El franquismo ante el Holocausto
Conferencia pronunciada el 24 de enero de 2019 en el Museo de la Ciudad de Móstoles
Estimo pertinente comenzar por una aclaración sobre qué
debemos entender por judío en el contexto europeo de los años treinta y
cuarenta del siglo XX. Se trata de un concepto que nada tiene que ver con lo
religioso, sino que reviste un cariz claramente biológico. Para los ideólogos
nazis no es judío el que sigue los preceptos de la Torá, sino aquel cuyos
abuelos fueron judíos, aunque él en particular sea cristiano, agnóstico o ateo.
Se trata, pues, de una cualidad que se transmite por la sangre. Es esta, según
sus teorías raciales, la que los hace ruines, traicioneros, avaros, malvados e
incluso feos, mientras que, por el contrario, adorna a los arios con cualidades
positivas como la nobleza, el valor y la belleza. Son dos razas en todo
opuestas, de tal modo que si el ario encarna lo más sublime de la especie
humana, en el judío se da cita todo lo abyecto, hasta el punto de que no puede
ser considerado en rigor un ser humano.
Estamos ahora en condiciones de abordar el objeto de esta conferencia.
Como ustedes sin duda saben, tras la derrota alemana, el régimen franquista
hizo valer como mérito ante los aliados la labor humanitaria que había desarrollado
al salvar a numerosos judíos de los campos de exterminio. Dando relieve a unos
hechos y ocultando otros, la propaganda de la dictadura creó una leyenda rosa
que se ha prolongado largamente en el tiempo. La realidad es, sin embargo,
mucho más compleja de lo que dan a entender interpretaciones simplistas y,
junto a indudables luces, presenta amplias e inquietantes áreas de sombra a las
que pronto me referiré. Antes conviene que echemos atrás la mirada, hacia la
relación histórica entre nuestro país y los judíos, para después acercarnos al
presente, a los hechos inmediatos que, interpretados a la luz de una
determinada concepción histórica, condicionaron la actitud del franquismo hacia
la Shoá.
Desde mediados del siglo XIV había aumentado en toda Europa
la presión sobre los judíos, a los que numerosos predicadores presentaban como
culpables de las pestes y malas cosechas que afligían a la Cristiandad, o
incluso del sacrificio ritual de niños cristianos. En un ambiente cada vez más
hostil en que fueron frecuentes los saqueos de las juderías y los asesinatos de
sus habitantes, muchos aceptaron el bautismo como medio de escapar a la
persecución, en tanto que a otros se les aplicó aquel por la fuerza. Los reinos
peninsulares no fueron una excepción, también aquí la creciente animadversión
popular, excitada por acusaciones sin fundamento, estalló en sangrientos
pogromos entre los que cabe recordar los muy extendidos de 1391. Un siglo
después, los Reyes Católicos, con el famoso decreto de expulsión, pusieron fin
a una presencia judía que, como mínimo, se remontaba al primer siglo de nuestra
era. Quedó, eso sí, una nutrida minoría de conversos, a quienes se dio la
designación de cristianos nuevos o, de manera despectiva, marranos. La
Inquisición se encargó de vigilar que no continuaran practicando clandestinamente
el judaísmo, en tanto que en los decenios siguientes, mediante los estatutos de
limpieza de sangre, se les iba cerrando el acceso a los oficios públicos, los
colegios mayores universitarios e incluso las órdenes religiosas. Aunque las
acusaciones de criptojudaísmo, muy numerosas en los primeros decenios tras la
expulsión, disminuyeron a lo largo de los siglos XVI y XVII, todavía en una
fecha tan tardía como 1691, en Mallorca, bajo la acusación de judaizar, se
ejecutaron treinta y cinco condenas a muerte, de ellas tres a ser quemados vivos.
La persecución alcanzó también los territorios americanos, en los que se habían
establecido numerosos conversos de origen portugués. Por citar tan solo un
ejemplo, recordaré el auto de fe de 1642 en México, siendo virrey provisional
el obispo de Puebla, don Juan de Palafox, que concluyó con ciento cincuenta sentencias
a la hoguera.
Cabe afirmar que la represión borró todo rastro de judaísmo.
No por ello amainó, sin embargo, el odio y la repugnancia ante unos judíos evocados
una y otra vez en los oficios de Viernes Santo como responsables de la muerte
de Cristo. En algunos lugares, incluso se mantuvo la discriminación legal y
social contra los descendientes de los conversos condenados por la Inquisición,
cuyos sambenitos, junto a sus nombres, se exponían en las iglesias para
vergüenza de sus familias. Solo el deterioro natural de aquellas prendas a
causa del tiempo, permitió que ese pasado fuera cayendo en el olvido. Se
perpetuó, no obstante, en Mallorca la memoria de los sentenciados en el auto de
fe de 1691. Conocidos con el nombre de chuetas, los portadores de sus apellidos,
confinados en el barrio del Segell, se vieron excluidos de la mayoría de los
gremios, lo que los obligó a dedicarse tan solo a un pequeño número de oficios.
Pese a que en 1782, Carlos III les otorgó la libertad para fijar residencia y
ordenó que no fueran molestados, la igualdad legal no los alcanzó hasta el
triunfo del liberalismo en el siglo XIX, y los prejuicios sociales solo comenzaron
a desvanecerse a partir de los años cincuenta del siglo XX, debido a las
transformaciones de la economía y de la sociedad isleñas propiciadas por el
desarrollo del turismo.
Para la inmensa mayoría de los españoles, el judío quedó
convertido en un ser mítico compendio de todos los vicios y pecados, alguien a
quien se odiaba, temía y despreciaba, pero cuya existencia real resultaba tan
ajena a la experiencia cotidiana como la de ogros, trasgos y lamias. Dos hechos
vinieron a cambiar esta situación a mediados del siglo XIX: de un lado, la campaña
del general O’Donnell en Marruecos, en los años 1859-1860, y de otro la llegada
de algunos empresarios y banqueros judíos.
La intervención en Marruecos puso en contacto al ejército español
con una numerosa comunidad sefardí que le brindó una calurosa acogida, pues vio
en él a un protector contra las exacciones de los musulmanes y un agente modernizador.
Periodistas como Pedro Antonio de Alarcón, quien no obstante los retrata con
hostilidad y desprecio, se hicieron eco del encuentro con estos judíos
descendientes de los expulsados en 1492 que, a pesar del tiempo transcurrido,
mantenían viva una lengua que evocaba la del Siglo de Oro y unas tradiciones
que entroncaban directamente con nuestro país. Posteriormente, la intensificación
de la presencia española, que desembocaría en 1912 en la creación del
Protectorado, y el descubrimiento de comunidades similares en los Balcanes y el
Próximo Oriente, dieron lugar a una corriente de opinión conocida como
filosefardismo, cuyo principal impulsor fue el doctor Ángel Pulido, quien
propugnaba el acercamiento y colaboración con los que llamó españoles sin patria.
