El sueño de Toledo: la espectacularidad del populismo nacionalista
He tenido ocasión de asistir a una representación de El
sueño de Toledo en Puy du Fou y, aunque ya sospechaba lo que iba a
encontrar, he de confesar que la realidad ha desbordado ampliamente mis
expectativas. Una voz en off desarrolla un somero relato pretendidamente
histórico, en tanto que en un muy amplio escenario al aire libre un elevado
número de personajes con profusión de animales y derroche de efectos especiales
ilustra mediante desfiles, combates y danzas las palabras del narrador. La
visión de la historia que de este modo se transmite bebe directamente de la
desarrollada desde el siglo XIX por pensadores católicos conservadores como
Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo y, sobre todo, Ramiro de Maeztu. De ella se
nutrió ideológicamente la derecha antiliberal y, aún hoy, tras ser convertida
en canónica por el franquismo y haber monopolizado durante la dictadura los
planes de estudios, pervive en la cultura popular, revitalizada en las obras de
Elvira Roca Barea. España ―que de hecho, como deja patente la ausencia de los
otros reinos y territorios en el desarrollo posterior, se identifica con
Castilla― habría surgido en los inicios de la Edad Media. Ramiro de Maeztu da
incluso una fecha precisa, el año 586 en el que se produce la conversión de
Recaredo, un hecho que precisamente sirve de arranque al espectáculo de Puy du
Fou. Es un episodio que en la obra de Maeztu adquiere el carácter de mito
fundacional, pues con él, al unirse hispanorromanos y visigodos en el seno de
la fe católica, España «habría empezado a ser»[1].
El catolicismo queda de este modo convertido en la clave de bóveda de una
nación a la que la Providencia ha reservado un singular destino: difundir el
Evangelio en las tierras de ultramar. Pero esos tiempos gloriosos aún quedan
lejos, para alcanzarlos el pueblo ha de superar duras pruebas en las que
se forjará su temple. Al mito fundacional se le suma la Reconquista, el gran
mito palingenésico de la patria postrada que, cuando todo parece perdido, se
salva del abismo gracias a un pueblo movilizado por la fe. Merece la pena que
nos detengamos en él, pues presenta los rasgos arquetípicos con los que la
historiografía nacionalista interpretará las sucesivas crisis que a su juicio
amenazarán la supervivencia de España. El reino visigodo, dice el narrador, cae
ante el invasor musulmán debido a la traición del conde don Julián, resentido
contra el monarca don Rodrigo por un agravio personal. Obsérvese que la
victoria de los enemigos de la fe se hace posible por la defección de unas
élites indignas, personificadas en un rey que antepone a toda obligación la
satisfacción de sus instintos lujuriosos y un conde resentido empujado por el
deseo de vengar una afrenta personal. Frente a ellos, el pueblo ―la España
que madruga―, fiel a su religión y sus tradiciones, emprenderá una lucha
secular que conducirá finalmente a la derrota del enemigo.
Tenemos pues un drama protagonizado por la nación, entendida
como manifestación política de un pueblo homogéneo, surgido de la simbiosis de otros
dos, uno latino y otro germánico, unidos por la fe. Es esta la que hace que los
visigodos invasores puedan asimilarse a los mayoritarios hispanorromanos, pero
también la que erige una barrera infranqueable frente a los musulmanes. Es una
concepción que cierra los ojos ante el hecho de que una gran parte de los
habitantes de Al Andalus no eran bereberes o árabes, sino muladíes; dicho de
otro modo, que retrospectivamente niega la españolidad de quienes se
convirtieron al islam. Naturalmente, la discusión sobre si eran o no españoles
los cristianos o musulmanes, y también judíos, de aquellos tiempos, carece
totalmente de sentido, pues España no se configura como nación ―al igual que el
resto de las europeas― hasta el siglo XIX. Al respecto y como término
comparativo es muy recomendable la lectura del documentadísimo estudio de Eugen
Weber sobre Francia[2]. No hay
nada, sin embargo, que deba extrañarnos, pues ni Maeztu hablaba del pasado ni
lo hace Puy du Fou. Su mirada nunca se aparta del presente, el de hace un siglo
en un caso y el actual en el otro.
Surge una nueva escena. Vemos ahora a Isabel la Católica y a
Cristóbal Colón. La conquista de Granada culmina la lucha por expulsar al
enemigo secular y el descubrimiento de las Indias permite derramar sobre un
nuevo mundo la luz del Evangelio. Ni rastro de mitas o encomiendas. Se diría
que los indígenas cedieron graciosamente sus tierras, sus minas y su fuerza de
trabajo a esos heroicos barbudos llegados para salvarles el alma. Pero mientras
eso ocurre allende al mar, en el solar patrio surgen nuevos peligros. A los
flamencos que integraban el séquito del rey Carlos ―ni I de España ni V de
Alemania, pues ninguno de esos títulos existía― no les importaban los
privilegios y costumbres de los reinos que integraban las coronas de Castilla y
Aragón. Más bien, como si de castellanos en Indias se tratara, aspiraban a
enriquecerse, en tanto que el monarca solo parecía interesado en recaudar
tributos con los que comprar las voluntades de los príncipes electores del
Imperio. Bueno, si no entendí mal, lo que según el narrador molestó de verdad a
los castellanos fueron las modas introducidas por los extranjeros. Todo quedó
en un sobresalto, pues Carlos, tras cortar algunas cabezas, supo adaptarse a
los usos locales. Pese a la derrota de los comuneros en el campo de batalla, el
casticismo terminó por imponerse. Llegados aquí, nos hallamos con una
significativa omisión por parte de Puy du Fou. No hay rastro del enemigo
protestante ―como tampoco del judío― que tan importante papel representa en la
interpretación de Ramiro de Maeztu. Ni siquiera la «pérfida Albión» merece una
referencia. Cien años son, según se mire, mucho tiempo y en esta Europa
secularizada resulta difícil para muchos diferenciar entre el cristianismo
ortodoxo y el herético.
