Utopía racial en el origen del Holocausto

Francisco Javier Bernad Morales

Conferencia pronunciada el 23 de enero en el Museo de la Ciudad (Móstoles)

De nuevo, como venimos haciendo en los últimos años, nos reunimos en este lugar para recordar a los millones de hombres, mujeres y niños asesinados en ese acto execrable al que retrospectivamente hemos dado el nombre de Holocausto, aunque posiblemente sea más adecuado referirse a él −al menos a mí me lo parece− con la denominación hebrea Shoá, que podemos traducir por Catástrofe. Al utilizar este término evitaríamos las connotaciones sagradas de sacrificio asociadas al primero. No es este, sin embargo, el momento de desviar nuestra atención hacia consideraciones ya expuestas en conferencias anteriores.
En esta ocasión abordaremos los elementos utópicos y milenaristas de la ideología nazi que propiciaron la matanza, sin olvidar que esta fue realizada por seres humanos concretos, pues, como señala Imre Kertész, quien torturó a Jean Améry no fue el totalitarismo, sino el comandante Praust, que hablaba en dialecto berlinés[1]. Tampoco, aunque sobra decirlo, pues va implícito en lo anterior, fue el nazismo. Este proporciona el aparato conceptual que justifica los crímenes y permite a sus ejecutores dormir tranquilos, íntimamente satisfechos por haber sido capaces de llevar a término una penosa y heroica labor. Pero quienes conducen a hombres, mujeres y niños a las cámaras de gas o los ametrallan al borde de una fosa, quienes los empujan a la muerte por inanición o agotamiento, no son abstracciones, no son ideas, son seres tan humanos como sus víctimas, tan humanos como ustedes o como yo. Al leer los relatos sobre lo ocurrido nos invade tal horror que llegamos a sentir el vértigo de hallarnos ante el abismo de un misterio sobrecogedor e inaccesible; ante algo que escapa a toda tentativa de entendimiento y frente a lo que no cabe sino abandonarse a un aterrado silencio o a un llanto estremecido, entrecortados, si se es creyente, por una plegaria o incluso por una dolorida protesta contra una divinidad que parece haberse ausentado del mundo. Es comprensible el estupor. Proviene, nos dice Yehuda Bauer, de que no podemos imaginarnos a nosotros mismos cometiendo actos como incinerar o enterrar a niños vivos, pero, añade, “estas atrocidades fueron cometidas por seres humanos, y todos tenemos en nuestro interior instintos que, bajo ciertas circunstancias de nacimiento, educación, sociedad, historia social y otras, podrían llevarnos, en realidad, a comprenderlas”[2]. Por eso debemos reaccionar, porque el Holocausto encierra una advertencia, la de que “los actos de los criminales podrían ser repetidos, en ciertas condiciones, por cualquiera”[3].
Al mencionar su nombre y una peculiaridad de su habla, tanto da que la referencia hubiera sido a cualquier otro rasgo distintivo, se nos hace sentir al torturador de Améry como individuo, no como simple manifestación de una entidad oscura y despersonalizada. Les pido que evoquen por un momento el lienzo Los fusilamientos del 3 de mayo. En él Goya retrata de frente a los patriotas, de tal manera que podemos distinguir la actitud con que cada uno de ellos afronta la muerte. Sus rostros, sus gestos o sus ropas nos hacen sentirlos como distintos entre sí, en suma como individuos, como seres que aman y que sufren, que quizá odien, y cuya ausencia causará el dolor de otros seres: esposas, madres, hijos o amigos. Por el contrario, los soldados franceses, tomados por la espalda y uniformados, adoptan todos una misma postura. Esto hace que aparezcan ante nosotros no como personas, sino como engranajes de una máquina, impulsados por una fuerza anónima emanada de una voluntad lejana e inasible. Es una contraposición de que se vale el pintor para de manera genial transmitir el horror del momento. Sin embargo, si fuera posible que entráramos en el cuadro y cambiáramos por unos instantes nuestro punto de vista, los soldados nos mostrarían sus rostros y advertiríamos entonces que son tan humanos como sus víctimas; tanto como el comandante Praust que hablaba en dialecto berlinés. Jean Améry transmite la impresión que le produjeron sus torturadores:
“Pero entonces nos quedamos estupefactos al darnos cuenta de que tales tipos no solo llevan abrigos de cuero y pistolas, sino que también muestran rostros; y no son ‘rostros de Gestapo’ con narices de boxeador, mandíbulas prognatas, marcas de viruela y cicatrices de cuchilladas, como puedan aparecer en los libros. Al contrario: rostros comunes. Rostros del montón”[4].
Eso, naturalmente, no los absuelve; antes bien, es precisamente esa condición humana que nosotros compartimos la que nos permite imputarlos. No son, aunque ellos tras la derrota y para eludir su responsabilidad hayan pretendido a menudo mostrarse así, piezas en un mecanismo que no pueden controlar, sino personas que habrían podido elegir otra manera de actuar. En su gran mayoría, los miembros de los Einsatzgruppen, de las SS o de la Gestapo trabajaron con entusiasmo y dedicación en una tarea difícil e incluso penosa, impulsados por nobles motivaciones. Tiene razón el filósofo Emil Fackenheim al afirmar:
“Los espíritus al frente del movimiento nazi no eran unos simples pervertidos, simples oportunistas o empleados ordinarios; eran más bien idealistas extraordinarios, esto es, criminales con una buena conciencia y un corazón puro”[5].
Sí, los artífices de la solución final y quienes la llevaron a cabo no eran psicópatas, aunque entre ellos, como en cualquier grupo humano, no faltaran algunos: eran idealistas que creían obrar por el bien de la humanidad.
Es hora de iniciar una aproximación a ese aparato conceptual al que aludí hace unos minutos, y que no solo justifica los crímenes, sino que los convierte en un deber, lo que tiene el efecto de blindar a quien los comete ante la posibilidad del remordimiento, de permitirle, en suma, dormir tranquilo y satisfecho. Los arquitectos de la solución final y del reordenamiento étnico del este de Europa, muchos de ellos doctores en Filología, en Historia, en Derecho o Medicina u otras carreras universitarias, compartían una Weltanschauung, una cosmovisión, cuyos principales elementos no eran privativos del nazismo, sino que estaban ampliamente difundidos en medios académicos y políticos del mundo occidental, desde los que, en forma simplificada habían trascendido a la cultura de masas, envueltos en un aura de prestigio científico. Pronto volveremos sobre ellos. Por ahora basta con enunciar los que en mi opinión son más relevantes. Me refiero a una concepción romántica y esencialista de la nación, plasmada en la idea de Volksgeist, el espíritu del pueblo; esta se articula con un racismo científico de raíz biológica que lleva a concebir la nación como una comunidad de sangre, y con el darwinismo social, la idea de que las sociedades humanas, las razas, se enfrentan en una implacable lucha por la vida en la que triunfan los más aptos. A lo anterior se suma el concepto de Lebensraum, el espacio vital, según el cual un pueblo grande precisa de un territorio extenso para desarrollar sus potencialidades.
