A la huella de Alfonso Garrido



Un amigo me ha dejado para siempre, en él he perdido a una persona a quien podía confiar las angustias y problemas que me turban el alma, y con quien podía también compartir una botella de buen vino. A menudo hicimos ambas cosas a la vez. Comprendo que a muchos les parezca frívolo que se discuta sobre la Shoá, sobre su sentido o sinsentido, mientras regalamos el cuerpo con uno de los más refinados placeres que nos ha sido otorgado gozar. Quizá tengan razón. Me falta hoy ánimo para enfrentarme a rígidos ascetas. Solo se me ocurre recordarles unas palabras de Imre Kertész: “ha desaparecido el asombro ante la existencia del mundo y con él, de hecho, el respeto, la devoción, la alegría, el amor por la vida.” (Un instante de silencio en el paredón, 41). Pero esos sentimientos, cuya ausencia lamenta como pérdida irreparable un superviviente de los Lager, aún existen. Todos los que hemos tratado a Alfonso los conocemos. Recuerdo un día maravilloso en que en su compañía, mi esposa y yo recorrimos varios pueblos de la Ribera del Duero. En uno de ellos, en Olivares, hablamos un buen rato con un viejo amigo suyo, un párroco que, solo por amor, por íntima devoción y sin deseo de recompensa, había durante años puesto su empeño en restaurar un extrarodinario retablo: una obra humana al cabo, pero, sin duda, también una manifestación del poder del Creador y de su Majestad. De nuevo acude Kertész a mi memoria(18): “Dios creó el mundo y el ser humano creó Auschwitz”. Sí, el ser humano construyó los Lager, las fábricas de cadáveres, como los denominó Hannah Arendt, pero también edificó las catedrales y los monasterios, plantó el trigo y la vid. Allí, en Olivares, con Alfonso, el párroco y mi esposa, al contemplar los campos sembrados, al dirigir la vista a los viñedos, sentí la emoción que transmite el Ángelus de Millet. Los seres humanos hemos cometido los más abominables crímenes, pero también Lutero ha escrito el comentario al Magnificat.

En aquellos días me atormentaba la constatación del mal absoluto. Los Lager y el Gulag parecían no dejar resquicio para la esperanza y durante algún tiempo dudé de la superioridad del bien, de su capacidad para imponerse. Pero la realidad estaba allí, a la orilla del Duero, en el corazón de las personas que me acompañaban. Ese era el bien y había triunfado. Al fin, Sanz Briz, Perlasca, Wallenberg y tantos otros, habían sido más poderosos que Hitler; y Sajarov, Havel, Mazowiecki y Juan Pablo II habían vencido a Stalin. Parafraseando al Talmud, diríamos que los justos han salvado el mundo.

Vinieron luego tiempos de aproximación al judaísmo. Hay algo singular en el destino judío que no puede dejarnos indiferentes. La Shoá nos interroga tanto como la Crucifixión. Pero aquel día en Olivares marcó un punto de inflexión. Siguieron meses y años de conversaciones con Alfonso, de libros leídos por su consejo, desde San Agustín a Paul Tillich, y por fin, como fruto de un proceso que visto retrospectivamente no puede por menos que parecerme extraño, debido al papel que en él han desempeñado tantos autores judíos y luteranos, la decisión de reconciliarme con la Iglesia Católica. Sé que sin Alfonso mi vida hubiera sido distinta; quizá me hubiera mantenido en el tibio agnosticismo que me acompañó durante gran parte de la juventud y de la madurez, aunque más probablemente hubiera terminado por adherirme al judaísmo.

