Intervención extranjera en la Guerra Civil Española
Conferencia pronunciada el 15 de abril en el Museo de la Ciudad (Móstoles)
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pocos hechos ocurridos en nuestro país han despertado en el extranjero un interés tan apasionado como la Guerra Civil de 1936-1939. Esta, cuyo desencadenamiento obedeció a factores internos, se vio mediatizada y condicionada en su desarrollo y resultado por la actuación de las grandes potencias, la cual a su vez estuvo determinada por consideraciones estratégicas derivadas no solo de lo que en una primera aproximación podemos denominar intereses nacionales, sino también de simpatías ideológicas.
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pocos hechos ocurridos en nuestro país han despertado en el extranjero un interés tan apasionado como la Guerra Civil de 1936-1939. Esta, cuyo desencadenamiento obedeció a factores internos, se vio mediatizada y condicionada en su desarrollo y resultado por la actuación de las grandes potencias, la cual a su vez estuvo determinada por consideraciones estratégicas derivadas no solo de lo que en una primera aproximación podemos denominar intereses nacionales, sino también de simpatías ideológicas.
En los años treinta aún se
imponía la consideración romántica de la nación como la expresión política del
pueblo, entendido a su vez como un ente supraindividual surgido de la noche de
los tiempos y cuyo espíritu, Volksgeist,
había permanecido inalterable a través de los avatares históricos. Es esta una
concepción que en España perduró durante los años de la dictadura. Aquellos de
ustedes que tengan al menos mi edad habrán estudiado, o al menos habrán fingido
hacerlo, una asignatura llamada Formación
del Espíritu Nacional, cuya finalidad era transmitirnos las valores que, se
suponía, conforman la esencia inalterable de nuestra nación a fin de que al
asumirlos nos convirtiéramos en buenos españoles. Otras materias, entre las que
la historia ocupaba un lugar de honor, contribuían, mediante la exaltación de
los héroes de un pasado glorioso, a la identificación con el Volkgeist de la patria.
Frente a esta concepción se
alzaba desde mediados del siglo XIX el internacionalismo proletario, heredero,
hasta cierto punto, del cosmopolitismo ilustrado y del universalismo cristiano.
Los partidos socialistas, agrupados desde 1889, en la Segunda Internacional
rechazaban la visión nacionalista de la historia, a la que consideraban una
construcción ideológica de la burguesía, cuya función no era otra que mantener las
relaciones de dominación económica y política. Por su parte, llamaban a la
unión de todos los trabajadores en la lucha común contra la explotación y la
opresión de las clases dominantes. Los proletarios del mundo, sin distinción de
origen ni de residencia, debían conjuntarse para edificar una sociedad nueva en
que, borradas las diferencias de clase, quedaran asegurados para todos el
bienestar y la libertad. La victoria del proletariado pondría fin a la escisión
del género humano en clases antagónicas y daría así paso a la auténtica
humanidad.
Los hechos, sin embargo, parecían
marchar en otra dirección. Cuando el tenso equilibrio europeo se rompió
definitivamente en julio de 1914 a raíz del atentado de Sarajevo, los partidos
socialistas, con contadas excepciones, se apresuraron a cerrar filas con los
gobiernos de sus respectivos países votando a favor de los subsidios de guerra.
Su internacionalismo quedó sepultado por una ola de entusiasmo patriótico a la
que escaparon muy pocos líderes, entre ellos, el francés Jean Jaurés, inmediatamente
asesinado, y Lenin.
La terrible matanza de la
entonces llamada Gran Guerra, en la que habían sido cómplices los partidos
socialistas, dio paso a una oleada revolucionaria, cuyo primer episodio se
produjo en el atrasado Imperio Ruso. El conflicto no terminó, como habían
esperado gobiernos y estados mayores con una brillante victoria militar, sino por
el hartazgo de una población que ya no estaba dispuesta a aceptar más sufrimiento.
Durante unos años se sucedieron movimientos revolucionarios: insurrección espartaquista
en Berlín, República Soviética Húngara, República Soviética de Baviera, Bienio Rosso en Italia, etc. Pero la llamarada se extinguió rápidamente.
La revolución fue sofocada por el ejército y por milicias nacionalistas, a
menudo con la aprobación de aquellos políticos socialistas que habían votado en
1914 a favor de los subsidios de guerra. La contrarrevolución desembocó en el
establecimiento de regímenes dictatoriales nacionalistas en la mayor parte de
los países europeos, comenzando por Italia donde Mussolini alcanzó el poder en
1922. Cuando once años después, le llegó el turno a Hitler en Alemania, quedaban
ya en Europa muy pocos estados democráticos.
Nuestro país, pese a su
neutralidad durante la guerra, experimentó unas vicisitudes en gran parte
similares a las de nuestros vecinos. La agudización de los conflictos sociales
y la incapacidad de los partidos hegemónicos, el Conservador y el Liberal, para
resolverlos condujo a la Huelga General Revolucionaria en agosto de 1917. La
protesta obrera y campesina coincidió con la presión de la Lliga Regionalista
de Catalunya en favor de la reforma de la Constitución para que se reconocieran
las identidades regionales, y también con la actuación de las Juntas de Defensa,
una especie de sindicato militar que pretendía presionar al poder civil. Los
objetivos de unos y otros eran muy diferentes e incluso contrapuestos; de hecho,
los militares de las juntas participaron en la represión del movimiento
revolucionario. lo que facilitó que el gobierno pudiera restablecer el orden.
Sin embargo, el sistema político de la Restauración quedó seriamente dañado. La
grave crisis económica desatada al final de la guerra condujo a un agravamiento
de los conflictos sociales, particularmente virulento en Barcelona, donde tanto
la patronal como los anarcosindicalistas recurrieron a la violencia, lo que causó
un centenar de muertos en 1921. También fueron años convulsos en Andalucía,
donde el período 1918-1920 ha quedado con el nombre de Trienio Bolchevique.
