Al asalto del Paraíso 3. La diosa Razón

Para Kant el mito del paraíso representa el paso de la animalidad regida por el instinto, a la humanidad guiada por la razón; en definitiva, el tránsito de la tutela de la Naturaleza al estado «de libertad[1]. Se trata de un espejismo, de una ficción nacida del desasosiego ante la dureza de la vida. Una vez despierta, la razón ―afirma― nos impulsa al desarrollo de nuestras capacidades e impide el retroceso al estado de rudeza y sencillez[2].

Desde la Ilustración prevaleció entre las elites intelectuales europeas y eurodescendientes la convicción de que el hombre, una vez liberado de los prejuicios que obstaculizan el uso de la razón, se halla en condiciones de aumentar indefinidamente su comprensión de las leyes que rigen el funcionamiento del cosmos y, en consecuencia, de utilizarlas en su provecho. De este modo, al tiempo que niegan, como Epicuro, la intervención sobrenatural en los asuntos mundanos, con lo que reducen a Dios al estatus de creador indiferente ante lo creado, relojero ocioso o, como en la célebre atribuida a Laplace, hipótesis innecesaria; filósofos y científicos se aprestan a sojuzgar la Tierra, en suma, a dar cumplimiento al mandato recibido por Adán. El hombre se concibe a sí mismo como separado de una naturaleza con la que establece una relación de dominio, en la que esta pasa a ser un mero objeto proveedor de unos recursos cuya explotación redundará en el bienestar creciente de los seres humanos. Desaparece, pues, el «asombro del ser humano frente a la creación»[3] y, en paralelo, se desarrolla la idea de la historia como un proceso que, aunque animado por fuerzas inmanentes, se orienta en una dirección determinada, el progreso, que permite vislumbrar un futuro de abundancia y felicidad.

Condorcet en los meses finales de su vida, perseguido por los jacobinos de quienes en vano intentó escapar, escribió una pequeña obra, Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, en la que expone lo que a su juicio constituye el sentido de la historia: el avance de la razón que, al derrotar a la superstición, conducirá a la humanidad a un estado en que todos, sin distinción de sexo o raza, disfrutarán tanto de bienestar y seguridad, como de igualdad y libertad. Unas décadas más tarde, Auguste Comte sostendrá que el espíritu humano ha evolucionado a lo largo de la historia según un proceso emancipador en el que ha atravesado tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo, siendo este «el régimen definitivo de la razón humana»[4], en que la inteligencia se aplica a la «averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes de los fenómenos observados»[5].

En realidad, lo que se impone, pese a las proclamas de racionalidad, es una versión desacralizada de las religiones de salvación, en la que la ciencia y la técnica constituyen las armas con las que la humanidad forzará las puertas del paraíso. Aunque estas ideas de progreso no sean abiertamente racistas, pues su horizonte declarado es la emancipación de toda la humanidad, adolecen, sin embargo, de un orgulloso eurocentrismo. Para ellos Europa y su apéndice americano, y más concretamente franceses y anglosajones, constituyen la vanguardia del género humano en la ardua marcha hacia un futuro en que, libre de las ataduras de la necesidad, alcanzará al fin el reino de la libertad. Son la avanzada cuyos pasos han de seguir los restantes pueblos.

