La Guerra Civil en el contexto europeo
Conferencia pronunciada el 27 de abril de 2017 en el Museo de la Ciudad (Móstoles)
La guerra Civil en el
contexto europeo
De todos es sabido que tras el
fracaso del levantamiento militar iniciado en Marruecos el 17 de julio de 1936
y secundado al día siguiente por un sector del ejército, se inició una larga
guerra en la que los militares sublevados contaron desde el principio con el
apoyo de Italia, de Alemania y de Portugal, en tanto que el gobierno
republicano, internacionalmente reconocido como legítimo, solo pudo encontrar
ayuda en la Unión Soviética y México. Las potencias democráticas occidentales,
fundamentalmente el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos, optaron, en
cambio, por una política de no intervención que en realidad no hizo sino
favorecer a los rebeldes. Es mi propósito a lo largo de esta conferencia
intentar aproximarme a las razones que motivaron las actuaciones de los
diferentes gobiernos, para lo cual habremos de remontarnos en el tiempo hasta
los años finales de la por entonces llamada Gran Guerra.
En la memoria quedan las imágenes
de aquellos jóvenes que, envueltos en una oleada de entusiasmo patriótico,
partían entre las aclamaciones de sus conciudadanos a combatir en lo que
gobiernos y estados mayores presentaban como un conflicto que se resolvería
rápidamente en el curso de unas pocas y decisivas batallas. Ni siquiera los
partidos socialistas, pese a su proclamado internacionalismo, fueron capaces de
sustraerse al ardor bélico. A la hora de la verdad, los proletarios sí tenían
patria e hicieron causa común con empresarios y terratenientes. Alentados por
sus propias organizaciones de clase marcharon al matadero bajo el mando de unos
generales para quienes no eran más que carne de cañón, pobres seres para
quienes no cabía mejor destino que caer sacrificados a los dioses tutelares de
la nación. Lo que vino después es de sobra conocido: cuatro años en el infierno
de las trincheras. Millones de jóvenes muertos y de supervivientes mutilados o
marcados de manera indeleble por un sufrimiento difícilmente soportable.
No hubo grandes victorias que
conmemorar con desfiles en las grandes avenidas. La guerra terminó por
agotamiento, porque llegó un momento en que la población no pudo aguantar más
penalidades y se alzó contra sus gobiernos. Primero fue Rusia, que ya años
atrás, en la guerra con Japón, había dado muestras de la debilidad de sus
ejércitos y de la insuficiencia de su aparato productivo para afrontar un
conflicto moderno. Luego llegó el turno de Alemania. El 9 de noviembre de 1918,
ante la insurrección obrera y la negativa a disparar de los regimientos
encargados de reprimirla, el káiser Guillermo II abandonó el país sin tiempo
siquiera de presentar formalmente la abdicación. Dos días después el emperador
Carlos I renunciaba a la jefatura del Estado dual austro-húngaro.
El hundimiento de los imperios
centrales, al que se unió el de Turquía, conllevó un profundo cambio en el mapa
europeo, en el que recuperaron la independencia viejas naciones como Polonia,
en tanto que surgieron otras como Yugoslavia o Checoslovaquia. Dado lo
intrincado de los límites étnicos y lingüísticos, los deseos de ajustar a ellos
las nuevas fronteras se revelaron irrealizables y, de hecho, no fueron sino un
nuevo semillero de conflictos.
La Gran Guerra había terminado,
pero la paz aún quedaba muy lejos. En Rusia, que por el tratado de
Brest-Litovsk (marzo de 1918) había renunciado a los territorios occidentales
del imperio zarista, la victoria bolchevique dio paso a una larga guerra civil.
Los generales blancos Wrangel, Denikin y Kolchak ocuparon vastas extensiones
del sur y de Siberia. En Ucrania, nacionalistas y anarquistas también lucharon
contra el poder soviético. A ellos se sumó la intervención de fuerzas de Francia,
Gran Bretaña, Estados Unidos y otras naciones, así como la actuación de la
Legión Checoslovaca. Esta última, reclutada por las autoridades zaristas entre
prisioneros de guerra dispuestos a luchar contra el Imperio Austro-Húngaro,
bajo cuya soberanía se encontraban sus naciones, protagonizó una aventura
increíble, solo equiparable a la relatada por Jenofonte en su Anábasis. Aislados en territorio
enemigo, se hicieron con el control del transiberiano y emprendieron la
retirada hacia Vladivostok, en la costa del Pacífico. Finalmente consiguieron
escapar tras detener al almirante Kolchak y entregarlo a los bolcheviques,
quienes lo fusilaron. Entre los miembros de la Legión figuró el novelista Jaroslav
Hasek, quien en Las aventuras del buen
soldado Svejk nos ha dejado una divertidísima caricatura de la monarquía
dual austrohúngara, ese imperio al que el más bien aburrido, aunque no menos
crítico, Robert Musil denominó Kakania. El gobierno soviético no hubo de
enfrentarse tan solo con generales contrarrevolucionarios, nacionalistas,
anarquistas y fuerzas extranjeras. Incluso los marinos de de Kronstadt, cuyo
papel había sido clave en la Revolución de Octubre, se sublevaron el 1 de marzo
de 1921, contra el monopolio bolchevique del poder. Finalmente, el día 18 la
base fue tomada al asalto por el Ejército Rojo. Mientras, los blancos
retrocedían en todos los frentes hasta perder sus últimas posiciones el 17 de
junio de 1923.