A estos problemas su sumó en 1921
el Desastre de Annual, en que las tropas españolas fueron aniquiladas por la
guerrilla rifeña de Abd el-Krim. El desprestigio de las instituciones amenazó
entonces con alcanzar al propio rey Alfonso XIII, quien de manera insensata
había alentado el temerario avance del general Silvestre. Ante el deterioro de
la situación, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, capitán
general de Cataluña, dio un golpe de Estado, aceptado por el rey. Se iniciaba
así una dictadura que, por comparación con la que se implantó años después, ha
podido ser calificada de benévola. Tras unos primeros años de relativos éxitos
e incluso de buena acogida entre amplios sectores de la población, la dictadura
no llegó a consolidarse y, en definitiva, no hizo sino contribuir al descrédito
de la monarquía. La crisis económica mundial, uno de cuyos efectos fue un resurgir
de los enfrentamientos sociales, y la desafección de un sector del ejército
llevaron finalmente a las elecciones municipales de 1931, en las que la
victoria de la Conjunción republicano-socialista en las principales ciudades
provocó la huida del rey y la proclamación de la República. El nuevo régimen
democrático surgía así en un momento de recesión económica y a contracorriente
de la tendencia europea a la extensión de los sistemas autoritarios de
gobierno. Aunque acogido con entusiasmo, pronto resultó evidente que las
circunstancias hacían si no imposible, al menos, extremadamente difícil alcanzar
un consenso que permitiera afrontar de manera pacífica los conflictos a que se
enfrentaba la sociedad española. La actividad de los primeros gobiernos
republicano-socialistas centrada fundamentalmente en la reforma agraria, la
modificación de las relaciones laborales, los derechos de la mujer, la
separación entre la Iglesia y el Estado, la racionalización del ejército y el
reconocimiento de autonomías regionales, se encontró no solo con la resistencia
de lpos sectores que se consideraban perjudicados, sino con las posiciones
maximalistas de un anarcosindicalismo contrario a toda medida distinta de una
colectivización inmediata de los medios de producción. Por su parte, los comunistas,
muy poco numerosos y nada influyentes, pensaron encontrarse ante una versión
española de la Revolución de Febrero de 1917 y, aplicando mecánicamente los
esquemas de aquella, creyeron llegado el momento de formar soviets y proceder a
un remedo de la Revolución de Octubre.
En el marco de una conflictividad
creciente, entre cuyos hechos más destacados podemos recordar el fracasado
golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932 o la insurrección
anarquista de enero de 1933, durante la cual tuvo lugar la matanza de Casas
Viejas, el bloque republicano-socialista, del que con anterioridad se habían
desgajado los sectores más conservadores, no pudo mantenerse.
En las elecciones de noviembre de
1933, republicanos de izquierda y socialistas presentaron candidaturas
separadas, en tanto que monárquicos alfonsinos, agrarios y diversos grupos
locales concurrían unidos en la Confederación Española de Derechas Autónomas
(CEDA), bajo el liderazgo de José María Gil Robles. El centro quedaba
representado por el Partido Radical de Alejandro Lerroux. Durante la campaña
electoral la crispación fue extraordinaria. El programa de la CEDA incluía la
derogación de todas las reformas anteriores, así como la revisión de la
Constitución. Además, el partido adoptaba una retórica y unos modos de acción
claramente influidos por el fascismo italiano. Como muestra citaré unas
palabras pronunciadas el 15 de octubre durante un mitin por Gil Robles, a quien
sus seguidores aclamaban coreando la palabra “Jefe”, al modo del “Duce” de los
fascistas italianos:
Nuestra generación tiene encomendada una
gran misión. Tienen que crear un espíritu nuevo, fundar un nuevo Estado, una
Nación nueva; dejar la Patria depurada de masones, de judaizantes […]
Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se
imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar
sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios
de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entretanto no
iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos
a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino
un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento el
Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer.[1]
Por su parte, el ala izquierda
del Partido Socialista se alejaba rápidamente del reformismo hacia posiciones
revolucionarias. Así se había expresado doce días antes su máximo dirigente,
Francisco Largo Caballero:
Vamos legalmente hacia la evolución de la
sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. Esto, dirán
los enemigos, es excitar a la guerra civil. ¿Qué es sino la lucha que se
desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena guerra
civil. No nos engañemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado
aún los caracteres cruentos que, por fortuna o por desgracia, tendrá
inexorablemente que tomar. El día 19 vamos a las urnas… Mas no olvidéis que los
hechos nos llevarán a actos en que hemos de necesitar más energía y más
decisión que para ir a las urnas.[2]
Pese a ser el partido con más
escaños, la CEDA quedó lejos de poder gobernar y optó por apoyar al Partido
Radical de Lerroux, quien finalmente, en octubre de 1934 le ofreció tres
puestos en el gobierno. Aquello fue interpretado por el Partido Socialista como
una entrega de la República a las fuerzas antidemocráticas, similar a la que
había propiciado la llegada al poder de Hitler un año antes. Respondieron,
pues, de la misma manera en que lo habían hecho los socialistas austriacos ante
las medidas autoritarias del canciller Dollfuss en febrero de ese mismo año: la
insurrección. Esta, apoyada por el Partido Comunista y en determinados lugares
por la CNT, solo se produjo en Asturias y fue reprimida con extrema dureza por
el ejército en una operación coordinada por el general Franco en la que
intervinieron legionarios y regulares como tropas de choque. Por su parte, el
presidente de la Generalitat, Lluís Companys proclamó el Estado Catalán, que fue
disuelto a las pocas horas por el general Batet.
Si bien el movimiento se saldó
con un rotundo fracaso, la dureza con que fue sofocado desató una oleada de
solidaridad que llevó a la aproximación de todas las fuerzas de izquierda: republicanos,
socialistas, comunistas y otros grupos menores, que, aliadas en el Frente
Popular, alcanzaron la victoria en las elecciones de febrero de 1936. Gil
Robles, Calvo Sotelo y Francisco Franco aún intentaron que el presidente del
Gobierno, Portela Valladares, declarase el estado de guerra y anulara las
elecciones, pero este se negó y entregó el poder el 19 de febrero. El nuevo
gobierno, en el que no participaron las fuerzas obreras integradas en el Frente
Popular, afrontó como tarea más urgente la amnistía para los represaliados por
los sucesos de octubre del 34, e intentó retomar el programa reformista del
primer bienio, pero hubo de hacer frente al deterioro del orden público
protagonizado fundamentalmente por la Falange, una organización fascista
inspirada en el modelo italiano, y por la CNT, que continuaba rechazando la
democracia burguesa y preconizaba la vía insurreccional. A su vez, el Partido
Socialista estaba hondamente dividido entre el sector liderado por Indalecio
Prieto, partidario de la colaboración con los republicanos, y un ala izquierda
que, dirigida por Largo Caballero, creía llegado el momento de que el
proletariado se lanzase a la conquista del poder. Por su lado, el Partido
Comunista, muy disciplinado y cuyo número de militantes crecía a un ritmo
notable, mantenía la necesidad de apoyar a los republicanos y evitar los
excesos revolucionarios. Según Stanley G. Payne entre el 3 de febrero y el 17
de julio de 1936 se produjeron 269 muertes violentas por causas políticas.[3]
Los partidos comenzaron a organizar milicias de carácter paramilitar que se
enfrentaban entre sí y cometían atentados contra los adversarios políticos, en
tanto que se desarrollaba una vasta conspiración militar dirigida por el
general Mola, gobernador militar de Pamplona. Finalmente, la sublevación se
inició el 17 de julio en Canarias y el Protectorado de Marruecos, para
extenderse a la Península en los dos días siguientes.