Las grandes expediciones científicas de los siglos XVIII y XIX cartografiarán el planeta y se adentrarán en las regiones desconocidas recopilando toda clase de datos tanto sobre el medio natural como sobre el humano: situación, recursos minerales, vegetación, fauna, vías de comunicación, población, lenguas, costumbres, religión, agricultura, ganadería, organización social, etc. El objetivo de este amplio trabajo exploratorio no era una mera ampliación del conocimiento geográfico y antropológico, como tampoco a sus precursores de los siglos precedentes los había impulsado tan solo el afán de evangelización. Independientemente de las motivaciones personales de cada explorador, ya fueran estas el afán de saber, el deseo de aventura, la búsqueda de la fama o del dinero, tras él llegaban los administradores y colonos encargados de organizar la explotación de un territorio que, resulta forzoso recordar lo obvio, no estaba vacío. Las comunidades que los poblaban se convirtieron en objeto del estudio de los antropólogos. Aunque con diferencias entre ellos, la mayor parte de los evolucionistas, encabezados por Edward B. Tylor y Lewis H. Morgan, coincidían en que las sociedades humanas se desarrollan a través de tres estadios (de nuevo nos encontramos con el número tres): salvajismo, barbarie y civilización. Como no podía ser de otra manera, el grado más alto de esta última correspondía a los europeos y a sus descendientes. Era un planteamiento que, al margen de la honestidad intelectual de sus creadores y de sus posiciones políticas, proporcionaba argumentos científicamente respetables a los partidarios de la expansión colonial, quienes podían incluso justificarla aduciendo una motivación altruista: el deber de ejercer una tutela benevolente sobre los pueblos más atrasados para guiarlos por la senda de la civilización y del progreso. Una tarea para la que Rudyard Kipling acuñó la expresión «la carga del hombre blanco». La obligación de evangelizar a infieles y paganos, esgrimida durante la primera expansión ultramarina, adopta en la religión del progreso una forma desacralizada: civilizar a bárbaros y salvajes. En realidad, lo que se impone son unas relaciones de dominación orientadas a la aculturación de los colonizados, quienes deben adaptarse a nuevas formas de propiedad y se ven privados de al menos una parte de sus tierras y sometidos a tributos, prestaciones personales y reglamentaciones económicas, o incluso  pueden sufrir que se les arrebaten sus hijos con el pretexto de educarlos en un ambiente civilizado; en tanto, sus autoridades tradicionales, aunque generalmente no desaparezcan, se mantienen con funciones limitadas y siempre subordinadas al poder de los funcionarios coloniales.

Además, la idea de que todos los pueblos pueden alcanzar el estadio superior de la civilización, aunque algunos avancen con lentitud compite con otras en la justificación del dominio colonial. Mientras británicos, franceses y estadounidenses exhibían orgullosos sus logros científicos, tecnológicos, económicos y militares, el resto de los pueblos no parecían capaces de seguirlos en el camino del progreso. Incluso se diría que muchos permanecían estancados o hasta retrocedían. A mediados del siglo XIX, Joseph Arthur de Gobineau publicó Essai sur l’inégalité des races humaines, una obra generalmente considerada como la primera expresión de un racismo moderno con pretensiones científicas. En ella sostenía que la especie humana se divide en razas dotadas de características innatas diferenciadas en cuanto a complexión física, capacidad intelectual, fuerza de voluntad, aptitud para el trabajo, firmeza de carácter, etc., y que, en definitiva, si los blancos dominaban el mundo, se debía que eran superiores a los demás. El atraso de algunas regiones europeas, como el sur de España y de Italia, se explicaba a su juicio porque en ellas los blancos habían degenerado al mezclarse con gentes de piel más oscura. La pretensión de que bajo tutela los pueblos inferiores puedan elevarse al estadio civilizado perdía así todo sentido. Esta negación de la unidad de la especie humana implica de hecho el rechazo de la universalidad de los principios éticos. El alcance de la exhortación judeocristiana «ama a tu prójimo» queda restringido a los miembros del grupo privilegiado, único considerado plenamente humano. Otro tanto cabe decir del imperativo categórico. Aunque Kant lo entendía como fundamento de toda sociedad conformada por seres racionales, desde el momento en que se considera que por razones biológicas no todos los seres humanos están capacitados para que sus actos se rijan por la razón, su ámbito de aplicación se ve igualmente limitado. Por lo común, los excluidos no son tan solo los pertenecientes a las razas clasificadas como inferiores. «La carga del hombre blanco» se entiende a menudo como «la carga del varón blanco», ya que en general se piensa que las mujeres están particularmente sujetas a los instintos y son proclives a dejarse arrastrar por los sentimientos y las pasiones; en suma, se las supone más próximas a la animalidad, por lo cual están necesitadas de la tutela del padre, del hermano o del marido.

