Debemos recordar el Holocausto

Francisco Javier Bernad Morales

Hoy he vuelto a mi antiguo instituto, el IES Velázquez de Móstoles, para dar unas charlas sobre el Holocausto a los alumnos de 3º y 4º de ESO. 

Llamamos Holocausto, en hebreo Shoá, al intento de exterminio del pueblo judío realizado por el régimen nazi en los años de la Segunda Guerra Mundial. No es, claro está, la única matanza que ha tenido lugar en la historia y, desde luego, nada hace sospechar que no vayan a ocurrir otras en el futuro. Es legítimo, pues, que nos preguntemos si hay algo que la singulariza y hace que demos una importancia especial a su recuerdo. Pensemos en primer lugar en el número de víctimas: unos seis millones de asesinados en apenas cinco años. Recordemos además que para considerar la magnitud de los crímenes cometidos por el nazismo, a esa cifra debemos sumar un elevado número de personas pertenecientes a otros grupos igualmente considerados indignos de vivir: gitanos, niños con malformaciones o problemas graves de desarrollo, enfermos mentales, polacos y otros eslavos, homosexuales, testigos de Jehová, opositores políticos, republicanos españoles, etc. Aunque es difícil el cálculo de una cifra global, pues mucha documentación fue destruida en los últimos tiempos de la guerra, no parece aventurado situarla en un abanico entre quince y veinte millones. Es preciso señalar que no se trata de caídos como consecuencia de acciones bélicas, sino de personas asesinadas fríamente en la retaguardia, unos fusilados, otros gaseados, otros sometidos al hambre y a un trabajo extenuante hasta la muerte. Pero no nos detengamos en el número por muy escalofriante que este sea. Hay que atender también a los motivos aducidos para justificar los asesinatos. A los opositores, incluidos los republicanos españoles, se los mata porque amenazan el poder establecido, a los testigos de Jehová porque se niegan a colaborar con el esfuerzo bélico, a los polacos, bielorrusos, ucranianos y rusos porque se desea reducir su número para que sus tierras sean ocupadas por colonos alemanes, a los homosexuales porque su condición los convierte en un peligro para la perpetuación del pueblo alemán, a los niños con problemas y a los enfermos mentales porque se considera que el dinero gastado en su mantenimiento es un despilfarro. Con los judíos, y también con los gitanos, es distinto. A ellos se los mata simplemente por lo que son. Para los nazis es judío todo aquel cuyos abuelos fueron judíos. No se precisa nada más para condenarlo. Jean Améry cuenta que él comprendió que era judío cuando leyó en el periódico las leyes de Núremberg y que desde entonces supo que era un “muerto en vacaciones”. El judío podía observar la Torá, pero también ser cristiano, agnóstico o ateo. No importaba si era adulto o niño, rico o pobre, conservador o revolucionario. Merecía la muerte por algo que habían sido sus abuelos.  

Margarete Buber-Neumann recuerda que en el campo de Ravensbrück una testigo de Jehová trasladada desde Auschwitz le contó que allí había visto como arrojaban niños judíos vivos a los hornos crematorios. No volvió a ver a aquella mujer, pues ese mismo día la fusilaron[1].


Son crímenes espeluznantes, cuya aterradora dimensión nos obliga a desconfiar de la naturaleza humana. Una empresa tan compleja, el asesinato en tan poco tiempo de un número tan elevado de seres humanos, no hubiera sido posible sin una cuidadosa y racional planificación, sin la construcción de auténticas fábricas de cadáveres y sin una eficiente organización de los transportes que debían conducir a ellas a las víctimas. Fue necesario para ello movilizar enormes recursos y a numerosos guardianes, administrativos, ferroviarios, etc. Quienes la llevaron a cabo no eran psicópatas, aunque entre ellos, como en cualquier colectivo humano, no faltaran algunos. Franz Stangl, comandante sucesivamente de los Lager de Sobibor y Treblinka, corresponsable de 800 000 asesinatos, era un buen padre y un buen esposo, un honrado administrador entregado a la tarea de realizar su trabajo de la manera más eficaz. Otro tanto cabe decir del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, un hombre de familia que esperaba ilusionado el momento en que pudiera retirarse a la Selva Negra y cultivar la tierra. Primo Levi, superviviente de Auschwitz, lo recordó en una entrevista radiofónica:

«… tampoco él era un monstruo. Porque no es que le gustara especialmente matar gente, no experimentaba deleite o placer en el exterminio. Simplemente era un oficio, el oficio que le habían asignado y que él había aceptado».[2]

