¿Qué piensa de Osip Mandelstam?

La pregunta le viene directa, sin tiempo para prepararse y, como con toda probabilidad le hubiera ocurrido a cualquier otro, sin remedio lo azora. Ante ella no es capaz de articular una respuesta coherente o mínimamente digna. El suceso dará lugar a múltiples versiones e interpretaciones que mucho después recogerá meticulosamente Ismail Kadaré. Ciertamente, Pasternak no sale de ellas bien parado. Se le reprocha no haber sido capaz de decir nada en favor del poeta detenido. Pero estamos en junio de 1934. Ha sonado el teléfono y al descolgarlo, alguien que se ha identificado como Alexander Poskrebychev ha indicado que le pasa el aparato al camarada Stalin. Pasternak alcanza a balbucir que pertenecen a distintas corrientes poéticas y apenas se conocen. Tras oírlo, el omnipotente secretario general del Partido le reprocha ser un pésimo camarada y, según algunas versiones, le pone como ejemplo a los bolcheviques, quienes ―dice― jamás abandonan a los suyos. Extraña afirmación, anotaremos al margen, por parte de quien ha comenzado a liquidar a la vieja guardia del partido. A continuación cuelga el aparato. No hay más. Pasternak no ha tenido tiempo de recuperar la calma y ordenar mínimamente sus pensamientos antes de que el camarada Stalin lo fulmine con su desprecio.
Pasternak, claro está, es un poeta que de ninguna manera al escuchar el sonido del teléfono puede imaginar que la llamada provenga del mismísimo Stalin. Cómo puede este comparar su actitud con la de los disciplinados revolucionarios profesionales fortalecidos por una fe mesiánica y curtidos en la clandestinidad. Pero dejémoslo. No cabe esperar que de él venga la justicia. Con todo, ¿por qué llama a Pasternak? ¿Le interesa realmente lo que este opine? Cuesta imaginar que la respuesta pudiera influir de alguna manera en su decisión. Sin embargo, no podemos desechar por completo esa posibilidad. Nikolai Bujarin ―a quien hará fusilar en 1938, pero que en estos momentos aún mantiene una buena posición en el partido― intercederá por Mandelstam y conseguirá que su condena sea, al menos para lo usual en aquellos tiempos, benigna. Parece, pues, que por algún motivo Stalin se sentía en este caso predispuesto a la clemencia. Cuando lo detengan de nuevo, ya durante el Gran Terror, será imposible que alguien diga una palabra en su favor; es más, será imposible que alguien diga una palabra.


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