Al asalto del Paraíso 5. Dios, Patria y Rey

La Iglesia católica mantuvo una actitud de rechazo enérgico frente a la fe en el progreso, cuyo carácter herético y hasta diabólico denunció en repetidas ocasiones desde el siglo XVIII, vinculándola con el desarrollo de la masonería y otras sociedades secretas. Su actitud ante la religión nacional fue en cambio muy distinta, llegando a establecer en muchos casos una relación simbiótica con ella, en tanto que esta, en sus versiones más conservadoras, aceptó el catolicismo como rasgo esencial del Volk. Se constituyó así un antiliberalismo clerical, nacionalista y monárquico, que se manifestó en movimientos como el carlismo español, el miguelismo portugués o el legitimismo francés, si bien su influencia no se limitó a ellos, sino que alcanzó a toda la derecha católica.

Las conflictos entre el poder espiritual y el temporal han sido recurrentes en la Cristiandad occidental. De la dureza que alcanzaron en algunos momentos dan testimonio los enfrentamientos entre el emperador Teodosio y san Ambrosio, Enrique IV y Gregorio VII,  Enrique II y santo Tomás Beckett, o el saco de Roma por las tropas de Carlos V. En los países en que triunfó la Reforma protestante, el poder civil había afirmado su supremacía sobre unas iglesias fragmentadas desprovistas de una autoridad central. En los países fieles al catolicismo, persistió, en cambio la pugna entre unos reyes deseosos de poner a la Iglesia bajo su control y terminar con sus privilegios fiscales o al menos reducirlos, y unos papas de firmes convicciones teocráticas. El hecho de que el patrimonio territorial de la Iglesia, en cuanto legataria de mandas piadosas, no cesara de aumentar, agravaba el problema. Se trataba de tierras, que, como los mayorazgos de la nobleza o los bienes de aprovechamiento comunal de los municipios, no podían enajenarse, con lo que escapaban al mercado. Eso hizo que ya antes de la Revolución francesa, los reyes intentaran alguna medida desamortizadora de alcance limitado. La expulsión de los jesuitas de Francia, Portugal y España y la disolución de la orden en 1773 muestra el grado de tensión alcanzado por la relación entre los dos poderes.

 No le faltaban motivos a la Iglesia para sentirse amenazada por la difusión de un pensamiento cuyo escepticismo, cuando no abierta hostilidad, ante su pretensión de poseer una verdad revelada, le llevaba a rechazar la legitimación divina del poder, a defender la tolerancia y, en definitiva, a relegar la religión al ámbito privado. Pero no era tan solo un problema de orden teológico o ideológico. Los ilustrados criticaban además la concentración en manos de la Iglesia de una inmensa propiedad territorial, y tampoco aceptaban el poder temporal de los Pontífices. A lo largo del siglo XVIII se sucedieron las condenas papales a las nuevas ideas, tras las cuales se identificaba la actuación de la masonería y otras sociedades secretas.

 Ya en 1738, Clemente XII en la encíclica In eminente, había prohibido a los católicos afiliarse a la francmasonería y otras similares en las cuales «eran admitidas indiferentemente personas de todas las religiones». El documento concluía con un llamamiento a los obispos para que persiguieran a los infractores, recurriendo, de ser necesario, al apoyo del brazo secular. La condena fue reiterada por Benedicto XIV mediante la encíclica Providas, en la que señaló de nuevo la gravedad de que en ellas se mezclara gente de diferentes religiones, a lo que se añadía su carácter secreto, lo que las hacía contrarias tanto a las leyes civiles como a las normas canónicas. Como la anterior, incluía un llamamiento a la colaboración de las autoridades seculares:

 «… invocamos por nuestras presentes letras, y requerimos con todo nuestro celo, a los efectos de su ejecución, la asistencia y el auxilio de todos los príncipes y de todos los poderes seculares católicos; habiendo sido los soberanos y las potestades elegidos por Dios para ser los defensores de la fe y protectores de la Iglesia, y por consiguiente, siendo su deber emplear todos los medios para hacer entrar en la obediencia y observancia debidas a las Constituciones Apostólicas[1]».