Mayor gravedad reviste la amenaza de la Francia napoleónica,
vista como heredera del espíritu descristianizador de la Ilustración y la
Revolución, constituye el antagonista en el segundo gran asalto contra esa
España que, recordémoslo, tiene al catolicismo como elemento esencial de su
espíritu. El emperador aparece en escena como un mequetrefe cómico dispuesto a
encender a cañonazos las luces de la razón. Pero como era de esperar su
racionalismo sanguinario fracasa ante el heroísmo de un pueblo dispuesto a dar
la vida en defensa de una libertad a la que invoca sin que nada permita intuir
en qué consiste. Por descontado que no hay mención alguna a las cortes de Cádiz
o la Constitución de 1812. Unos y otros no son sino los herederos de aquellos
ministros francmasones que, según Maeztu, gobernaron España en la segunda mitad
del siglo XVIII y prepararon el terreno para la penetración de ideas
disolventes tales como la tolerancia religiosa, la libertad de imprenta y el parlamentarismo.
Al igual que los muladíes no son auténticos españoles, sino traidores que,
seducidos por un ideal foráneo, conspiran para destruir a la nación. Frente a
la auténtica España, ellos son la anti-España.
En este punto todo parece encaminarse, siguiendo a Ramiro de
Maeztu, hacia un tercer momento de extrema postración, caracterizado por la difusión
del socialismo y otras ideologías extranjeras que socavan los sentimientos
religiosos y siembran la discordia en el seno de un pueblo hasta entonces
unido. Pero Puy du Fou no se atreve a tanto. La guerra civil queda reducida a
un enfrentamiento entre hermanos a cuyas causas no se alude, aunque sí a una supuesta reconciliación y renacimiento que indudablemente advendrán en un futuro que fácilmente
los espectadores pueden identificar con un pasado no demasiado lejano. A buen
entendedor, ya se sabe. A estas alturas no es preciso señalar qué hermano
permaneció fiel al espíritu nacional y cuál lo traicionó; tampoco hace falta
decir que la pretendida reconciliación implicaba la previa expiación de la
culpa.
El pueblo, supuesto protagonista de esta historia de caídas
y renacimientos, se muestra en todo momento como un bloque unido y homogéneo,
que no sufre otros conflictos que los provocados desde el exterior por los
enemigos de la fe envidiosos de su grandeza, quienes en realidad solo se
convierten en peligrosos cuando consiguen atraer a sus ideas a las élites
intelectuales y políticas. Ni que decir tiene que se trata de una imagen
idealizada que nada tiene que ver con la historia real, esa en que los débiles padecen
opresión a manos de los fuertes; esa en que impera la jerarquía de la propiedad
y el poder; esa en la que hay jornaleros hambrientos y latifundistas ociosos;
esa en que existen la Inquisición y los estatutos de limpieza de sangre; esa
que, como señalan Adorno y Horkheimer, «se entreteje de sufrimientos reales»[3].
La finalidad de Maeztu, como la de toda la historia nacionalista surgida en el
siglo XIX, no es el conocimiento del pasado, sino suscitar una adhesión
emocional y acrítica a una patria a la que se debe amar, como a la madre, de
manera absoluta hasta el sacrificio de la vida, la ajena y la propia. Espectáculos
como este de Puy du Fou constituyen una poderosa arma en la actual guerra
cultural. En ellos se señala al musulmán, al extranjero y al traidor como
responsables de la pérdida de la patria y se evocan supuestas situaciones
similares del pasado, a fin de provocar que el pueblo sano, «la España que
madruga» reaccione y, como en ocasiones anteriores, expulse las toxinas que
consumen el espíritu de la nación. Tras el espectáculo no hay historia, sino
una ideología a la que cabe aplicar los términos con los que Roger Griffin
caracteriza al fascismo: «una forma palingenésica de ultranacionalismo
populista»[4].
El espectáculo puede ser deslumbrante. No faltará incluso
quien lo califique de grandioso. También lo eran los diseñados por Speer para
los congresos del Partido Nacionalsocialista.
[1] Maeztu,
Ramiro de (2005), Defensa de la Hispanidad, Madrid, Bibliotheca Homo Legens,
p. 173. (Primera edición 1934).
[2] Weber,
Eugen (2023) De campesinos a franceses. La modernización del mundo rural
(1870-1914), Taurus
[3] Horkheimer,
Max y Adorno Theodor W. (1998), Dialéctica de la Ilustración, Madrid,
Trotta, p. 93.
[4] Griffin,
Roger (2018), Fascismo. Una introducción a los estudios comparados sobre el
fascismo, Madrid, Alianza Editorial, p. 70.
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