Francisco Maldonado da Silva, mártir del judaísmo y de la libertad
Nada sabía de Francisco Maldonado da Silva hasta que hace poco mi amiga Simy Benarroch, me recomendó la lectura de una obra de Marcos Aguinis, La gesta del marrano. No se trata de una novedad editorial, pues he de admitir no sin vergüenza que se lanzó al mundo hace ya veinte años, y que durante todo este tiempo no había despertado mi curiosidad. Tenía, eso sí, alguna vaga referencia del autor, lo justo para poder decir que había oído hablar de él, pero mis inquietudes y el azar me habían conducido por otros caminos. Por eso, el hallazgo tiene para mí el carácter de un descubrimiento. No es mi intención detenerme en elogiar la brillantez de un estilo que hace la lectura amena y por momentos trepidante, sino referirme a la caracterización psicológica de unos personajes forzados a un constante disimulo, a una ocultación sistemática de su identidad; y también a la de quienes los vigilan, expertos en la percepción de cualquier signo delator. Unos y otros se mueven en una sociedad enferma, en la que pocas cosas son lo que parecen y en la que todos deben guardarse del vecino; en la que, sea por el afán de protegerlos o por el miedo a la traición, nadie confía en la esposa o el hermano.
Vengamos antes a los hechos escuetos. Francisco Maldonado da Silva, cuyo proceso aparece recogido por José Toribio Medina en Historia del Santo Oficio de la Inquisición en Chile1, fue un médico judío de origen portugués nacido en Tucumán en 1592 y quemado vivo en el auto de fe celebrado en Lima en 1639. Dicho así, su historia, aunque trágica, diríase vulgar. Su suerte fue compartida por otros muchos cuya memoria se ha perdido. Al fin y al cabo, cómo recordar a tantas víctimas. No son en todo caso otra cosa que un guarismo en una estadística. Es preciso que demos un paso más, que entendamos que una víctma no es un número, ni siquiera un nombre, sino un ser humano que amó y sufrió, que tuvo familia y amigos, que pudo sentirse querido o abandonado, que las dudas y el miedo conmovieron su espíritu, y se debatió entre el heroísmo y la cobardía en una lucha agónica durante noches eternas.
Nos preguntamos entonces qué hay de singular en Francisco Maldonado da Silva. Quizá el hecho de que se han conservado suficientes documentos como para reconstruir su vida de una manera convincente, y es esta la tarea que afronta con indudable éxito Marcos Aguinis. Su mano nos guía por la evolución espiritual del personaje, desde la infancia, esa edad feliz en que nada parece separarle de sus vecinos cristianos viejos, hasta la inesperada y terrible irrupción de la Inquisición, que le arrebata uno tras otro a todos sus familiares, padre y hermano, condenados, la madre, prematuramente muerta por el desconsuelo, y las hermanas confinadas en un monasterio. Es entonces cuando Francisco de la manera más brutal experimenta la sensación de ser distinto, de estar marcado irremisiblemente por su origen, al igual que los negros e indios humillados por los conquistadores. Pero aún habrá de pasar un largo tiempo de aprendizaje hasta que descubra los motivos que le han privado de la familia, que lo han empujado a la triste soledad de un convento en el que, sorteando toda clase de dificultades encuentra el modo de leer la Torá, el Antiguo Testamento, y profundizar en su estudio.
Durante años se comporta como un cristiano ejemplar, pero en su interior, lejos de toda mirada, queda el recuerdo de la conversación sorprendida entre su padre y su hermano mayor, esa en que aquel se descubrió como judío y rezó la Shemá. Apenas unas palabras entreoídas al término de la niñez, pero que quedan grabadas en el alma. Como tantos judíos calla, no puede permitir que nada en su exterior trasluzca su pertenencia al pueblo de Israel, pues eso supondría el tormento y probablemente la muerte. Continúa, pues, su formación en latín, en teología y, finalmente, en medicina, la profesión de su padre y también la de Maimónides.
Los azares del destino lo llevan a reencontrarse en Lima con su padre, el doctor Diego Núñez Da Silva, un hombre quebrantado por la prisión y la tortura, cubierto por el infamante sambenito y abrumado, algo que Francisco pronto barrunta, por no haber tenido fuerza suficiente para callar los nombres de otros judaizantes; pero todavía un buen médico y, sobre todo, un judío capaz de enseñarle no solo los secretos del oficio, sino también la devoción al Señor, la promesa hecha a Abraham y la alianza establecida con el pueblo de Israel.
Francisco, ya plenamente consciente de su judaísmo, marcha, tras la muerte de su padre a Santiago de Chile. Sabe que allí no hay ningún médico titulado y eso le abre buenas perspectivas profesionales, pero además, se aleja de Lima, donde su origen es bien conocido. Como tantos otros de su condición, lleva una vida escindida. Exteriormente se comporta como un católico devoto, pero halla la manera de observar el shabat y las festividades judías de manera oculta, siempre con el temor de ser descubierto. Durante años le obsesiona el Scrutinio scipturarum en que el converso Pablo de Santa María, intenta demostrar el error del judaísmo. Gracias al estudio de la Torá descubre la falsedad de los argumentos del antiguo rabino, lo que fortalece su identidad y le lleva incluso a circuncidarse por su propia mano.
Francisco sabe que su destino pende de hilos extremadamente frágiles. No obstante, no puede sospechar el modo en que sus propias decisiones van a conducirle a la ruina o, si nos situamos en otro plano, a la gloria. El ansia de reunir a la familia, le hace llamar a Santiago a sus hermanas y, convencido de que ellas también han de reconocerse como parte de Israel, termina por confiarles todo lo que durante tanto tiempo ha mantenido en secreto. No cuenta con su reacción horrorizada tras la educación recibida de las monjas y mucho menos imagina que le delaten, como hacen, a la Inquisición.
Pero el efecto de la prisión es sorprendente, incluso paradójico. Una vez encerrado el cuerpo, se diría que el alma queda libre, ya no siente la necesidad de esconderse. Para sorpresa de los inquisidores, Francisco no rehúye las acusaciones, sino que afirma orgulloso su condición de judío. Con inusitada firmeza defiende la ley de Moisés frente a quienes la proclaman caduca, y llega a confundirlos gracias a la fortaleza de unos argumentos apoyados en un profundo conocimiento del Tanaj y del Evangelio. Durante doce años permanecerá encarcelado en Lima sin que de sus labios salga una sola palabra que pueda comprometer a otros judíos. Recibe incluso un trato excepcional, pues su actitud desconcierta de tal modo a sus perseguidores, que estos llaman a eminentes teólogos a fin de que convenzan a ese judío recalcitrante y obstinado de la verdad del cristianismo. En varias reuniones, Francisco tiene la posibilidad de debatir sobre la Escritura, en lo que se antoja un remedo invertido del Scrutinio scripturarum. Ahora , demacrado y cubierto de grilletes, sabedor del final que le espera, puede mostrar ante unos hombres doctos las falacias de Pablo de Santa María. No convence, claro está, a los teólogos, aunque a algunos los conmueve con su tenacidad y sabiduría. Llega un momento en que ya no ordenan, sino imploran una palabra de arrepentimiento, un signo que les permita librar de la muerte a un hombre que reconocen como excepcional, pero Francisco ha elegido ser fiel a la ley de Moisés y nada puede doblegar su conciencia. Muere finalmente en la hoguera, junto a otros nueve condenados, en Lima el veintitrés de enero de 1639.
1 http://bib.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01394942033793838977802/p0000005.htm#24 La primera edición es de 1890.
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