En paralelo, poco después de 1840 algunas empresas
pertenecientes a judíos de Bayona se habían instalado en el País Vasco, y a
partir de 1848 la banca Rosthschild abrió sucursales en Madrid y se convirtió
pronto en el accionista mayoritario de la compañía ferroviaria MZA, en tanto
que los sefardíes hermanos Péreire fundaban la Sociedad General de Crédito
Mobiliario Español. Era gente adinerada
que se relacionó desde un primer momento con la alta sociedad. A ellos se
sumaron, tras la revolución nacionalista de los Jóvenes Turcos y la Primera
Guerra Mundial, refugiados de condición mucho más precaria.
Aunque la colonia judía era muy reducida, su presencia dio
lugar a encendidos debates. Grosso modo
podemos decir que contó con la simpatía de los sectores laicos y progresistas,
frente al rechazo de los más conservadores y particularmente de los católicos
tradicionalistas. Unos y otros justificaban su toma de partido en
interpretaciones contrapuestas de la historia nacional. Compartían ambos grupos
la inquietud por la pérdida de peso internacional de España y por su pobreza y
atraso respecto de otras naciones europeas y los Estados Unidos. Sin embargo,
mientras que para los para los primeros, la causa de la decadencia se hallaba en
la intolerancia religiosa iniciada con el decreto de expulsión de 1492 y
continuada por la acción de la Inquisición, que había privado a nuestro país de
minorías laboriosas, como judíos y moriscos, y lo había mantenido al margen del
desarrollo científico moderno; los segundos miraban hacia los gloriosos años
del imperio español, y achacaban el declive a la agresión exterior durante el
siglo XVII y, sobre todo, a la difusión durante el XVIII de las ideas
ilustradas que, con sus aspiraciones de tolerancia y libertad habían
menoscabado el poder de la Iglesia y apartado a los españoles de la raíz
católica que caracteriza el espíritu nacional. Así, mientras para unos la
solución estaba en la apertura al exterior y la edificación de una sociedad libre
y democrática, para otros, por el contrario, se trataba de recuperar el ser
histórico de España, el Volksgeist,
que la había hecho grande en el pasado y del que el catolicismo tridentino constituía
un pilar fundamental.
Esta primera aproximación a las posiciones adoptadas ante
los judíos precisa, sin embargo, de algunas matizaciones. En primer lugar, hay
que aclarar que a la tradicional hostilidad religiosa comienza a sumarse un
rechazo fundamentado en teorías antropológicas tenidas entonces por científicas,
que conciben a la especie humana dividida en razas dotadas de diferentes
características y potencialidades. Es una concepción biológica cuyo inicio
podemos situar en el Essai sur
l'inégalité des races humaines, del francés Gobineau, publicado en 1853. En
nuestro país aparece nítidamente formulada en un libro aparecido en
Barcelona en 1916, obra de César Peiró Menéndez, que lleva por título Arte de conocer a nuestros judíos. El
autor pasa revista a los rasgos que en su opinión diferencian a los
descendientes de los conversos del resto de los españoles. Entre ellos menciona
determinados caracteres físicos: cara ovalada, frente grande, orejas salientes,
mal olor, etc. A ellos se suma que son portadores de enfermedades como la
histeria, la sífilis y la lepra y, por si no fuera suficiente, los culpa de la
pérdida de Cuba y de la difusión del separatismo[1].
Por otra parte, una visión racista está presente también en
quienes establecen una distinción entre los judíos de origen español, los
sefardíes, y los de Europa Central y Oriental, los asquenazíes. Ya Ángel Pulido
había sostenido en 1905 que durante su permanencia en la Península Ibérica, “los
judíos se habían mezclado con los españoles y, como resultado, los dos pueblos
habían mejorado mutuamente su raza (…) Como resultado de la mezcla racial con
los españoles, los judíos sefardíes eran el más bello de todos los pueblos
judíos”[2].
Desde un punto de vista muy alejado del anterior y claramente hostil, en Comunistas, judíos y demás ralea, una recopilación
de escritos aparecida en 1938, Pío Baroja afirma que los sefardíes se
distinguen de los demás judíos por su belleza, prestancia, espíritu abierto y
por estar más dotados para las artes que los demás, si bien son también ávidos
y rapaces; en contraste, caracteriza a los asquenazíes como rudos, groseros,
harapientos y repulsivos[3].
Esta diferenciación permite entender que no siempre el
filosefardismo está reñido con el antijudaísmo. Un escritor republicano como
Blasco Ibáñez, quien había participado, junto a Galdós, Carmen de Burgos,
Cansinos-Assens y políticos como Canalejas y Moret, en la creación, inspirada
por Pulido, de una Alianza Hispano-Israelita; si bien en Los muertos mandan (1909), denuncia la discriminación sufrida por
los chuetas, en Luna Benamor (1909)
ofrece una imagen estereotipada de los judíos: ricos, inteligentes, avaros,
intolerantes y feos. Una caracterización similar aparece en un breve pasaje de Sónnica la cortesana (1901). Por el
contrario, Galdós en Gloria (1876-1877)
había presentado un personaje judío, Daniel Morton, si bien rico,
extremadamente generoso, culto y de sentimientos nobles, un auténtico caballero,
víctima de la intolerancia.
Además, no a todos los filosefardíes les movía el deseo de
reparar un error histórico o poner fin a una injusticia. Entre ellos no faltaban
quienes veían en la existencia de esta minoría tan solo un elemento susceptible
de ser utilizado con fines políticos y económicos. Pensaban que el
estrechamiento de lazos culturales podría servir como base para afianzar la
presencia española en Marruecos e iniciar la penetración comercial en los
Balcanes. Eran aspiraciones un tanto irreales, por cuanto las comunidades
sefardíes del norte de África se encontraban bajo la influencia francesa y las
balcánicas, bajo la de Francia e Italia. Desplazar a estos países habría
exigido un esfuerzo económico que España no estaba en condiciones de afrontar.
Con la finalidad de explorar las posibilidades de expansión cultural,
en 1929 la Oficina de Relaciones Culturales Españolas (ORCE) envió al escritor
Ernesto Giménez Caballero a Yugoslavia, Bulgaria, Grecia, Turquía y Rumanía. Un
año más tarde, el diplomático José María Doussinague realizó un viaje a la
misma zona. En su informe abundan las referencias racistas de corte darwiniano.
Por ejemplo, afirma que la mezcla entre españoles y judíos había mejorado a
estos, convirtiéndolos en una raza intermedia entre el israelita puro y el
castellano. De esta forma, los sefardíes se habían hecho superiores a los
asquenazíes[4].