La combinación del racismo con el darwinismo social, una teoría entre cuyos iniciadores se encuentra Herbert Spencer y que en los decenios finales del siglo XIX e iniciales del XX alcanzó gran predicamento en medios académicos y políticos, produjo unos efectos devastadores sobre las poblaciones indígenas en los territorios de colonización[6] y sobre las minorías étnicas en las metrópolis. Parte de la afirmación de que los individuos y las comunidades humanas, a imagen de lo que se supone que ocurre en la naturaleza, se perfeccionan debido a que se enfrentan en una dura lucha por la vida en la que sobreviven los más aptos. Es una concepción que se presenta como científica y de la que se extraen diversas consecuencias. Se utilizó para justificar las desigualdades económicas y sociales en las metrópolis, pues estas, una vez abolidos anacrónicos privilegios hereditarios, serían la expresión de las distintas capacidades de los individuos. Sencillamente, los fuertes triunfan, mientras que los débiles quedan orillados en la cuneta. Son los perdedores, aquellos que por diversas taras carecen de la energía suficiente para avanzar y cualquier medida bienintencionada que se adopte para aliviar su situación no tendrá más resultado que fomentar su holgazanería, al privarlos de todo acicate para trabajar duramente. La idea de que el éxito, medido en términos de riqueza y de poder, es una prueba de superioridad se refleja asimismo en la relación con las comunidades calificadas como bárbaras o salvajes. El que estas sean expoliadas, explotadas, deportadas y eventualmente exterminadas no constituirá un problema moral, sino la inexorable manifestación de un fenómeno natural. El mismo que hace que las cebras más lentas sean fácil presa de los leones, en tanto que las rápidas sobreviven más tiempo y tienen más oportunidades de engendrar descendencia a la que transmitir sus características. Quien llevado de sus buenos sentimientos proteja a las cebras lentas y las ponga a salvo no hará sino contribuir a que en el futuro estas sean más numerosas que las rápidas, con lo que, en lugar de mejorar la especie, habrá contribuido a su degeneración. La sociedad, que se ha alienado de la naturaleza convirtiéndola en objeto de dominio, proyecta sobre ella su propia imagen competitiva y despiadada a fin de justificarse a sí misma como dominadora de los seres humanos clasificados como inferiores. En el mundo no parece quedar lugar para la empatía y la compasión.

Francis Galton, notable científico y firme partidario del darwinismo social, defenderá la adopción de prácticas eugenésicas orientadas tanto a promover la reproducción de los individuos considerados más valiosos, como a limitar la de los «no aptos»[7]. Retomaba así una idea que contaba con precedentes tan ilustres como Platón, quien afirmaba en el libro V de La República:

Es preciso, según nuestros principios, que las relaciones de los individuos más sobresalientes de uno y otro sexo sean muy frecuentes y las de los individuos inferiores muy raras; además, es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos[8].

 

Una idea que en el siglo XVII había desarrollado Tommaso Campanella en La ciudad del Sol:

Los maestros que dirigen los ejercicios [gimnásticos] conocen quiénes son aptos, y quiénes no, para la procreación: y saben además cuál es el varón sexualmente más adecuado a cada mujer. La unión carnal se realiza cada dos noches después de haberse lavado bien ambos progenitores. Para satisfacer racional y provechosamente el instinto, las mujeres robustas y bellas se unen a hombres fuertes y apasionados; las gruesas a los delgados; y las delgadas a los gruesos[9].

 

Campanella continua describiendo con detalle los ritos que en su mundo ideal acompañarían a un acto tan importante como la procreación. Pese a todos los esfuerzos de los magistrados, aquella puede, sin embargo, no producirse:

 Si alguna mujer no es fecundada por el varón que le fue asignado, es apareada con otros y, si por fin resulta estéril, se convierte en común para todos[10]

 

La novedad estriba en el lenguaje científico con que los eugenistas expresan la necesidad de aplicar a la reproducción humana técnicas largamente experimentadas en la cría de ganado.  Bajo su influjo numerosos países aprobarían leyes de esterilización forzosa para personas aquejadas de determinadas discapacidades o enfermedades, que, aunque no se explicitara en sus propósitos, se aplicaron especialmente a mujeres indígenas y, en Europa, a las pertenecientes a minorías como la sami o la gitana. No se trata, por otra parte, de prácticas hace mucho abandonadas. En Perú se ha esterilizado sin su consentimiento a mujeres indígenas durante la dictadura de Alberto Fujimori[11] y recientemente ciento cuarenta y tres mujeres groenlandesas han demandado a Dinamarca por haberles colocado dispositivos intrauterinos de manera forzosa en los años 70 del siglo XX[12].

Son ideas que surgen y se difunden en unos tiempos en que Europa atraviesa grandes transformaciones económicas y sociales ligadas a la revolución industrial, que, iniciada en Gran Bretaña y Bélgica, se extiende con desigual velocidad por el continente. Avances médicos como la vacuna de la viruela hacen retroceder las mortandades catastróficas que en los siglos anteriores diezmaban con frecuencia a la población; al mismo tiempo, aumenta la productividad agrícola debido a cambios en los sistemas de propiedad y explotación de la tierra. Ambos fenómenos se conjugan para expulsar del campo a grandes masas de agricultores, cuyo trabajo se ha vuelto superfluo y que se ven forzados a buscar empleo en las nacientes industrias. En ellas se ven sometidos a larguísimas jornadas laborales, a bajos salarios y a la permanente amenaza del paro. En las barriadas miserables carentes de servicios en las que se los obreros se ven obligados a vivir, desde muy pequeños los niños tienen que trabajar en minas y fábricas, y florecen la prostitución, la delincuencia y el alcoholismo. Es el ambiente sórdido que Engels denuncia en 1845 en La situación de la clase obrera en Inglaterra, y que podemos evocar al leer ciertas novelas de Dickens, Zola o Blasco Ibáñez.