Sobre todos estos elementos flotaba el deseo de edificar una comunidad armónica, libre de antagonismos y conflictos. La idea de una sociedad perfecta, presente en mitos como el de la Edad de Oro alcanza una expresión racional en La República de Platón, obra que inspirará las utopías renacentistas de Moro y Campanella. En todas ellas se imagina un estado regido por principios emanados de la razón, en el que han sido desterrados todos los elementos, comenzando por el desigual reparto de los bienes, que causan discordias entre los seres humanos. Se forja así una imagen ideal que es el reverso de las ciudades y reinos realmente existentes, cuyos ciudadanos se hallan enzarzados en permanentes disputas. El resultado, sin embargo, difícilmente pudiera ser más inquietante. En el estado perfecto regido por los sabios toda manifestación de individualidad se subordina al supuesto bien de la comunidad, y la vida humana, incluidos aspectos tan privados como la procreación, queda totalmente reglamentada. Los utópicos de Moro, por ejemplo, consideran que las familias deben tener un número determinado de hijos, pero como en la realidad unas son más prolíficas que otras, para alcanzarlo establecen que los niños sean repartidos de tal manera que a todas les corresponda la cantidad adecuada. Platón y Campanella van más allá, pues para ellos son los gobernantes quienes deben decidir sobre el apareamiento de hombres y mujeres, de forma similar a como se hace con el ganado, a fin de perpetuar en sus descendientes las características estimadas óptimas. La idea de que la autoridad debe intervenir en la reproducción de sus súbditos no es en ningún modo una extravagancia de pensadores ociosos. En las primeras décadas del siglo XX gozó de una notable aceptación, sustentada por influyentes científicos e intelectuales, e inspiró políticas gubernamentales incluso en países tan democráticos y socialmente avanzados como los escandinavos, donde en virtud de leyes aprobadas en su mayoría en 1934, decenas de miles de personas fueron esterilizadas contra su voluntad[6]. De todos modos, aunque extendidas, las prácticas eugenésicas en ningún país se aplicaron de una manera tan sistemática y generalizada como en la Alemania nazi, donde conectaban con la obsesión racial de sus dirigentes.
El ideal utópico nazi se plasma en la Volksgemeinschaft, la comunidad del pueblo, una entidad constituida sobre una base biológica e integrada no por quienes poseían la nacionalidad alemana a la subida de Hitler al poder, sino por aquellos que compartían unos determinados lazos de sangre, es decir, una herencia genética, independientemente del territorio en el que hubieran nacido. En ella quedaban incluidos la mayor parte de los austríacos, así como las minorías de habla alemana de otros países de Europa Central y Oriental. En sentido contrario, se excluía a otros grupos, fundamentalmente a los judíos, fuera cual fuere su lengua materna, su religión o su grado de integración en la cultura alemana
La concepción de la Volksgemeinschaft enlaza con la idea de Volksgeist, espíritu del pueblo, acuñada por los filósofos románticos alemanes. En el ambiente de afirmación patriótica surgido de las derrotas de Prusia y Austria ante las tropas napoleónicas, cobra fuerza la idea particularista de que cada nación posee un carácter propio, que la diferencia de las demás y permanece inmutable a lo largo de la historia, de la cual él es en realidad el verdadero sujeto. Fichte, que concibe el Volksgeist en términos lingüísticos, afirma en los Discursos a la nación alemana, publicados en 1808, la superioridad del idioma alemán sobre el francés. Los germanos que, caso de los alemanes, habían permanecido en su solar originario, hablaban una lengua viva y creativa, en tanto que quienes como los francos se habían establecido en una tierra extraña habían adoptado el idioma de los vencidos, con lo que se expresaban en una lengua carente de vigor y que nada real podía aportar a la civilización. Algo después, en las obras de Görres, Arndt y Jahn, el énfasis se traslada de la lengua a los lazos de sangre y la ausencia de mezclas. La nación comienza a concebirse en términos biológicos y el Volksgeist como un rasgo transmitido genéticamente. La idea de nación tiende a fundirse con la de raza y esta pasa ser considerada un “todo completo y separado”[7].
A mediados del siglo XIX el francés Joseph Arthur de Gobineau, publica el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que presenta a la humanidad dividida en razas dotadas de cualidades y aptitudes diferentes, lo cual permite establecer una jerarquía entre ellas. A la cabeza se situaría la raza blanca y más concretamente una de sus subrazas, la aria. La decadencia de las civilizaciones vendría determinada por la degeneración de la raza, la cual a su vez estaría causada por la mezcla con razas inferiores. Gobineau, que ejerció una notable influencia sobre Adolf Hitler, mantuvo una relación de amistad con Richard Wagner e inspiró al británico luego nacionalizado alemán, Houston Chamberlain, yerno del músico, quien en Los fundamentos del siglo XIX expuso unas ideas racistas ferozmente antisemitas.
Junto a la concepción romántica de la nación y a un racismo entonces tenido por científico, otro elemento clave de la Weltanschauung nazi fue el darwinismo social. Desarrollado por el británico Herbert Spencer, concibe la evolución de las sociedades humanas como fruto de una lucha por la vida en la que sobreviven los más aptos. Desde esta perspectiva, la explotación colonial e incluso el eventual exterminio de las razas consideradas inferiores a manos de las superiores, o la negativa a gastar recursos en quienes presentaban lo que se calificaban como taras hereditarias o sociales, dejaban de constituir un problema moral y se convertían en la simple manifestación de un fenómeno natural.