Conectada con la guerra Civil
Rusa se presenta la guerra Polaco Soviética, desarrollada entre el 14 de febrero
de 1919 y el 18 de marzo de 1921. Polonia, cuyo territorio se habían repartido
a finales del siglo XVIII Rusia, Prusia y Austria, solo había conocido desde
entonces un breve período de independencia como Gran Ducado de Varsovia bajo la
protección napoleónica. Recuperada aquella tras el tratado de Versalles,
permanecían sin definir sus fronteras con la Unión Soviética. Josef Pilsudski,
elegido Jefe de Estado el 20 de febrero de 1919, estimó que las circunstancias
eran oportunas para expandirse hacia el este por tierras ucranianas que hasta
mediados del siglo XVIII habían pertenecido a Polonia. El avance polaco,
iniciado en abril de 1920, fue pronto detenido por una contraofensiva del
Ejército Rojo, que llegó a amenazar Varsovia, donde finalmente sufrió una
aplastante derrota, tras la cual el gobierno soviético decidió solicitar la
paz. Esta se firmó en Riga en marzo de 1921. El conflicto convirtió a Pilsudski
en un héroe nacional aureolado con un prestigio indiscutible, lo que alarmó a
algunos sectores, temerosos de que lo aprovechara para ampliar su poder. Al
aprobarse una constitución que limitaba las atribuciones del jefe del Estado,
Pilsudski renunció a presentarse a la reelección, aunque continuó manteniendo
una activa presencia política y estrechos lazos con el ejército. Finalmente,
recuperó el poder en mayo de 1926 mediante un golpe de Estado que terminó con
la breve experiencia democrática. Su dictadura, aunque permitió sobre todo al
principio cierto juego a la oposición, se endureció a medida que, por efectos
de la crisis económica de 1929, comenzaban a manifestarse síntomas de
descontento. A su muerte, en mayo de 1935, el poder quedó en manos del general
Rydz-Smigly, quien lo ejerció hasta la ocupación germano soviética en
septiembre de 1939.
En Finlandia, otro de los países
que alcanzaron la independencia como consecuencia de la Revolución Rusa, se
produjo de inmediato una lucha por el poder entre socialistas y conservadores,
cada uno con sus propios grupos armados: la Guardia Roja y la Guardia Blanca
respectivamente. A mediados de enero de 1918, la tensión desembocó en una
guerra civil que concluyó en mayo con la victoria de los blancos, quienes en
los meses siguientes ejercieron una dura represión contra la izquierda. La
guerra enconó las ya anteriormente graves dificultades para el suministro de
alimentos y ocasionó una hambruna para cuyo alivio se hizo preciso recurrir a
la ayuda exterior.
En los países bálticos, también
independizados tras la Revolución Rusa, no llegaron a constituirse regímenes
democráticos estables. Los conflictos sociales agravados por las dificultades
económicas, condujeron al establecimiento de sendas dictaduras. En Lituania, el
17 de diciembre de 1926 un golpe de Estado entregó el poder al conservador
Antanas Smetona, quien gobernó dictatorialmente hasta la invasión soviética de
1940. Un camino similar, aunque más tardío siguieron Letonia, donde Karlis
Ulmanis se proclamó dictador en 1934, y Estonia, también en 1934, bajo
Konstantin Päts.
El movimiento revolucionario se
hizo sentir con particular fuerza en Hungría, surgida de la desintegración del
Imperio Austrohúngaro. El 29 de marzo de 1919 Bela Kun proclamó la República
Soviética Húngara. Fue un régimen efímero, pues hubo de afrontar no solo la
hostilidad de los terratenientes y capitalistas contra quienes explícitamente
se dirigía, sino también el descontento campesino, que puso en peligro el
abastecimiento a las ciudades, y los recelos de los países vecinos temerosos
del contagio bolchevique. De hecho, llegó a existir durante dos semanas una
República Soviética Eslovaca. La intervención del ejército rumano puso fin el 2
de agosto a la breve experiencia comunista. En los meses siguientes se
desarrolló una pugna por el poder entre los elementos contrarrevolucionarios,
que concluyó con el nombramiento como regente del almirante Miklos Horthy, un
conservador autoritario que gobernó de forma dictatorial hasta que, en octubre
de 1944, al saberse que negociaba una paz separada con los aliados, fue
depuesto por un golpe de Estado del partido nazi local con el apoyo de la Wehrmacht.
La oleada revolucionara alcanzó
también a Bulgaria, donde en marzo de 1920 Aleksandar Stamboliski instauró el
régimen que denominó “dictadura campesina”. Entre las medidas adoptadas en este
período figuran la reforma agraria, la jornada de ocho horas y un impuesto
sobre la renta proporcional a los ingresos; pero otras como la asignación en
las ciudades de dos habitaciones por familia como medio de paliar los problemas
de vivienda le hicieron perder popularidad, lo que le llevó a intensificar la
represión. El 9 de junio de 1923 triunfó un golpe de Estado organizado por los
partidos tradicionales con el apoyo del ejército y la policía. Stamboliski fue
fusilado y Aleksandar Tsankov, líder de la ultraderechista Unión Nacional,
instauró una dictadura que reprimió con dureza a los agrarios y a los
comunistas.
Otros países, como Yugoslavia o
Rumanía tampoco encontraron la estabilidad con sistemas de gobierno
democrático. En ambas sus reyes, respectivamente Alejandro I y Carol II
terminaron por asumir personalmente la dictadura, el primero en 1929 y el
segundo en 1938. Parecida suerte corrió Grecia, donde, tras sucederse diversos golpes
de Estado, Ioannis Metaxás instauró un régimen dictatorial de corte fascista en
agosto de 1936.
En Alemania, tras la abdicación
de Guillermo II, el socialdemócrata Friedrich Ebert encabezó un gobierno
provisional que no satisfizo las aspiraciones de los elementos radicales de la
izquierda. Estos proclamaron en diciembre de 1918 el Primer Congreso Soviético
de Alemania y exigieron la destitución del mariscal Hindenburg como jefe del
ejército, así como la disolución de este, medidas que fueron rechazadas por
Ebert. Ante ello, el 5 de enero comenzó en Berlín el Levantamiento
Espartaquista. Para combatir la insurrección el ministro de Defensa, el
socialdemócrata Noske, con la aprobación de Ebert, recurrió al ejército y a los
Freikorps, unos grupos paramilitares ultranacionalistas
y ferozmente antisemitas y anticomunistas, constituidos fundamentalmente por
veteranos de guerra. Años después muchos de sus miembros, entre ellos Ernst
Röhm y Rudolf Höss se integrarían en el Partido Nacionalsocialista. Para el 15
de enero los espartaquistas habían sido totalmente derrotados. Sus dos
principales dirigentes, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, detenidos por tropas
regulares, fueron inmediatamente asesinados. Los Freikorps intervinieron también en la liquidación de la República Soviética
de Baviera en abril de 1919 y fueron responsables de numerosos atentados.