Los militares rebeldes, que
contaron con la colaboración de las milicias carlistas y falangistas, no
consiguieron, sin embargo, hacerse con el poder, debido tanto a la resistencia
de las organizaciones obreras como a la propia división del ejército y de las
fuerzas de orden público, Guardia Civil y Guardia de Asalto, que en muchos
lugares permanecieron fieles al gobierno legítimo. Grosso modo, las zonas más urbanizadas e industrializadas del país,
así como Castilla la Nueva, Extremadura y la mayor parte de Andalucía quedaron en
manos de la República, en tanto que los golpistas se hacían con Galicia, la
meseta Norte, Navarra, gran parte de Aragón, Sevilla, Canarias y el
Protectorado. Aunque en una primera apreciación, el balance de fuerzas parece
claramente inclinado a favor del gobierno, la reacción de las principales
potencias europeas invertirá la situación en las semanas siguientes.
Las tropas del Protectorado
constituían la élite del ejército. Solo ellas disponían de un equipamiento
aceptable y contaban con experiencia de combate. Sin embargo, el fracaso de la
sublevación en la Armada las había dejado aisladas en Marruecos sin posibilidad
de pasar a la Península, en tanto que las columnas enviadas hacia Madrid por
Mola no conseguían sobrepasar la sierra de Guadarrama. El golpe militar derivaba,
pues, hacia un conflicto prolongado, lo que hacía necesaria la búsqueda de
apoyos exteriores.
Aunque monárquicos y falangistas
habían mantenido con ellos algunos contactos no parece que los servicios
secretos de Alemania e Italia estuvieran al tanto de los preparativos
golpistas. Durante la dictadura de Primo de Ribera, Wilhelm Canaris había
visitado en diversas ocasiones nuestro país a fin de establecer acuerdos de
colaboración en el sector naval y de que algunos militares pudieran entrenarse
en el ejército español, sorteando así las limitaciones impuestas a Alemania por
el tratado de Versalles. Aprovechó además para organizar la red de espionaje. Buscaba
asimismo la penetración alemana en los sectores aeronáutico y petrolífero,
entonces estrechamente dependientes del Reino Unido y Francia. Estas gestiones
no dieron, sin embargo, mucho fruto y quedaron suspendidas con el advenimiento
de la República[4]. Los
contactos se reanudaron tras la llegada de la CEDA al gobierno, ya que Gil
Robles, ministro de la Guerra, mostró interés por la adquisición de armamento,
pero tampoco en esta ocasión se llegó a nada concreto. José Antonio Primo de
Rivera mantuvo una breve entrevista con Hitler en la primavera de 1934, pero no
parece que alcanzara a despertar su interés.[5]
Se puede concluir que antes del 18 de julio de 1936, España ocupaba un lugar
muy poco relevante en las preocupaciones de Alemania.
Algo distinto era el caso de Italia,
cuya política exterior tenía como una de sus prioridades la hegemonía en el
Mediterráneo. Ya el 31 de marzo de 1934 los monárquicos alfonsinos de
Renovación Española, cuyos líderes más destacados eran Antonio Goicoechea y
José Calvo Sotelo, habían llegado a un acuerdo por el que el gobierno italiano
se comprometía a proporcionar armas, financiación e instalaciones para
instrucción militar a un movimiento destinado a derribar la República[6].
Sin embargo, el trato fue pronto olvidado, quizá debido a que la conspiración
monárquica se desinfló. También durante ocho meses, entre 1935 y 1936, Italia aportó
una subvención a Falange.[7]
Tanto Mola como Franco, de manera
independiente, entraron en contacto con Italia y con Alemania, pero mientras el
primero lo hizo a través de algunos contactos previos con funcionarios de nivel
medio, el segundo tuvo la fortuna o la habilidad de llegar rápidamente a los
centros de poder. El hecho de que la ayuda se concediera a Franco tuvo
importantes consecuencias, al reforzar su papel frente a los otros generales
sublevados. No solo era el jefe indiscutible del ejército de África, sino que
además pronto iba a disponer de los medios para trasladarlo a la Península. Por
el contrario, Mola quedaba debilitado por el fracaso de su ofensiva sobre
Madrid, a lo que se sumaba el hecho de que su graduación como general de
brigada, era inferior a la de Franco, general de división.
El anticomunismo de Mussolini y
Hitler no basta para explicar su ayuda a los rebeldes. En el caso de Mussolini
hay que tener en cuenta sus aspiraciones en el Mediterráneo, para las que sería
un impedimento una España republicana a la que veía como aliado natural de
Francia, el principal obstáculo con el que chocarían sus planes de expansión. Con
su ayuda esperaba que los militares triunfantes quedaran bajo su tutela, y le
dieran, entre otras, facilidades para operar en las Baleares. Los cálculos de
Hitler parece que también tuvieron que ver con Francia. El Führer temía un
estrechamiento de las relaciones entre Francia, donde había triunfado en las
elecciones el Frente Popular, y la Unión Soviética, en cuyo territorio europeo,
así como en el de Polonia, veía el Lebensraum,
el espacio vital que deberían colonizar los alemanes, desplazando a sus pobladores
eslavos, considerados racialmente inferiores. A esto se le sumaba el deseo de
venganza por las humillaciones sufridas ante Francia tras la I Guerra Mundial:
pérdida de Alsacia y Lorena, desmilitarización de Renania, reparaciones de
guerra, ocupación del Rhur, etc. Coincidía con Mussolini en la apreciación de
que una España gobernada por la izquierda sería un aliado de Francia y que, cuando
surgiera el conflicto con esta, permitiría a las tropas coloniales francesas,
destacadas en África, el paso por su territorio para acudir en defensa de la
metrópoli.
El 28 de julio se alcanzó un
acuerdo por el que Italia enviaría de forma inmediata al Marruecos español doce
bombarderos Savoia-Marchetti S.81. De ellos, solo llegaron nueve pues dos se
estrellaron y otro se vio obligado a aterrizar en la zona francesa, lo que hizo
que la operación no pudiera quedar en secreto. No obstante, Ciano, ministro de
Asuntos Exteriores, negó con todo cinismo la implicación oficial italiana. También
se acordó el envío por barco de doce cazas Fiat C.R. 32., con sus pilotos y
mecánicos. Por su parte, Hitler proporcionó treinta aviones de transporte
JU-52. Con estos medios, Franco pudo establecer a principios de agosto un
puente aéreo que en diez días le permitió trasladar a la Península 15 000
hombres, pertenecientes a la Legión y a los Regulares. Se trató, sin duda, de
un hecho de capital importancia, que alteró drásticamente el balance de fuerzas
y permitió a los sublevados emprender el avance por Extremadura hacia Madrid.
El 4 de agosto se reunieron en Roma el almirante Wilhelm Canaris y el general
Mario Roatta para coordinar la intervención de sus respectivos países en
España.