Una misión similar fue encomendada en 1932 al también diplomático Agustín de
Foxá. Este, que en diciembre de 1935 sería uno de los autores del himno
falangista Cara al sol, evolucionó
pronto hacia posturas antisemitas, al igual que Doussinague, quien ocuparía el
puesto de director de Política Exterior desde octubre de 1942 hasta junio de
1946 y que, por tanto, desempeñaría un importante papel en las decisiones del
gobierno español ante la persecución de los judíos. Un camino parecido, aunque
más radical, acorde con su extravagante personalidad, siguió Giménez Caballero,
quien tras haber sido uno de los animadores de la vanguardia literaria y
artística en los años veinte, pasó del filosefardismo al entusiasmo por
Mussolini y a la militancia en las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. En
1938 llegaría a proponer el restablecimiento de los autos de fe para depurar a
los judíos infiltrados en el país[5].
Podemos, pues concluir que al antijudaísmo religioso
tradicional, propio de sectores identificados con el catolicismo integrista y
que hallaba su expresión política en el carlismo y en los sectores más
tradicionales del conservadurismo, se le suma desde principios del siglo XX un
antisemitismo racial de base pretendidamente científica, capaz de atraer a sectores
laicos e incluso anticlericales y a antiguos filosefardíes.
Pese a la heterogeneidad de sus promotores y al oportunismo
de algunos de ellos, las campañas filosefardíes consiguieron que en 1909 se
modificara el artículo 2 de la Constitución, que prohibía la edificación de
sinagogas[6],
y que en diciembre de 1924, ya durante la dictadura de Primo de Rivera, se
aprobara un decreto por el que, cumpliendo determinadas condiciones, los
sefardíes podían acceder a la nacionalidad española.
Para entonces había comenzado a extenderse la idea de un
complot judío para dominar el mundo. La obra de Édouard Drumont La France Juive, traducida al español en
1889, tuvo rápidamente una imitación, La
España judía de Pelegrín Casabó y Pagés, aparecida en 1891. En ambas se exponía
la idea de una conspiración judeo-masónica contra el catolicismo, a la que
pronto los periódicos carlistas sumaron a los liberales, los socialistas y los
anarquistas[7]. Los Protocolos de los sabios de Sion, aparecidos
en Rusia en 1902 y cuya primera versión española data de 1922, recogen las
supuestas actas de una reunión secreta de personalidades judías en que estas
habrían elaborado un plan para hacerse con el dominio del mundo. Aunque ya en
1921, el periódico inglés The Times aportó
pruebas de que se trataba de una falsificación obra de la policía política
zarista, eso no impidió una difusión que en medios antisemitas persiste hasta
el día de hoy. En España, el dirigente fascista Onésimo Redondo los publicó de
nuevo en 1932. Incluso Pío Baroja, aun reconociendo que nada sabe de su
autoría, no duda de su autenticidad y aventura la conclusión de que en ellos,
en el odio que manifiestan hacia las naciones europeas, se halla la explicación
del porqué tantos judíos se han adherido al comunismo[8].
A la popularización de la idea de un complot judeo-bolchevique contribuyó
también en gran medida la publicación por el industrial del automóvil Henry
Ford de la obra The International Jew,
the World's Foremost Problem, traducida al español en 1923. Tres años antes
el ideólogo carlista Vázquez de Mella había señalado al judaísmo a la vez como
instigador de la revolución universal socialista, comunista y anarquista, y
como máximo impulsor del capitalismo[9].
Para el antisemitismo nunca ha sido un obstáculo la falta de coherencia en sus
acusaciones.
La proclamación de la República, que conllevó la efectiva
separación de la Iglesia y del Estado y el fin de los privilegios que en
numerosos órdenes, ente ellos el fiscal y el educativo, aquella había
disfrutado, unida a lo que las oligarquías tradicionales percibieron como
amenaza revolucionaria a su poder económico y político, suscitó un
recrudecimiento del debate sobre la presencia de judíos en nuestro país. Aunque
realmente el número de estos, salvo en el Protectorado, era muy escaso (en 1934
la comunidad de Madrid contaba con ciento treinta y cuatro miembros y al año
siguiente la de Barcelona con doscientos) las acusaciones lanzadas contra ellos
fueron tan copiosas como virulentas. En 1934, Ramiro de Maeztu sostuvo en Defensa de la Hispanidad que España,
para recuperar su sentido tradicional, debía llevar a cabo una cruzada contra
las fuerzas del Anticristo, representadas por los judíos, los masones y la
izquierda, al tiempo que negaba que debiera considerarse válida la conversión
de judíos al cristianismo[10].
En el mismo año José María Gil Robles había declarado en una entrevista que el
judaísmo es el principal enemigo de la iglesia Católica y, por tanto de la CEDA,
la Confederación Española de Derechas Autónomas, de la que él era el principal
dirigente[11].
Las nuevas autoridades republicanas realizaron diversos
gestos de acercamiento hacia la comunidad judía. Así, el 20 de octubre de 1932,
Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública, comunicó a Haïm
Weizmann, presidente de la Agencia Judía, y más tarde primer presidente de
Israel, que el gobierno español era favorable a un hogar nacional judío en
Palestina[12]. Un año
antes, cuando ocupaba la cartera de Justicia, había aceptado invitar a maestros
de Palestina para que enseñasen hebreo en las escuelas judías del Protectorado[13].
Estas iniciativas lo convirtieron en los años siguientes en
blanco de ataques antisemitas. Así, ya iniciada la guerra Civil, el general
Queipo de Llano en sus intervenciones radiofónicas se refirió a él como “el más
hebreo de todos los hebreos”[14],
y la revista Domingo, en artículos
aparecidos el 3 de octubre de 1937 y el 22 de mayo de 1938, afirmó que era un
marrano ordenado rabino en Ámsterdam con el nombre de Salomón[15].
Acusaciones de judaísmo se vertieron también contra otras personalidades
republicanas como Ossorio y Gallardo, Indalecio Prieto o Lluís Companys, aunque
posiblemente contra nadie fueran tan feroces como contra Margarita Nelken,
quien unía a su condición de miembro de una familia judía, las de mujer
dedicada a la política, madre soltera, socialista y, más tarde, comunista. Juan
Pujol, a quien recientemente el ayuntamiento de Madrid ha retirado una calle y
entonces director de Informaciones,
diario subvencionado por la embajada alemana, se refirió a ella como judía roja,
polo opuesto de las virtuosas mujeres católicas españolas y serpiente con
faldas que se servía de su sexualidad para excitar a las masas viriles
extremeñas[16].
Pero nos hemos adelantado unos años en el tiempo y conviene
que retrocedamos de nuevo a los tiempos anteriores a la guerra Civil. La
llegada de Hitler al poder trajo a España a un cierto número de refugiados
judíos, aunque muchos menos de los que emigraron a otros países europeos.
También hizo que la embajada alemana se convirtiera en un centro difusor de
propaganda antisemita. No solo se distribuían desde ella folletos y otras
publicaciones, sino que se pagaba a periodistas para que alabaran los éxitos
nacionalsocialistas y defendieran las posiciones del nuevo régimen. Aparte del
ya mencionado Juan Pujol, recibían dinero alemán, entre otros, César González
Ruano, que sería corresponsal de ABC primero en Roma y más tarde en Berlín y
París, y Vicente Gay[17],
quien luego ocuparía destacados cargos en los primeros años del régimen
franquista y del que cabe recordar que se refirió al campo de concentración de
Dachau como “centro educativo”[18].