Aunque oficialmente disueltos en 1920, de hecho, siguieron actuando y apoyaron
a Adolf Hitler en el putsch de Munich
de 1923.
En Austria, desde el final de la
guerra, actuó la Heimwehr, un
conjunto de bandas paramilitares similares a los Freikorps alemanes. Radicalmente antisocialistas y pangermánicas,
respaldaron la deriva autoritaria del canciller socialcristiano Seipel y
participaron en la represión de la revuelta obrera de julio de 1927 en Viena y
en los enfrentamientos de febrero de 1934, que terminaron con la derrota de la
izquierda y la instauración de la dictadura de Engelbert Döllfuss.
Por su parte Italia, uno de los
países vencedores, vivió en los años 1919-1920 el conocido como Biennio Rosso. Los consejos de fábrica,
inspirados en los soviets rusos, aunque dominados por los anarcosindicalistas,
ocuparon las industrias y las hicieron funcionar en régimen de autogestión.
Esta situación, que se unió en algunos lugares a la revuelta campesina llevó a
que los dirigentes del Partido Socialista, alarmados por un movimiento que
amenazaba desbordarlos, pactaran con el gobierno diversas mejoras para los
obreros como condición para la vuelta a la normalidad. La intervención del
ejército puso punto final al movimiento revolucionario. Mientras que el ala
izquierda del socialismo, liderada por Gramsci, opuesta a la actitud de la
dirección, creó el Partido Comunista, Benito Mussolini organizó los Fasci italiani di combattimento, germen
del Partido Fascista, que, con la connivencia patronal, utilizaron la violencia
contra los militantes izquierdistas. La derrota y desmoralización de las
organizaciones obreras permitió la toma del poder por Mussolini en 1922.
Gran Bretaña por su parte, ya
durante la guerra había tenido que hacer frente a la agitación nacionalista
irlandesa. El Home Rule, un estatuto
de autonomía defendido por el Partido Parlamentario Irlandés, aprobado en 1912,
no había entrado en vigor ya que el inicio de la guerra en Europa había
aconsejado su aplazamiento. Tal circunstancia fue aprovechada por los elementos
nacionalistas más radicales que, con apoyo alemán, se lanzaron a una
insurrección armada en el lunes de Pascua de 1916. Los líderes del movimiento eran
conscientes de que su tentativa estaba condenada al fracaso. Es más, los
escritos de Patrick Pearse hacen ver que su propósito era desatar una ola
represiva que abriera un abismo definitivo entre Irlanda y Gran Bretaña, a fin
de que el Home Rule fuera relegado al
olvido y no quedara otra salida que la independencia. Aunque no todos los
comandantes del levantamiento, al menos el socialista Connolly no lo hacía,
compartían la mística sacrificial de Pearse, llegado el momento secundaron su
tentativa. El resultado fue el previsto. Gran Bretaña, en plena guerra, no
podía tolerar una sublevación en la retaguardia, por lo que las represalias fueron
muy duras, incluida la ejecución de todos los comandantes rebeldes, excepto
Eamon de Valera de quien se sospechaba que podía ser ciudadano de los Estados
Unidos. Cuando comenzaron los fusilamientos, la opinión pública irlandesa que
mayoritariamente había rechazado la insurrección, dio un vuelco espectacular,
tal como había previsto Pearse. El autonomista Partido Parlamentario quedó
relegado a un papel irrelevante ante el auge del radicalizado Sinn Fein. Pronto
su brazo armado, el IRA, dirigido por Michael Collins lanzó una serie de
acciones terroristas que derivaron en la llamada Guerra de la Independencia (1919-1921).
El acuerdo de paz de 1922, negociado por Collins, por el que se constituía el
Estado Libre Irlandés dentro de la Commonwealth, excepto en seis condados del
Ulster, que permanecían unidos a Gran Bretaña, no fue aceptado por el sector
del Sinn Fein encabezado por De Valera, lo que condujo a la Guerra Civil
Irlandesa (1922-1923), en la que vencieron los partidarios del tratado.
Al problema irlandés se sumó la
agitación obrera, espoleada por la inflación y la escasez de alimentos. Solo en
1918 hubo en Gran Bretaña 1165 huelgas en las que participaron más de un millón
de trabajadores[1]. Por lo
general se trató de movimientos encabezados por elementos radicales que
actuaban al margen e incluso en contra de los sindicatos mayoritarios.
Francia había sufrido enormes
pérdidas humanas durante la guerra y al terminar esta, pese a ser una de las
potencias vencedoras, se encontró arruinada y fuertemente endeudada con los
Estados Unidos. Para hacer frente a sus obligaciones recurrió a las cuantiosas
indemnizaciones impuestas a Alemania, pero, esta, habida cuenta de su
desastrosa situación económica y social, no estaba en condiciones de satisfacer
las demandas francesas, por lo que ambos países quedaron en bancarrota. Para
hacer frente al descontento de los trabajadores que se tradujo a lo largo del
1920 en una gran oleada huelguística, el gobierno recurrió al ejército. Estas
circunstancias produjeron la radicalización política que se manifestó en la
izquierda en el fortalecimiento de la SFIO (Partido Socialista) y en la fundación
del Partido Comunista; mientras que en la derecha florecían asociaciones
patrióticas de cariz fuertemente nacionalista, entre las cuales la más poderosa
fue la Croix de Feu, una organización
paramilitar creada en 1927. También dentro de la extrema derecha hay que situar
a la monárquica, tradicionalista y antisemita Action Française, dirigida por Charles Maurras. De este partido,
que en los años treinta defendió la alianza con Mussolini para hacer frente a
Alemania, salieron algunos de los altos cargos del régimen de Vichy, así como
colaboracionistas destacados, entre ellos Robert Brasillach, aunque hubo otros,
como el mariscal Philippe Leclerc, que combatieron en la Francia Libre.