Emparentado con el darwinismo social, el concepto de Lebensraum, espacio vital, fue acuñado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel y difundido en una forma más radical por el general Karl Haushofer, director del Instituto de Geopolítica de la Universidad de Munich. Este último concibe el espacio vital “como el ámbito necesario para la subsistencia y la seguridad de un pueblo”[8]. Los estados, imaginados a semejanza de los seres biológicos como entes orgánicos, compiten entre sí por hacerse con el Lebensraum que precisa el desarrollo de sus pueblos. Casi sobra decir que, como en toda contienda, se impone el más apto y como resultado, los estados fuertes, necesaria expresión de los pueblos vigorosos, se expanden a costa de los débiles.
La utopía nazi adopta la forma de una Volksgemeinschaft cuyos miembros están unidos por lazos de sangre y, por tanto, comparten una misma herencia genética, la de la raza superior. En ella, los antagonismos de clase han desaparecido y en su lugar impera la alegre camaradería de quienes trabajan juntos en la consecución de un futuro glorioso. De hecho, el régimen nazi condujo, afirma Götz Aly, a “una igualdad y promoción social nunca antes conocidas en Alemania”[9]. La ley del impuesto sobre la renta de 1934 supuso una disminución en la carga tributaria de las rentas bajas sin que se vieran afectados los ingresos totales del Estado, que se vieron compensados por el incremento de las cargas sobre los solteros y los casados sin hijos. Esta medida, orientada a fomentar la natalidad, se completó con créditos de nupcialidad, subvenciones para compra de muebles, ayudas para la formación y subsidio familiar”[10]. Muchos alemanes pudieron disfrutar de vacaciones pagadas y participar en actividades deportivas y de ocio anteriormente fuera de su alcance, y pocos podían dudar de que se estuviera avanzando hacia el objetivo propuesto por Adolf Hitler de que hasta el niño más pobre pudiera llegar a las posiciones más elevadas si tenía la suficiente capacidad[11]. Incluso se relajaron los requisitos de acceso al elitista cuerpo de oficiales del ejército, a cuyos miembros se autorizó a contraer matrimonio con muchachas de clase obrera, siempre que cumplieran las exigencias raciales. Ya durante la guerra, cuando los bombardeos aliados comenzaban a causar estragos en las ciudades alemanas, las víctimas eran rápidamente realojadas en pisos vacíos y podían reemplazar con ayuda del Estado los bienes perdidos. Naturalmente estas medidas sociales implicaban un crecimiento del gasto público que además debía ser compatible con el mantenimiento de un enorme esfuerzo militar. Dado que un aumento de impuestos habría sido impopular, su financiación, cuyos mecanismos han sido estudiados por Götz Aly, descansó sobre el expolio de los judíos, la explotación despiadada de los países ocupados e incluso aliados, y la esclavitud de prisioneros de guerra y trabajadores extranjeros. En cuanto a los pisos y enseres proporcionados a las víctimas de los bombardeos, procedían de los arrebatados a los judíos enviados a los campos de exterminio.
De la Volksgemeinschaft quedaban excluidos no solo los judíos, sino también otros grupos como gitanos, homosexuales, enfermos mentales, alcohólicos, delincuentes habituales, vagabundos, y “antisociales” en general. Tras la llegada al poder del nazismo todas las garantías establecidas por el estado de derecho fueron desmanteladas con sorprendente rapidez y pronto tanto la Kripo (policía criminal) como la Gestapo (policía secreta) y las SS (escuadra de protección) pudieron actuar al margen de las trabas que pudiera imponerles una judicatura por otra parte pronto totalmente controlada. Himmler, Reichsführer-SS, expuso en marzo de 1937 las obligaciones de la policía. Esta debía ejecutar la voluntad del Führer y mantener el orden deseado por este; además tenía que preservar de la corrupción a la colectividad del pueblo alemán. Unas misiones que no debían ser obstaculizadas por formalismos legales. En definitiva, la policía “solo puede actuar conforme a las órdenes de la jefatura, y no según las leyes”[12]. En realidad, no hacía más que exponer lo que era una práctica habitual desde los primeros tiempos del régimen. Cualquier persona que a juicio de la policía perteneciera a alguno de los colectivos arriba citados y naturalmente también los opositores políticos, podía ser recluida en un campo de concentración sin que mediara intervención judicial e incluso aunque el juez hubiera ordenado su puesta en libertad. Ese mismo año, con motivo del cuarto aniversario de su llegada al poder, Hitler declaró que “la misión del sistema jurídico es contribuir a la conservación y la seguridad del Volk frente a ciertos elementos que, al ser asociales, pretenden eludir las obligaciones colectivas o que pecan contra dichos intereses comunes. Así pues, el Volk tiene preferencia sobre las personas y los bienes también en el derecho alemán”[13]. El Führer, en nombre del Volk, el pueblo, llegaba a intervenir personalmente para modificar decisiones judiciales. Así el 13 de octubre de 1939 ordenó la muerte de dos atracadores condenados en su opinión a penas demasiado leves y poco después hizo lo mismo con un ratero que había robado un bolso sin violencia. Son solo dos ejemplos de las ocasiones en que, tras enterarse de una sentencia por la prensa, decidió que aquella fuera anulada y se entregara al acusado a la Gestapo para su ejecución[14].
La mayoría de los alemanes no parece que vieran con preocupación la desaparición de garantías ni la arbitrariedad y omnipotencia de la policía. Todo parece indicar que sentían que esta se dirigía solo contra elementos marginales peligrosos para la comunidad y que, en general, se hallaban satisfechos por los éxitos en la lucha contra la delincuencia, ampliamente celebrados por una prensa y una radio absolutamente controladas por el aparato de propaganda dirigido por Joseph Goebbels.
La idea de una Volksgemeinschaft “armoniosa, sana, trabajadora y políticamente comprometida”, a cuyos precedentes y fundamentos intelectuales ya nos hemos referido, no era nueva. Recuerda Robert Gellately:
“… lo que singularizó a la dictadura de Hitler fue su determinación de que las cosas fueran de ese modo. Todo aquel que no encajara en la nación «aria» blanca pura no solo fue víctima de una serie de medidas discriminatorias cada vez mayores, sino que además corría el riesgo de ser enviado a un campo de concentración, a realizar trabajos forzados, o ser asesinado sin más preámbulos”[15].
