que igualmente amenaza al Gran Lago Salado; tengamos presentes
también el daño ecológico y el sufrimiento humano provocados por los
invernaderos de Almería; reparemos en la eutrofización del mar Menor y en la
creciente desecación de Doñana y las Tablas de Daimiel; miremos a los ojos a los niños obligados a
trabajar en la minería ilegal de oro y tierras raras y a los inmigrantes
privados de derechos que proveen de mano de obra a nuestros regadíos. Las
agresiones contra el medio ambiente se extienden a todo el planeta y todos
sentimos, si bien en muy distinta medida, sus consecuencias: contaminación del
aire, de los suelos y de las aguas, elevación de la temperatura media a causa
de la acumulación de gases de efecto invernadero producidos por el uso de
combustibles fósiles, frecuencia creciente de fenómenos meteorológicos
extremos, incendios forestales devastadores, etc.; y con ello pérdida de
cosechas y de ganado, la ruina de regiones enteras, cuyos habitantes ven
truncadas todas sus expectativas de futuro y apenas tienen otra alternativa que
la huida en busca no ya de una vida mejor, sino de un atisbo de esperanza. La
extensión de las zonas de sacrificio crece cada día, en tanto que el bien
superior que se invoca para justificarlas es tan solo un eufemismo tras el que
se oculta la avidez de riqueza y de poder de unos pocos privilegiados. Quizá
los ciudadanos de países desarrollados todavía durante un tiempo nos engañemos,
pues, a los pies de los invitados aún nos saciamos con lo que estos nos
arrojan. Pero en el fondo somos conscientes de lo inseguro de nuestra posición
y eso hace que miremos con recelo hacia la puerta temerosos de que quienes,
como Lázaro, padecen en el exterior intenten asaltarla. No queremos entender
que si no le ponemos remedio, el deterioro del planeta pronto será irreversible
y quizá ni siquiera Epulón pueda escapar al desastre. Recogemos el fruto de una
concepción del progreso que nos ha alienado de una naturaleza, a la que hemos
reducido, en expresión del papa Francisco, a «mero objeto de uso y de dominio»[2],
algo que resulta valioso tan solo en la medida en que podemos utilizarlo. Pero,
la degradación de la naturaleza lleva aparejada la del ser humano, el cual
queda aprisionado en unas relaciones de dominación en que él mismo se convierte
en objeto. El peligro no se reduce a que la destrucción del medio natural
amenace la supervivencia de la especie. Como nos recordó Imre Kertész, los
seres humanos no somos piezas desechables, sino que estamos en el mundo para
comprender nuestro destino, arrostrar la mortalidad y para ―aquí señaló que iba
a utilizar un concepto anticuado― salvar el alma[3].
Naturalmente, no es necesario relacionar esta expresión con un juicio divino post
mortem. Lo entenderemos mejor si lo enlazamos con la formulación de un
nuevo imperativo categórico propuesta por Hans Jonas: «Obra de tal modo que los
efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana
auténtica en la Tierra»[4].
La clave está en la exigencia de autenticidad. No se trata, pues, de la simple
continuidad biológica de la especie, sino de la persistencia de los rasgos que
la singularizan, aunque es posible que sea difícil llegar a un acuerdo sobre
cuáles son estos, pues muchos de los que se han considerado típicamente
humanos, entre ellos la conciencia, aparecen, aunque sea en un grado menor o
incluso de forma incipiente, en otras especies animales. Centrarse en la
capacidad para una comprensión racional del mundo constituye un reduccionismo
absurdo, que excluye ámbitos cruciales de nuestra experiencia. El asombro ante
la misteriosa hermosura del firmamento en una noche despejada no se desvanece
porque sepamos que la luz de esos pequeños puntos que tachonan la oscuridad ha
tardado decenas, cientos, incluso miles de años en llegar hasta nosotros. Ese
conocimiento añade, en cambio, a nuestras sensaciones el vértigo ante una
inmensidad que, pese a que hayamos formulado teorías y construido instrumentos
que permiten calcularla, parece rebasar las posibilidades de nuestra
imaginación. Por otra parte, sabemos que nuestro comportamiento es en gran
medida el resultado de procesos de los que no somos conscientes. Quizá lo más
distintivo de nuestra naturaleza sea el hecho de que los seres humanos nos
contamos historias. Nuestras experiencias adoptan la forma de relato y de esa
manera nos las representamos y se las presentamos a los demás. Somos animales
que narran. Lo hacemos para otros y también para nosotros mismos, para hacer inteligible
el mundo y nuestra propia vida. Al construir la experiencia como relato, la
dotamos de un hilo argumental, lo que implica una transformación que no se
limita a la omisión de lo accesorio y el realce de lo esencial, sino que puede
extenderse a la integración de circunstancias o hechos que quizá nunca
ocurrieron o, en todo caso, no sucedieron en la manera en que nos los
representamos, pero que contribuyen a insertarla en un devenir concreto que le
otorga temporalidad y la proyecta hacia el futuro, incluso más allá de la
muerte, con lo cual le conferimos sentido. Al narrar no transmitimos tanto
hechos como la manera en que los hemos vivido y la forma en que queremos que
sean aprehendidos por quienes nos escuchan. De este modo buscamos, sin que
necesariamente sea nuestra intención, influir en el auditorio, obtener su
aprobación, despertar en él ciertas emociones e incitarlo a obrar de
determinada manera. Nos reconocemos así como responsables ante los demás, no
solo ante nuestros coetáneos, sino también ante quienes aún no han nacido.