En Portugal, asolado por una
fuerte crisis económica, el 28 de mayo de 1926 un golpe militar estableció una
dictadura, cuyo hombre fuerte a partir de 1932 fue Antonio Oliveira Salazar, quien
en 1933 consolida su régimen al promulgar una nueva constitución por la que
establece el Estado Novo, un sistema
corporativo inspirado en el fascismo italiano.
España no permaneció ajena al
vendaval que se había abatido sobre Europa. En 1917 confluyeron el
empeoramiento de la situación económica, con el aumento de la inflación y del
paro, la guerra de Marruecos, la agitación nacionalista catalana y el
descontento de un sector del ejército por la preferencia dada en los ascensos a
los oficiales africanistas y por los intentos de reforma que harían pasar a la
reserva a un considerable número de oficiales. Ante esa coyuntura, el PSOE y la UGT con el
respaldo de la CNT convocaron en julio una Huelga General Revolucionaria que
fracasó entre otras razones porque los militares, haciendo a un lado sus
agravios, se opusieron a ella de forma casi unánime y porque los empresarios
nacionalistas, temerosos de un triunfo de las organizaciones obreras, le
negaron su apoyo. El objetivo fijado para el movimiento no era, sin embargo,
una revolución proletaria, sino, tal como lo presentaba Julián Besteiro, uno de
los miembros del comité de huelga, facilitar el acceso al poder de la burguesía
moderna; es decir, desplazar de él a la camarilla latifundista y caciquil que
lo ocupaba desde la Restauración. Besteiro, Saborit, Anguiano y Largo Caballero
fueron condenados a cadena perpetua, aunque quedaron en libertad al año
siguiente. En Asturias, donde los mineros se enfrentaron durante veinte días al
ejército y a la policía, la represión, en la que tomó parte el entonces
comandante Francisco Franco, fue especialmente dura.
En los tres años siguientes,
denominados a menudo Trienio Bolchevique, la agitación en el campo, sobre todo
en Andalucía, que había permanecido al margen de la huelga del 17, fue muy
intensa, sucediéndose huelgas y ocupaciones de tierras, a las que el gobierno
respondió en mayo de 1919 declarando el estado de guerra. En tanto, en
Barcelona los enfrentamientos sociales alcanzaban una especial virulencia ante
el recurso al terrorismo de anarquistas y patronal. Para combatir la oleada de
violencia, el gobierno de Eduardo Dato envió en 1919 a la ciudad al general
Martínez Anido, primero como gobernador militar y luego como gobernador civil. Su
actuación, respaldada por la suspensión de las garantías constitucionales,
estuvo marcada por una notable brutalidad, de la que es muestra la aplicación
generalizada de la Ley de Fugas, según la cual, la policía estaba autorizada a
disparar sobre cualquier detenido que intentara escapar. Unos quinientos
sindicalistas, entre ellos Salvador Seguí, apodado El Noi del Sucre, cayeron víctimas de la represión policial.
En tanto, en el protectorado de
Marruecos, los rifeños, acaudillados por Abd el-Krim, oponían una dura
resistencia a la penetración española. La imprudente campaña del general
Silvestre, alentada por el propio rey, desembocó en julio de 1921 en el
Desastre de Annual. La investigación posterior, encomendada al general Picasso,
reveló no solo la desorganización y corrupción del mando militar, sino también
la cobardía de numerosos oficiales, que huyeron ante el derrumbamiento del
frente, desentendiéndose de la suerte de los hombres bajo su mando. Muy pocos,
entre los que se cuenta el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, jefe del
regimiento de caballería de Alcántara, muerto en el intento de proteger la
retirada de la infantería, estuvieron a la altura de sus obligaciones. La
responsabilidad por lo ocurrido apuntaba directamente a Alfonso XIII, pero el
expediente Picasso no llegó a hacerse público. El 13 de septiembre de 1923,
Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, hermano del caído en
Marruecos, declaró el estado de guerra y al día siguiente fue nombrado por el
rey Presidente del Gobierno. Comenzaba así la Dictadura.
Esta, quizá un tanto prolija
exposición ha tenido como objetivo mostrar que el final de la Gran Guerra vino
marcado por una oleada revolucionaria que afectó a todos los países europeos, y
que, excepción hecha del caso ruso, fue derrotada y seguida de un casi
generalizado movimiento contrarrevolucionario que condujo al establecimiento de
regímenes dictatoriales de derechas. En los años treinta del siglo XX apenas
existían países democráticos en Europa. Tan solo los países nórdicos, Gran
Bretaña, Francia y Checoslovaquia, aunque las dos últimas muy amenazadas por
el auge de la ultraderecha y por las apetencias expansionistas de Alemania. El
advenimiento de la República en España en 1931 fue, por así decirlo, un
fenómeno contracorriente, producto de las particulares condiciones económicas,
sociales y políticas de nuestro país, que impidieron la estabilización de la
dictadura de Primo de Rivera. Esta, que osciló entre un conservadurismo clásico
de corte militar y las tendencias fascistizantes imperantes en Italia, no fue
capaz de articular un partido político que pudiera asumir el control del Estado
y careció de la capacidad o de la voluntad de aniquilar a la oposición. Cierto
que la represión fue dura (baste señalar que Martínez Anido ocupó el ministerio
de Gobernación) y que condujo casi a la desaparición de la CNT, pero el Partido
Socialista y la Unión General de Trabajadores pudieron proseguir con
limitaciones su existencia legal e incluso Largo Caballero, secretario general
de la UGT, entró a formar parte del Consejo de Estado; una colaboración que fue
rechazada por otros dirigentes socialistas como Indalecio Prieto y Fernando de
los Ríos. También se tomaron represalias contra intelectuales desafectos como
Unamuno y se estableció la censura en la prensa, pero en general los libros
circularon sin restricciones y la vida cultural no se vio gravemente afectada.