La actitud de Francia causó una
profunda decepción a los republicanos, que se habían dirigido a ella en calidad
de país amigo. Pese a que el primer ministro Léon Blum y el ministro del Aire
Pierre Cot se mostraron favorables a enviar ayuda a la República, el gobierno y
la opinión pública estaban profundamente divididos, en tanto que el ejército
era mayoritariamente hostil al Frente Popular. En las decisiones adoptadas
pesaron tanto factores internos como consideraciones de política exterior. De
un lado, existía el temor de que la guerra se extendiera a la propia Francia,
donde era notoria la fuerza de organizaciones de extrema derecha tales como el
Partido Social Francés, heredero de la Croix
de Feu. Por otro, el gobierno era consciente de la amenaza alemana y de su
propia debilidad, que lo hacían dependiente del apoyo británico. En una reunión
con tintes melodramáticos, Léon Blum, visiblemente alterado, incluso con los
ojos llorosos, le comunicó el 6 de agosto a Luis Jiménez de Asúa que el
embajador del Reino Unido le había rogado que no entregara material a la
República, ya que eso podía ser el detonante de un conflicto internacional en
el que el Reino Unido no podría ayudar a Francia[8].
María Lejárraga, que asistió en París a una reunión de la Federación Sindical
Internacional, cuenta su estupefacción cuando escuchó al delegado francés Léon
Jouhaux. Este, tras un emotivo alegato en favor de la República española,
concluyó que, muy a su pesar, era imposible entregar a sus autoridades un
armamento que ya estaba pagado.[9]
Pese a todo, Francia realizó
algunos envíos a la República en la segunda semana de agosto. Consistieron en
trece aviones de caza Dewoitine (D372) y seis bombarderos Potez 54, con la
particularidad de que hubieron de ser pagados al contado, en tanto que Alemania
e Italia proporcionaban los suyos a crédito. Además, fueron entregados
desarmados y sin pilotos.[10]
La posición del Reino Unido, cuyo
primer ministro era el conservador Stanley Baldwin, estaba marcada por la
consideración de que el comunismo era un enemigo más peligroso que el fascismo,
y por una actitud hasta cierto punto comprensiva con las reivindicaciones
alemanas. La opinión pública en general, incluidos los laboristas, impresionada
por los recuerdos de la Gran Guerra, era pacifista y se oponía a aumentar los
gastos militares. Además, se había extendido la idea de que las condiciones
impuestas en el Tratado de Versalles habían sido en exceso duras, lo cual se
achacaba a la intransigencia francesa. Se esperaba que Hitler se diera por
satisfecho una vez hubiera obtenido determinadas concesiones. El Reino Unido,
por otra parte, era el principal inversor extranjero en España y temía que sus
empresas pudieran ser expropiadas en caso de victoria de una izquierda
revolucionaria. Como señaló el primer lord del Almirantazgo, Samuel Hoare, era
necesario aplicar una neutralidad estricta y evitar cualquier acción que
pudiera favorecer a los comunistas españoles. Una preocupación añadida era la
posibilidad de que el conflicto español se propagara a Francia y Portugal.
La proyección internacional de la
República se vio además gravemente dañada por el hecho de que gran parte del
cuerpo diplomático, incluidos los embajadores en Francia y el Reino Unido, tomó
partido por la sublevación y procedió a filtrar documentos y difundir noticias
y rumores contrarios al gobierno. El golpe de Estado había producido un
derrumbamiento parcial, pero suficientemente grave, de las instituciones administrativas.
José Giral, nombrado presidente del Gobierno el 19 de julio tras las dimisiones
sucesivas de Casares Quiroga y Martínez Barrio, había autorizado la entrega de
armas a las organizaciones obreras, lo que había sido determinante para el
fracaso golpista en algunas ciudades, incluidas Madrid y Barcelona. Los
partidos y los sindicatos procedieron entonces a la organización de milicias
que, en colaboración con los militares fieles a la República, partieron hacia las
zonas de combate, pero también se entregaron a operaciones de limpieza en
retaguardia, erigiéndose a menudo a la vez en policías y jueces. Comités
anarcosindicalistas y, en menor medida, socialistas de izquierda colectivizaron
tierras y empresas y establecieron controles en las vías de comunicación y en
las fronteras, al margen de las instrucciones u órdenes del gobierno. Madrid se
veía inundado por los refugiados que huían del avance rebelde por Extremadura,
y los ánimos se exaltaban con las noticias de las terribles represalias tomadas
por los militares en Badajoz y otras poblaciones conquistadas. Además, a
finales de agosto se iniciaron los bombardeos aéreos sobre la ciudad. Todo esto
radicalizaba aún más la actuación de milicianos incontrolados, que convirtieron
a la Iglesia en uno de los blancos de sus acciones. En definitiva, la
sublevación militar parecía haber desatado la revolución que tanto temían los
conservadores europeos. De cara al exterior, estos hechos, convenientemente
aireados por la prensa de derechas, difundieron la idea de que en España los
bolcheviques se estaban haciendo con el poder, lo que reforzó los temores británicos.
Paradójicamente, en la España
republicana, el Partido Comunista, como señalé anteriormente, se oponía a los
excesos y luchaba por el restablecimiento de la autoridad y de la disciplina. Era
un giro sorprendente si tenemos en cuenta que apenas habían transcurrido seis
años desde que el entonces pequeño partido saliera a la calle al grito de ¡Abajo
la República burguesa! ¡Vivan los soviets! y se dirigiera a socialistas y
anarcosindicalistas con los despectivos calificativos de socialfascistas y
anarcorreformistas. Para entender el viraje debemos recordar que la III
Internacional, la Comintern, no funcionaba como un organismo de intercambio de
experiencias o un foro de debate, al modo de la Internacional Socialista, sino que
se había organizado como partido de la revolución mundial, del cual los
partidos comunistas nacionales eran meras secciones. Las líneas generales de la
política a desarrollar en cada país las fijaba el secretariado de la
Internacional, siempre de acuerdo con las directrices del partido comunista
soviético. El hecho de que los partidos socialistas hubieran apoyado a sus
gobiernos durante la Gran Guerra y que después se hubieran opuesto a los
movimientos revolucionarios que la siguieron abonó la idea de que eran
organizaciones defensoras del orden burgués a las que, por tanto, había que desenmascarar
ante los trabajadores. En el momento de proclamarse la República española, a
los ojos de los dirigentes de la Comintern poca diferencia había entre los
socialistas y unos fascistas cuyo auténtico rostro aún no alcanzaban a
percibir. Podemos constatarlo en una intervención realizada el 19 de mayo de
1931 por Dmitri Manuilski en el Secretariado Romano, el organismo de la
Internacional encargado de los asuntos de España, Portugal, Francia, Bélgica e
Italia:
El peligro de la reacción en España es
irrelevante y el enemigo es la contrarrevolución republicana, encarnada por la
institución parlamentaria, las Cortes Constituyentes con una deriva hacia el
fascismo, cuyo representante es el PSOE.[11]
Esta concepción empezó a cambiar
tras el ascenso de Hitler al poder. A partir de ese momento, la Unión Soviética
intentó una aproximación a las democracias occidentales con la finalidad de
establecer un sistema de seguridad colectiva frente a la amenaza del nazismo. Por
su lado, la Internacional buscó un acercamiento a los partidos socialistas y los
partidos burgueses de izquierda, lo que se plasmó en la política de Frente
Popular definida por Dimitrov en el VII congreso, celebrado en el verano de
1935. Los partidos comunistas se ceñirían a apoyar reformas progresistas en un
marco democrático, dejando para más adelante las transformaciones socialistas y
la dictadura del proletariado.
