Rosa Diez y la reforma del sistema electoral

Afirma Rosa Díez que es necesario avanzar hacia un sistema electoral más proporcional, y para conseguirlo propone aumentar a cuatrocientos el número de diputados, así como modificar las circunscripciones electorales. Una mitad del Congreso se elegiría mediante listas nacionales, en tanto que el resto lo haría en listas autonómicas. La idea suscita algunas reflexiones que desarrollaré en las líneas siguientes, aunque ya de entrada sospecho que a pocos ciudadanos les entusiasmará la idea de añadir cincuenta abnegados padres de la patria a los que actualmente velan por el bien de la nación.

La señora Díez parece aceptar como axioma que el Congreso de los Diputados debe representar de la manera más fiel posible las plurales opciones de la sociedad. Aunque a priori la idea se antoja lógica y atractiva, presenta, no obstante algunas sombras, de las cuales no es la menor que un sistema así puede conducir a la constitución de parlamentos excesivamente fragmentados, en los cuales la formación de gobierno dependa de equilibrios inestables, sujetos a una influencia desmesurada de grupos minoritarios. Frente a esta posición, cabe una distinta: otorgar la primacía a la estabilidad. Por ello, los sistemas proporcionales suelen dotarse de mecanismos correctores como la ley D'Hont o el establecimiento de un mínimo de votos para la obtención de representantes. Rosa Díez opta, claro está, por lo que que más conviene a su partido. Si en la actualidad, son los grupos con una fuerte implantación en unas pocas provincias, los que a menudo condicionan las decisiones gubernamentales; con la reforma que propone, ese decisivo lugar pasaría a aquellos cuyos votos se distribuyen por todo el territorio: Unión Progreso y Democracia e Izquierda Unida. Dicho llanamente, la señora Díez propone una reforma que le permita representar el papel que hasta ahora ha correspondido a los nacionalistas vascos y catalanes. No niego que tal aspiración parece tener algo de justo: trescientos mil votos en una sola provincia, son mucho más valiosos que ochocientos mil repartidos en veinte. Esta peculiaridad de nuestro sistema ha permitido una influencia desmesurada del nacionalismo en las decisiones políticas, y ha favorecido la aparición de pequeños grupos de base poco más que local; lo que, ha tenido el efecto colateral de despertar la indignación de numerosos ciudadanos que no se ven adecuadamente representados en el parlamento. Ahora bien, no es lo mismo señalar problemas que apuntar soluciones, y si bien Rosa Díez atina parcialmente en el diagnóstico, al dejar este incompleto yerra totalmente en el remedio.

Para empezar, cabe apuntar que la desigualdad en el voto ciudadano, aunque importante, no es el único e incluso, si se me permite la osadía, el mayor problema de nuestro sistema electoral. Mucho más grave se me antoja el poder detentado por las cúpulas de los partidos. Son estas las que determinan el lugar que una persona ocupará en una lista electoral y, por tanto, en sus manos queda el futuro político de los candidatos. El hecho de que alguien sea elegido diputado en una circunscripción grande como Madrid, no depende tanto de los electores, como del secretario general que decidió incluirlo en el puesto diecisiete en lugar del veinticinco. Cabe que alguien objete que este problema se resolvería si se instituyera un sistema de listas abiertas, en el que los ciudadanos pudieran, por ejemplo, tachar a aquellos candidatos que no fueran de su agrado. Nada habría que oponer si realmente conociéramos a quienes aspiran a representarnos. Sin embargo, no es ese el caso. Desafío al más empedernido lector de noticias a que identifique correctamente al número doce de cualquier lista de Madrid. Podemos imaginar que nuestro hipotético e informado lector, se considere ideológica y racionalmente socialista, pero que no esté satisfecho con la gestión de Rodríguez Zapatero al frente del gobierno. Las listas abiertas le dan la posibilidad de castigarlo, votando a su partido, pero no a él. Hasta aquí todo parece satisfactorio, pero a poco que lo pensemos hallaremos una ligera pega. Es muy posible que este votante crítico, por más que se esfuerce no recuerde ningún motivo por el que deba negar su confianza a un tal Eulalio Gómez, que quizá ocupa un modesto vigésimo cuarto lugar. Un señor que, gracias quizá a ser un absoluto desconocido, podría convertirse en el candidato más votado.

Ha llegado el momento de recordar que la lista nacional ideada por la señora Díez, constaría nade menos que de doscientos nombres. El problema señalado más arriba se agravaría de esta manera hasta extremos difícilmente imaginables. Tal reforma supondría el definitivo alejamiento entre electores y elegidos. ¿Qué méritos reuniría el candidato número ciento veinticinco? ¿Por qué iría en ese lugar? Y, sobre todo, en un sistema de listas abiertas, ¿quién, excepto quizá su suegra, se tomaría la molestia de tacharlo?

Rosa Díez apuesta por la proporcionalidad unida a un elefantiásico tamaño de las listas electorales; en otras palabras: por aumentar el poder, ya de por sí abrumador, de los líderes. A esto queda reducida su cacareada regeneración democrática; aunque, y eso no lo ha previsto nuestra sagaz diputada, podría ocurrir que, pongamos por caso, Juana Hernández, persona carente de enemigos escondida en la parte media, justamente en la zona que ya ni el más paciente lee, la desplazara del Congreso de los Diputados.

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