Si me lo permiten, les haré
partícipes de un recuerdo personal. Tendría yo entonces dieciséis o diecisiete
años y todos los días bajaba a comprar a la tienda de ultramarinos de la
esquina. Aquellos comercios, lo aclaro por si entre ustedes hay personas
jóvenes que no los hayan conocido, vendían, pese a su romántico nombre,
legumbres, conservas, café, azúcar, aceitunas, huevos y otros productos igualmente
prosaicos. Pues bien, el señor Bernardo, tal era el nombre del propietario, me
contaba en ocasiones recuerdos de su juventud. Entre ellos hay dos que se me
han quedado grabados pese a los años transcurridos. Siendo mozo, tenía que
servir los pedidos de las casas de la vecindad, por lo que debía subir las
escaleras cargado con un gran canasto. Con emoción me recordaba que en una
ocasión, en los primeros momentos de la guerra, coincidió con Francisco Largo
Caballero y que este le cedió el paso diciendo: “Usted primero, joven, que está
trabajando.” El otro, era un elogio de Miguel Primo de Rivera, del que me decía
que fue el mejor gobernante que ha tenido España. No creo que sea superfluo
señalar que aún vivía Francisco Franco y que mi tendero quizá no pudiera
sustraerse a la tentación de comparar dictadores.
La República llegó a España no
por méritos propios, sino por el desgaste de una monarquía que, incapaz de
aportar soluciones a los problemas del país, había optado como último recurso
por la dictadura. No eran, sin embargo, como he intentado mostrar en la
exposición precedente, buenos tiempos para la democracia. Los regímenes
parlamentarios estaban en retroceso en toda Europa y su lugar era ocupado por
sistemas autoritarios fuertemente nacionalistas. A ello contribuían distintos
factores, entre los que cabe destacar las secuelas de la I Guerra Mundial: miedo
a la revolución socialista, nacionalismo exacerbado, afán de revancha entre los
derrotados y falta de tradición democrática en la mayor parte de Europa. La
desmovilización había devuelto a la vida civil a millones de jóvenes que, una
vez escapados a la pesadilla de las trincheras, deambulaban sin trabajo y sin
futuro, prestos a escuchar a quien les ofreciera una esperanza o les señalara
un enemigo, un culpable de su desdicha. En un terreno abonado para la demagogia
no tardaron en surgir líderes que incitaban a la violencia como único medio de construir
un mundo nuevo.
Los dirigentes de las potencias
vencedoras creyeron que era posible articular un orden mundial que pusiera fin
a las guerras, pero la realidad, como siempre, se impuso a las intenciones
piadosas. Los Estados Unidos, cuya intervención en 1917 había sido decisiva
para la victoria sobre las potencias centrales, decidieron desentenderse de los
asuntos de Europa y ni siquiera llegaron a integrarse en la Sociedad de
Naciones, ese organismo que aspiraba a regular de modo pacífico los conflictos
internacionales. Alemania, en su condición de derrotada, no fue invitada a participar,
como tampoco lo fue la Rusia revolucionaria. La organización nacía así
gravemente mutilada, aunque en años posteriores se amplió con la admisión de
estos dos últimos países. Pero su incapacidad iba más allá. Francia y Gran
Bretaña poseían extensos territorios coloniales acrecentados con la atribución
de los que anteriormente habían pertenecido a Alemania y a Turquía, y no
estaban dispuestas a permitir que la organización internacional se inmiscuyese
en los conflictos que en ellos pudieran surgir, considerados como asuntos
internos.
La crisis económica de 1929 vino
a exacerbar los antagonismos. Los Estados, acuciados por el paro debido a la
caída de la producción industrial, recurrieron a medidas proteccionistas que,
al limitar las importaciones, perjudicaban a otros países. Así, como señala
Overy[2],
los aranceles aprobados en los Estados Unidos en 1930 provocaron medidas
similares en Francia, Reino Unido y Alemania; así como la devaluación de la
libra en 1931, cuyo objetivo era favorecer las exportaciones británicas al
hacer más competitivos sus productos, fue seguida en 1933 por la devaluación
del dólar; mientras que Alemania para proteger a sus agricultores penalizaba la
importación de alimentos de Dinamarca y de los Países Bajos. Se llegó de este
modo a una situación de sálvese quien
pueda, que paralizó el comercio internacional y contribuyó a aumentar la
hostilidad entre unas naciones y otras.
Así, desde principios de los años
30 del siglo XX, los países europeos comienzan a alinearse en distintos bloques
que se irán definiendo en los años siguientes. De un lado encontramos Italia y
Alemania, a las que podemos calificar de estados revisionistas, pues aspiran a
destruir el orden fijado en el Tratado de Versalles en el que consideran que se
les ha tratado injustamente, de otro Francia y Gran Bretaña, los principales
beneficiarios de aquel, y, como tercer lado del triángulo, la Unión Soviética
que busca su lugar en la escena internacional.
En Italia, que había combatido en
la guerra contra los imperios centrales, predominaba la idea de que su país no
había obtenido en el tratado de paz las recompensas territoriales a que su
sacrificio le había hecho acreedor. El Trentino, la península de Istria y las
islas del Dodecaneso no satisfacían las ansias expansionistas de un Mussolini
que ansiaba dominar el Mediterráneo y el norte de África, y cuya propaganda
insistía una y otra vez en la reconstrucción del Imperio Romano.
Alemania, por su parte, había
sufrido no solo la pérdida de todas sus colonias y de importantes territorios
en Europa, entregados a Francia, Polonia y Dinamarca, sino que también se había
visto obligada a aceptar la desmilitarización de Renania y unas severas
limitaciones de sus fuerzas armadas en cuanto a efectivos y armamento, así como
el pago de unas cuantiosas reparaciones de guerra. Ante la incapacidad del
gobierno de Ebert para hacer frente a las deudas, el 11 de enero de 1923 tropas
francesas y belgas ocuparan la región minera e industrial del Ruhr, de la que
no se retiraron hasta agosto de 1925. Estos hechos contribuyeron a aumentar la
agresividad de los grupos ultranacionalistas völkisch y fueron aprovechados por la propaganda
nacionalsocialista, cuyas aspiraciones pasaban por la destrucción del sistema
de Versalles, con la recuperación de los territorios perdidos y la
reunificación de todos los alemanes en un solo país, que debería expandirse hacia
el este para asegurar su espacio vital (Lebensraum),
mediante el dominio sobre los pueblos eslavos. El renacimiento del imperio alemán,
el Tercer Reich exigía además que el pueblo se purificara de los elementos
alóctonos, fundamentalmente judíos y gitanos, que lo habían corrompido y eran
causa directa de su decadencia.