Para Emil Fackenheim los organizadores y perpetradores de la matanza no eran meros trabajadores concienzudos y disciplinados, sino personas impulsadas por lo que ellos mismos consideraban nobles ideales:

«Los espíritus al frente del movimiento nazi no eran unos simples pervertidos, simples oportunistas o empleados ordinarios; eran más bien idealistas extraordinarios, esto es, criminales con una buena conciencia y un corazón puro».[3]

Christian Ingrao[4] ha estudiado la trayectoria de quienes diseñaron el plan de exterminio, dirigieron los Einsatzgruppen, comandos encargados de la ejecución de los judíos en las zonas ocupadas del este, y elaboraron los proyectos para eliminar por hambre a una gran parte de la población de Polonia y la Unión Soviética, a fin de que sus tierras pasaran a colonos alemanes. En gran medida eran titulados universitarios, muchos de ellos doctores en filología, historia y derecho. A menudo la selección de quienes debían ser enviados a las cámaras de gas era efectuada por médicos, que también realizaron aberrantes experimentos para estudiar la resistencia del ser humano a condiciones extremas de hambre, frío o dolor, amputaron miembros y extirparon órganos sin anestesia a prisioneros sanos o les inocularon enfermedades. 

Estos intelectuales compartían una Weltanschauung, una cosmovisión a través de la cual interpretaban el mundo. Se componía esta de una serie de elementos conceptuales aunque de origen diverso íntimamente relacionados. Entre ellos destacaré la noción romántica de Volksgeist, la idea, cuyo origen se remonta a los filósofos alemanes Herder y Fichte, de que cada nación posee un carácter propio, un espíritu del pueblo que la diferencia de las demás y permanece inmutable a lo largo de la historia, de la cual viene a ser el auténtico sujeto. Pronto sus discípulos comenzaron a considerar la nación no como una comunidad cultural o política, sino biológica, la pertenencia a la cual viene determinada por la sangre heredada de los antepasados. En esta perspectiva, los judíos constituyen un cuerpo enquistado ajeno al Volksgeist alemán. A esta concepción se superpone pronto la idea expresada por el francés Gobineau de que la humanidad se divide en razas dotadas de diferentes aptitudes y potencialidades, de tal manera que unas son intelectual y moralmente superiores a otras. La nación, en tanto comunidad biológica compartida con nuestros antepasados y nuestros descendientes, se confunde así con la raza. Por otra parte, el darwinismo social, formulado por Herbert Spencer y que consiste en una extrapolación a las sociedades humanas de las teorías de Darwin, al insistir en que la evolución de aquellas se produce por los mecanismos de la selección natural y la supervivencia de los más aptos, abre una vía para justificar el dominio de las razas consideradas superiores sobre las inferiores e incluso, llegado el caso, el exterminio de estas. Un proceso que ya no es contemplado desde un punto de vista ético, sino como inevitable resultado de la acción de fuerzas naturales. A lo anterior hemos de sumar el concepto de Lebensraum acuñado por el geógrafo alemán Ratzel y desarrollado por Haushofer, según el cual un Estado debe dominar el espacio vital necesario para satisfacer las necesidades de su población. Polonia y la parte occidental de la Unión Soviética, pobladas por eslavos y con una importante minoría judía, constituyen para los ideólogos nazis parte del Lebensraum de Alemania y son, por tanto, territorios a conquistar. 

Las ideas centrales de esta Weltanschauung se difunden de manera simplificada por medio de una multitud de folletos y artículos periodísticos. Además, publicaciones populares como el semanario Der Stürmer, llenan sus páginas con feroces caricaturas y ataques a los judíos, presentados como seres físicamente repugnantes, codiciosos y crueles, que en la oscuridad conspiran para destruir a la raza aria y hacerse con el dominio del mundo. Se los culpa de la derrota de Alemania en 1918 y de instigar y dirigir la revolución comunista, pero también de controlar el capital financiero y ser responsables de la crisis económica. Desde la llegada del nazismo al poder, este adoctrinamiento se instala en los centros de enseñanza y en las organizaciones de encuadramiento de masas: Frente Alemán del Trabajo, Organización de Mujeres Nacionalsocialistas, Liga de Muchachas Alemanas, Juventudes Hitlerianas, etc.

