Los mitos del nacionalismo
El objetivo de la historia
nacional tal como se configura a lo largo del siglo XIX no es tanto alcanzar un
conocimiento real del pasado como promover la adhesión emotiva e incondicional
a una identidad colectiva presentada como «patria». Para ello se configura un
relato que, aunque se pretende histórico, se articula en torno a dos mitos
fundamentales, el de origen y el palingenésico. Con el primero se establece una
frontera nítidamente definida entre «nosotros» y el «otro», un límite que no es
tanto geográfico como ideológico o, por utilizar un término muy del gusto de
sus propagandistas, «espiritual». El «otro» no es tan solo el extranjero, sino
también el que habiendo nacido en la patria no comparte los valores que la
definen. El mito palingenésico ―el del renacimiento de la nación tras su
colapso― completa al anterior al proporcionar un esquema interpretativo
aplicable a muy diferentes crisis y conflictos.
En Defensa de Hispanidad,
Ramiro de Maeztu señala la conversión de Recaredo en el año 589 como el acto
por el que «España empieza a ser». Con él ―dice― se borra la oposición entre
conquistados hispanorromanos y conquistadores visigodos y se establece entre
unos y otros el lazo espiritual que constituye la patria. El período anterior
habría sido una larga preparatoria en que se forjaron «las condiciones que
posibilitaron la creación de España». El mito de origen hace así de la religión
católica el constituyente esencial que da forma a la nación española, el
cemento que la une. Así lo había expresado cincuenta años atrás Menéndez Pelayo
en un encendido párrafo al final de su Historia de los heterodoxos españoles:
«España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz
de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio…; esa es nuestra grandeza y
nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España
volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas».
Como ya he señalado, el mito
palingenésico refuerza y completa al de origen. Apenas constituida España, la
invasión musulmana la habría puesto al borde de la desaparición y solo habría
escapado a ella tras una esforzada lucha prolongada durante casi ocho siglos.
Los enemigos de la fe procedían del exterior, pero difícilmente hubieran
alcanzado la victoria de no ser por el auxilio de los judíos, una minoría ajena
al espíritu de la nación, y por la traición de una parte de la elite
hispanovisigoda personificada en las figuras del obispo don Opas y el conde don
Julián. Este esquema en que convergen el enemigo exterior y el interior será
una constante en la interpretación de procesos posteriores. En todos los casos,
España se salvará del desastre gracias a que el pueblo, fiel a la religión y a
la patria, se alzará contra invasores y traidores. A lo largo del tiempo
cambiarán los actores, pero no el papel que representan. El enemigo exterior
serán sucesivamente las potencias protestantes, en especial las Provincias
Unidas e Inglaterra, la Francia ilustrada y revolucionaria, los Estados Unidos
materialistas y plutocráticos y la Unión Soviética; y el interior, aquellos que
en España se dejan seducir por ideas extranjeras: herejes, judaizantes y
moriscos, ilustrados, afrancesados y liberales ―considerados frecuentemente
como instrumentos de una oscura conjura masónica―, socialistas, anarquistas y
comunistas. De este modo, la última guerra civil se imaginará por los
sublevados como una actualización de la Reconquista, un movimiento de España
contra la anti-España y, en suma, una santa cruzada.
Ahora, de nuevo resurge el
enemigo. El papel de agresores externos les corresponde a los inmigrantes que
huyendo de la miseria y en busca de un atisbo de esperanza arriban a nuestro
país; y el de traidores, a quienes frente al nacionalismo hegemónico esgrimen
nacionalismos alternativos de fundamentación no menos mítica; a feministas y
activistas homosexuales; y, en general, a militantes y simpatizantes de la
izquierda política: esos a quienes en Argentina el presidente Milei, con odio y
desprecio, se refiere como «zurdos». La confluencia de todos ellos situaría de
nuevo a España al borde de la desaparición por la adulteración y pérdida de su
esencia.
Se trata, obviamente, de un
planteamiento para el cual un gobierno de la izquierda es per se ilegal,
por cuanto la fuente real de legitimidad no sería la volubilidad de los
electores, sino la fidelidad al ser eterno de la nación; la España inmortal
sobre la que ―como afirmó el doctor Albiñana― solo está Dios. La conclusión es
evidente: para los nacionalistas ha llegado el momento, como en Covadonga y en
julio de 1936, de iniciar una nueva reconquista.
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