Por su parte, Rusia, único país
en que la revolución no había sucumbido a la oleada reaccionaria de los años
veinte, se había visto obligada a pasar a una actitud defensiva, sin dejar por
ello de acariciar la posibilidad de una extensión del comunismo más allá de sus
fronteras. En todo el mundo, sectores de la izquierda socialista e incluso
algunos anarquistas, se habían adherido a la Revolución de Octubre y habían
solicitado la admisión en la III Internacional. Esta, conocida con el nombre de
Comintern, no se concebía como un mero órgano de coordinación al modo de la
Internacional Socialista, sino como el partido de la revolución mundial, del
que los partidos nacionales no constituían sino secciones locales, cuya
actuación era dirigida y estrechamente controlada desde el centro, en el que el
papel preponderante correspondía de manera natural al Partido Bolchevique, el
único que había alcanzado el triunfo. Frente a la idea sostenida por Trotski de
que el afianzamiento de la revolución solo sería posible si esta se extendía a
los países capitalistas más desarrollados, Stalin impuso la concepción de que en
la fase de reflujo revolucionario, la principal misión de los recientemente
creados partidos comunistas era la defensa de la Unión Soviética, auténtica
patria del proletariado, frente a la agresión capitalista. En la práctica, eso
no significaba una renuncia a la expansión revolucionaria, sino su
identificación con los intereses nacionales de la Unión Soviética, que en
aspectos estratégicos a menudo coincidían con los de la Rusia zarista y
obviamente chocaban con los de la Alemania hitleriana.
Gran Bretaña y
Francia, principales potencias ante el retraimiento voluntario de los Estados
Unidos, se enfrentaban a problemas que sobrepasaban su capacidad de actuación.
Pese a que sus gobiernos eran conscientes del peligro que suponían las
ambiciones de Italia y de Alemania, no fueron capaces de afrontarlo de manera
eficaz, quizá porque se veían obligados a abarcar más de lo que sus fuerzas les
permitían. Gran Bretaña había de hacer frente en Asia a la amenaza japonesa,
cuyo imperialismo, disfrazado como lucha por la liberación de
las poblaciones asiáticas del dominio colonial, apuntaba hacia la India, la
joya de la Corona. Para mantener las comunicaciones con esta era vital el
dominio del Mediterráneo, asentado en tres puntos clave: Gibraltar, Malta y el
canal de Suez. Algo que de manera casi inevitable llevaría a un choque con la
Italia fascista, que, como ya se ha indicado, veía en este mar su ámbito
natural de expansión.
La posición de Francia era más
débil que la de Gran Bretaña. No se le ocultaba que Alemania mantenía sus
apetencias sobre Alsacia y Lorena, regiones de población germana que había
ocupado entre 1870 y 1918, ni que los deseos expansionistas italianos en el
Mediterráneo incluían Niza y Córcega, y además desde Libia amenazaban las
posiciones francesas en Argelia. Con un país políticamente dividido en el que la
extrema derecha contaba con un considerable apoyo, solo la alianza con el Reino
Unido aportaba ciertas garantías de seguridad. Ambos países, sin embargo, en
especial el primero, padecían cierto sentimiento de culpabilidad ante el trato
dado a Alemania en 1919. Lentamente se había abierto paso la idea de que las
condiciones impuestas a los vencidos habían sido excesivamente duras y que
estos tenían puntos de razón al rechazarlas. Además, los horrores vividos
habían potenciado los sentimientos pacifistas. El mismo Neville Chamberlain,
que ha quedado en el recuerdo como el máximo artífice de las claudicaciones
ante Hitler, fue tachado de belicista por el laborista Clement Atlee, cuando
siendo canciller del Exchequer, el
equivalente a ministro de Hacienda, intentó incrementar el gasto militar[3].
Volvamos a nuestro país tras este
rápido viaje por el mundo. En 1920, cuando ya la crisis política anunciaba el
advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera, un sector de las Juventudes
Socialistas había creado el Partido Comunista Español, cuyos máximos dirigentes
fueron Merino Gracia, Juan Andrade y Luis Portela; al que siguió el siguiente
año el Partido Comunista Obrero Español, surgido del PSOE, cuya figura más
destacada fue Núñez de Arenas, Ambos partidos se adhirieron a la Comintern y
participaron en su III Congreso celebrado en junio de 1921. Las presiones de la
Internacional, ejercidas por medio de su delegado Jules Humbert-Droz, quien no
veía entre ambos partidos más que diferencias y rivalidades personales, forzaron
la unificación, con lo que en noviembre de 1921 nació el Partido Comunista de
España. La nueva organización fue tutelada desde el principio, primero por el
ya citado Humbert-Droz y luego por el argentino Victorio Codovilla. Ambos, así
como los responsables del Comité Romano, la sección de la Comintern que se
ocupaba de los asuntos de España, Portugal, Francia, Italia y Bélgica, tenían
una opinión muy pobre sobre la capacidad de los comunistas españoles, por lo
que los vigilaban estrechamente y marcaban, en conformidad con las resoluciones
aprobadas en el III Congreso de la Comintern, su línea política:
La Internacional Comunista debe convertirse
en una Internacional de hecho, en una Internacional que dirige las luchas
comunes y cotidianas del proletariado revolucionario de todos los países.[4].