 La revolución francesa reafirmó a la Iglesia católica en el rechazo radical de una modernidad, cuyas ideas denunció Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos no solo como contrarias a la fe, sino también como conducentes a «la ruina del orden público, la decadencia del gobierno y la destrucción de toda legítima potestad»[2]. Frente a las demandas de libertad y tolerancia, esgrimió al símbolo atanasiano para recordar que «perecerán sin duda eternamente los que no poseen la fe católica y la conservan íntegra e inviolada»[3]. En 1864, Pío IX trató de nuevo «los errores de nuestro tiempo» en la encíclica Quanta cura, en la que afirmó que la libertad religiosa y de pensamiento, la autonomía de la autoridad política y todo intento de establecer una educación laica, lo que realmente introducen es la «libertad de perdición», pues sitúan la sabiduría humana por encima de la fe[4] y no diferencian entre la religión verdadera y las falsas[5]. La difusión de doctrinas contrarias a la verdad revelada, de la que la Iglesia católica es la única depositaria, no solo pone en grave peligro a las conciencias, sino que socava los fundamentos mismos de la sociedad. Como complemento de la encíclica, el Syllabus recoge los ochenta «principales errores de nuestro tiempo», una lista en que se dan la mano el panteísmo, el racionalismo, el indiferentismo, el liberalismo, el socialismo, el abandono de la moral cristiana y natural, etc. Ambos documentos señalan a las sociedades secretas como impulsoras de los movimientos revolucionarios. Aunque la referencia aluda fundamentalmente a la masonería, hay que tener presente que junto a ellas se desarrollaron otras, en su mayoría, aunque no exclusivamente, de signo liberal. Ya en 1821 Pío VII consideró necesario mencionar de manera explícita a los carbonarios, a quienes acusó de propagar el indiferentismo religioso y alentar «revueltas para despojar de su poder a los reyes y a todos los que gobiernan, a los cuales les da el injurioso nombre de tiranos»[6].

 Que el papa fuera no solo la máxima autoridad espiritual de la Iglesia católica, sino que también ejerciera el poder como monarca absoluto en los Estados Pontificios y, como tal, se involucrara de lleno en los conflictos italianos explica que entre los errores mencionados en el Syllabus se incluyera el rechazo al principado temporal del Romano Pontífice. Pío IX no solo se negó a reconocer al reino de Italia, sino que vetó a los católicos la participación en la política italiana y excomulgó a Víctor Manuel II. Desde la ocupación de Roma por las tropas piamontesas en 1870 hasta la firma de los acuerdos de Letrán en 1929, los papas se consideraron prisioneros en el Vaticano.

 Tras las encíclicas ya mencionadas de Gregorio XVI y Pío IX, que calificaron a la masonería y otras sociedades como sacrílegas, blasfemas y heréticas[7], León XIII se ocupó nuevamente de ellas en Humanum Genus, publicada en 1884. Tomando como punto de partida las dos ciudades de san Agustín, el pontífice presenta al género humano dividido en dos bandos opuestos e inconciliables: el reino de Dios en la tierra, identificado con la Iglesia católica, y el reino de Satanás, que en el momento actúa «bajo la guía y con el auxilio de la masonería»[8], la cual no persigue otra cosa que «la destrucción radical de todo el orden religioso y civil establecido por el cristianismo»[9]. Para conseguirlo, los masones trabajan tenazmente para «anular todo posible influjo del Magisterio y de la autoridad de la Iglesia en el Estado […] y defienden la separación total de la Iglesia y del Estado»[10]. Denuncia también los intentos debilitar a la Iglesia arrebatándole su patrimonio y cargando el restante con diversos gravámenes, así como privando al Sumo Pontífice del poder temporal «baluarte de su libertad y de sus derechos»[11]. Aunque la masonería no exija que sus afiliados abjuren de la fe católica, esto no es más, señala León XIII, que un medio para engañar a los sencillos y los incautos y así multiplicar el número de sus adeptos. Pero la realidad es que:

 «Al abrir los brazos a todos los procedentes de cualquier credo religioso, logra, de hecho, la propagación del gran error de los tiempos actuales: el indiferentismo religioso y la igualdad de todos los cultos. Conducta muy acertada para arruinar todas las religiones, singularmente la Católica, que, como única verdadera, no puede ser igualada a las demás sin suma injusticia[12]».