Durante la etapa republicana se multiplicaron las
declaraciones y publicaciones antijudías en todos los grupos de la derecha:
carlistas, falangistas, monárquicos alfonsinos, cedistas, etc., no siempre
dependientes del antisemitismo alemán, sino también muy a menudo del francés. A
autores como Édouard Drumont, ya citado, o Maurice Barrès, se sumaron Charles
Maurras, Ernest Jouin y Lèon de Poncins. Por no alargar desmesuradamente esta
conferencia me limitaré a citar algunas intervenciones especialmente
destacadas:
Entre enero y abril de 1934, la revista falangista FE publicó varios artículos en los que
se responsabilizaba a los judíos de la creación de la socialdemocracia, el
socialismo y el comunismo, se los acusaba de comerciar con el hambre del pueblo
y se los calificaba de raza parasitaria[19].
El médico José María Albiñana, líder del Partido Nacional
Español, luego integrado en Renovación Española y en el Bloque Nacional
impulsado por Calvo Sotelo, acusó a los judíos del desastre de Annual y de ser
los impulsores del separatismo catalán[20].
El 10 de enero de 1936, la publicación carlista El siglo futuro, “presagió que si el
frente popular judeo-masónico-bolchevique ganaba las elecciones, Margarita
Nelken y los judíos franceses serian los nuevos dueños de la República Federal
Socialista Soviética de Iberia”[21].
Ya me he referido a declaraciones antisemitas de Onésimo
Redondo, Ramiro de Maeztu y José María Gil Robles, por lo que no volveré sobre
ellas. Sí mencionaré el ataque en marzo de 1935, bajo el gobierno radical
cedista, a los grandes almacenes SEPU de Madrid, propiedad de una familia
judía, en el que un grupo de falangistas causó diversos destrozos ante la
pasividad de la policía.
Tras la sublevación militar de julio de 1936, subió el tono
de la propaganda antijudía en el bando rebelde. Esta aparece no solo en las tan
enloquecidas como siniestras alocuciones de Queipo de Llano, sino en numerosas
arengas, artículos y folletos ampliamente distribuidos. El policía Mauricio
Carlavilla, el sacerdote Juan Tusquets y el barón de Santa Clara (posiblemente
un pseudónimo) destacaron por la amplitud de sus publicaciones, en las que
recogían las ya consabidas ideas conspirativas, de las que también se hacían eco
reiteradamente la prensa y la radio. El 1 de agosto de 1936, el diario
falangista Arriba España publicaba:
“¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al
marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus
revistas, sus propagandas”[22];
y el 5 de diciembre el general Millán Astray, responsable de la Oficina de
Prensa y Propaganda, concluía una intervención en radio Salamanca con las
palabras: “¡Viva Franco, que al frente de nuestras tropas acabará con la
esclavitud ruso-judía!”[23].
Una octavilla lanzada sobre el territorio republicano tras el nombramiento de
Negrín como jefe del Gobierno insistía en la responsabilidad judía en el
desencadenamiento de la guerra:
Miliciano:
Los judíos trabajan oscura y cobardemente por la destrucción de la
cristiandad. Su consigna es provocar ruinas, guerras y calamidades, colocar
frente a frente a compatriotas y hermanos. Ellos han encendido y avivado la
guerra de España; en sus manos están los Gobiernos de Rusia y Francia, y
manejan a su antojo a Negrín y sus secuaces. Todas las razas del Mundo
desprecian a los judíos por su cobardía y maldad y por ser los explotadores de
la miseria; son los cuervos humanos.
¿No sentís vosotros vergüenza por dejaros dominar por tales entes?[24]
El propio Franco, que en un artículo publicado en 1926 en la
Revista de Tropas Coloniales, titulado “Xauen la triste” había mostrado hacia
los sefardíes del Protectorado una actitud paternalista y condescendiente
exenta de antisemitismo, denunció en un discurso pronunciado en Madrid el 19 de
mayo de 1939 que el espíritu judaico había permitido la alianza del gran
capital con el marxismo y desencadenado la revolución española[25].
A referencias similares, incansablemente repetidas por la
propaganda franquista, es preciso añadir las exacciones a que fueron sometidos
los judíos. Así, en agosto de 1936, la comunidad del Protectorado fue obligada
a entregar 500.000 pesetas como “contribución voluntaria” a la causa nacional.
Ni que decir tiene que si en esas fechas la autoridad militar o simplemente un
grupo de falangistas le solicitaban a alguien un donativo, solo un héroe o un
insensato era capaz de responder negativamente. En mayo de 1937 hubo de pagar
50.000 pesetas más y se le obligó además a entregar sus mercancías, en especial
comestibles, joyas y oro[26].
El general Queipo de Llano consiguió 138.000 pesetas de la exigua comunidad
judía sevillana y en Ceuta los militares exigieron la entrega de 900.000
francos[27].
El hecho de que de los 32.000 voluntarios de las Brigadas
Internacionales, de 4.000 a 6.000 fueran judíos es, por el contrario, un
testimonio elocuente de la simpatía que aquellos sintieron por la causa
republicana. Muchos eran, sin duda, comunistas convencidos, pero la mayoría
eran simplemente gentes de ideas progresistas que veían en España una
oportunidad de combatir la aterradora marea de intolerancia y odio que
amenazaba con anegar Europa.
La combinación de antijudaísmo religioso tradicional y
antisemitismo racista moderno, así como el mantra de la conspiración machaconamente
repetido, no bastan, con todo, para explicar la política franquista hacia los
judíos durante la II Guerra Mundial. Es necesario que atendamos también a los
condicionantes internacionales y a las circunstancias internas en que hubo de
desenvolverse la dictadura durante esos años. El nuevo régimen se hallaba ideológicamente
próximo al fascismo italiano y al nazismo alemán, aunque se diferenciara de
ambos en el peso que en su configuración había adquirido la iglesia Católica y
en la heterogeneidad y relativa debilidad del partido único. Además la ayuda
germano italiana había sido decisiva para la victoria de los sublevados. La
precaria situación del país, con serios daños en las infraestructuras y unas
gravísimas deficiencias de abastecimientos alimentarios y de materias primas
dificultaba, no obstante, una alineación decidida con el Eje. Tras la invasión
alemana de Polonia en septiembre de 1939, Franco había optado por la
neutralidad, una posición que se mantuvo hasta el hundimiento de Francia y la
consiguiente entrada de Italia en la guerra, momento en que fue sustituida por
la de “no beligerancia”, adoptada el 12 de junio de 1940. Se trataba de la misma
seguida por Italia entre el 1 de septiembre de 1939 y el 10 de junio de 1940.