Las opciones para la República,
urgentemente necesitada de armamento, eran escasas. Gestiones realizadas en
Estados Unidos para la adquisición de ocho bombarderos cuya compra había sido
acordada en febrero de 1936, pero que aún no se había abonado, no dieron
resultado, debido a la negativa del Departamento de Estado. México se mostraba
dispuesto a ayudar, pero solo podía proporcionar fusiles y proyectiles. El
presidente Lázaro Cárdenas, que tan generosamente acogería más adelante a los
exiliados españoles, ofreció la posibilidad de comprar aviones para entregarlos
a España, pero la maniobra fue descubierta y bloqueada por el Reino Unido.[12]
No quedaba, pues, otra alternativa que recurrir a la Unión Soviética. Esta ya
el 22 de julio había acordado enviar a España combustible a un precio reducido.
Tres días después, Giral telegrafió al embajador soviético en París en demanda
de ayuda. Este procedimiento que puede parecer extraño se debió a que ambos
países aún no habían intercambiado embajadores, ya que, aunque el
reconocimiento mutuo se había producido en julio de 1933, el Gobierno Lerroux
había dado largas al asunto. En cualquier caso, la petición de Giral no tuvo
una respuesta rápida.
A principios de agosto, después
de que se hizo evidente la ayuda italiana a los sublevados, el presidente del
gobierno francés, Léon Blum, propuso a todos los países europeos la firma de un
Pacto de No Intervención con la finalidad de evitar que el conflicto español se
extendiera fuera de nuestras fronteras. El acuerdo, ratificado a finales de
agosto por veintisiete estados, entre los que se incluían Francia, el Reino
Unido y también Alemania, Italia y la Unión Soviética, prohibía la exportación
y tránsito de toda clase de material de guerra hacia España. Para vigilar su
cumplimiento se creó un Comité con sede en Londres. La medida no solo
equiparaba al gobierno legal republicano con los militares rebeldes, sino que
lo situaba en una clara desventaja, dado que Alemania, Italia y Portugal en
ningún momento cesaron el envío de suministros al ejército sublevado. Fue la
constatación del incumplimiento lo que motivó la decisión de la URSS de ayudar
a la República. Para entonces, el Sovnarkom
(Consejo de Comisarios) había nombrado ya a Marcel Rosenberg embajador en Madrid.
Lo acompañaban, entre otros, Leon Gaykis como consejero político, y Vladimir
Gorev, agregado militar. Su llegada se vio precedida por la de Mijaíl Koltsov,
quien permanecía en España desde el 8 de agosto en calidad de corresponsal de Pravda, aunque la facilidad con que
inmediatamente tuvo acceso al gobierno español y a los mandos militares, así
como su asistencia a las reuniones de la dirección del PCE, hacen pensar que
sus funciones rebasaban en mucho las de un simple periodista. A finales de
septiembre fue enviado Vladimir Antonov-Ovseenko como cónsul en Barcelona, y a
principios de octubre Iosif Tumanov como cónsul en Bilbao.
El 28 de agosto el Politburó
acordó la organización de un cuerpo de voluntarios y el 6 de septiembre Stalin indicó
que debía estudiarse el envío de un cargamento de aviones, fusiles y
ametralladoras a través de México, pero no se tomó una decisión hasta que el
día 26 le ordenó a Voroshílov, comisario de Defensa, el envío de entre 80 y 100
tanques con sus tanquistas y entre 50 y 60 bombarderos con sus pilotos, además
de otro armamento. El día 29 se formalizó en una reunión del Politburó la ayuda
a España con el nombre de Operación X.[13]
Según Enrique Moradiellos el
número de extranjeros que combatieron en el ejército franquista fue de 78.474
italianos, 19.000 alemanes, 10.000 portugueses y 700 irlandeses. En el bando
republicano hubo 2.082 rusos y 31.369 voluntarios de las Brigadas
Internacionales.[14]
Naturalmente, no todos estuvieron presentes al mismo tiempo, pues las fuerzas
se relevaban con frecuencia variable.
En cuanto al material bélico, Yuri
Rybalkin aporta algunas cifras de las que mencionaré las más relevantes. La
URSS habría suministrado 648 aviones, por 756 de Alemania y 766 de Italia; 347
tanques por 122 alemanes y entre 149 y 155 italianos, y 1.186 piezas de
artillería frente a 838 de Alemania y 1.801 de Italia.[15]
Por otra parte, los envíos soviéticos fueron muy irregulares en el tiempo y
tendieron a decrecer a partir de finales de 1937 para hacerse muy escasos desde
la primavera de 1938. Esto se explica por varios factores: en primer lugar, por
las dificultades del transporte, dada la distancia a recorrer y la necesidad de
burlar la vigilancia italiana en el Mediterráneo, así como los repetidos
cierres de la frontera francesa; a ello se suma la creciente preocupación
soviética por la presión japonesa en China y la consiguiente dificultad para proporcionar
simultáneamente armamento a los republicanos españoles y a los nacionalistas
chinos, y también posiblemente la convicción de que la República era una causa
perdida. Stalin pudo llegar a la conclusión de que la política de acercamiento
a las democracias occidentales no daba ningún resultado, pues estas no hacían
sino claudicar ante la agresividad hitleriana.
La Legión Cóndor, cuyo comandante
en los tiempos del bombardeo de Guernica era Wolfram von Richthofen, estaba compuesta
fundamentalmente por aviación y blindados, y sus miembros eran militares
profesionales. Por su parte las fuerzas terrestres italianas, denominadas Corpo Truppe Volontari (CTV) se
organizaron en cuatro divisiones, tres de ellas integradas por voluntarios de
las milicias fascistas (Camicie Nere)
y la restante por miembros del ejército regular. A estas fuerzas de hay que
añadir la Aviación Legionaria y la Marina Regia, que tuvo un papel importante
en las actuaciones en Baleares y en el control del tráfico marítimo en el
Mediterráneo. En cuanto a las Brigadas Internacionales, se nutrieron de
voluntarios, en su mayor parte sin formación militar, procedentes de cincuenta
países.