Se extiende así un mensaje de odio que cala en una población predispuesta a recibirlo. El antijudaísmo religioso tradicional que durante siglos ha impregnado el discurso cristiano, tanto católico como protestante, había contribuido a sembrar una hostilidad que ahora se expresaba de manera más radical en el nuevo antisemitismo biológico. Las duras condiciones impuestas a Alemania en el tratado de Versalles: desarme, pérdida de territorios e indemnizaciones de guerra, eran percibidas por gran parte de la población como un castigo injusto totalmente desproporcionado, lo que estimulaba las ansias de desquite. El deterioro de la situación económica en el período 1921-1924, entre cuyas causas figura el pago de reparaciones de guerra, hizo que la moneda perdiera todo su valor ante unos precios que subían día a día de manera vertiginosa. Como consecuencia se arruinaron quienes tenían ahorros depositados en los bancos y los trabajadores perdieron gran parte de su capacidad adquisitiva, a la par que se disparaba la cifra de paro y las ciudades sufrían problemas de abastecimiento ya que a los campesinos no les resultaba rentable vender en ellas sus productos. A partir de 1925, se inició la recuperación, pero el alivio fue momentáneo, pues pronto se hicieron sentir los efectos de la crisis de 1929. Estas circunstancias crearon un ambiente propicio al descrédito del sistema democrático e hicieron que cobrara fuerza la idea de que solo un líder enérgico e inspirado, auténtica encarnación del Volksgeist, podría salvar a Alemania y, depurándola de los enemigos internos, entre ellos y en primer lugar los judíos, y venciendo a los externos, conducirla de nuevo a la grandeza. La fracasada revolución de 1918-1919 en la que los socialdemócratas llegaron a apoyarse en los Freikorps, grupos armados ultranacionalistas, para sofocar las revueltas, había dejado profundamente divididas y debilitadas a las organizaciones de izquierda, que ahora no fueron capaces de frenar la amenaza nacionalsocialista.

Llegados a este punto parece lógico que nos preguntemos si cabe hablar de una responsabilidad colectiva en los crímenes del nazismo. Muchos, sin participar personalmente en la matanza no hicieron nada por impedirla. Fingieron no estar enterados, pero las leyes de Núremberg que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana, las disposiciones que los expulsaron de sus viviendas y los recluyeron en guetos, la obligación de portar la estrella amarilla, las normas que les prohibieron pasear por los parques, conducir, montar en bicicleta, caminar por las aceras, etc., no fueron secretas. Se ejecutaron a la vista de todos. Todos supieron que sus vecinos judíos desaparecían y no se volvía a saber de ellos. A todos les llegaron rumores de lo que ocurría en el este. Muchos se beneficiaron de las viviendas y otros bienes de los deportados, comerciantes e industriales se libraron de una molesta competencia, profesores universitarios pudieron ocupar las cátedras vacantes, grandes empresas como Siemens, Hugo Boss o el conglomerado químico IG Farben, constituido por la unión de diversas compañías, entre ellas AGFA, Bayer y BASF, que instalaron factorías en el interior de los Lager, pero también simples granjeros, pudieron disponer de una mano de obra abundante y gratuita: aquellos que en la selección habían sido considerados aptos para el trabajo, por lo que en lugar de hallar una muerte rápida en la cámara de gas, habían sido condenados a arrastrar una existencia miserable a la que pondrían fin en un plazo no muy largo la desnutrición, el agotamiento y las enfermedades. Entre estos esclavos no había solo judíos, sino también prisioneros de guerra, miembros de la resistencia y deportados de los países ocupados.

La ignorancia aducida a menudo tras la derrota no es, pues, más que una pobre excusa insostenible y como tal debemos rechazarla. Los daneses y los búlgaros no estaban en cualquier caso mejor informados que los alemanes. Sin embargo, cuando una vez ocupado el país, los nazis pretendieron deportar a los judíos de Dinamarca, la población local reaccionó ayudándolos a escapar a Suecia, y en Bulgaria el rechazo popular alentado por la Iglesia ortodoxa hizo frente con éxito a las presiones alemanas. En la propia Alemania, la oposición fue muy débil, pero no inexistente. Citaré a los estudiantes miembros de la organización Rosa Blanca detenidos en febrero de 1943 junto a su profesor el filósofo y psicólogo Kurt Huber, por repartir propaganda antinazi en la universidad de Munich. Condenados a muerte, Sophie Scholl y su hermano Hans, Kurt Huber, Alexander Schmorell, Christoph Probst y Willi Graf fueron guillotinados. El suyo es un caso especialmente significativo, pues se trata de unos jóvenes a los que no cabe achacar ninguna voluntad de poder ni ninguna conexión con círculos influyentes. Simplemente actuaron de manera no violenta y sin otros medios que unas hojas de papel contra lo que consideraban un orden radicalmente injusto. Esto envuelve su acción en un aura heroica de pureza ética que dota de sentido a un sacrificio que si atendiéramos solo a sus consecuencias prácticas deberíamos calificar de inútil.

