Santo Tomás Moro
Este artículo es una reflexión sobre el libro Tomás Moro escrito por Gerard B. Wegemer y publicado por Ariel en 2003. Originalmente apareció en la revista Estudio Agustiniano.
Wegemer, apoyado en un sólido conocimiento de las fuentes documentales, hace desfilar ante nosotros la vida de Tomás Moro, desde sus años primeros de formación, pasando por la estancia entre los cartujos y la final elección de la vida seglar, hasta los años de triunfo, en que —ejemplar padre de familia, afamado humanista, juez respetado, ministro leal y amigo del rey— la vida parece ofrecerle su lado más risueño, para culminar en la persecución y en el martirio. Los luminosos y alegres colores con que en los inicios del siglo XVI se dibuja el mundo, apenas veinticinco años después ceden su lugar a tonos sombríos y amenazadores. Se diría que de alguna manera, Moro simboliza y resume la tragedia del humanismo. Él, junto a Erasmo, Vives o Budé, entre tantos otros, participa por un momento de la esperanza de que la paz reine entre los príncipes cristianos y de que éstos, inspirados en una espiritualidad sincera y profunda, sean capaces de construir una sociedad más próspera y sobre todo más justa. A todos ellos les toca, sin embargo, vivir el dramático desgarramiento de la Cristiandad. Tomás Moro no es con todo un ingenuo. Conoce la historia de Platón y Dionisio de Siracusa y sabe hasta dónde puede fiar en el amor del príncipe: “Si mi cabeza le valiera al Rey un castillo en Francia... no duraría mucho tiempo en su sitio”, dice mucho antes de su caída en desgracia. Es paradójicamente el propio Enrique quien, de manera impremeditada y sin sospechar hasta qué punto va a ser obedecido, le ha encargado, al nombrarle canciller, que mire “primero a Dios y luego a él”. Esta admonición, quizá un lugar común de buen tono en boca de quien la pronuncia, será recordada por Moro, ya preso en la torre, como la mejor orden que un soberano haya dado jamás a uno de sus súbditos. Obedecerla le costará la vida.
Para concluir, diré algunas palabras sobre la traducción de Marcelo Covian Fasce. Pese a su general corrección se deslizan en ella un constante antidequeísmo y una abusiva utilización del anglicismo “líder”, que, aunque admitido por la Academia debería ser, en la medida de lo posible, sustituido por términos castellanos equivalentes. Aún más incomprensible es la utilización del nombre Josué, en lugar de José, para referirse al hijo de Jacob.
Wegemer, apoyado en un sólido conocimiento de las fuentes documentales, hace desfilar ante nosotros la vida de Tomás Moro, desde sus años primeros de formación, pasando por la estancia entre los cartujos y la final elección de la vida seglar, hasta los años de triunfo, en que —ejemplar padre de familia, afamado humanista, juez respetado, ministro leal y amigo del rey— la vida parece ofrecerle su lado más risueño, para culminar en la persecución y en el martirio. Los luminosos y alegres colores con que en los inicios del siglo XVI se dibuja el mundo, apenas veinticinco años después ceden su lugar a tonos sombríos y amenazadores. Se diría que de alguna manera, Moro simboliza y resume la tragedia del humanismo. Él, junto a Erasmo, Vives o Budé, entre tantos otros, participa por un momento de la esperanza de que la paz reine entre los príncipes cristianos y de que éstos, inspirados en una espiritualidad sincera y profunda, sean capaces de construir una sociedad más próspera y sobre todo más justa. A todos ellos les toca, sin embargo, vivir el dramático desgarramiento de la Cristiandad. Tomás Moro no es con todo un ingenuo. Conoce la historia de Platón y Dionisio de Siracusa y sabe hasta dónde puede fiar en el amor del príncipe: “Si mi cabeza le valiera al Rey un castillo en Francia... no duraría mucho tiempo en su sitio”, dice mucho antes de su caída en desgracia. Es paradójicamente el propio Enrique quien, de manera impremeditada y sin sospechar hasta qué punto va a ser obedecido, le ha encargado, al nombrarle canciller, que mire “primero a Dios y luego a él”. Esta admonición, quizá un lugar común de buen tono en boca de quien la pronuncia, será recordada por Moro, ya preso en la torre, como la mejor orden que un soberano haya dado jamás a uno de sus súbditos. Obedecerla le costará la vida.
Para concluir, diré algunas palabras sobre la traducción de Marcelo Covian Fasce. Pese a su general corrección se deslizan en ella un constante antidequeísmo y una abusiva utilización del anglicismo “líder”, que, aunque admitido por la Academia debería ser, en la medida de lo posible, sustituido por términos castellanos equivalentes. Aún más incomprensible es la utilización del nombre Josué, en lugar de José, para referirse al hijo de Jacob.
Francisco Javier Bernad Morales
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