 Autores católicos como Louis de Bonald, Joseph de Maistre o Juan Donoso Cortés condenan el espíritu crítico y racionalista de la Ilustración en el cual ven la causa de los trastornos revolucionarios. En su visión providencialista de la historia, la revolución se equipara a las tribulaciones sufridas por Israel cuando abandonaba el verdadero culto para entregarse a la adoración de los ídolos, y es el justo castigo por el intento de construir un mundo sin Dios. No se trataba simplemente de volver al tiempo anterior a 1789, sino de  «fundar un sistema que imposibilitara semejante dislate [la revolución] y lo destruyera para siempre»[13]. Para ello se hacía preciso cerrar el paso a las tendencias disolventes que minan la autoridad y cuyo origen se sitúa no ya en la Ilustración, sino en la Reforma protestante. En 1851, aún muy reciente la convulsión revolucionaria de 1848, Donoso Cortés, en polémica con el historiador y político protestante François Guizot, identificaba la civilización europea con el catolicismo[14]. Solo unos meses antes, había aparecido una revista jesuita que, con el significativo título de La Civiltá Cattolica sería una de las grandes herramientas de difusión de un pensamiento católico polémico y combativo frente al liberalismo y la masonería, a los que asociaría con el judaísmo, lo que le conduciría a un antisemitismo militante. La idea de que protestantismo, masonería, liberalismo y socialismo constituyen distintas facetas de una misma conspiración anticristiana y, por tanto, antieuropea, dirigida ocultamente por el judaísmo echará pronto profundas raíces en el tradicionalismo e integrismo católicos.

 Para estos pensadores católicos inspirados en una visión idealizada de la sociedad feudal, según la cual, oratores, bellatores y laboratores, cada uno en cumplimiento de la función que le ha sido dado desempañar, contribuyen al bien común, la creencia en que todos los seres humanos son iguales ante Dios, no contradice la aceptación de la desigualdad en este mundo. Al contrario, de manera un tanto paradójica, la justifica. La jerarquía se presenta como algo hermoso querido por Dios, quien ha distribuido de manera desigual sus dones, sin que eso ―afirma Donoso Cortés― atente contra la igualdad, pues a quien más le ha dado, más le exigirá[15]. La confianza en que Dios, justo y misericordioso, se mostrará en su juicio severo con quien más ha tenido en vida y clemente con quien más privaciones ha padecido, conduce a fiar a la otra vida la compensación por las injusticias y sufrimientos de esta, y a rechazar la rebeldía social como un acto de soberbia con el que los seres humanos pretenden usurpar el papel de Dios. En la cúspide del orden jerárquico se sitúa el rey, investido por la gracia de Dios con el poder temporal, pero subordinado espiritualmente al papa, quien tiene la facultad de desligar a los súbditos de la obligación de obedecer al gobernante si este falta gravemente a sus obligaciones, la primera y más importante de las cuales es la defensa de la fe[16]. Solo la firme alianza entre el trono y el altar puede restablecer la armonía quebrada por el vendaval revolucionario.