El pago de los suministros alemanes
se efectuó por medio de las sociedades HISMA y ROWAK, cuya labor consistía en
compensar la ayuda militar con el envío a Alemania de alimentos y materias
primas. De este modo HISMA adquirió derechos sobre minas de hierro, cobre,
plomo, tungsteno, estaño, cinc, cobalto, etc.[16]
Como señala Paul Preston, este sistema tuvo el efecto de desviar las
exportaciones españolas de mayor valor hacia el Tercer Reich, impidiendo que el
bando franquista pudiera adquirir divisas extranjeras en otros lugares.[17]
Además, en virtud de estos acuerdos, durante los años del hambre en la
posguerra, España continuó enviando alimentos a Alemania. Por su parte, Italia
concedió a los sublevados préstamos por un valor de 6.926 millones de liras, de
los que generosamente condonó 2.000 millones. La ayuda soviética, en cambio,
hubo de ser pagada al contado con las reservas de oro del banco de España. El
traslado de estas reservas a la Unión Soviética había sido decidido por el
ministro de Hacienda Juan Negrín y aprobado por Largo Caballero, presidente del
Gobierno desde el 4 de septiembre de 1936. Existía en aquel momento el peligro,
en pleno avance franquista hacia Madrid, de que cayeran en manos de los
sublevados, además, la República, imposibilitada para acceder a créditos
internacionales, no contaba con otra opción para financiar la guerra. Se hacía
necesario depositar el oro en un lugar seguro, donde no se corriera el riesgo
de que los fondos quedaran congelados. Dado el aislamiento internacional de la
República, no había más posibilidad que la Unión Soviética.
Hitler y Mussolini iniciaron su
intervención convencidos de que la campaña se resolvería con una rápida
victoria. Sin embargo, pronto se mostró que esa apreciación estaba
profundamente equivocada. En los primeros meses, a los rebeldes se les oponían unidades
de milicianos carentes de entrenamiento y mal equipados, incapaces de
enfrentarse en campo abierto con el ejército de África. La indisciplina y la
desconfianza hacia los oficiales leales a la República eran patentes sobre todo
las unidades anarquistas. Unas declaraciones de Buenaventura Durruti a Mijíal
Koltsov, efectuadas el 14 de agosto de 1936 son muy ilustrativas de la manera
anarquista de entender la guerra en estos primeros momentos:
Yo seré el
primero en entrar en Zaragoza, proclamaré allí la comuna libre. No nos
subordinaremos ni a Madrid ni a Barcelona, ni a Azaña ni a Giral, ni a Companys
ni a Casanovas. Si quieren, que vivan en paz con nosotros; si no quieren, nos
plantaremos en Madrid… Les mostraremos a ustedes, bolcheviques, rusos y
españoles, cómo se hace la revolución, cómo se ha de llevar hasta el final. En
su país hay dictadura, en el Ejército Rojo tienen coroneles y generales,
mientras que en mi columna no hay jefes ni subordinados, todos somos iguales en
derechos, todos somos soldados, y aquí yo también soy un simple soldado.[18]
Las esperanzas de un rápido final
se desvanecieron en la batalla de Madrid. Allí las fuerzas republicanas
combatieron con una tenacidad inesperada y entraron por primera vez en acción
las Brigadas Internacionales, al mismo tiempo que la llegada de los Polikarpov
Il-15 e Il-16, popularmente llamados chatos
y moscas, equilibró e incluso llegó a
decantar durante algún tiempo en favor de la República el dominio del aire. También
se había iniciado la transformación de las milicias partidarias y sindicales en
un auténtico ejército, un proceso en el que resultó muy valiosa la colaboración
de los asesores soviéticos. El Partido Comunista, consciente de la importancia
de la disciplina, había dado ejemplo con la organización del Quinto Regimiento.
Pero no fue la resistencia republicana
el único factor que contribuyó a alargar la guerra. Frente a italianos y
alemanes, partidarios de un avance rápido sobre el territorio enemigo, Franco
prefería actuar con lentitud. Tras la caída de Talavera decidió desviar el
ataque hacia Toledo, donde el coronel Moscardó permanecía sitiado en el alcázar.
Militarmente el objetivo no tenía ningún valor y el retraso proporcionó un
tiempo precioso para la organización de la defensa de Madrid. A lo largo de la
guerra dio otras muestras de esta manera premiosa de actuar tan opuesta a la
doctrina alemana del Blitzkrieg y a
la italiana de la guerra celere. Dos son las razones que lo
empujaban a actuar así. De un lado, no quería que un avance rápido dejara atrás
bolsas de resistencia o simplemente círculos políticos o sindicales con
capacidad de acción. Era preciso proceder a lo que él entendía como una
purificación, es decir, a la eliminación de todos aquellos que hubieran
desempeñado algún papel en las organizaciones obreras o republicanas, en muchos
casos, simples afiliados que nunca habían ocupado puestos de responsabilidad.
Pero había otra razón que se imbrica con la anterior. Franco se creía llamado a
una labor providencial: la recuperación de una España cuya esencia se había
corrompido por influencias foráneas que amenazaban destruirla. Al principio de
esta conferencia me referí a la noción romántica de Volkgeist y ahora es el momento de volver sobre ella. Ese espíritu
del pueblo que ya percibía en el heroísmo con que Índibil y Mandonio o Viriato
resistieron a la dominación extranjera, que había alcanzado su más cabal
expresión cuando en él se había injertado el cristianismo, y había dado sus más
excelsos frutos con la unificación territorial y religiosa bajo los Reyes
Católicos, para alcanzar su máxima extensión en el Imperio en que nunca se
ponía el sol de Felipe II, hacía tiempo que estaba enfermo, víctima de una
infección llegada con la Ilustración y prolongada después con el liberalismo y
el comunismo. Sobre él recaía el deber de recuperar la antigua grandeza,
liberando al Volkgeist español de
todas las maléficas adherencias que lo habían pervertido. Para ello no bastaba
con vencer en el campo de batalla. Se precisaba una actuación decidida y
continuada desde el poder, y para llevarla a cabo, Franco necesitaba imponerse
sobre los demás generales y afirmar su autoridad sobre todas las fuerzas
políticas que habían apoyado la sublevación. No podía aceptar una victoria
rápida en la que él no sería sino uno más, en todo caso un primus inter pares. Como aquel Felipe II de cuya mitificada imagen
parecía creerse una segunda edición, quizá corregida y ampliada, no se
conformaba con nada que no fuera el poder absoluto. No podía ser menos que el
Caudillo, la encarnación del Volksgeist
español, de la misma manera que el Duce
lo era del Volkgeist italiano y el Führer del Volksgeist alemán.