Los territorios de colonización constituyen una válvula de escape ante una situación social que amenaza tornarse explosiva. Durante la primera expansión ultramarina, la debilidad demográfica europea había hecho que a menudo los monarcas se mostrasen reacios a permitir la emigración de sus súbditos, en especial de mujeres, lo que había limitado la presencia blanca en las tierras descubiertas. En las zonas aptas para el cultivo del algodón o el azúcar se habían creado plantaciones para cuya explotación se recurría a la importación de esclavos africanos secuestrados en sus lugares de origen para ser vendidos tras una travesía a la que muchos no sobrevivían. En las de clima templado, en cambio, se establecían explotaciones agrícolas y ganaderas más similares a las europeas. Ambos tipos de aprovechamiento, requerían obviamente la desposesión y expulsión de la población autóctona. Por el contrario, en las regiones en las que previamente a la conquista se habían desarrollado sociedades estratificadas capaces de producir excedentes agrícolas, los indígenas pudieron conservar la propiedad o el usufructo de una parte de sus tierras aunque sometidos al pago de tributos y al trabajo forzoso en las minas y a otras prestaciones personales. Estas transformaciones no habían alcanzado, en cualquier caso, a grandes regiones del interior, en las que la presencia blanca siguió siendo nula o muy escasa, limitada a tramperos y comerciantes de pieles, misiones religiosas y puestos militares avanzados.

Pero al compás de la revolución industrial el cuadro cambia rápidamente. Europa produce unos excedentes de población a los que es preciso ofrecer una salida. Ante el amenazador crecimiento del lumpenproletariado, Inglaterra recurrirá a la deportación de delincuentes a las colonias penales de Nuevas Gales del Sur, pero el grueso de la emigración a ultramar es voluntaria. La constituyen fundamentalmente jóvenes valientes y laboriosos, a menudo parejas, muchas ya con hijos. En el Nuevo Mundo les aguarda la promesa de una nueva vida en un territorio cuyas riquezas, desaprovechadas por los salvajes, esperan generosas a quien tenga el temple y la inteligencia de arrancarlas. Por su parte, los gobiernos de las repúblicas americanas, por lo general, verán en la inmigración europea un medio no solo para incrementar la población, sino también, de acuerdo con las ideas raciales imperantes, para mejorar su calidad. La obra de Domingo Faustino Sarmiento Facundo, civilización o barbarie, publicada en 1845, ilustra una concepción muy extendida entre las élites culturales del momento. En ella, el que años más tarde ocuparía la presidencia argentina, caracteriza a la población del país como ociosa y falta de capacidad industrial, lo que achaca en parte a la herencia española, pero sobre todo, a la presencia indígena, pues las «razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces, aún por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido»[13].