 El encastillamiento en una interpretación literal del dogma «Extra Ecclesiam nulla salus» no solo informará la relación del catolicismo con el liberalismo, el protestantismo y el socialismo, condenados de forma sumaria y progresivamente identificados como producto de una oscura conspiración judía contra la civilización cristiana, sino que marcará también la actitud católica ante los pueblos no europeos. De Maistre verá al salvaje no como el ser inocente imaginado por Rousseau, ni como alguien que marcha rezagado en la marcha ascendente de la humanidad, sino como una «rama desprendida del árbol social»[17]. Falto de inteligencia, esclavo de sus apetitos, imprevisor, fácil presa de toda clase de vicios y dado a la crueldad; es alguien, en definitiva, que ha degenerado y a quien apenas cabe calificar de humano, aunque con la salvedad de que aún puede ser civilizado por el catolicismo[18]. La evangelización se concibe como integración en la civilización católica europea e implicará que los salvajes y bárbaros deben abandonar las creencias, estructuras comunitarias y formas de vida tradicionales, para insertarse en el sistema de relaciones de los blancos, en el que ocuparán, en tanto que gentes necesitadas de tutela, un lugar subordinado.

 No son solo aristócratas y eclesiásticos ansiosos por recuperar sus privilegios quienes añoran un pasado cuyos conflictos parecen haber olvidado. Frente a la conversión de la tierra en propiedad individual defendida por el liberalismo, Donoso Cortés solo considerará formas legítimas de propiedad los mayorazgos y las manos muertas, pues, afirma, «la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que pasan»[19]. Son muchos los que sienten el vértigo de un futuro incierto y viven con angustia el hundimiento de unos modos tradicionales de entender el mundo y actuar en él. Pero no es solo su universo espiritual, lo que se tambalea. La salida al mercado de una gran masa de tierras anteriormente inmovilizadas no redunda necesariamente en una mejora del nivel de vida de los campesinos, muchos de los cuales no cuentan con medios para acceder a la propiedad. Quienes sí los tienen, a menudo desean recuperar rápidamente su inversión, lo cual los impulsa a subir los precios de los arrendamientos, en un momento en que se privatizan asimismo los bienes de aprovechamiento comunal. El desarrollo de los medios de transporte, en especial del ferrocarril en la segunda mitad del siglo, ampliará los mercados, lo que expondrá a los pequeños propietarios a la competencia de los grandes terratenientes y llevará a la quiebra a numerosas industrias locales que no podrán resistir ante los grandes centros fabriles. Las solemnes proclamas de libertad e igualdad, no hablemos de la fraternidad, difícilmente podían entusiasmar a quienes veían peligrar su sustento. El proceso de modernización, como siempre ocurre, dejaba un rastro de damnificados para quienes la idea de sustituir la religión tradicional por la fe en el progreso presentaba pocos alicientes.

Mientras que en Italia el integrismo católico choca frontalmente con el movimiento nacionalista unificador, en Polonia o Irlanda el catolicismo se convierte en un referente esencial de la identidad colectiva para un pueblo que se siente amenazado por la imposición de un poder visto no solo como extranjero, sino también como cismático o herético. En otros países de fuerte implantación católica, la sociedad se escinde en grupos con concepciones del mundo contrapuestas, de un lado aquellos anclados en una religiosidad tradicional aferrada a una lectura literal de los libros sagrados y de otra los creyentes en la nueva religión del progreso, a los que habría que sumar a sectores católicos dispuestos al diálogo con la modernidad. Entre ambos, a lo largo del siglo XIX e incluso más allá, el enfrentamiento es constante y estalla repetidamente en conflictos armados, de tal manera que Émile Poulat ha podido hablar de la «guerra entra las dos Francias», de un lado la jerárquica, conservadora y católica, y de otro la moderna, progresista y republicana[20]. Unos y otros, sin embargo, con la única excepción de las corrientes internacionalistas del socialismo, se entregarán al culto de la nación, si bien diferirán en sus interpretaciones del pasado y en los mitos en que las sustentan.