Puede argüirse que casos como el anterior no rebasan el nivel de lo anecdótico y que, por tanto, no bastan para que rechacemos la idea de una responsabilidad colectiva del pueblo alemán. Quienes así piensan señalan que Hitler mantuvo un alto grado de popularidad hasta muy avanzada la guerra y que incluso los militares que conspiraron contra él, lo hicieron en su mayoría no por rechazo a su criminal política de exterminio, sino para salvar a su patria del desastre. En la propia Alemania de posguerra, mientras unos se escudaban en la ignorancia o los más directamente implicados en la obligación de obedecer órdenes, otros se mostraron dispuestos a asumir una responsabilidad colectiva. Hemos de desconfiar, sin embargo, de lo que parece una contrita y bienintencionada admisión de culpabilidad, pues esta, al generalizarse de manera indiscriminada, se diluye, convertida en un común denominador que exime a cada uno de enfrentarse con la realidad de sus actos. En el fondo, el “todos somos culpables” está muy próximo al “yo soy inocente”, pues hace que la culpabilidad propia quede difuminada entre la de los demás en un “hice lo que todos hacían”. Dejamos así de considerarnos sujetos libres responsables de nuestros actos para presentar estos como producto de una presión externa irresistible, lo que nos hace acreedores más de conmiseración que de condena. Frente a esta concepción, que comparte muchos elementos con la de “obediencia debida”, los jóvenes de la Rosa Blanca nos muestran, sin embargo, que siempre es posible optar por el rechazo y por mantener limpia la propia conciencia. Su muerte señala acusadoramente a todos los que por simpatía, conformidad o miedo colaboraron en la matanza o no hicieron nada por detenerla, y que luego, una vez concluida la pesadilla, inventaron frágiles excusas con las que limpiar su pasado.

Atendamos ahora a la reflexión de dos víctimas: Jean Améry señaló que la culpabilidad colectiva solo es una hipótesis aplicable si con ella se entiende la suma de comportamientos culpables individuales[5]. Por su parte Primo Levi concluye:

«La misma expresión ‘culpa colectiva’ adolece de una contradicción interna y es de cuño nacionalsocialista. Cada hombre es responsable singularmente de sus obras: son plenamente culpables los alemanes (y los no alemanes) que pusieron mano en las matanzas; son culpables parcialmente sus cómplices, […]: culpables en menor medida, pero siempre despreciables, los muchos que consintieron a sabiendas y los muchísimos que evitaron saber por hipocresía o poquedad de ánimo»[6].

Quizá una de las más inquietantes enseñanzas del Holocausto sea que todos podemos convertirnos en verdugos o, al menos, en espectadores pasivos de la matanza o en ciudadanos respetables que, incapaces de percibir el sufrimiento ajeno, prosiguen honradamente sus ocupaciones ajenos a los charcos de sangre y al olor a podredumbre. Pero ese no es un destino ineluctable. En nuestras manos queda el resistirnos, el no dejarnos arrastrar por los demás, mantenernos alerta frente a quienes ante problemas complejos señalan culpables y ofrecen soluciones sencillas, no depositar nunca una confianza ciega en ningún líder, y, sobre todo, ser capaces de ponernos en el lugar del otro y entender y, hasta donde sea posible, compartir el dolor de las víctimas.



[1] Buber-Neumann, Margarete (2005), Prisionera de Stalin y Hitler, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 329.
[2] Entrevista radiofónica realizada por Milvia Spadi para el Westdeutscher Rundfunk en septiembre de 1986 en LEVI, Primo (1998), Entrevistas y conversaciones, Barcelona, Península, p. 196.
[3] Fackenheim, Emil L. (2008), Reparar el mundo, Salamanca, Sígueme, p. 224.
[4] Ingrao, Christian (2017), Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS, Barcelona, Acantilado.
[5] Améry, Jean (2004), Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Valencia, Pre-Textos, p. 154.
[6] Levi, Primo (2009) Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha Decay p. 156.

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