En consecuencia, se intentará estimular el establecimiento de europeos, preferiblemente de origen germánico, de quienes se espera que aporten virtudes como la iniciativa, la laboriosidad y la austeridad que compensen las supuestas deficiencias raciales que lastran el desarrollo de los nuevos países. A menudo se aprobaron leyes, como la peruana de 21 de noviembre de 1832, que establecían la entrega gratuita de tierras a los nacionales o extranjeros que se instalaran en zonas consideradas desiertas o vacías, lo que realmente no implicaba que carecieran de población, sino que esta había sido clasificada como salvaje y, por tanto, no se reconocían sus derechos. Los resultados de estas políticas fueron muy desiguales. Los europeos se sintieron atraídos por las zonas de clima templado apropiadas para la agricultura cerealística, los cultivos de granja o la ganadería extensiva. La expansión de los Estados Unidos hacia el oeste y de Argentina en la Pampa y la Patagonia se realizaron a costa de los indígenas, quienes fueron reducidos mediante las armas, y finalmente, los que alcanzaron a sobrevivir, deportados y confinados en regiones inhóspitas. En cambio, los intentos de atraer a agricultores blancos a tierras selváticas como la Amazonia apenas dieron resultado. Su colonización efectiva se produjo al dispararse la demanda de caucho ligada al desarrollo industrial de Europa y Estados Unidos. Empresarios como Julio César Arana obtuvieron enormes ganancias mediante la explotación de las poblaciones indígenas, sometidas mediante el terror a un régimen de trabajo forzoso, Algo parecido ocurrió en el Congo, que desde 1885 hasta 1908 fue administrado como propiedad personal del rey belga Leopoldo II, quien estableció un despiadado sistema de explotación de los indígenas, reducidos de hecho, aunque no de derecho, pues esta había sido formalmente abolida, a la esclavitud. Logró así amasar una inmensa fortuna, basada en la obtención de marfil y otras materias primas. En donde la población se resistió a la colonización o simplemente su presencia fue considerada innecesaria se desarrollaron auténticas campañas de exterminio, como las emprendidas por Lothar von Trotha en 1904 y 1905 contra los herero y los nama en el África del Sudoeste Alemana (actual Namibia). En contraste con las zonas templadas, en estas la presencia blanca fue siempre reducida y estuvo conformada sobre todo por militares y aventureros con escasa participación femenina.

Parecía obvio que los beneficios de la comprensión racional del mundo, que, de la mano del desarrollo científico y tecnológico, debían conducir a un futuro de prosperidad y libertad, estaban lejos de extenderse a todos los seres humanos. No alcanzaban, claro está, a las grandes masas proletarias de los países industrializados, y mucho menos a los pueblos considerados racialmente inferiores. De estos apenas nos han llegado las voces. Sabemos de su sufrimiento por informes como los de Roger Casement sobre el Congo y el Putumayo, es decir, se nos muestra mediatizado por las palabras de blancos civilizados, de personas que, si bien observan con sensibilidad, empatía y buenas intenciones, lo hacen desde fuera e interpretan lo encontrado con categorías ajenas al mundo indígena, lo que, de manera inevitable, se traduce en actitudes condescendientes. Su empeño es, sin duda, noble, pero solo nos permite asomarnos a la superficie del horror. Novelas como La vorágine de Jorge Eustasio Rivera o El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad expresan también la visión de los blancos. En ellas, los indígenas apenas aparecen, no son, desde luego, una presencia individualizada, sino acompañantes mudos y enigmáticos en el primer caso, y en el segundo el inquietante telón de fondo que acaba por absorber a un Kurtz enajenado.



[1] Kant, E. (1981), «Comienzo presunto de la Historia humana» (publicado originariamente en 1786) Filosofía de la historia, Madrid, FCE, p. 78.

[2] Kant, E. (1981), p. 77.

[3] Kertész, Imre (2002), p. 41

[4] Comte, August (1980), Discurso sobre el espíritu positivo, Buenos Aires, Aguilar (publicado por primera vez en 1844), p. 41.

[5] Comte, August (1980), p. 54.

[6] Estos no se limitan a los que ostentaban el estatus de colonias o protectorados, sino que incluyen territorios jurídicamente integrados en la nación, pero con escasa población blanca, tales como el oeste de los Estados Unidos y Canadá, la Amazonia, la Pampa, la Patagonia, el interior de Australia, Siberia, etc.

[7] Kershaw, Ian (2016), Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949, Barcelona, Crítica, p. 51.

[8] Platón (1990), La República o el Estado. Introducción de Carlos García Gual, traducción de Patricio Azcárate, Madrid, Edaf, p. 202.

[9] Campanella, Tommaso, «La ciudad del Sol», en Utopías del Renacimiento: Moro, Campanella, Bacon (1975), México, p. 161. Primera edición en latín 1623.

[10] Campanella, Tommaso (1975), p. 162.

[12] Bryant, Miranda (2024), Las mujeres que han denunciado a Dinamarca por colocarles anticonceptivos a la fuerza: “El dolor era indescriptible” (eldiario.es). 17 de abril de 2024. https://www.eldiario.es/internacional/theguardian/mujeres-han-denunciado-dinamarca-colocarles-anticonceptivos-fuerza-dolor-indescriptible_1_11283505.html (visto el 12 de diciembre de 2024)

 [13] Sarmiento, Domingo F. (1874), Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, París, Librería Hachette y Cia, p. 26. La de 1874 que he utilizado es la cuarta edición en español. He adaptado la peculiar ortografía de Sarmiento.

 

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