Estos primeros años del PCE se
caracterizaron básicamente por la irrelevancia de una organización muy reducida,
carcomida por rivalidades y sometida a las directrices sectarias de la
Comintern. Aunque desde 1925 la dirección formal correspondió al secretario
general José Bullejos y a su equipo formado por Manuel Adame, Gabriel León
Trilla y Etelvino Vega, las decisiones reales se tomaban en Moscú por Manuilski
y Stepanov, a los que luego se unió Palmiro Togliatti, y de su aplicación en
España se encargaba Codovilla. Fue un período ultraizquierdista en que el
movimiento comunista no estableció diferencias entre democracia y fascismo,
considerando a ambos, formas equivalentes de dominación capitalista, frente a
la que no cabía otra salida que una revolución según el modelo soviético. Su
hostilidad se extendió a los partidos socialistas, acusados de colaborar en el
mantenimiento del poder burgués, algo que desde su óptica quedaba plenamente
demostrado por la actuación de la socialdemocracia alemana en 1919.
Resulta ilustrativa la
declaración política del PCE en febrero de 1931, poco antes de la proclamación
de la República:
En presencia de la miseria enorme en que se
encuentran los obreros y los campesinos de España, en presencia del hecho de
que las medidas preconizadas por los republicanos, socialfascistas y
anarcorreformistas para mejorar su situación se han revelado como puras
mentiras y engañifas, solo existe un camino de salvación para todos los
oprimidos: el camino de la lucha que les señala el Partido Comunista.[5]
La incapacidad para distinguir
entre fascismo y socialdemocracia, a la que se alude siempre como
socialfascismo, había llevado a actuaciones suicidas, como la moción de censura
comunista que, con el apoyo de los nacionalsocialistas, apartó del gobierno de
Prusia al socialdemócrata Otto Braun y derribó así la última barrera que
contenía el avance de Hitler. En nuestro país, el Partido Comunista acogió con
hostilidad la proclamación de la República en la que no vio sino una forma de
dominación burguesa frente a la que lanzó, sin ningún éxito, la consigna de la
dictadura democrática obrera y campesina[6],
a la que se llegaría mediante la creación de soviets. Así lo expresó Manuilski:
El peligro de la reacción en España es
irrelevante y el enemigo es la contrarrevolución republicana, encarnada por la
institución parlamentaria. Las Cortes Constituyentes, con una deriva hacia el
fascismo, cuyo representante es el PSOE. Frente a ello, la exigencia es el
ataque frontal, consiguiendo armas para proletarios y campesinos, desarmando a
la burguesía, destruyendo la administración del Estado y, a modo de recurso
mágico que hará todo ello posible, impulsando desde el PCE la creación de
soviets que luego se transformarán en “órganos de la dictadura del
proletariado”[7].
Sola tras la intentona golpista
del general Sanjurjo en 1932, Bullejos llegó a defender públicamente la
legalidad republicana, lo que motivó que fuera llamado a Moscú y sustituido por
un nuevo equipo más dócil, encabezado por José Díaz y Pasionaria, aunque
siempre en una posición subordinada a Codovilla. El ascenso del fascismo
empezó, no obstante, a preocupar seriamente a los dirigentes soviéticos,
quienes en los años siguientes modificaron paulatinamente su postura sin
reconocer en ningún momento pasados errores.
En la medida en que Stalin se
percató de que la Alemania hitleriana suponía una amenaza real, inició un
viraje político en busca de la alianza con Gran Bretaña y el Reino Unido. El
cambio de posición fue, no obstante, lento y no alcanzó su plenitud hasta el
VII Congreso de la Comintern en 1935.
En lo que respecta a nuestro
país, sus efectos fueron que el Partido Comunista pasó de considerar a los
socialistas como su enemigo fundamental a buscar una alianza con ellos, como
medio de combatir a la reacción, pero en el momento de las elecciones de 1933,
desarrolladas en un clima de enorme crispación, el cambio aún no era
perceptible y el PCE, todavía bajo la égida de Codovilla, desempeñó un papel
casi marginal que le llevó a obtener un único diputado, el doctor Cayetano
Bolívar.
Dado que periodistas y sedicentes
historiadores como Pío Moa, César Vidal y Federico Jiménez Losantos fijan en la
insurrección de 1934 la quiebra del sistema republicano, con lo que justifican
el golpe militar de 1936, merece la pena que nos detengamos un momento en los
planteamientos desarrollados durante la campaña electoral de 1933 por dos de
los principales dirigentes políticos del momento. Veamos en primer lugar una
intervención de Largo Caballero en un mitin celebrado en Madrid el 3 de
octubre:
Vamos legalmente hacia la evolución de la
sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. Esto, dirán
los enemigos, es excitar a la guerra civil. ¿Qué es sino la lucha que se
desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena guerra
civil. No nos engañemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado
aún los caracteres cruentos que, por fortuna o por desgracia, tendrá inexorablemente
que tomar. El día 19 vamos a las urnas… Mas no olvidéis que los hechos nos
llevarán a actos en que hemos de necesitar más energía y más decisión que para
ir a las urnas.[8]
Pocos días después, el día 15,
también en Madrid, José María Gil Robles arengaba a los militantes de la CEDA:
Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se
imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar
sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios
de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entretanto no
iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos
a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino
un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento el
Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer.[9]
Tanto para el dirigente de la
izquierda socialista, como para el de la alianza de derechas, las urnas no son
más que instrumento para avanzar en el camino de una transformación que más
pronto que tarde exigirá el recurso a la violencia. Contra lo que afirman los
autores mencionados, en 1934 no estamos ante una izquierda que, secundada por
los nacionalistas catalanes, se alza contra una derecha legitimada para ocupar
el poder, sino ante una reacción contra la entrada en el gobierno de una
organización muy próxima al fascismo. Sin duda, Gil Robles no era Mussolini,
pero sus discursos, su invocación al Estado Nuevo y el título de Jefe con que
lo aclamaban sus partidarios, no dejaban de evocar al dictador italiano. Desde
luego, no era un demócrata. Tampoco lo era, claro está, Largo Caballero, a
quien le halagaba que le llamaran El
Lenin español. La reacción y la revolución se preparaban para un combate
decisivo en el que no quedaría espacio para las opciones moderadas y
reformistas. No era, como he intentado mostrar, una peculiaridad española, sino
la manifestación local de una guerra civil europea.
