Al asalto del Paraíso 1. Los dioses y Dios

Mientras que los dioses paganos formaban parte de una naturaleza cuyas fuerzas vitales, ora sombrías ora luminosas, pero siempre inquietantes, personificaban; en la tradición judeocristiana la divinidad se presenta como algo inefable situado fuera del tiempo y del espacio. Las divinidades homéricas son, obviamente, más poderosas que los seres humanos y hasta se las califica de inmortales, pero eso no implica que su existencia sea eterna ni las hace invulnerables. De las pieles de Afrodita y de Ares mana el precioso icor cuando las desgarra la lanza de Diomedes. Como el mundo, los dioses han emergido del caos primordial a través de la sucesión de generaciones que lo han configurado como cosmos. No plantean exigencias éticas. Odiseo, el favorito de Atenea, es valeroso, pero también cruel y taimado. Al igual que los mortales, los dioses están sujetos a las pasiones, experimentan el deseo sexual, los celos y la ira, y su comportamiento es a menudo caprichoso y vengativo, por lo que conviene aplacarlos mediante sacrificios. En contraste, a partir de un fondo que se adivina igualmente inmanentista, el judaísmo (del que el cristianismo surge como un vástago que se rebela contra su progenitor) avanza hacia la formulación de un concepto trascendente de la divinidad, en el que esta se afirma como un creador externo existente más allá del tiempo y del espacio y radicalmente distinto de lo creado. Entre la plenitud necesaria del ser y la contingencia de unas criaturas asediadas por la nada se abre un abismo insondable sobre el cual, en precario equilibrio, desarrolla su existencia el ser humano. Partícipe tanto del mundo natural, en cuanto formado con materia, como del espiritual, pues el soplo divino lo ha dotado de alma, queda situado, como expresará a finales del siglo XV Giovanni Pico della Mirandola, en la intersección entre la eternidad estable y el tiempo fluyente[1]; ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, él será el escultor de sí mismo[2]. Es un puesto privilegiado que lleva aparejado el inquietante mandato divino de dominar la naturaleza: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que bulle sobre la tierra» (Gen. 1,28). El ser humano ocupa de este modo la cumbre de la Creación, pero él mismo, como también aquella, es una obra inacabada que se le ha encomendado concluir.

Los héroes de los poemas homéricos actúan impulsados por fuerzas que escapan a su control. Son las divinidades olímpicas con sus enemistades, sus celos y sus rencillas quienes determinan el destino humano. Pero con Heródoto, la historia, de manera aún titubeante, emerge del mito y ya con Tucídides, al expulsar a los dioses del acontecer, se emancipa totalmente de él. En adelante, serán los seres humanos con sus motivaciones e impulsos mundanos, con su ignorancia y su sabiduría, con su temeridad y su prudencia, sus vicios y sus virtudes quienes edifiquen el futuro; un futuro que se presenta indeterminado y que en ningún modo constituye la conclusión necesaria de un proceso. Los dioses, sostendrá Epicuro, no se ocupan de los hombres. Persiste, eso sí, el mito de la Edad de Oro, un tiempo remoto libre de conflictos, en que los seres humanos vivían en armonía con la naturaleza y entre sí, ajenos a la idea de propiedad y con ella a la envidia y al rencor. Un imaginario pasado feliz que se convertirá en topos literario. Es el recuerdo melancólico de un paraíso tan perdido como irrecuperable.

De muy distinta manera se concibe la historia en el ámbito judeocristiano. Comienza esta con la expulsión del jardín del Edén. La pérdida de la inocencia primigenia lanza a los seres humanos a un mundo de penalidades en el que nada se conseguirá sin sufrimiento. Hasta aquí pocas diferencias parece haber con el mito clásico. Sin embargo, la alianza y las promesas divinas abren un futuro de esperanza. La historia, concebida sobre el arquetipo del Éxodo, adquiere un sentido teleológico al convertirse en un relato de salvación; el de un largo y sinuoso recorrido tutelado por Dios que desembocará en los tiempos mesiánicos en que, recuperada la armonía de los inicios[3], reinará la paz[4] y los humildes no sufrirán opresión a manos de los poderosos[5]. Si las inmanentes divinidades paganas han sido arrojadas fuera de la historia, el Dios trascendente actúa en ella dotándola de sentido.

Pero con la Ilustración, también Dios será expulsado del acontecer humano. Relegado al papel, pronto descartado por innecesario, de gran relojero, quedará reducido a un singular demiurgo que tras poner en marcha el Universo se desentiende de él. Tanto el mundo natural como el social funcionarán animados por fuerzas inmanentes, aunque eso no signifique que no se encaminen hacia una finalidad. El dominio progresivo sobre la naturaleza, derivado del conocimiento de las leyes que la rigen, hará que los seres humanos se emancipen del dominio de la necesidad y por sí mismos edifiquen la sociedad justa anunciada por los profetas; en definitiva, reconquisten el Paraíso del que en el comienzo de la historia fueron expulsados.

[1] Pico della Mirandola, Giovanni (1984), De la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, Ed. a cargo de Luis Martínez Gómez, p. 103.

[2] Pico della Mirandola, Giovanni (1984), p. 105.

[3] «El león pastará con el cordero» (Isaías, 65,25).

[4] «Forjarán de sus espadas azadas, y de sus lanzas podaderas. No alzará su espada nación contra nación, ni se adiestrarán ya en la guerra» (Isaías, 2,4.Tb. Joel 4,10 y Miqueas 4,3).

[5] «No construirán y otro lo habitará, no plantarán y otro lo comerá» (Isaías 65, 22)

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