Si desde Platón la ideación de utopías había consistido en el ejercicio intelectual de imaginar una sociedad perfecta, con lo que a menudo se pretendía denunciar las injusticias e incongruencias de las sociedades reales, en el siglo XX, Utopía se convierte en una meta que puede y debe ser alcanzada, aun a costa de inmensos sacrificios. Este rasgo la aproxima a movimientos milenaristas, como el encabezado en 1534 por Jan Matthijs y Jan van Leyden. Ambos, seguidores de Melchor Hoffmann quien había anunciado el inminente exterminio de los impíos, encabezaron una revuelta y se hicieron con el poder en la ciudad westfaliana de Münster, donde Leyden se proclamó rey de la nueva Sion y se dispuso a la conquista de toda la tierra. Al igual que aquellos, los nuevos utopistas luchan por el inmediato advenimiento de una nueva era presentada como el retorno a un paraíso del que se ha sido expulsado como consecuencia de una falta inducida por un enemigo en quien se personifica el mal.
En las versiones secularizadas, el paraíso se imagina como un estado primigenio de la humanidad en que, como explicaba Don Quijote a los cabreros, “todo era paz, todo amistad, todo concordia”, en que no existían las palabras “tuyo y mío” y no había “fraude, engaño ni malicia”. Si para Kant se trata de un espejismo fabricado por el propio hombre para evadirse de la dureza de la vida y representa el tránsito de la animalidad regida por el instinto a la humanidad guiada por la razón[16], Engels interpretará las investigaciones de Morgan sobre los iroqueses como la confirmación de la existencia de un comunismo primitivo[17]. Los ideólogos nazis como Hans F. K. Günther mirarán en cambio a las antiguas tribus germánicas anteriores a la cristianización, cuya sangre en su opinión aún se mantenía pura[18]. Pese a sus enormes diferencias, tanto la visión de Engels como la de Günther presentan unos rasgos comunes que cabría calificar de mesianismo ateo. Aunque ambos consideren el desarrollo histórico regido por fuerzas inmanentes, lucha de clases para uno y lucha de razas para el otro, mantienen el esquema de inocencia-caída-redención. En el caso de Engels, el equivalente del pecado es la aparición de la propiedad privada y con ella la escisión de la humanidad en explotadores y explotados. Para el nazismo, se halla en cambio en el mestizaje, en la mezcla genética que degrada a la raza superior. En cuanto a la redención, para el primero vendrá dada por la instauración de un nuevo comunismo por obra de la clase obrera, la cual, al suprimir la propiedad privada, restaurará las condiciones de la verdadera humanidad. El nazismo la verá en cambio en la recuperación de la pureza racial y en el dominio universal de los arios. Los contenidos son, como se ve, muy diversos, por más que se perciban similares rasgos estructurales. Las analogías no van más lejos. Una concepción es internacionalista y la otra particularista; la liberación preconizada por la primera se orienta hacia todos los oprimidos, en tanto que la segunda la circunscribe a la raza aria. Mientras que para Engels la caída, es decir la aparición de la propiedad privada, cumple la función de permitir el desarrollo de las fuerzas productivas y el aumento de la riqueza, eso sí, desigualmente distribuida, para el nazismo la mezcla racial carece de cualquier efecto positivo. Todo mesianismo precisa de un mesías, pero en el caso de Engels, este parece que solo puede identificarse con la clase obrera en su conjunto. Como dice la Internacional:
Ni en dioses, reyes ni tribunos,
está el supremo salvador.
Nosotros mismos realicemos
el esfuerzo redentor.
Solo en la versión leninista del marxismo cabe una atribución más precisa, pero incluso en este caso se trataría de un sujeto colectivo: la vanguardia de la clase obrera disciplinadamente organizada en el Partido. En cambio, en el movimiento nazi casi desde un primer momento Hitler se convierte en objeto de veneración como si en él se hubiera encarnado el Volksgeist alemán. En octubre de 1925, a poco de conocerlo, Goebbels se preguntaba en su diario si se trataba del mesías o de su  precursor:
“¿Quién es este hombre? ¡Mitad plebeyo, mitad Dios! ¿Cristo realmente o solo Juan?”  y poco después añade: “Cómo le amo”[19].
La duda se desvaneció rápidamente. Veinte años después, su esposa Magda escribía desde el búnker de la Cancillería en una carta a Harald Quant:
“No he tenido que pensármelo. Nuestra magnífica idea se hunde, y con ella todo lo hermoso, admirable, noble y bueno que he conocido en mi vida. Vivir en el mundo que viene después del Führer y del nacionalsocialismo ya no vale la pena, y por eso he traído aquí también a los niños. La vida que viene después de nosotros no es digna para ellos, y un Dios compasivo me entenderá si yo misma les doy la liberación[20]”.
Solo tres días después, el 1 de mayo de 1945, la pareja se suicidaba tras dar muerte a sus seis hijos. El mesías los había precedido y sin él, hundido el ensueño de Utopía, la vida carecía de sentido o, por utilizar una típica expresión nazi, “no era digna de ser vivida”.
Algo parecido ocurre con la identificación del mal. En un caso se personaliza este en la burguesía, es decir, en los opresores y explotadores propietarios de los medios de producción. Es su lugar en las relaciones de producción lo que les otorga este papel. De aquí se infiere que la revolución al expropiarlos los destruirá como clase social, aunque no necesariamente como individuos. Por el contrario, para los ideólogos nazis, el judío era la encarnación del mal no por su posición en la estructura social, sino por razones biológicas. Ya en 1920, Hitler había proclamado:
“No creo que se pueda combatir la tuberculosis racial […] si no se consigue librar a la gente del organismo que la produce. Este influjo de lo judío nunca se esfumará, y el envenenamiento del pueblo no acabará, mientras el agente causal, el judío, no sea eliminado de nuestro medio.”[21]
Es una diferencia que obviamente no disminuye un ápice el sufrimiento de las víctimas del comunismo, pero que permite presentar el terror como algo accidental impuesto por las circunstancias o incluso como una desviación criminal por parte de algunos dirigentes. Queda de esta forma abierta la posibilidad de corrección y la esperanza en un “socialismo con rostro humano”. Por el contrario, en el nazismo el exterminio físico de la raza inferior se sitúa en el centro de la ideología: arios y judíos se enfrentan en una lucha a muerte que solo finalizará cuando desparezca el más débil. No cabe imaginar, pues, un “nazismo con rostro humano”.