Tras la parcial unificación de los monárquicos a la muerte del conde de Chambord[21] y en el clímax antijudío que acompañó al estallido del caso Dreyfus, Acción Francesa se convirtió en el principal representante político de la Francia jerárquica y conservadora,  si bien no fue en ningún modo un partido confesional, pues en él privó siempre el componente nacionalista. De hecho, su principal líder, Charles Maurras, se identificó de manera pública como agnóstico. Su valoración del catolicismo no se apoyaba en razones religiosas, sino en la convicción de que se trataba de un elemento constitutivo esencial de la nación francesa. La conversión de Clodoveo en el año 496 quedaba elevada al rango de mito fundacional y Juana de Arco, la humilde virgen inspirada por Dios para liberar a la patria del yugo inglés, se convertía en la manifestación palpable de que incluso en los momentos más sombríos, cuando las élites vacilan ante el extranjero, el pueblo se alza vigoroso para afirmar su identidad y su permanencia. En consecuencia, los no católicos no son aceptados como franceses auténticos, sino vistos como un enemigo enquistado en el seno de la nación. Así lo expresa Charles Maurras en un artículo aparecido el 21 de octubre de 1898 en La Gazette de France:

 «Nutrido de judaísmo, el verdadero protestante nace ya enemigo del Estado y partidario de la rebelión individual[22]».

Para la Francia conservadora, el que Dreyfus fuera o no culpable de los hechos que se le imputaban, era en realidad algo secundario: al ser judío, independientemente de sus acciones, era un potencial traidor a la patria, como también lo eran de hecho quienes al defender su inocencia cuestionaban a la cúpula del ejército. 

El 9 de junio de 1925, mientras en un ambiente progresivamente violento se suceden los enfrentamientos callejeros y los asesinatos políticos, Maurras publica en forma de carta un artículo contra el ministro del Interior Abraham Schrameck, en el que se refiere a este como extranjero en cuanto judío y lo vincula además con la masonería e indirectamente con Alemania, el gran enemigo cuyo afán de desquite denunciará una y otra vez: 

«… usted es el Judío. Usted es el Extranjero. Es el producto del régimen y de sus misterios. Proviene usted de los bajos fondos de la policía, de las logias y, su nombre así parece indicarlos, de los guetos renanos. […] Se ha convertido así, señor Abraham Schrameck, en la viva imagen del Tirano sobre el que los pueblos oprimidos han ejercido desde siempre su derecho. […] Y, como ahí tenemos sus amenazas, señor Abraham Schrameck, como se dispone usted a entregar a un gran pueblo al cuchillo y a las balas de sus cómplices, he aquí la respuesta prometida. Le respondemos que le mataremos como a un perro[23]». 

Pese a que su interpretación ideológica de la historia francesa no descansaba en motivaciones religiosas, Maurras alcanzó entre los católicos una gran popularidad, que solo se vio debilitada a partir de 1926, tras la condena papal, que luego sería parcialmente levantada. Por otro lado, su hostilidad hacia Alemania no le impedirá, al contrario que otros nacionalistas, apoyar al régimen de Vichy tras la capitulación de 1940. 

La identificación por Menéndez y Pelayo de la esencia nacional con el catolicismo obedece, por el contrario, a un auténtico sentimiento religioso, que le lleva a ver a España como un pueblo elegido. Así lo expresa con emotivo arrebato en una obra temprana, Historia de los heterodoxos españoles, aparecida en 1882: 

«…en los arcanos de Dios les estaba guardado [a los españoles] el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marisma bátavas con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía[24]». 

Pero esa España, a la que califica de evangelizadora, martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma, corre, desde hace dos siglos hacia la perdición por causa de quienes, obviamente los ilustrados y los liberales, han vaciado, desconcertado y pervertido el ser nacional[25]. Quedan de esta forma delimitados dos campos: a un lado los católicos, únicos a los que cabe considerar auténticos españoles; del otro, elementos alóctonos, los judíos y los musulmanes e incluso los visigodos arrianos, vistos como invasores, y junto a ellos, los traidores, aquellos que habiendo nacido españoles han abandonado la fe católica seducidos por doctrinas extranjeras. Toma cuerpo la idea no ya de las dos Españas, sino la de una España y una anti-España inconciliables. 

