Siglos de desencuentro

La historia de las relaciones entre judaísmo y cristianismo es la de un desencuentro tan largo como doloroso. Sobra decir que a los cristianos nos cabe la mayor responsabilidad, ya que en nombre de nuestra religión los judíos han sido a menudo perseguidos. Aún hoy, es frecuente escuchar en iglesias católicas homilías en que el sacerdote presenta una visión errónea, casi caricaturesca del judaísmo, llevado por el afán de mostrar el mensaje de Jesús como algo radicalmente nuevo, totalmente distinto de las doctrinas imperantes en su época. En la mayoría de los casos, no cabe atribuir tal actitud a mala voluntad, sino al peso de una inercia de siglos, y también a una deficiente comprensión del Tanaj (el Antiguo Testamento) así como a un casi total desconocimiento del Talmud y de la literatura y tradiciones rabínicas.

Los cristianos olvidamos fácilmente, quizá porque nunca se nos ha explicado, que Jesús de Nazaret, al igual que sus apóstoles, era un judío observante de la Torá, que leía en las sinagogas y acudía al Templo, así como que sus enseñanzas revelan un profundo conocimiento del Tanaj. Imaginarlo de otra manera es tergiversar la historia. Pero en el cristianismo, aunque haya sido reiteradamente condenada, siempre ha estado presente la tentación marcionita: la tendencia a a contraponer el Antiguo Testamento al Evangelio o cuando menos a olvidarlo. De ella surgen las palabras terribles de Giovanni Papini en su Historia de Cristo: “El hebreo fue entre los pueblos el más feliz y el más infeliz. Su historia es un misterio que empieza con el idilio del jardín de las Delicias y acaba con la tragedia de lo alto del Calvario.” Publicadas en 1922, cuando tan próxima estaba ya la tan aterradora como misteriosa prueba de la Shoá, se antojan un sarcasmo sangriento, pues dan por concluida, casi dos mil años atrás, la vida de aquellos que mañana serán conducidos al matadero.

No cabe mencionar la Shoá sin sentir un estremecimiento en lo más profundo de la conciencia, sin experimentar un dolor que nos desborda y provoca una náusea irreprimible, un llanto que nada puede mitigar. Auschwitz es la prueba evidente de que el mal anida en la condición humana. Pero, pasado el primer momento de estupor, surge otra consoladora evidencia: el mal existe, pero no ha triunfado. El pueblo judío, cuya historia no terminó en el Calvario, ha sobrevivido a las cámaras de gas. Tras aquello nada volverá a ser como antes. Mejor dicho, debemos luchar con todas nuestras fuerzas para impedir que algo así quepa siquiera en el campo de lo posible. Naturalmente, los cristianos no somos culpables de la Shoá. Es más, muy probablemente hubiéramos sido la siguiente víctima de aquella ideología neopagana, pero eso no impide que nos alcance alguna responsabilidad, pues la manera en que durante siglos hemos percibido y presentado el judaísmo, ha hecho arraigar prejuicios que favorecieron los designios criminales del III Reich. Aun hoy, es dado encontrar en páginas católicas de amplia difusión mensajes como este: “Los judíos solían amasar los alimentos de su cena pascual con sangre de niños cristianos.”
http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=13048 (al visitar de nuevo la página el 28 de enero de 2020 observo que la entrada ha sido modificada en un intento, a mi modo de ver fallido, de eludir las acusaciones de xenofobia).

Por inconcebible que parezca, esta amalgama de ignorancia y odio es tristemente real. Quien tal afirma se proclama católico, aunque obviamente no solo no conoce los hechos, lo que en el tiempo actual no admite disculpa, sino que tampoco parece haber leído el Pentateuco (la Torá).

No es esta, desde luego, la posición de la Iglesia, pero subsiste el hecho de que a pesar de la declaración conciliar Nostra Aetate, de los repetidos encuentros de los Pontífices con personalidades relevantes del judaísmo y de sus numerosas declaraciones en favor del diálogo, muchos católicos permanecen anclados en posiciones totalmente impropias de un mundo que ha conocido la atrocidad de la Shoá.

El diálogo resulta imprescindible para evitar que hechos similares vuelvan a ocurrir. Los católicos y el resto de los cristianos, debemos adoptar una posición clara y abierta ante el judaísmo a fin de impedir que niños educados en nuestra fe puedan algún día verse arrastrados por un renacer del delirio totalitario y racista. Como señaló Theodor W. Adorno “La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación”. Al hablar nos descubriremos como prójimos -como seres humanos dotados de rostro, en palabras de Emmanuel Levinas, otro eminente pensador judío- y al mismo tiempo profundizaremos en el conocimiento de un vastísimo tesoro común, fundado en la Alianza establecida por el Señor con Abraham y su descendencia, renovada mediante la entrega de la Torá a Moisés, en un pacto irrevocable (Romanos, 11, 29).

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