Como recogieron las leyes de Núremberg en 1935, judío no era quien seguía la religión mosaica, sino aquel cuyos abuelos habían sido judíos. Los judíos representaban, por tanto, un peligro no por algo que hubieran hecho, sino, como cualquier agente patógeno, por su propia naturaleza. Carecía, pues, de sentido dilucidar la culpabilidad individual de cada uno de ellos, toda vez que −para expresarlo me permitiré cambiar un término en el monólogo de Segismundo− el delito mayor del judío es haber nacido. Son sus características genéticas las que lo hacen cruel, codicioso y traicionero, las que lo dotan de una insaciable sed de poder y lo empujan a dominar el mundo corrompiendo a la raza superior. Si frente al antisemitismo cristiano tradicional cabía escapar de la persecución aceptando el bautismo, frente a la judeofobia biológica no hay salvación. El primero buscaba terminar con el judaísmo como religión y la segunda, acabar con los judíos como individuos.
Afirma Friedländer que a partir del siglo XIX se difunde un estereotipo que identifica a los judíos tanto con el capitalismo explotador como con el socialismo revolucionario, y también con el propagador de una civilización artificial, materialista y sofisticada[22]. Para el nazismo, serían los causantes de la derrota de 1918 y de las desastrosas condiciones de paz impuestas en el Tratado de Versalles, así como de la hiperinflación de 1923 y de la crisis económica de 1929. En suma, de introducir la miseria y el odio de clases en el seno de la Volksgemeinschaft. Todo ello en virtud de un plan para hacerse con el control del mundo. La asociación entre judaísmo y bolchevismo se reforzará progresivamente desde la llegada al poder en 1933. Así queda de manifiesto en el discurso de Heinrich Himmler el 18 de junio de 1936 en su toma de posesión como jefe de la Policía Alemana:
“Somos un país en el centro de Europa, rodeado de fronteras abiertas, rodeado de un mundo que se va bolchevizando cada vez más y del que cada vez más se posesiona el judío en su peor manifestación: la de la tiranía del bolchevismo omnidestructor”[23].
No obstante no se abandona la idea de que los judíos controlan también  los países democráticos occidentales, en particular los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia. Cuando finalmente el insaciable expansionismo hitleriano conduzca a la guerra, se señalará a los judíos como culpables de su inicio, lo que servirá como argumento adicional para justificar su deportación y exterminio.
Antes de llegar a este extremo, se adoptaron una serie de medidas conducentes a la segregación de la población judía, que fue privada de la nacionalidad y expulsada de las profesiones liberales, y progresivamente de la actividad económica, así como sometida a toda clase de humillaciones. Se buscaba de este modo establecer una barrera infranqueable entre arios y judíos, a fin de que estos no pudieran contaminar a los miembros de la Volksgemeinschaft. La seriedad con que se consideraba la posibilidad de contagio nos lo muestra, por ejemplo, una carta a Hitler del ministro de Justicia Otto Thierack:
“Una judía cien por cien, después del nacimiento de su hijo, vendió su leche de madre a un doctor ocultando el hecho de que era judía. Hijos de sangre alemana han sido alimentados con ese leche en una clínica […] No se ha hecho una queja oficial para evitar inquietar a los padres, que ignoran lo ocurrido. Voy a discutir los aspectos higiénicos y raciales del caso con el jefe de Salud del Reich”[24].
A Himmler le preocupaba el hecho de que el pueblo alemán en su estado actual, tras siglos de convivencia con razas inferiores, no presentara en su totalidad los caracteres que atribuía a la raza nórdica. Estos debían ser depurados mediante procesos de selección similares a los empleados en la cría de ganado y el cultivo de la tierra. Un asunto que debía conocer bien, dada su graduación en Agronomía y su trabajo de juventud al frente de una granja. En una reunión con jefes de las SS celebrada en Munich en junio de 1931, antes, por tanto, de la llegada del nazismo al poder, había expresado sus esperanzas y las funestas consecuencias que se derivarían de un hipotético fracaso:
“¿Conseguiremos una vez más educar y criar a un pueblo a gran escala, un pueblo de raza nórdica, extrayendo del pueblo actual, mediante el proceso de selección, los valores de sangre? ¿Conseguiremos una vez más asentar a esa raza nórdica alrededor de Alemania, reconvertirla en campesinos y sacar de ese semillero un pueblo de 200 millones? ¡Entonces la tierra será nuestra! Pero si triunfa el bolchevismo, su victoria significará la extirpación de la raza nórdica, del último valor de sangre nórdico, significará la desertización, el final de la tierra”[25].
No bastaba con excluir a los judíos de la Volksgemeinschaft, esta debía depurarse de todos los elementos considerados genéticamente indeseables, para lo cual se aprobaron diversas medidas. Así lo recoge Yehuda Bauer:
“El Ministerio del Interior previó el 18 de julio de 1940 la división de los alemanes en cuatro grupos en función de su grado de peligrosidad: el inferior, integrado por elementos 'asociales' quedaría excluido de toda ayuda social y se preveían para él 'medidas de política poblacional negativa' (deportación, trabajo forzado y aniquilación). En cuanto al inmediatamente superior, individuos apenas 'soportables' se consideraba la posibilidad de esterilización”[26].
De hecho, antes de que se considerara sistematizar esta clasificación, ya se había emprendido la llamada Aktion T4, por la cual se aplicó la eutanasia forzosa a enfermos incurables, elementos improductivos y niños con taras hereditarias u otros problemas de desarrollo. La finalidad era tanto genética −impedir que tuvieran descendencia− como económica, en línea con lo expresado por el gran naturalista Ernst Haeckel, quien en 1902 había afirmado que la muerte por piedad ahorraría “gastos inútiles a la familia y al Estado”[27]. La Aktion T4, cuya realización estuvo a cargo de médicos y enfermeras, y de la que no se informó a las familias, las cuales simplemente recibían la notificación de que una enfermedad o complicación inesperada habían causado la muerte del paciente, permitió ensayar métodos que se utilizarían después en los campos de exterminio  y en ella se formó una parte del personal que se encargaría luego de aplicar la “solución final”. Franz Stangl, de quien pronto hablaremos, antes de ser comandante de Treblinka había trabajado en la Aktion T4.