Pero corremos el riesgo de que esta especificad humana desaparezca. Como trabajadores nos convertimos en un elemento más del proceso de producción al que, como al resto, se le exige el máximo rendimiento y del que se puede prescindir, pues, como la mayor parte de las piezas, somos fácilmente sustituibles y quizá pronto nos reemplacen sistemas automáticos dotados de inteligencia artificial. En una sociedad que cambia vertiginosamente, para no quedar rezagados, para huir de las amenazas del desempleo y de la marginación, nos vemos empujados a una constante actualización tecnológica que, en lugar de aumentar el tiempo libre al evitarnos tareas duras y rutinarias, tiende a difuminar la frontera entre el ocio y trabajo, y a disminuir el tiempo de que disponemos para las relaciones familiares y sociales, para estar a solas con nosotros mismos y también para una reflexión ética y humanística que progresivamente arrumbamos en el desván junto a otros trastos inservibles.
Al huir de la
soledad, se pierde la oportunidad de disfrutar del aislamiento, ese sublime
estado en el que es posible «evocar pensamientos», sopesar, reflexionar, crear
y, en definitiva, atribuir sentido y sustancia a la comunicación. Pero
entonces, al no haber paladeado su sabor, uno nunca sabrá lo que se ha perdido,
la ocasión que ha dejado pasar[5].
Nuestra experiencia no se presenta ya como relato, sino como una yuxtaposición de momentos transmitidos en directo, una sucesión de emociones que no dejan lugar para la reflexión y en la que, perdida la temporalidad, desaparece todo hilo argumental y la naturaleza y el arte son tan solo el telón sobre el que se proyecta nuestra imagen reproducida hasta la saciedad en miles de selfies. Algoritmos diseñados para mantenernos el mayor tiempo posible ante las pantallas, y que se nutren con los datos que nosotros mismos de manera voluntaria les proporcionamos, nos muestran aquello que supuestamente deseamos ver, al tiempo que facilitan nuestro contacto con gentes que opinan lo mismo que nosotros. De este modo, nuestros prejuicios, al ser compartidos, se refuerzan, los bulos desplazan a las noticias y los memes ocupan el lugar de los argumentos. Múltiples estímulos solicitan nuestra atención en un gran bazar en la que las ideas rigurosas quedan sepultadas en un maremágnum afirmaciones dogmáticas e indoctas expuestas frecuentemente con una agresividad que la mayoría nos guardamos de manifestar en una relación cara a cara. En aparente paradoja, la facilidad de acceso a una inabarcable cantidad de información no redunda en una profundización del conocimiento, sino en una confusión surgida de la dificultad para discriminar lo verdadero de lo falso, y los argumentos bien fundamentados de las suposiciones arbitrarias. Favorece eso la difusión de toda clase de teorías conspiratorias, que ofrecen la ventaja de señalar claramente a un culpable de los problemas que nos inquietan y ofrecer así una explicación simple de fenómenos complejos, lo que nos exime de un considerable y hasta penoso esfuerzo intelectual. Desaparece con ello la posibilidad de sentido y el diálogo se esfuma en una algarabía de insultos y descalificaciones sumarias, cuya función es tan solo la de marcar un territorio como «nuestro» y delimitar claramente sus fronteras frente a «otros» percibidos como enemigos.
[1] Berjón,
Manolo y Cadenas, Miguel Ángel (2021), “Zonas de sacrificio en la Amazonía
peruana” http://lacandeladelojo.blogspot.com/2021/12/zonas-de-sacrificio-en-la-amazonia.html.
Visto el 30 de septiembre de 2023.
[2] San
Francisco de Asís habría representado la actitud radicalmente opuesta: «una
renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio». Papa
Francisco (2015), Carta encíclica Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa
común (11).
[3] Kertész,
Imre (2002), “Ensayo de Hamburgo” (Conferencia pronunciada en 1995) Un
instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura. Barcelona,
Herder: p. 49.
[4]
Jonas, Hans (2004), El principio de responsabilidad, Barcelona, Herder,
p. 40.
[5] Bauman,
Zygmunt (2011), 44 cartas desde el mundo líquido, Barcelona, Paidós, p. 17.
[6] Han,
Byung-Chul (2014), Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder,
Barcelona, Herder, p. 17.
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