Era un concepto ideado por Mussolini y no recogido por el derecho internacional
e implicaba la identificación con uno de los bandos, aunque se aplazara hasta un
momento considerado oportuno el inicio de las hostilidades contra el otro. A
partir de octubre de 1943, cuando ya se habían producido grandes victorias
aliadas en el este, el norte de África e Italia, comienza un retorno hacia la
neutralidad.
Ante la eventualidad de que España entrara en la guerra el
Reino Unido había elaborado diversos planes de intervención, pero hasta el
momento en que aquella se produjera optó de un lado por presionar a la
dictadura amenazando con su capacidad para, con el apoyo de los Estados Unidos,
bloquear el abastecimiento marítimo del país, y, de otro, por tranquilizarla
transmitiendo la idea de que, a menos que se viera forzado, no intervendría en
los asuntos internos españoles. Al respecto, debemos recordar que en el
catastrófico invierno de 1940-1941, el gobierno español se vio obligado a solicitar
a los aliados que le permitieran importar trigo argentino[28].
Esta estrategia se completó, por iniciativa del embajador Samuel Hoare, con el
pago de cuantiosos sobornos a destacados militares, entre ellos los monárquicos
alfonsinos Kindelán y Galarza, el carlista Varela e incluso Nicolás Franco,
hermano del dictador, a cambio de que utilizaran su influencia para mantener a
España alejada del conflicto[29]. Franco, por su parte, esperaba que, en pago
de facilidades para una operación contra Gibraltar, Hitler le recompensara con
al menos parte de los territorios franceses en Marruecos y Argelia, en los que
veía el Lebensraum español. Algo a lo
que el dictador alemán no estaba dispuesto, pues era consciente de que tal
medida haría que las autoridades coloniales francesas, fieles hasta entonces a
Vichy, se pasaran en masa a las fuerzas de De Gaulle. Tampoco deseaba Hitler,
siempre poco generoso con sus aliados, facilitar suministros de combustible o
alimentos a España a fin de suplir los que esta dejaría de recibir de los
países neutrales si los aliados la bloqueaban. En consecuencia, la entrada en
la guerra, con excepción del envío a la Unión Soviética de la División Azul, se
fue retrasando hasta que en noviembre de 1942, el desembarco aliado en el norte
de África arruinó por completo los ensueños imperiales del Caudillo y la hizo
poco menos que imposible. Para entonces, la enemistad entre las facciones que
componían el partido único FET de las JONS había culminado en el atentado de
Begoña, cuando el 16 de agosto de 1942, a la salida de un acto carlista
presidido por el ministro del Ejército José Enrique Varela, un grupo de
falangistas atacó con granadas a los asistentes. El hecho, interpretado por
Varela como un atentado contra su persona, permitió a Franco proceder a un
reajuste ministerial en el que salieron del gobierno por un lado su cuñado
Ramón Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y uno de los principales
valedores del Eje, y de otro, los aliadófilos Varela y Galarza, ministro de la
Gobernación. Exteriores pasó al general Gómez Jordana, proclive a los aliados,
en tanto que el Ejército quedó en manos del germanófilo Asensio Cabanillas y
Gobernación fue para Blas Pérez. Pese a que de esta forma se intentaba mantener
el equilibrio entre las fuerzas del régimen, lo cierto es que la caída de
Serrano Suñer debilitó a los falangistas y, con ellos, a los más firmes
defensores de la participación en la guerra.
A la hora de examinar la política seguida por el franquismo
respecto de los judíos durante la guerra, es conveniente que tratemos por
separado de distintos grupos: en primer lugar, los residentes en España; a
continuación, los refugiados; seguidamente aquellos poseedores de la
nacionalidad española, que permanecieron en territorios ocupados por Alemania,
y, por último, los que no quedan incluidos en ninguna de las categorías
anteriores.
España, al contrario que Italia, Hungría, Bulgaria y otros países
aliados del Reich no adoptó leyes raciales. Hubo discriminación, pero esta fue
de tipo religioso, ya que, salvo en el Protectorado, se prohibió el ejercicio
público de cultos distintos del católico. No obstante, el 5 de mayo de 1941 la
Dirección General de Seguridad ordenó a los gobernadores civiles que recogieran
información sobre los judíos residentes en sus provincias. Debían especificar
sus actividades económicas, tendencias políticas y grado de peligrosidad, con
especial atención a los sefardíes, ya que estos, se afirmaba, podían ser
fácilmente confundidos con españoles. Ya anteriormente, en diciembre de 1939,
el gobierno civil de Barcelona había creado un archivo de los judíos residentes
en la ciudad y había entregado una copia a la Gestapo[30].
Además, Jacobo Israel Garzón y Alejandro Bauer apuntan indicios de que se
realizó un registro de la chuetas mallorquines[31].
Por su parte, Danielle Rozenberg señala que los consulados italiano y alemán
realizaron investigaciones sobre ellos y añade que en 1942 un proyecto
falangista que no se llevó a cabo debido a la oposición del obispo de Palma,
proponía deportarlos a la isla de Cabrera[32].
Ante la llegada de refugiados no solo judíos tras la
capitulación de Francia, España, reaccionó con sucesivos cierres y reaperturas
de la frontera e incluso entregó a algunos fugitivos a las autoridades alemanas
y de Vichy. Las devoluciones cesaron pronto, sin embargo, ante la presión
británica y comenzaron a emitirse visados de tránsito que permitían atravesar
el país, pero no permanecer en él. Para otorgarlos se exigía como requisito que
los solicitantes contaran previamente con un visado de tránsito o de
inmigración en Portugal, aunque pronto se añadieron primero la necesidad de un
billete de barco para un tercer país y finalmente un visado de salida de las
autoridades de Vichy. El 8 de octubre de 1940 un decreto prohibió además a los
cónsules conceder visados por propia iniciativa. A partir de entonces debían
comunicar telegráficamente a Madrid todas las solicitudes y solo podían
responderlas afirmativamente tras autorización expresa. Como es fácil de
comprender tal cúmulo de obstáculos burocráticos hacía la huida extremadamente
difícil y costosa. La anulación en julio de 1942 por Vichy de los visados de
salida para judíos franceses y extranjeros complicó aún más su situación. No
obstante, el comienzo en el verano de 1942 de la deportación al este de los
judíos de Holanda, Bélgica y Francia y luego la invasión alemana de la zona de
Vichy en noviembre, hicieron que aumentara la llegada ilegal, a través de
caminos de montaña, de refugiados judíos y también de políticos y militares que
deseaban unirse a la Francia Libre. Los detenidos en el caso de los varones
eran trasladados al campo de concentración de Miranda de Ebro, en tanto que las
mujeres eran internadas junto con los niños en prisiones provinciales. Allí
debían permanecer hasta que algún país aceptara acogerlos. Las condiciones de
vida eran penosas, aunque no peores que las sufridas por los presos
republicanos españoles[33].
Dado que las leyes raciales habían convertido a muchos
judíos en apátridas, era muy difícil hallar países dispuestos a admitirlos, por
lo que su estancia en los campos y prisiones podía prolongarse indefinidamente.