Las SS constituían una élite dentro del movimiento nacionalsocialista. Para su organización Himmler se había inspirado en la orden de los Caballeros Teutónicos que a partir del siglo XIII había protagonizado la expansión germánica en los territorios orientales del Báltico, aunque algunos de sus rasgos evocan a los guardianes de la República platónica. Sus miembros eran la avanzada de lo que sería la Volksgemeinschaft del futuro, una vez depurada genéticamente. Desde 1933 los aspirantes debían cumplir ciertos requisitos en cuanto a “salud genética” y presentar un árbol genealógico que debía remontarse al menos hasta 1750, en el que no debían aparecer antepasados “no arios”. El matrimonio de los miembros quedaba sujeto a la aprobación de Himmler, una vez comprobados los antecedentes raciales de la futura esposa. En 1939, el procedimiento se refinó con la adopción de una ficha racial en que constaban los rasgos, como el color del pelo o la forma de la nariz, a que los examinadores debían prestar atención, pues delataban “elementos de sangre heterogéneos”[28]. Los SS debían también poseer las virtudes de fidelidad, obediencia y camaradería y además tenían que pronunciar un juramento de fidelidad hasta la muerte a Adolf Hitler y a los jefes que él designara. En un discurso ante los dirigentes de las SS pronunciado en Munich el 8 de noviembre de 1933, Himmler expuso el objetivo final de la organización:
“La SS es una Orden militar nacionalsocialista de hombres de determinación nórdica y una comunidad de clanes conjurados. […] Conforme a nuestras leyes, la novia, la mujer, pertenece a esta comunidad, a esta Orden de la SS, del mismo modo que el hombre. […] Tengámoslo claro: sería insensato reunir primero la buena sangre de toda Alemania y dejarla luego casarse y dispersarse en familias como se le antoja. Al contrario, queremos crear para Alemania, y por muchos siglos, una capa alta en permanente proceso de selección, una nueva nobleza que se vaya completando una y otra vez con los mejores hijos e hijas de nuestro pueblo, una nobleza que no envejezca nunca, que por su tradición y su pasado −en la medida en que sean valiosos− se remonte a los albores de los tiempos y que represente una eterna juventud para nuestro pueblo.[29]
Fueron intelectuales de las SS, doctores en diferentes disciplinas académicas, quienes bajo la inspiración del Führer y a las órdenes directas de Himmler, elaboraron los planes de exterminio de la población judía y diseñaron el mapa étnico del este de Europa. Igualmente comandaron los Einsatzgruppen encargados de aniquilar a los judíos en los territorios ocupados de la Unión Soviética o dirigieron campos de trabajo y de exterminio. Otto Ohlendorf, que alcanzó el grado de general de las SS y fue secretario de Estado, era licenciado en Economía y Derecho. En los trece meses transcurridos entre junio de 1941 y julio de 1942, durante los cuales Ohlendorf dirigió el Einsatzgruppe D, este cometió unos 90.000 asesinatos. Josef Mengele, que se encargaba personalmente en Auschwitz de la selección de los deportados que debían ser asesinados inmediatamente en las cámaras de gas y que se hizo famoso por la extrema crueldad de sus investigaciones con gemelos, tenía dos doctorados, uno en Medicina y el otro en Antropología.
La conquista del Lebensraum en el este constituía para estos intelectuales la oportunidad de construir de la nada una sociedad ideal de campesinos guerreros. El estudio de arquitectura Roth und Schumann de Berlín diseñó lo que sería un típico pueblo de colonización en los territorios polacos anexionados. Su trazado toma en consideración la fluidez del tráfico y establece en el centro una zona verde alrededor de la cual se alzan los edificios públicos; las viviendas serán sólidas y confortables. Es la plasmación del sueño de una Volksgemeinschaft armoniosa y rural. Pero, señala Christian Ingrao:
“El proyecto nazi imaginado por el arquitecto, concretado por el campesino y defendido por las SS no podía hacerse realidad más que a través de la victoria por las armas, la segregación profiláctica de los vencidos, la selección eugenésica y la formación de la comunidad mediante el vínculo social”[30].
El Generalplan Ost (Plan General para el Este), elaborado bajo la dirección del médico Hans Ehlich, proyectaba la ocupación por colonos arios de los territorios que constituían el Lebensraum alemán, lo cual implicaba que debían quedar libres progresivamente de su población actual, en su mayor parte eslava. Se estimaba que estaban habitados por 47.875.000 “personas indeseables” que en ningún modo podrían vivir junto a los alemanes. De ellos se preveía la expulsión de 35 millones a territorios situados más al este, donde se esperaba que su número disminuyera drásticamente debido a las privaciones. Nada se dice de los restantes 12.875.000. Estas cifras además no incluyen a una población judía calculada en 8.391.000 individuos, cuyo destino era el exterminio[31].
La ejecución del Generalplan Ost, cuyos objetivos se fijaban a largo plazo en función del crecimiento demográfico de la población alemana, exigía la derrota de la Unión Soviética y la ocupación de gran parte de su territorio europeo: Países Bálticos, Bielorrusia, Ucrania y parte de Rusia, algo que ya a finales de 1941, tras el fracaso de la ofensiva contra Moscú, se reveló harto problemático y un año después, con la derrota de Stalingrado, totalmente imposible. No obstante, desde la ocupación de Polonia se habían dado grandes pasos en la dirección que apuntaba. La zona bajo control alemán −recordemos que la mitad oriental del país quedó hasta fines de junio de 1941 bajo ocupación soviética en virtud del pacto Molotov-Ribbentrop− fue dividida en territorios anexionados y un sector al que se denominó Generalgouvernement (Gobierno General) también bajo administración alemana, pero a diferencia de los anteriores no incorporado a Alemania. Los primeros fueron considerados territorios de colonización, por lo que la totalidad de su población judía y parte de la eslava fueron deportadas al Gobierno General, donde a aquellos se los obligó a residir en los guetos creados en las ciudades. Se preveía que quedara un remanente de población eslava en los territorios anexionados a fin de que sirviera de mano de obra barata al servicio de los ocupantes alemanes. Así lo comunicó Himmler en mayo de 1941 a los jefes superiores de las SS y de la Policía destacados en Polonia:
“La germanización de las provincias orientales solo puede practicarse según conocimientos raciales, cribando a su población. Los racialmente valiosos [aquellos que se considera que tienen un elevado grado de sangre aria] que pueden ser acogidos sanguíneamente y sin hacer daño (algunos incluso para nuestro beneficio) por nuestro organismo étnico tienen que ser trasplantados, como familias individuales, a Alemania, al Altreich […] La otra parte, la racialmente no fusionable, se quedará en el país mientras la necesitemos como mano de obra para levantar las provincias, y será expulsada sin excepción y clemencia en los próximos cinco-diez años al Gobierno General, receptáculo de los que son racialmente inservibles para Alemania”[32].
