Prólogo a "El Móstoles medieval: siglos XI-XV"
Reproduzco a continuación el prólogo que he escrito para el libro de David Martín del Hoyo "El Móstoles medieval, siglos XI-XV", recientemente publicado.
En este libro, David Martín nos
ofrece el resultado de muchísimas horas de investigación, de un arduo trabajo
en archivos a la busca de manuscritos de difícil lectura y árido contenido,
documentos sobre muchos de los cuales quizá nadie ha posado la vista durante
siglos y que hasta ahora han permanecido como testigos mudos del pasado. Pero
eso es solo una parte de la labor. Un testigo aporta muy poco a quien no sabe
interrogarlo. Para sacarle partido, es preciso tener una idea de lo que se le
debe preguntar, saber distinguir en las respuestas lo esencial de lo accesorio,
valorarlas críticamente, contextualizarlas en el tiempo y en el espacio, e
insertarlas en un marco interpretativo. Son destrezas inherentes al oficio de
historiador. Es mucho, pero no es suficiente. Hay que trasladar lo hallado al
resto de los investigadores y al público en general. Organizarlo y exponerlo de
tal manera que nos resulte accesible a quienes no hemos participado en la
investigación. Lo que tienen en la mano es una obra extensa sobre un período
que apenas había atraído la atención de los pocos que se han ocupado del pasado
de nuestra ciudad, pero es tan solo un eslabón en un proyecto muy ambicioso al
que David Martín se ha entregado con sabiduría, pasión y tenacidad: una
historia de Móstoles tan exhaustiva como la documentación lo permita.
Es esta una obra que conduce a un
tiempo lejano, a una sociedad que nos puede parecer, sin duda con
razón, muy distinta de la actual. Pero lo correcto de esta afirmación no debe
hacernos olvidar que algunos de los rasgos que la caracterizaban han persistido
casi hasta el presente. Fue una época en que la inmensa mayoría de los seres
humanos desarrollaba su existencia en pequeñas comunidades agrarias integradas
por un limitado número de familias. Cada una de ellas constituía un mundo
reducido en el que todos se conocían y sabían qué relaciones de parentesco los
ligaban entre sí. La vida transcurría marcada por el ritmo de las labores del
campo, que a su vez dependían de los ciclos estacionales de lluvias y
temperaturas, cuya sucesión se señalaba mediante rituales festivos en los que
toda la comunidad participaba. Cada cual permanecía de por vida en el lugar de
la escala social que por nacimiento le había correspondido, unido por lazos de
fidelidad personal a alguien más poderoso ―un noble o un monasterio― quien, a
cambio de tributos y prestaciones personales, le ofrecía protección frente a
posibles agresiones. La constatación de que, como afirmó Jorge Manrique, llegada
la muerte «son iguales los que viven por sus manos y los ricos», delegaba en el
juicio divino toda compensación por las desigualdades presentes. En tanto aquel
llegara, las relaciones sociales permanecían marcadas por la noción de
privilegio, que otorgaba a nobles y eclesiásticos un estatus legal diferenciado
y refrendaba su autoridad. Los campesinos constituían así la base sobre la que
se alzaba un entramado jerárquico de señores, quienes ejercían poderes intermedios
bajo la lejana, y a menudo tan solo simbólica, autoridad del rey. La posición
de poder alcanzada por las abadesas de monasterios como el de las Huelgas en
Burgos, o por regentes como doña Berenguela o María de Molina, no debe hacernos
olvidar que las mujeres quedaban relegadas a un lugar subordinado: en las
familias nobles, prenda de alianza, y en las no privilegiadas, fuerza de
trabajo; de unas y otras se esperaba, en unos tiempos en que gran parte de los
niños fallecían antes de alcanzar la edad adulta, que fueran madres prolíficas,
las primeras para asegurar la continuidad del linaje, las segundas, porque los
hijos, desde muy pequeños, no solo contribuían al sostenimiento de la familia,
sino que además eran el único amparo que cabía esperar ante la enfermedad y la
vejez. Solo a las monjas se les reservaba una vida distinta en una forma
socialmente aceptada, pero por lo común su estado no era fruto de una elección
libre, sino, al igual que el matrimonio, de una imposición familiar. Es preciso,
por otra parte, insistir en que las campesinas, y en general las mujeres de
extracción humilde, difícilmente podían resistirse a los requerimientos
sexuales de los señores, a la par que, en caso de conflicto, como aún ocurre en
las guerras actuales, formaban parte del botín del vencedor.
Más allá de la familia y de la
aldea, la religión se configuraba como el principal referente de identidad
colectiva. Por deficiente que fuera la formación religiosa y por más que
persistieran prácticas supersticiosas ligadas al paganismo, la conciencia de
ser cristiano y de participar, por tanto, en determinados ritos erigía una
barrera frente a aquellos que, como los judíos y los musulmanes, podían vivir
próximos, pero que, sujetos a otros ritos, integraban comunidades ajenas, en el
mejor de los casos toleradas, pero siempre vistas con desconfianza y, por
tanto, fácilmente convertidas en blanco de la ira popular en momentos de
dificultades; algo que se hizo patente sobre todo desde mediados del siglo XIV
cuando, ante la sucesión de hambrunas y epidemias, se difundieron contra los
judíos bulos acusatorios, que a menudo desembocaron en asaltos y matanzas, y condujeron
a la expulsión de 1492. Poco más de un siglo después, ya fuera del ámbito
temporal de este libro, los moriscos, de quienes se recelaba que pudieran apoyar
a los turcos, sufrirían un destino similar.