No obstante, las presiones aliadas consiguieron que el gobierno español consintiera
la actuación de organizaciones humanitarias americanas y judías, entre ellas el Joint Distribution Comittee y el American Relief Organizations, que lograron
que a muchos de ellos se les permitiera vivir en Madrid o Barcelona en libertad
vigilada mientras gestionaban su salida[34].
No ha sido hasta ahora posible calcular con un mínimo grado de aproximación el
número de judíos salvados de esta manera, aunque Bern Rother baraja un amplio margen
entre 20.000 y 35.000[35].
Nos ocuparemos ahora de la suerte corrida por los judíos de
nacionalidad española atrapados en los territorios ocupados por Alemania. En
París había unos 2.000 en esta situación, muchos de ellos procedentes de los
Balcanes y beneficiarios del decreto de Primo de Rivera de 1924. Cuando el 27
de septiembre de 1940 se les ordenó presentarse en comisaría para su registro y
el de sus propiedades, el cónsul Bernardo Rolland de Miotta protestó ante las
autoridades de ocupación aduciendo que, por tratarse de españoles no podía
aplicárseles la legislación racial. Esta actuación no fue secundada, sin
embargo, por el embajador en Vichy José Félix de Lequerica (quien señalaremos
incidentalmente que fue responsable de la entrega a España de destacados
republicanos, entre ellos Julián Zugazagoitia y Lluís Companys, ambos fusilados)
ni por el ministro de Exteriores Serrano Suñer, quien desautorizó al cónsul al
ordenarle que no pusiera obstáculos a las medidas adoptadas por los alemanes.
Más interés que por las personas mostró el cuñadísimo por sus bienes, pues alarmado
por la posibilidad de que fueran confiscados por los nazis, llegó a un acuerdo
para que quedaran bajo la administración de españoles no judíos. No obstante,
el cónsul no modificó su actitud. Así, en junio de 1941 solicitó sin éxito la
puesta en libertad de catorce sefardíes, internados en el campo de Drancy y el
10 de septiembre informó al ministerio de Asuntos Exteriores de su temor a que
el resto también fueran apresados. Días después propuso que todos, incluidos
los ya detenidos, fueran trasladados al Marruecos español, pero ni las
autoridades alemanas ni las españoles consideraron oportuno responder[36].
En contraste con la actitud Serrano Suñer y de Lequerica, el primer secretario
de la embajada Eduardo Propper de Callejón facilitó la huida de numerosos
judíos emitiendo visados, pese a carecer de autorización para hacerlo, hasta
que en marzo de 1941 fue cesado y trasladado a un puesto de menor
responsabilidad en Marruecos. Aunque pudo continuar la carrera diplomática
nunca fue ascendido al rango de embajador.
En enero de 1943 los jerarcas nazis reunidos en Wansee
decidieron la liquidación de la población judía. Como gesto de buena voluntad
hacia los países aliados y neutrales establecieron un plazo que según los casos
concluía entre marzo y junio de ese año, para que aquellos pudieran repatriar a
sus ciudadanos afectados. A partir de esas fechas, los que aún permanecieran en
territorios ocupados por el Reich serían deportados al este, es decir, a los
campos de exterminio. Mientras que Suecia, Suiza, Finlandia e incluso la Italia
de Mussolini acogieron a todos sus súbditos judíos, el gobierno español adoptó
una actitud titubeante y dilatoria. En un primer momento propuso enviarlos a
Grecia o Turquía, algo que se reveló imposible, y posteriormente resolvió que
pudieran pasar por España siempre que tuvieran visado de entrada en un tercer
país. Una propuesta que fue rechazada por Alemania. El Responsable de Asuntos
Judíos en el ministerio alemán de Asuntos Exteriores, Everhard von Thadden,
expresó así su desconcierto:
Me resulta incomprensible la razón por la que el gobierno de España,
por un lado, dice que se trata de españoles, y por el otro, sin embargo,
declara que estos españoles no deben entrar en España[37].
José María Doussinague, director general de política
exterior a quien ya he mencionado, había señalado, sin embargo, con toda
claridad la causa de los recelos franquistas, al afirmar que “su raza, su
dinero, su amistad con Inglaterra y su vinculación con la masonería los convertían
en espías potenciales”[38]
El gobierno español obtuvo, con todo, sucesivas ampliaciones
del plazo y Rolland consiguió organizar setenta y siete repatriaciones, que
culminaron cuando él ya había sido sustituido por Alfonso Fiscowich. Ante una
pregunta del nuevo cónsul, Gómez Jordana, ya ministro de Asuntos Exteriores,
respondió que solo se permitiría el paso por España de aquellos judíos que
pudieran aportar pruebas completas de su nacionalidad española, lo que excluía
a muchos que habían iniciado los trámites, pero no habían podido concluirlos antes
de que en 1930 expirara el plazo fijado en el decreto de Primo de Rivera[39].
En agosto de 1943 el gobierno español estableció una serie
de condiciones para la repatriación, entre ellas, que aquella se efectuaría por
lotes de doscientos cincuenta y que no se admitiría uno nuevo hasta que el
anterior hubiera salido por completo del país, que los beneficiarios debían
cumplir todos los requisitos establecidos en 1924 y abandonar España en el
plazo más breve posible. Además, las organizaciones internacionales de ayuda
tenían que correr con todos los gastos de estancia y de visados a terceros
países.
En Rumanía, país aliado de Alemania, donde ejercía el poder
desde septiembre de 1940 el dictador Ion Antonescu, se habían adoptado pronto
medidas antisemitas que afectaban a la minoría sefardí. Consciente del peligro
de que esta fuera deportada, el embajador José Rojas Moreno había solicitado el
24 de septiembre de 1941 permiso, que le fue denegado, para expedir visados de
entrada sin consultar con Madrid. Tampoco se autorizó la repatriación en grupo[40].
Bulgaria, otra aliada de Hitler, había permitido la
deportación de los judíos en la Tracia griega y la Macedonia yugoslava
incorporadas en 1941, pero la oposición popular, apoyada por la iglesia
Ortodoxa impidió que esta se aplicara en el resto del territorio nacional. No
obstante, el rey Boris III, quien gobernaba de manera dictatorial, puso en
vigor normas discriminatorias, tales como la obligación de la estrella
amarilla, el toque de queda, el arresto domiciliario, etc. Ante ello, el
representante español en Sofía, Julio Palencia Tubau, denunció el 14 de
septiembre de 1942 en una comunicación al ministerio español de Asuntos
Exteriores la persecución desatada contra los judíos e intervino ante el
gobierno búlgaro y la embajada alemana para proteger los derechos de ciento
cincuenta sefardíes. También intercedió por la vida del judío León Arie y,
aunque no pudo evitar su ejecución, consiguió adoptar a sus dos hijos, gracias
a lo cual estos pudieron salir del país y reunirse con su madre. Finalmente fue
declarado persona non grata y hubo de
volver a España, donde recibió una amonestación[41].