Anteriormente, en un memorándum dirigido a Hitler y al que este dio su aprobación, había expuesto sus ideas sobre la educación de los polacos y eslavos en general (25 de mayo de 1940):
“Para la población no alemana del Este solo debería existir la escuela elemental de cuatro cursos, pero ningún tipo de educación secundaria o superior. En esas escuelas solo se enseñaría lo siguiente: «El cálculo básico hasta un máximo de 500; escribir el nombre; la enseñanza de que es un mandamiento divino obedecer a los alemanes y ser honesto, aplicado y dócil. La lectura no la considero necesaria»”[33].
En la invasión de la Unión Soviética iniciada en junio de 1941 se alcanzaron niveles inusitados de crueldad. En los territorios ocupados por la Wehrmacht, los judíos eran recluidos en guetos para posteriormente ser asesinados en masa por los Einsatzgruppen. Hombres, mujeres y niños eran alineados ante grandes zanjas previamente cavadas por los más jóvenes y se disparaba contra ellos, de forma que cayeran hacia el interior. Luego se disponía otra hilera y se repetía el procedimiento. Los cuerpos caían sobre los aún agonizantes de la tanda anterior. Así una y otra vez hasta que terminada la tarea, se cubría todo con una ligera capa de tierra de la que durante un tiempo podía manar sangre, que se estremecía con los espasmos de las víctimas y a través de la cual llegaban todavía audibles los gemidos de los moribundos. De este modo en solo dos días, el 29 y el 30 de septiembre, 33.731 judíos fueron asesinados en el barranco de Babi Yar a las afueras de Kiev, por el Einsatzgruppe C, ayudado por policías ucranianos. No fue la única, ni siquiera la mayor de las matanzas y realmente cabría alargar desmesuradamente los ejemplos.
El 5 de octubre de 1941 tras la liquidación del gueto de Moguiliov, Walter Mattner, miembro del Einsatzgruppe B, escribió a su mujer:
“Tomé parte en la gran matanza en masa [Massensterben] de ayer, mis manos temblaron un poco en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés, consciente de que yo mismo tengo dos en casa, con los que estas hordas actuarían de igual modo, incluso quizá diez veces peor. La muerte que nosotros les hemos causado ha sido breve y hermosa comparada con los sufrimientos infernales de los miles y miles [de personas] en las cárceles de la GPU [policía secreta soviética]. Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua. Hay que acabar con estos brutos que han traído la guerra a Europa y que todavía hoy, andan por América […]
¡Oh, diablos! Nunca había visto tanta sangre, porquería, hueso y carne. Ahora comprendo la expresión «borrachera de sangre». M. está ahora poblada por un número de menos de tres ceros. De veras me alegro por ello, y muchos dicen aquí que, cuando regresemos a la patria, será el turno de nuestros judíos locales. Pero bueno, no debo hablarte más de ello. Es ya bastante hasta que vuelva a casa”[34].
No nos interesan en este momento las endebles suposiciones con que Mattner pretende justificar su acción, sino el hecho de que sea capaz de relatársela a una esposa sobre cuya comprensión y apoyo no parece abrigar ninguna duda. Con seguridad se trata, recordemos las palabras de Fackenheim que anteriormente cité, de un “criminal con buena conciencia y corazón puro”.
Los asesinatos realizados por los Einsatzgruppen eran aún, pese a su abrumadora magnitud, en cierto modo artesanales. Los ejecutores habían de mirar a sus víctimas en el acto de darles muerte, se veían obligados a escuchar sus gritos y gemidos y era posible que los hermosos uniformes se mancharan con salpicaduras de sangre. Eso provocaba una tensión que a algunos los empujaba al alcoholismo e incluso no faltaron casos de suicidio. Para aliviar los costes psicológicos de esta manera de actuar, así como por razones de economía y eficiencia, desde el verano de 1941 se comenzaron a ensayar métodos menos traumáticos para los asesinos. Con la construcción de los campos de exterminio se entra en una nueva fase, sin que eso implique que se abandonen por completo los fusilamientos masivos, que aún continúan en el este. Los judíos son trasladados en trenes de ganado desde toda Europa a los campos situados en territorio polaco, Chelmno, Sobibor, Treblinka, Belzec, Majdanek y Auschwitz-Birkenau, donde se les da muerte en las cámaras de gas y a continuación se incineran los cadáveres.
En 1971 Franz Stangl, antiguo comandante de Sobibor y Treblinka que cumplía condena en la República Federal Alemana como corresponsable de 800.000 asesinatos, fue entrevistado por Gitta Sereny:
“−¿Así que no sentía que fueran seres humanos?
−Cargamento −dijo átono−. Eran cargamento”[35].
Franz Stangl no era un psicópata ni un sádico. Más bien se trataba de un hombre sencillo y amante de su familia, que intentaba cumplir honrada y meticulosamente con el trabajo que le había sido encomendado, el de gerente de una fábrica.
Ha pasado ya casi una hora desde que recordamos Los fusilamientos del 3 de mayo. Decíamos que mientras los soldados encargados de la ejecución se muestran indiferenciados, como piezas de una máquina, las víctimas conservan la individualidad. Ahora hemos dado una nueva vuelta a la tuerca del horror. No se asesina a seres humanos en Treblinka, allí lo que se hace es producir cadáveres a partir de cargamentos. La deshumanización ya no alcanza como en el cuadro de Goya solo a los verdugos. En el camino hacia Utopía la muerte ha dejado de ser un acontecimiento individual para convertirse en el resultado de un proceso industrial regido por normas de racionalización y eficiencia. La soñada Volksgemeinschaft armónica en la que habrán desaparecido los conflictos que desgarran a la sociedad presente se edificará sobre las cámaras de gas en que la humanidad ha sido aniquilada.