Fue la intensidad de la represión
tras los hechos del 34, en la que de nuevo Franco tuvo un papel destacado, lo
que propició el acercamiento real entre las organizaciones obreras y la entrada
del Partido Comunista, aunque en una posición subordinada que excluía su
posible acceso al gobierno, en las candidaturas del Frente Popular, junto a los
socialistas y a los republicanos reformistas de Manuel Azaña y a otras
organizaciones.
Cuando el fracaso del golpe
militar de 1936 dé paso a la Guerra Civil, los militares sublevados contarán de
inmediato con la ayuda de las potencias fascistas. Italia verá en el conflicto
una oportunidad para disputar a Gran Bretaña la hegemonía en el Mediterráneo,
mientras que para Alemania se abrirá la posibilidad de instalar al sur de los
Pirineos un régimen hostil a Francia. Sin embargo, estos dos países, que no
podían dejar de sentirse amenazados no reaccionaron en apoyo de la República,
sino que optaron por no comprometerse, invitando a las demás naciones a sumarse
a un Comité de no Intervención, que de hecho condenaba al gobierno legítimo a
no recibir suministros militares y, por tanto, dado que Alemania e Italia,
aunque miembros del Comité, no cesaron de enviar material a los sublevados,
dejaba a la República inerme ante la agresión. En Francia gobernaba el Frente
Popular encabezado por el socialista Léon Blum, por lo que por afinidad
política cabía esperar una actitud favorable a la República, pero su situación
era muy débil y apenas tenía margen de maniobra. Acechada por el peligro de que
en su mismo territorio estallara una guerra civil y amenazada por Alemania, su
seguridad dependía del apoyo de Gran Bretaña. En esta, gobernada por los
conservadores, no se habían desvanecido los temores a la extensión del
comunismo. Unos temores que parecieron confirmarse cuando, tras el 18 de julio,
se quebró el aparato del Estado en la zona republicana y las autoridades
legítimas se vieron reducidas a la impotencia ante las milicias obreras. Como
señala Moradiellos[10],
Gran Bretaña tenía grandes intereses en España, ya que era el principal socio
comercial de nuestro país, en el que mantenía cuantiosas inversiones, sobre
todo en el sector minero, y además, como
ya se ha indicado, Gibraltar era vital para mantener las comunicaciones con la
India. Ante la revolución desencadenada en la zona republicana por socialistas
de izquierda y anarcosindicalistas, el gobierno británico eligió adoptar una
actitud benevolente hacia Franco en la convicción de que actuando de esa manera
podría proteger mejor sus intereses y evitaría que aquel, cuyo triunfo le
parecía inevitable, quedara totalmente en manos de Hitler y Mussolini. Francia,
aunque de mala gana, no tuvo más remedio que seguir fielmente a su aliado.
El abandono de Francia y de Gran
Bretaña, las dos potencias democráticas en cuya ayuda había confiado el
gobierno republicano, no dejó a este otra alternativa que recurrir a la Unión
Soviética. Contra lo que algunos han afirmado, la llegada de suministros
soviéticos fue tardía y nunca alcanzó el volumen de los enviados a los
militares sublevados por Alemania e Italia. Había de un lado dificultades objetivas, como la lejanía geográfica, la
vigilancia de las costas por el Comité de No Intervención y el cierre de la
frontera francesa, pero a ellas se suma el hecho de que el problema español,
pese a su utilización por la propaganda comunista, no era vital para Stalin,
más interesado en postularse como un socio fiable para Gran Bretaña y Francia, capaz
de colaborar con ellas en la contención de las ansias expansionistas germanoitalianas,
que en desarrollar una revolución proletaria en nuestro país.
El hecho de que la Unión
Soviética apareciera junto a un casi testimonial México, como único apoyo de la
República favoreció el ascenso del Partido Comunista, que en las elecciones
solo había obtenido dieciséis diputados, pero que ahora, dirigido por nuevos
delegados de la Comintern, como el italiano Palmiro Togliatti o los soviéticos
Orlov, Gorev, Antono-Ovseenko, etc., se mostraba, al contario de las milicias
anarcosindicalistas, como un grupo disciplinado y eficaz en el combate, y
firmemente comprometido en el restablecimiento del orden en la retaguardia. Eso
tuvo una contrapartida. Si bien el PCE experimentó un crecimiento espectacular
a lo largo de la contienda, sus hombres, infiltraron, sobre todo desde la
formación del primer gobierno de Negrín, el aparato del Estado y los servicios
secretos soviéticos pudieron desarrollar operaciones apenas encubiertas contra
determinadas organizaciones, como el semitrotskista POUM, cuyo secretario
general, Andrés Nin fue oscuramente asesinado tras los sucesos de mayo de 1937.
Se agota el tiempo dedicado a
esta conferencia y son muchos los asuntos que quedan en el tintero, como, por
ejemplo, el volumen de las ayudas militares exteriores durante el conflicto, el
papel de las Brigadas Internacionales, el acercamiento paulatino de Gran
Bretaña y, a su remolque, Francia, a los militares franquistas y la sublevación
final encabezada por el coronel Casado, pero secundada por socialistas como
Julián Besteiro y anarcosindicalistas como Cipriano Mera, contra el gobierno de
la República. Son asuntos de capital importancia que quizá, si el museo me lo
permite, pueda abordar en el futuro.
[1] OVERY, Richard J. (2009) El camino hacia la guerra,Madrid,
Espasa, p. 34
[2] Ibid, p. 88
[3] Ibid, p.
127
[4] ELORZA,
Antono y BIZCARRONDO, Marta (1999) Queridos
camaradas. La Internacional Comunista y España, 1919-1939, p. 101
[5] Ibid, p. 73
[6] Ibid, p. 146
[7] Ibid, p. 159
[8]
MORADIELLOS, Enrique (2012) La guerra de
España (1936-1939), Barcelona, RBA p. 58
[9] Ibid
[10] Ibid,
p. 115
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