Grecia desde finales de abril de 1941 había quedado dividida
en tres zonas de ocupación: búlgara, alemana e italiana. Como ya me he referido
a la primera, me centraré ahora en las otras dos, en las que vivía una nutrida
colonia sefardí. En la primavera de 1943 se produjo la deportación a
Auschwitz-Birkenau de 48.000 judíos de Salónica, en la zona alemana. Para
entonces acababa de llegar a Atenas con el cargo de cónsul general Sebastián
Romero Radigales, quien inmediatamente informó al ministerio y propuso la
repatriación de los que poseían la nacionalidad española o, si aquella parecía
inconveniente, que se los trasladara al menos al Protectorado de Marruecos. El
17 de julio, con los preparativos ya iniciados, se le comunicó que solo se
permitiría la repatriación en casos excepcionales, lo que le obligó a abandonar
la operación. Intentó, no obstante, trasladar de forma clandestina a Atenas, en
la zona italiana, al mayor número posible de sefardíes de Salónica, lo que
consiguió para unos ciento cincuenta. Del resto, trescientos sesenta y seis fueron
apresados el 29 de julio, aunque como deferencia al gobierno español, en lugar
de a Auschwitz, donde habrían sido gaseados, fueron trasladados a Bergen Belsen
a la espera de que se aceptara finalmente su repatriación. El 5 de agosto, el ministerio
de Asuntos Exteriores propuso que se los evacuara en grupos de veinticinco, lo
que no fue aceptado por los alemanes. Tras una negociación se acordó que se
formaran dos lotes de ciento ochenta personas. Al igual que en el caso de
Francia, del que ya hemos hablado, la llegada del segundo grupo quedaba
condicionada a la previa salida de España del primero. A Romero Radigales que había
conseguido, por otra parte, que no se confiscaran los bienes de estos
deportados, se le presentó Inmediatamente un nuevo problema. La votación contra
Mussolini en el Gran Consejo Fascista del 24 de julio, seguida por el
nombramiento al día siguiente del mariscal Badoglio como jefe del gobierno y el
8 de septiembre por el anuncio de la rendición italiana, desencadenaron que la Wehrmacht invadiera Italia y los
territorios que esta aún controlaba, entre ellos su zona de ocupación en
Grecia. Ante ello, el cónsul solicitó a España la repatriación de los sefardíes
españoles de Atenas, así como una interpretación generosa de la nacionalidad para
que pudiera beneficiarse el mayor número posible. Tampoco en esta ocasión
consiguió una respuesta afirmativa, y ciento cincuenta y cinco ciudadanos
españoles fueron enviados a Bergen Belsen en las mismas condiciones que los de
Salónica. Para entonces el ministro Gómez Jordana ya le había recriminado su
exceso de celo[42].
Los diplomáticos de los que hasta ahora se ha hablado,
centraron su labor en la defensa de los sefardíes de nacionalidad española.
Ahora me ocuparé de dos casos que escapan a este marco.
José Ruiz Santaella llegó a la embajada española en Berlín
en 1942 como agregado agrícola, acompañado por su esposa alemana Waltraud
Schraeder, quien había cambiado su nombre de pila por el de Carmen al abandonar
el protestantismo por el catolicismo antes de la boda. En su residencia,
próxima a Berlín, trabajó como costurera Gertrud Neumann, una judía que había
conseguido ocultarse de los nazis. Ella los puso en contacto con Ruth Arndt,
quien se hallaba en las mismas circunstancias y la que contrataron como niñera.
Poco después acogieron en calidad de cocinera a la madre de Ruth, Lina. Aunque
la situación, con tres judías escondidas en su vivienda bajo identidad falsa,
era muy peligrosa, no fueron descubiertos y todos sobrevivieron a la guerra.
Hungría, donde el almirante Miklos Horthy en el poder desde
1920 había establecido una dictadura fuertemente conservadora, participó como
aliada de Alemania en la invasión de Yugoslavia en 1940 y en el ataque a la
Unión Soviética en 1941. Como en el resto de los países de la órbita del Eje,
se adoptaron medidas contra los judíos, entre ellas la expulsión del ejército,
la imposición, al igual que a otras minorías como los gitanos, de un régimen de
trabajos forzados y la obligación de portar la estrella amarilla. Además, en
agosto de 1941, entregó a los judíos de Rutenia, quienes no gozaban de la
nacionalidad húngara, a las fuerzas alemanas, que fusilaron a unos 16.000. Los
que habitaban en otros territorios, aunque discriminados y sometidos a
constantes vejaciones, se mantuvieron a salvo del exterminio hasta que el 19 de
marzo de 1944, ante el temor de que Hungría, al igual que Italia, se rindiera a
los aliados, la Wehrmacht ocupó el
país, aunque por el momento mantuvo a Horthy como regente. En apenas tres
semanas, entre mayo y junio, más de 400.000 judíos fueron enviados a
Auschwitz-Birkenau, en una operación coordinada por Adolf Eichmann. El 25 de
agosto, el regente llegó a un acuerdo con los alemanes quienes aceptaron
paralizar la deportación que aún no había afectado a Budapest. Para entonces,
Horthy negociaba en secreto con los aliados occidentales y más tarde con la
Unión Soviética, cuyo ejército se hallaba ya cerca de la frontera. Finalmente, el
16 de octubre, ante el anuncio el día anterior de la firma de un armisticio, la
Cruz Flechada, partido nazi local dirigido por Ferenc Szálasi, expulsó al
regente del poder con ayuda del ejército alemán.
Ya en mayo, Miguel Ángel de Muguiro, encargado de negocios
en Budapest había informado al ministerio de Asuntos Exteriores de que muy
probablemente los deportados eran asesinados. Había conseguido también salvar a
quinientos niños al lograr que se aceptara su evacuación a Tánger. Dos meses
después, su sucesor, Ángel Sanz Briz comunicó de nuevo al ministerio el peligro
que corrían los judíos. También se unió a la protesta de los representantes de
los países neutrales impulsada por el nuncio monseñor Rotta, y comenzó a
extender documentos de protección. Amparándose en el decreto de Primo de Rivera,
obtuvo que se le permitiera entregar doscientos pasaportes provisionales a
sefardíes españoles, pero, dado que el número de estos en Budapest era muy
bajo, pronto comenzó a facilitarlos también a asquenazíes, al mismo tiempo que
en lugar de extenderlos a título individual comenzaba a hacerlo por familias,
lo que le permitió multiplicar el número de beneficiarios. Además, emitió
diferentes series añadiendo una letra, de tal manera que en ninguno aparecía un
número superior al autorizado. Los protegidos, ya fuera con pasaportes
ordinarios, provisionales o cartas de protección, fueron alojados en nueve
inmuebles alquilados en cuyas fachadas Sanz Briz hizo ondear la bandera
española y fijó carteles con el texto: “Anejo a la Legación de España. Edificio
extraterritorial”. En esta labor contó con la colaboración de todo el personal
de la embajada y de Giorgio Perlasca, un comerciante italiano, antiguo
combatiente en nuestra guerra como miembro del Corpo Truppe Volontarie. Pero este esfuerzo estuvo a punto de
revelarse inútil cuando, ante el avance soviético, Sanz Briz recibió el 30 de
noviembre la orden de trasladarse a Suiza. La embajada, sin embargo, continuó
abierta, pues Perlasca, a quien había facilitado documentación española con el
nombre de Jorge, hizo creer a las autoridades húngaras que la ausencia del
encargado de negocios era temporal y que, en tanto regresara, quedaba él en
calidad de cónsul, a cargo de la legación. Para cuando los soviéticos ocuparon
Budapest el 16 de enero, Sanz Briz y Perlasca habían salvado de la muerte a
5.200 judíos.