Pero los trenes que conducen los cargamentos hasta los campos de exterminio no se mueven solos. La muerte industrializada es la culminación de una serie de decisiones administrativas y de la aplicación técnica de determinados avances científicos, de un enorme esfuerzo organizativo y de la movilización de una cantidad ingente de recursos materiales y humanos. Si se nos antoja un proceso deshumanizado, se debe a un problema de perspectiva. De la misma manera en que si nos desplazáramos ligeramente contemplaríamos los rostros de los soldados en el cuadro de Goya, aquí también nos es dado ver a los ejecutores del crimen. No sé si habrán reparado en la imagen que ilustra el cartel anunciador de esta conferencia. En ella se ve a un grupo de jóvenes, hombres y mujeres, de rostro risueño. Visten de uniforme, alguno toca un instrumento musical y todos ríen alegremente. Se les diría despreocupados y no parece disparatado suponer que, al menos en ese momento, se sienten felices. Disfrutan de una pausa en el trabajo, pero pronto terminará esta y habrán de reincorporarse a la rutina de sus funciones en Auschwitz. Lo aterrador es que los ejecutores tienen rostro y, como dijo Jean Améry, no son los suyos “rostros de Gestapo”. Son rostros de gente corriente, como el mío o, y les ruego me disculpen por lo que voy a decir, como el suyo. Franz Stangl, lo repito, no era un monstruo, tampoco lo era Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz que deseaba retirarse a una granja con su familia, ni el comandante Praust que hablaba en dialecto berlinés, ni Walter Mattner que en Moguiliov reventó bebés en el aire. Lo auténticamente monstruoso es eso: que eran personas vulgares. No olvidemos tampoco que los perpetradores contaron con el apoyo de muchos otros: de los que en alguna medida colaboraron y de quienes fingieron ignorar lo que ocurría. La popularidad del régimen hitleriano es innegable y la resistencia que se opuso al desmantelamiento del estado de derecho fue mínima. Las medidas discriminatorias contra los judíos apenas suscitaron oposición y muchos se sintieron halagados por la convicción de pertenecer a la raza superior llamada al dominio del mundo. También compartieron el ensueño utópico de una comunidad fundada sobre lazos de sangre, de la Volksgemeinschaft de hermanos, hacia la que los guiaba el Führer como un auténtico mesías. Se beneficiaron además de los bienes expoliados y de la esclavitud. Como escribió Primo Levi en 1962 en respuesta a la carta en que un alemán, aun reconociendo los crímenes, intentaba justificar a sus compatriotas y a sí mismo descargando la culpa sobre los dirigentes nacionalsocialistas:
“… puedo recordarle que nada obligaba a los industriales alemanes a servirse de esclavos hambrientos más que su propio provecho; que nadie obligó a la sociedad Topf (hoy floreciente en Wiesbaden) a construir los enormes crematorios múltiples de los Lager; que puede que a los SS se les ordenara que mataran judíos, pero el enrolamiento en las SS era voluntario; que yo mismo encontré en Katowice, después de la liberación, montones de paquetes impresos en los cuales se autorizaba a los padres de familia alemanes a retirar gratis vestidos y zapatos de adultos y de niños de los almacenes de Auschwitz; ¿es que nadie se preguntaba de dónde procedían tantos zapatos de niños? ¿Y nunca ha oído hablar de una noche de los Cristales? ¿O cree que todos los crímenes cometidos aquella noche fueron impuestos por la ley?[36]
El propio Levi nos advierte, sin embargo de que no cabe hablar de una culpabilidad colectiva del pueblo alemán, pues es esta en sí misma una noción de cuño nacionalsocialista. Cada uno, añade, es “responsable singularmente de sus obras”[37].
En recuerdo de las víctimas debemos negarnos a la deshumanización de los verdugos. A ellas no les dio muerte una fuerza misteriosa o un desastre natural, sino que perecieron a manos de otros seres humanos que creyeron que privándolos de la vida, tras haberlos expulsado de la humanidad, eliminaban el mal de la tierra y con ello conquistaban el paraíso. Sabemos que su único logro fue traer el infierno.
El próximo día 27 de enero, aniversario de la liberación de Auschwitz, el Lager cuyo nombre se ha convertido en símbolo de la Shoá, conmemoramos a las víctimas. Han transcurrido ya setenta y cinco años y pronto nos abandonarán los últimos supervivientes. Corremos el riesgo de que las nuevas generaciones olviden aquel pasado o consideren que se trata de algo remoto que no les concierne. Debemos evitarlo. Han de saber de lo que somos capaces los seres humanos, pues de lo contrario podrá suceder de nuevo. Marx escribió al comienzo de El 18 brumario de Luis Bonaparte que en la historia lo que en una ocasión ocurrió como tragedia se repite como farsa. Lamentablemente es solo una figura retórica y en la realidad las cosas no suceden así. La Shoá, el Holocausto, es un precedente y si lo olvidamos volverá revestido de una forma quizá, si es que eso es posible, aún más atroz, y de nuevo los actos criminales, como advierte Bauer, podrán ser cometidos por cualquiera. Por eso les pido, como he hecho en años anteriores, que el día 27 enciendan una vela en memoria de las víctimas y expliquen a sus hijos o a sus nietos por qué lo hacen.




[1] Kertész, Imre (2002), p. 79.
[2] Bauer, Yehuda (2013), p. 30.
[3] Bauer, Yehuda (2013), p. 31
[4] Améry, Jean (2004), p. 87.
[6] Kershaw, Ian (2016), p. 287
[7] Arendt, Hannah (1987),  p. 262.
[8] Cairo, Heriberto (2011), p. 341.
[9] Aly, Götz (2005), p. 38.
[10] Aly, Götz (2005), p. 54.
[11] Aly, Götz (2005) p. 364.
[12] Longerich, Peter (2009), p. 194.
[13] Gellately, Robert (2005), p. 60.
[14] Gellately, Robert (2005), p. 113-115.
[15] Gellately, Robert (2005), p. 129.
[16] Kant, Emmanuel (1981), p. 77-78.
[18] Ingrao, Christian (2017), p. 117-119.
[19] Kershaw, Ian (2000), p. 262.
[20] Reuth, Ralf Georg (2009), p. 692.
[21] Reuth, Ralf Georg (2009), p. 168.
[22] Friedländer, Saul (2007), p. 47.
[23] Longerich, Peter (2009), p. 192.
[24] Friedländer, Saul (2007), p. 200.
[25] Longerich, Peter (2009), p.120.
[26] Bauer, Yehuda (2013), p. 49.
[27] Arendt, Hannah (1987), p. 278.
[28] Longerich, Peter (2009), p.282.
[29] Longerich, Peter (2009), p.329.
[30] Ingrao, Christian (2017), p. 282.
[31] Ingrao, Christian (2017), p. 275.
[32] Longerich, Peter (2009), p.421.
[33] Longerich, Peter (2009), p.420
[34] Ingrao, Christian (2017), p. 338.
[35] Sereny, Gitta (2009), p. 292.
[36] Levi, Primo (2005), p. 629.
[37] Levi, Primo (2009), p. 156.

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