En la estela de Menéndez Pelayo, Ramiro de Maeztu desarrolla una visión ideológica del pasado destinada a tener un profundo y largo influjo sobre la sociedad española, ya que durante la dictadura franquista informará tanto los planes de estudio como los medios de comunicación. Es una concepción según la cual los males de la patria «se reducen a uno solo: la pérdida de nuestra idea nacional»[26]; una idea que se cifra en la fe católica y en su difusión por el mundo. España habría tenido su momento inaugural, «habría empezado a ser»[27], en el año 586 con la conversión de Recaredo. Con ella se establece no solo la unidad católica, sino también la fusión entre hispanorromanos y visigodos. Cabe colegir que el período anterior habría que entenderlo como una larga propedéutica en la que el pueblo comienza a adquirir el temple que lo hará acreedor a la misión que le reserva la Providencia. De esta forma, Viriato, Séneca y los emperadores Trajano, Adriano o Teodosio, entre otros héroes caros al nacionalismo, vendrán a ser algo así como protoespañoles. El mito fundacional queda oscurecido, sin embargo, por el gran mito palingenésico: la Reconquista. Es en ella en la que se forjarán los rasgos definitorios del carácter español «en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos»[28]. La época medieval se convierte, tras el desastre inicial de la conquista musulmana, en una gran epopeya de afirmación frente a los extranjeros orientales que, con ayuda judía, quieren imponer una religión ajena al ser de la nación. Triunfa finalmente, la voluntad de permanecer en el seno de esa Europa Católica, que en el pasado idealizado soñado por De Maistre y Donoso Cortés y retomado por Maeztu, se supone fundamentada sobre el equilibrio entre libertad y autoridad, poder espiritual y temporal, campo y ciudades, reinos e imperio[29]; en una armonía de principios que solo más adelante se quebraría por la irrupción de la Reforma protestante. 

Es la España vencedora del islam la que al fin se halla en condiciones de cumplir el destino marcado para ella por la Providencia: la difusión del Evangelio en las tierras de ultramar. De esta manera la idea de España se ampliará sin diluirse para dar lugar a la de Hispanidad, entendida como una comunidad espiritual «de todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península»[30]. Frente al imperialismo anglosajón, calificado de racista y rapaz, se reivindicará la expansión española como integradora y ecuménica. Pero tras las proclamas patrióticas y la reivindicación retórica de un mestizaje enriquecedor, late la convicción de la superioridad de la Europa católica, sobre los salvajes. A ellos se refiere Maeztu con términos que recuerdan los de De Maistre. La actividad de los misioneros habría mostrado: 

«… que numerosos tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos[31]». 

La firmeza al señalar el racismo ajeno se acompaña de una absoluta ceguera para percibir el propio: «En América ha de descontarse la tentación que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra»[32]. Lo mismo cabe decir de la afirmación de que «un judío sigue siendo judío cuando abjura de su fe»[33]. Una convicción que le lleva a alabar la inteligencia de Isabel la Católica al establecer la Inquisición, un tribunal constituido «por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla»[34]. 

Pero las fuerzas que se oponen a la labor evangelizadora de la España católica son inmensas. Contra ella se levantan no solo los musulmanes, que, con el Imperio otomano, de nuevo amenazan a Occidente, sino también la herejía protestante, que se extiende por Alemania, las Provincias Unidas e Inglaterra, y con ellas Francia que, aunque mayoritariamente católica, no duda en aliarse con los enemigos de la fe y se convertirá en foco de irradiación de las ideas ilustradas. Precisamente de ella provendrá el mayor peligro, cuando con el cambio de dinastía comience el reinado de la casa de Borbón, cuyos monarcas abrirán España a las nuevas y disgregadoras corrientes de pensamiento ante las que se mostrarán receptivas las élites políticas. Se iniciará así un largo conflicto en que los buenos españoles fieles a la esencia de la patria se enfrentarán, a menudo con las armas, a los traidores que haciendo bandera de la tolerancia, el parlamentarismo, la democracia y el socialismo no buscan sino corromperla para apartarla de la misión histórica que le ha encomendado la Providencia. La guerra de la Independencia adquiere, al igual que la Reconquista, el rango de mito palingenésico, en el que el pueblo llano, encarnado en alcaldes de monterilla como el de Móstoles (en realidad fueron dos, Andrés Torrejón y Simón Hernández) y curas trabucaires como Merino (otros guerrilleros como Mina o el Empecinado, resultaban un tanto incómodos dada su ideología liberal), se alza en defensa de la patria y de la religión frente al invasor extranjero y los intelectuales y altos funcionarios colaboracionistas.  Es solo el comienzo de una lucha secular que culminará en la guerra civil de 1936-1939, entendida por los vencedores como una cruzada de la España católica y patriota contra la anti-España atea y extranjerizante. Ramiro de Maeztu, asesinado en Madrid en octubre de 1936, no alcanzará a ver el triunfo de la España católica y tradicional. Como Moisés, quedará a las puertas de la tierra prometida.