Lo dicho basta a mi juicio, para desechar la muy repetida
idea de que el régimen franquista protegió a los judíos perseguidos por el
nazismo. Es cierto que muchos se salvaron huyendo a España o gracias a la
acción de algunos diplomáticos, pero nunca se elaboró una política coherente de
ayuda. Los vencedores de la Guerra Civil veían a los judíos a través de un
prisma ideológico en que se mezclaban en proporciones variables el antijudaísmo
religioso tradicional, muy fuerte en los carlistas, y el antisemitismo racial
moderno, más presente entre los falangistas. En consecuencia, los consideraban
un elemento peligroso, ajeno al Volkgeist
español, y responsable de la decadencia de nuestro país, en el que habían
introducido por medio de la masonería ideas democráticas y socialistas. Esta
hostilidad de base que no llegó a cuajar en una legislación racista, aunque se dieran
algunos pasos, como el registro de judíos, que parecían apuntar en esa
dirección, hubo de adaptarse a unas complejas circunstancias internacionales y
una difícil situación interior que hacían a España, pese a que gran parte de su
gobierno simpatizaba con el Eje, vulnerable ante las presiones de los aliados.
Las luces no deben deslumbrarnos hasta impedirnos apreciar las sombras. Hemos
visto como las autoridades franquistas se negaron a repatriar a los sefardíes
de nacionalidad española, algo que contrasta negativamente incluso con la
actuación de la Italia fascista. También, como los diplomáticos que intentaron
protegerlos lo hicieron a menudo interpretando de manera muy amplia sus
instrucciones y extralimitándose en el ejercicio de sus atribuciones, lo que en
algunos casos les valió desautorizaciones, recriminaciones y destituciones por
parte del ministerio de Asuntos Exteriores. Se salvaron vidas, pero de no haber
imperado la desconfianza y el temor, se podría haber hecho mucho más.
No quiero terminar sin dedicar un recuerdo a todos aquellos
hombres y mujeres que en unos momentos excepcionalmente peligrosos ayudaron a
los refugiados procedentes de Francia a cruzar los Pirineos por difíciles
sendas de montaña y a quienes los acogieron y auxiliaron ya en nuestro país.
Eran gentes sencillas, muy alejadas de los círculos de poder y sus nombres
apenas comienzan a salir del olvido. Son personas como las hermanas Lola, Julia
y Amparo Touza, que desde su trabajo en el quiosco de la estación de Ribadavia,
próxima a la frontera, ayudaron a pasar a Portugal a unos quinientos judíos
fugitivos[43].
Concluiré con el ruego, ya realizado en años anteriores, de
que el próximo domingo, 27 de enero, Día Mundial de Conmemoración de las
Víctimas del Holocausto, enciendan una vela y cuando sus hijos o nietos les
pregunten por qué lo hacen, les cuenten, de manera apropiada a su edad, lo
ocurrido.
[1] PULIIDO,
Ángel, Españoles sin patria, Cit. en
ROHR, Isabelle (2010), La derecha
española y los judíos, 1898-1945. Antisemitismo y oportunismo. Valencia,
Publicacions de la Universistart de Valéncia, p. 57
[2] Cit. en
ROHR, Isabelle (2010), p. 36
[3] BAROJA,
Pío (1939), Comunistas, judíos y demás
ralea, Valladolid, Cumbre, p. 75
[4] ROHR,
Isabelle (2010), p. 56
[5] Domingo, 11 de diciembre de 1938, cit.
ROHR, Isabelle (2010), p. 122
[6]
ROZENBERG, Danielle (2010) La España
contemporánea y la cuestión judía, Madrid, Casa Sefarad Israel, Marcial
Pons, p. 127
[7]
DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), El
enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945, Madrid,
Marcial Pons, p. 64
[8] BAROJA,
Pío (1939), p. 68
[9] ROHR,
Isabelle (2010), p. 62
[10] ROHR,
Isabelle (2010), p. 86
[11] Jewish Chronicle, 23 de marzo de 1934,
cit. ROHR, Isabelle (2010), p. 88
[12]
ROZENBERG, Danielle (2010), p. 58
[13] ROHR,
Isabelle (2010), p. 74
[14]
DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 227
[15] ROHR,
Isabelle (2010), p. 118
[16] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121
[17] ROHR,
Isabelle (2010), p. 91
[18] NÚÑEZ
SEIXAS, Xosé Manoel (2015). «Falangismo, nacionalsocialismo y el mito de Hitler
en España (1931-1945)». Revista de
estudios políticos, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
(169), p. 13-43.
[19]
ROZENBERG, Danielle (2010), p. 105
[20] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 83-85
[21] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 97
[22]
DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 181
[23]
DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 163
[24]
DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 214
[25] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 105
[26] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 131
[27]
ROZENBERG, Danielle (2010), p. 153
[28] ROTHER,
Bernd (2005), Franco y el Holocausto,
Madrid, Marcial Pons, p. 86
[29] VIÑAS,
Ángel (2016), Sobornos. De cómo Churchill
y Marx compraron a los generales de Franco. Barcelona, Crítica
[30] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 148
[31] GARZÓN,
Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007). España y el Holocausto (1939-1945). Historia y testimonios. Madrid,
Federación de Comunidades Judías de España, Hebraica Ediciones, p. 22
[32]
ROZENBERG, Danielle (2010), p. 187
[33] ROTHER,
Bernd (2005), Franco y el Holocausto,
Madrid, Marcial Pons, p. 29
[34] ROTHER,
Bernd (2005), p. 30
[35] ROTHER,
Bernd (2005), p. 158
[36] ROHR,
Isabelle (2010), p. 121, p. 162-163
[37] GARZÓN,
Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 44
[38] ROTHER,
Bernd (2005), p. 198
[39] ROTHER,
Bernd (2005), p. 235-236
[40] GARZÓN,
Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 53
[41] GARZÓN,
Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 52
[42] ROTHER,
Bernd (2005), p. 263 ss.
[43]
MONTERO, May (2018), «Las hermanas ‘Schindler’ gallegas que salvaron a 500
judíos del Holocausto» El País, 27 de
abril de 2018.
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