Por su prestigio y por el hecho
de ser el jefe indiscutible del ejército de África, así como el interlocutor de
alemanes e italianos, a Franco, pese a las reticencias de Cabanellas, no le fue
difícil convertirse en la cabeza de los sublevados. El 28 septiembre sus
compañeros lo reconocieron con el título de Generalísimo como jefe militar y jefe
del Gobierno. Más adelante, en abril de 1937, impuso por decreto la unificación
de todas las fuerzas políticas que habían apoyado el levantamiento:
falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos y cedistas, en un solo partido
al que impuso el extravagante nombre de Falange Española Tradicionalista y de
las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Privada de una ideología común y
coherente, la nueva formación solo estaba unida por el sometimiento al
Caudillo, quien se aseguró su fidelidad tras forzar el exilio del líder
carlista Manuel Fal Conde y sentenciar a muerte, aunque la condena fue
conmutada, a Manuel Hedilla, quien había sustituido a José Antonio Primo de
Rivera al frente de Falange. Otros destacados políticos de la derecha que habían
apoyado la sublevación como Antonio Goicoechea o José María Gil Robles quedaron
totalmente apartados del poder, reducidos a la más absoluta irrelevancia.
Frente a la unidad de mando de
los sublevados, la República se debatía en un feroz enfrentamiento entre
quienes pensaban que la única manera de vencer era profundizar en la
revolución, fundamentalmente anarquistas y poumistas, aunque también de manera
menos decidida un sector de la izquierda socialista, y quienes oponían que sin
el restablecimiento de la autoridad y el cese de los experimentos
revolucionarios sería imposible la victoria: comunistas, la derecha del partido
socialista y republicanos. Por su lado la Generalitat catalana y el gobierno
vasco hacían la guerra por su cuenta. La primera, por ejemplo, al margen del
mando militar republicano encomendó al capitán Bayo una expedición con el fin
de recuperar Mallorca e Ibiza. El periodista y diputado por ERC en el
parlamento de Cataluña, Antoni Rovira i Virgili, publicó en aquellos momentos
unos artículos de exaltación patriótica en que presentaba el hecho como el
inicio de la recuperación del imperio catalán bajomedieval[19].
En el norte, donde el País Vasco, Santander y Asturias habían quedado desde el
inicio de la sublevación aislados del resto del territorio republicano, no se
superó la fase de las milicias y la autoridad de los generales enviados por el
gobierno no fue reconocida. De hecho, el lehendakari Aguirre ejerció el mando
de las fuerzas vascas y estas, el 24 de agosto de 1937, cuando ya habían
perdido totalmente Vizcaya, en lugar de replegarse para seguir combatiendo en defensa
de Santander y Asturias, optaron por rendirse a los italianos del CTV. Durante
esta campaña había tenido lugar el bombardeo de Guernica por parte de la Legión
Cóndor. Un día de mercado, los aviones alemanes habían atacado una población indefensa
sin valor estratégico. Se trataba de una acción que luego sería profusamente
repetida en los conflictos posteriores: el bombardeo indiscriminado de la
población civil con la finalidad de desmoralizar al enemigo.
Antes de la campaña del norte a
la que acabo de referirme, el CTV había actuado de forma independiente en la
batalla de Guadalajara. Tras el fracaso de los intentos de tomar Madrid, Franco
había optado por maniobras de flanqueo para dejarlo totalmente aislado. Con
este fin, el 5 de febrero de 1937 había lanzado un ataque destinado a cortar la
carretera de Valencia, pero la resistencia republicana fue mucho mayor de lo
esperado, y tras veinte días de combates, las fuerzas franquistas habían
logrado escasos avances. Es el episodio conocido como batalla del Jarama. Pocos
días después de que el frente se estabilizara en la zona, el CTV, a las órdenes
del general Mario Roatta, inició un ataque más al norte amenazando la carretera
de Barcelona. También en este caso el ejército republicano mantuvo sus
posiciones e incluso pasó a la ofensiva, alcanzando su mayor victoria durante
la guerra. Al parecer Roatta contaba con que Franco realizara ataques de
distracción en el Jarama, pero este prefirió permanecer inactivo, quizá por el
agotamiento de sus tropas o quizá porque no le disgustaba una derrota italiana.
La batalla de Guadalajara tuvo como consecuencia que en adelante el CTV actuara
sometido al mando español y que Mussolini aumentara la ayuda militar, llevado
por el deseo de reparar su orgullo herido.
El conflicto interno de la
República estalló en lucha abierta en mayo de 1937 en Barcelona, donde los
anarcosindicalistas controlaban la central telefónica y llegaban a intervenir
las conversaciones entre Azaña y Companys. Esto motivó que el 3 de mayo de 1937
doscientos policías al mando del comunista Rodríguez Salas, consejero de Orden
Público, intentaran hacerse con el edificio. El hecho derivó en un conflicto
armado en que anarquistas y poumistas se enfrentaron en combates callejeros con
las fuerzas de orden público. Los enfrentamientos, que causaron unos quinientos
muertos, se prolongaron durante cinco días y concluyeron con una clara victoria
gubernamental. Geroge Orwell, que combatió como voluntario en las milicias del
POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), nos ha dejado en Homenaje a Cataluña una emotiva, aunque
parcial, visón de primera mano de aquellos acontecimientos. Dada la implantación
de la CNT no se tomaron apenas medidas contra ella y la represión se centró en
el POUM, un pequeño partido próximo al trotskismo, señalado desde hacía tiempo por
los estalinistas como cómplice del fascismo. Koltsov, en una crónica enviada a
Pravda el 9 de agosto de 1936, cuando solo llevaba un día en España se refería
al POUM en estos términos:
Desempeña un
papel de provocación y desmoralizador el POUM, organización trotskista. Se ha
formado, inmediatamente después de la sublevación, a base de dos partidos: del
grupo trotskista de Nin y de la organización de Maurín, constituida por
renegados derechistas de tendencia bujarinista, excluidos del Partido Comunista.[20]
Diré de paso que, en diciembre de
1937, tras su regreso a la Unión Soviética, Koltsov fue detenido y, acusado de
trotskismo y actividades terroristas, fusilado en 1940. El embajador Rosenberg,
su sucesor Gaykis, el encargado de negocios Marchenko, el asesor militar Gorev,
el cónsul en Barcelona Antonov-Ovseenco y muchos otros corrieron una suerte parecida.
Pero volvamos a España. Tras los sucesos de Barcelona, el dirigente del POUM,
Andreu Nin, fue detenido por agentes comunistas y desapareció. Según se ha
sabido después, fue trasladado a Alcalá de Henares, interrogado por los
servicios secretos soviéticos y, ante la imposibilidad de arrancarle una
confesión, asesinado.
La desaparición de Nin arruinó
definitivamente las ya muy deterioradas relaciones entre Largo Caballero y los
comunistas, y forzó la dimisión de aquel, sustituido el 17 de mayo por Juan
Negrín. Este era un socialista moderado, bien considerado por la derecha
socialista, por los comunistas y por los republicanos.