Ahora ya no podré pedir consejo a Alfonso, no estará él aquí para orientarme, para aliviar las tribulaciones de mi corazón. Sobre el papel quedan las huellas de las lágrimas, pero yo escribo con el ordenador y su pantalla no puede recoger los rastros físicos de mi dolor. Sé, sin embargo, que algo de Alfonso se ha incorporado a mi persona y que ya formará indisoluble parte de mí. También sé que de alguna manera misteriosa, que escapa a mi comprensión, velará por mí y me protegerá en las pruebas que la vida sin duda me reserva.
Francisco Javier Bernad Morales

Comentarios

  1. Lo mío no es un comentario y sí una reseña más a la biografía de Alfonso Garrido que muchos conocemos como "doctor en sabiduría", pero quiero destacar que, también, ha sido "premio de honor" en el trato humano para todos los que le hemos conocido. Hombre del saber y hombre de la calle que hizo Iglesia con una sonrisa, una mirada, una "palmadita" en el hombro...que siempre llegaba a tiempo y en el momento adecuado.
    Supo acompañarme en algunos momentos difíciles de mi vida y en otros que fueron importantes y que nunca olvidaré.
    Alfonso, tú me dijiste, en una ocasión, de alguien muy querido por mí, que era hombre de pueblo, llano, sencillo y , además, de la "estepa castellana". Eso mismo quiero yo resaltar de ti.
    En el cielo descansas, y tenemos la certeza de que desde allí nos ayudarás a todos con la Paz que lo has hecho siempre.
    Yo no te olvidaré.
    María José.

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  2. María José, al leer tus palabras se me ocurre que el rasgo más característico de Alfonso, aquel que más nos ha marcado y más recordaremos, ha sido la caridad. Es curioso que esta palabra, empleada por Benedicto XVI, haya perdido vigencia en el mundo actual, ante la omnipresencia del vocablo "solidaridad". Ambos términos parecen igualmente nobles, pero hay, en ni opinión, una nada sutil diferencia entre ellos. Solidaridad implica algo así como amor a la humanidad, esto es, a una abstracción, a una idea; en tanto que caridad significa simple y llanamente amor al prójimo. Por solidaridad enviamos dinero a remotas organizaciones que se ocupan de gentes lejanas a las que nunca conoceremos; en tanto que por caridad hablamos a nuestro vecino e intentamos auxiliarle en sus dificultades. Al creernos solidarios adormecemos nuestra conciencia, pues con un ligero esfuerzo, a menudo tan solo económico, dejamos de sentirnos responsables de los males que aquejan a inmensas multitudes. Al contrario, podemos señalar acusadoramente a los culpables de la miseria: los norteamericanos, los capitalistas, los judíos, los católicos... Los solidarios cotizamos para una ONG y eso nos permite pensarnos al abrigo de la culpa. La caridad, en cambio, nos obliga a mirar al prójimo, a ese ser que no es una abstracción, sino que, como señala insistentemente Levinas, tiene rostro, y es, por tanto, un individuo, una persona concreta e irrepetible, a la vez semejante y distinta a nosotros; alguien cuya simple presencia constituye una llamada a lo más profundo de nuestra conciencia.
    Me atrevo a decir que Alfonso no amaba a la humanidad, sino que amaba a los seres humanos, a todos y a cada uno de nosotros en nuestra irreductible individualidad.

    Francisco Javier Bernad Morales

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  3. Hola tio!Que pasa men?Has dado clases en el Ies Velazquez o las das?

    Saludos! :S

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  4. Doy clase de Geografía e Historia en el IES Velázquez de Móstoles. ¿De qué nos conocemos? Me suena tu nombre, pero no te identifico.

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  5. Solo la esperanza del reencuentro tras el duelo, me sostiene. Fueron innmerables las experiencias que compartimos: conversaciones, eucaristías, viajes, comidas,visitas culturales...Momentos inolvidables, pero de todos ellos, destacaría, sin duda, los últimos encuentros en el hospital cuando la comunicación de sentimientos se hizo más intensa y la conciencia de debilidad fortaleció nuestra relación. Es difícil expresar las vivencias de aquellos momentos y yo me sorp.rendí al comprobar que podía aceptar la separación, algo que con anterioridad me parecía inimaginable. Enfin, ahora, después del tiempo lo único que realmente percibo es la Comunión de los Santos, yo creo en ella. Una oración esperanzada, que surge del corazón es lo que ahora puedo pensar.
    Carmen Sáez Gutiérrez

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