[1] Benedicto XIV (1751) Encíclica Providas.

[2] Gregorio XVI (1832), Encíclica Mirari vos, 5.

[3] Gregorio XVI (1832), 13.

[4] Pío IX (1864), Encíclica Quanta cura, 5.

[5] Pío IX (1864), 4.

[6] Pío VII (1821), Ecclesiam a Iesu Christo.

[7] Gregorio XVI (1832), 5.

[8] León XIII (1884), Humanum genus. 1.

[9] León XIII (1884), 8.

[10] León XIII (1884), 10.

[11] León XIII (1884), 10.

[12] León XIII (1884), 10.

[13] Osés Gorraiz, Jesús M.ª, (2011), «De Maistre y Donoso Cortés: hermeneutas de lo inefable» Revista de Estudios Políticos (nueva época), Núm. 152, Madrid, abril-junio (2011), p. 79.

[14] «El Catolicismo no es pues solamente, como Mr. Guizot supone, uno de los varios elementos que entraron en la composición de aquella civilización admirable: es más que eso, aún mucho más que eso: es esa civilización misma». Donoso Cortés, Juan (2003), Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Salamanca, Almar, p. 151.

[15] Donoso Cortés, Juan (2003), p. 165.

[16] Cantero, Estanislao (2016), «Sobre la influencia de Maistre y de Bonald en la política positiva de Auguste Comte», Verbo, núm 541-542, (p. 7-61), p. 7.

[17] Maistre, Joseph de (1998), Las veladas de San Petersburgo, Madrid, Espasa Calpe, p. 73. Primera edición en francés 1821.

[18] Maistre, Joseph de (1998), p. 77. De Maistre habla del cristianismo, pero el resto de su exposición deja claro que para él el protestantismo no merece el nombre de cristiano.

[19] Donoso Cortés, Juan (2003), p. 270.

[20] Poulat, Émile (1987), Liberté, laïcité: La guerre des deux Frances et le principe de la modernité, París, Cujás.

[21] Al fallecimiento sin hijos del conde de Chambord en 1883, los derechos dinásticos pasaron al orleanista conde de París, lo que fue aceptado por gran parte de los legitimistas, aunque hubo un grupo que, al negar la validez de la renuncia por Felipe V a sus derechos a la corona francesa en 1712, consideró como heredero legítimo al pretendiente carlista a la corona de España, Juan de Borbón y Braganza.

[22] Cit. en Giocanti, Stéphane (2010), Charles Maurras. El caos y el orden, Barcelona, Acantilado, p. 220.

[23] Giocanti, Stéphane (2010), p. 427.

[24] Menéndez Pelayo, Marcelino (1956), Historia de los heterodoxos españoles II, Madrid, B.A.C. Primera edición 1882, p. 1194.

[25] Menéndez Pelayo, Marcelino (1956), p. 1194.

[26] Maeztu, Ramiro de (2005), Defensa de la Hispanidad, Madrid, Bibliotheca Homo Legens, p. 115. (Primera edición 1934).

[27] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 173.

[28] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 153.

[29] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 136.

[30] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 15.

[31] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 94.

[32] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 158.

[33] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 155.

[34] Maeztu, Ramiro de (2005), p. 145.

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