En aquellos momentos, el Ejército
Popular de la República había desarrollado cierta capacidad ofensiva y alcanzó
a romper el frente en varias ocasiones: Brunete, Teruel y el Ebro. Sin embargo,
a la larga todos sus ataques terminaron en derrotas. Algo que se debió
fundamentalmente a la falta de reservas materiales y humanas, pero también a la
inexperiencia de muchos mandos salidos de las milicias y que, aunque habían
mostrado una gran aptitud para el combate defensivo, vacilaban a la hora de
penetrar profundamente en territorio enemigo. Tras un primer avance, las tropas
se estancaban, mientras que Franco reaccionaba concentrando sus fuerzas y
haciendo valer su superioridad en hombres y armamento en largos combates de
desgaste.
Durante algún tiempo Negrín
abrigó la esperanza de que finalmente Francia y el Reino Unido adoptaran una
posición firme contra Hitler, pero los acuerdos de Munich del 30 de septiembre
de 1938, por el que ambos países aceptaron la anexión por Alemania de los Sudetes
checoslovacos, hicieron patente que eso no ocurriría en un plazo corto. Ese
mismo día hizo públicos sus famosos trece puntos, un programa para un acuerdo
de paz, basado en el mantenimiento de un régimen democrático y en la ausencia
de represalias, que no obtuvo ninguna respuesta por parte de Franco. Ante ello,
en octubre procedió a la retirada unilateral de las Brigadas Internacionales,
en un intento infructuoso de que la Sociedad de Naciones y el Comité de No
Intervención forzaran la retirada de las tropas italianas y alemanas, pero la
única reacción fue la repatriación por Mussolini de 10.000 miembros del CTV.
La ofensiva franquista sobre
Cataluña, iniciada en diciembre de 1938 culminó en febrero con la conquista
total de aquel territorio, a raíz de lo cual Francia y el Reino Unido iniciaron
los contactos para reconocer al régimen de Franco. La zona controlada por la
República quedaba reducida a la denominada región centro-sur, aproximadamente
el cuadrante sudoriental de la Península. A esas alturas la población estaba
desmoralizada por las privaciones, consecuencia de casi tres años de guerra, y
por las continuas derrotas. Además, en muchos sectores militares y civiles se
había extendido el descontento por lo que consideraban un excesivo predominio
de los comunistas, que, junto a una facción del partido socialista, eran ya los
únicos que apoyaban a Negrín. Así las cosas, el coronel Segismundo Casado, jefe
del Ejército del Centro, creó el 4 de marzo una Junta de Defensa Nacional, cuya
presidencia entregó al general Miaja y de la que formó parte el histórico
dirigente socialista Julián Besteiro. Los golpistas habían llegado al
convencimiento de que Negrín y los comunistas eran el único obstáculo que
impedía un acuerdo de paz honorable. El anarquista Cipriano Mera se unió al
golpe de Estado y marchó con sus tropas sobre Madrid para aplastar la
resistencia comunista. Los combates se prolongaron hasta el 11 de marzo. Como
resultado el comandante Luis Barceló y otros oficiales comunistas fueron
fusilados y muchos otros militantes encarcelados. Para entonces, Negrín, la
dirección del PCE y los últimos asesores soviéticos habían abandonado España y
la flota, anclada en Cartagena, se había hecho a la mar y se dirigía a la costa
argelina.
Según Paul Preston, en estos últimos
meses, perdida ya toda esperanza de que se iniciara un conflicto europeo, la
consigna de Negrín de resistencia a ultranza obedecía al designio de realizar
una retirada escalonada hacia el Mediterráneo que permitiera una evacuación
masiva, algo que el golpe de Casado hizo imposible. La huida de la flota dejó a
los barcos civiles sin protección y convirtió los puertos en una ratonera de la
que miles de refugiados buscaban en vano una manera de escapar.[21]
Franco, contra las esperanzas que
sus agentes habían dado a los golpistas, se negó a hacer concesiones y exigió
la rendición incondicional. El 27 de marzo de 1939, sus tropas entraron en
Madrid, la ciudad a cuyas puertas permanecían desde noviembre de 1936, y el 31
controlaban todo el territorio español. El 1 de abril la guerra había
terminado.
[1] MORADIELLOS,
Enrique (2004) 1936. Los mitos de la Guerra
Civil, Barcelona, Península p. 55
[2] MORADIELLOS,
Enrique (2012) La guerra de España
(1936-1939), Barcelona, RBA p. 58
[3] PAYNE,
S. G. (1990) “Political Violence During the Spanish Second Republic” Journal of Contemporany History, XV/2-3,
p. 282
[4] VIÑAS,
Ángel (1977) La Alemania nazi y el 18 de
julio, Madrid, Alianza Editorial, p. 25
[5] Ibid, p. 127
[6] PAYNE,
Stanley G. (2008) Franco y Hitler.
España, Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, Madrid, La
esfera de los libros, p. 45
[7] Ibid, p. 46
[8] VIÑAS,
Ángel (2006) La soledad de la República,
Barcelona, Crítica, p. 47
[9] RODRIGO,
Antonina (2005) María Lejárraga. Una
mujer en la sombra, Madrid, Algaba, 2005, p. 310
[10]
MORADIELLOS, Enrique (2003) “La intervención extranjera en la guerra civil: un
ejercicio de crítica historiográfica” Ayer.
Revista de Historia Contemporánea, nº 50, p. 211
[11] ELORZA,
Antonio y BIZCARRONDO, Marta (1999) Queridos
camaradas, Barcelona, Planeta, p. 159
[12] VIÑAS,
A. (2006) p. 83
[13] MIRALLES,
Ricardo (2009) “Los soviéticos en España” En VVAA. Los rusos en la guerra de España, Madrid, Fundación Pablo Iglesias,
p. 20
[14] MORADIELLOS,
Enrique (2012), p. 106
[15] RYBALKIN,
Yuri (2007) Stalin y España, Madrid, Marcial Pons, p. 69
[16] BERNECKER,
Walther (1992) “La intervención alemana en la guerra civil española” Espacio, tiempo y forma, Serie V, Hª
Contemporánea, t. V, p. 94
[17] PRESTON,
Paul (2017) La Guerra Civil española,
Barcelona, De bolsillo, p. 205
[18] KOLTSOV,
Mijaíl (2009) Diario de la guerra de
España, Barcelona, Planeta, 2009, p. 38
[19] ROVIRA
I VIRGILI, Antoni (1998) La guerra que
han provocat. Seleccio d’articles sobre la Guerra Civil espanyola,
Barcelona, Abadía de Montserrat
[20]
KOLTSOV, Mijaíl (2009), p. 18
[21]
PRESTON, Paul (2017) p. 309
Comentarios
Publicar un comentario