Aunque supongo que están ansiosos
por adentrarse en nuestro pasado, permítanme que aún les entretenga con algunas
consideraciones sobre la historia local a la que quizá no falte quien la vea
como una hermana menor de la gran historia, esa cuyo ámbito serían los imperios
y las naciones. La aldea, el pueblo o el barrio han constituido durante muchos
siglos el marco en que se desarrollaban las etapas fundamentales de la
socialización. Allí, en la niñez y en la adolescencia, los seres humanos
absorbían un conjunto de tradiciones y leyendas transmitidas oralmente, así
como un acervo de conocimientos empíricos que, unidos a la participación en
rituales festivos comunitarios, tales como procesiones y romerías, configuraban
una manera específica de situarse en el mundo. Las iglesias, las ermitas, las
calles y los caminos, los arroyos y las eras, los pozos y las fuentes no eran
simples objetos de los que hacer uso, sino que estaban cargados de significado,
narraban aventuras y sucesos, quizá reales, quizá imaginados, pero que en todo
caso hablaban al corazón. La lengua en que las gentes se comunicaban no era el
idioma estandarizado transmitido por la educación formal y por los medios de
comunicación. En ese mundo dominado por la oralidad cada comarca mantenía unos
rasgos distintivos, poseía, en definitiva, una marca propia y diferenciada. Se
hablaba en ella lo que, de manera generalmente despectiva, las gentes
instruidas calificaban de «dialecto». Pero incluso aquellos que habían estudiado
bachillerato en la ciudad, realmente muy pocos, o incluso los aún menos que
habían asistido a una universidad, que quizá les había parecido más lejana en
lo mental que en lo geográfico, cuando retornaban, aunque fuera
esporádicamente, al hogar familiar solían desprenderse, a menudo de manera
inconsciente, de unos modos cultos, que, de forma repentina y transitoria, se
les figuraban como artificiosos y amanerados, y pasaban a hablar y comportarse
como sus paisanos. Al reinsertarse en la red local de relaciones, afloraba de
nuevo en ellos aquella cultura que los había impregnado en los años de la
infancia y la adolescencia.
La transformación demográfica,
económica y social vivida de manera acelerada desde la segunda mitad del siglo
XX, ha barrido aquel mundo en que las nuevas generaciones crecían arropadas por
las precedentes, y en que la edad, testimonio de experiencia, otorgaba una
autoridad apenas discutible. Bloques de viviendas cubren lo que fueron campos
de cultivo. Los viejos muros y rincones llenos de recuerdos han sido arrasados,
y los pocos que sobreviven apenas comunican nada a gentes que vivieron la
juventud en otras tierras. Perdido el anclaje con el pasado, deambulamos por un
entramado urbano carente de otro valor que no sea el meramente utilitario, y criamos
a nuestros hijos en un espacio que cada día se asemeja más a un no lugar
impersonal e intercambiable al que no nos une ningún lazo afectivo; un entorno similar
a tantos otros en que unas mismas franquicias nos ofrecen idénticos productos. Desarraigados,
pesa sobre nosotros la incertidumbre de un futuro del que tan solo podemos entrever
que será muy distinto de lo que conocemos, y sentimos la angustia de que muy
posiblemente nuestra experiencia vital no desemboque en sabiduría, sino en
ignorancia; en definitiva, nos acecha el fundado temor de que el paso de los
años merme nuestra capacidad para adaptarnos a la acelerada mutación del mundo.
Pero los seres humanos precisamos
sentirnos miembros de una comunidad, lo que implica participar en proyectos de
futuro que trasciendan lo individual. Si estos faltan, caemos en un nihilismo
que conduce a la anomia, a la persecución desenfrenada, al margen de toda
norma, de la propia satisfacción. Es un comportamiento que manifiesta un
individualismo radical en que se trasluce una convicción íntima, si bien
raramente formulada de manera explícita: la de que el mundo comienza y termina
en uno mismo, y lo exterior, el medio humano y natural, no constituye más que
un conjunto de obstáculos que se interponen en nuestro camino o de instrumentos
de los que servirnos para el logro de nuestros fines.
Frente a estas concepciones, cuyos
efectos destructivos se han dejado sentir durante décadas en nuestras calles, debemos
recuperar la idea de la ciudad como un espacio de convivencia, hacer de ella un
lugar amable, en que sus habitantes, sea cual fuere la generación a que
pertenezcan, puedan pasear, jugar, comprar y disfrutar su tiempo de ocio; en
suma, relacionarse con sus vecinos; un entorno que no se mida únicamente en
términos económicos y utilitarios, sino que recupere o adquiera significado y
se dote así de un valor simbólico. La historia local no es una colección de
curiosidades que interese tan solo a quienes descienden de los antiguos
habitantes o a unos cuantos nostálgicos que, incapaces de distinguir el mito de
la realidad, añoran algo que, de haber existido, jamás lo ha hecho en los
términos que ellos imaginan. Al contrario, es un asunto que nos incumbe a todos:
a quienes proceden de las antiguas familias y a quienes hemos llegado aquí ya
en edad a adulta, a nuestros hijos y a nuestros nietos, ya que no podemos
fijarnos metas ni avanzar hacia ellas si en cada generación ignoramos los
esfuerzos y afanes de las precedentes. La historia local nos brinda las herramientas con
las que establecer el marco en que se desarrolla la socialización de nuestros
descendientes, y el puente intergeneracional que nos convierte en miembros de
una comunidad y proyecta nuestras acciones hacia el futuro.
¡ Me ha gustado mucho tu prólogo !. Seguro, seguro que el libro merece la pena leerlo,
ResponderEliminarMuchas gracias. Sin duda merece la pena leer el libro
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