Los samaritanos

Reúno aquí en un solo documento un artículo que he publicado por entregas en el blog de la parroquia de Nuestra Señora de la Consolación de Móstoles:
Todos estamos familiarizados con las menciones a los samaritanos en el Evangelio: la parábola en que uno de ellos auxilia a un viajero herido, al que previamente han desasistido un sacerdote y un levita (Lc, 10, 25,37); el diálogo junto al pozo entre Jesús y la samaritana (Jn. 4, 1,30), o la orden a los Doce de que prediquen sin dirigirse a los gentiles ni entrar en ciudades samaritanas (Mt, 10, 5,6). Claramente se percibe que nos hallamos ante un grupo mirado con desdén por los judíos y con el que estos evitan en lo posible relacionarse. Temo, sin embargo, que las causas de esta animadversión no sean suficientemente conocidas entre los católicos, por lo que aventuraré un somero intento de explicación.
Comencemos por las respectivas creencias y prácticas religiosas tal como habían llegado a fijarse en la época de Jesús. Judíos y samaritanos comparten la creencia en el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Moisés, el Dios de la Alianza, el Señor único, Creador de todo lo existente, que liberó a su pueblo de Egipto; e igualmente aguardan la venida del Mesías. A partir de aquí comienzan las diferencias. Los samaritanos solo reconocen carácter sagrado a la Torá (lo que los cristianos llamamos el Pentateuco) en tanto que no aceptan que el resto del Tanaj (la Biblia hebrea, para nosotros el Antiguo Testamento) tenga esta categoría. Rechazan asimismo la centralización del culto en Jerusalén y sitúan su lugar santo en el monte Gerizim. Por eso dice la mujer en la conversación aludida:
Nuestros antepasados adoraron [a Dios] en este monte, pero vosotros decís que el sitio donde hay que adorar está en Jerusalén. (Jn. 4, 20).
Utilizando un término un tanto anacrónico diríamos que los judíos consideran herejes a los samaritanos (en realidad no los aceptan como parte del pueblo de Israel), en tanto que estos se ven a sí mismos como los auténticos depositarios de la ley dada a Moisés.
Pienso que lo más adecuado para entender la hostilidad entre judíos y samaritanos es situarnos en el momento en que el rey persa Ciro, tras conquistar Babilonia, permite a los primeros regresar a Jerusalén, bajo el mando de Sesbasar, príncipe de Judá (538 a.C.). Aunque ahora solo nos interesan los retornados, no podemos olvidar que fueron muchos los que decidieron permanecer en Mesopontamia, y que allí se desarrolló durante siglos, incluso milenios, una rica cultura judía, cuyo más brillante fruto fue el Talmud de Babilonia.
A los recién llegados debió ofrecérseles un panorama desolador: un país apenas poblado, una ciudad destruida y el magnífico templo edificado por Salomón arrasado. Pero animados por el fervor religioso y por la alegría de encontrarse de nuevo en la Tierra Prometida emprendieron de inmediato la reconstrucción, bajo la dirección de Zorobabel[1]. En este momento, se presentaron, según el libro de Esdras, unos enemigos de Judá y Benjamín, a quienes más adelante se identifica como samaritanos, y se ofrecieron a colaborar en el trabajo:
“Permitid cooperemos con vosotros en la construcción, ya que al igual que vosotros, seguimos a vuestro Dios y a él ofrecemos sacrificios desde los tiempos de Esar-Hadón[2], rey de Asiria, que nos trajo aquí” (Esd 4,2).
Zorobabel rechazó su ayuda, ya que, como respondió, tal obra le estaba reservada de manera exclusiva a su pueblo. Flavio Josefo, que compartía con el resto de los judíos la animosidad hacia los samaritanos, a quienes por razones que más adelante explicaré suele llamar cuteos, indica que Zorobabel únicamente se negó a que participaran en la edificación, pero sí admitió que, una vez concluida esta, adoraran allí a Yahveh, Dios único (Antigüedades judías, libro XI, cap. IV, 3-9).
A partir de este momento, comienzan las intrigas samaritanas ante las autoridades persas a fin de obstaculizar las obras (Esd 4, 6-33 y Neh 3, 33-38). Josefo, que a este respecto sigue estrechamente a Esdras y Nehemías, aunque al abarcar un período más largo narra también ulteriores conflictos, asegura, refiriéndose ya a la época de Alejandro Magno, que los samaritanos pretendían ser judíos cuando la suerte favorecía a estos, pero negaban todo parentesco, cuando les era adversa (Antigüedades judías, libro XI, cap.VII, 6).
Para nuestro objetivo, debemos tener presente que los judíos consideraron extranjeros a los samaritanos y que estos, pese a adorar al Dios único, reconocieron, al menos en su primera comparecencia ante Zorobabel, no pertenecer al pueblo de Israel.
Como se cuenta en los libros de los Reyes y de las Crónicas, a la muerte de Salomón, las tribus del norte rechazaron como monarca a su hijo Roboam y eligieron en su lugar a Jeroboam (I Re 12 y II Cr 10). El reino del Norte, conocido como reino de Israel, cuya capital estableció el rey Omri en la ciudad de Samaria, susbsistió hasta su conquista por los asirios, quienes deportaron a sus habitantes (721 a C.). En su lugar repoblaron en territorio con gentes prodecentes de Kutah y otros lugares de Mesopotamia (II Re, 17,24). Ahora podemos entender que cuando Flavio Josefo se refiere a los habitantes de este territorio con el término cuteos, lo hace con intención de subrayar su carácter extranjero y negar así que tuvieran alguna relación con los samaritanos antiguos. Según el relato de II Reyes, los nuevos habitantes elevaron altares a sus dioses, por cuyo motivo el Señor envió contra ellos leones que los pusieron en tal peligro que el rey de Asiria ordenó el regreso de un sacerdote judío para que los instruyera en el culto de Yahveh. El episodio concluye con una dura condena de los samaritanos:
Así, pues, reverenciaron a Yahveh y también sirvieron a sus propios dioses, con arreglo al uso de las gentes de donde los habían trasladado. Hasta el día presente han venido obrando según las costumbres antiguas, sin reverenciar a Yahveh y sin obrar conforme a sus propios ritos y ordenanzas, y según la ley y el mandato que Yaveh había prescrito a los hijos de Jacob, a quien puso por nombre Israel (II Re 17, 33,34).
Hay testimonios, sin embargo, de que la deportación no fue completa. Así en II Crónicas se cuenta que el rey Ezequías de Judá invitó a los habitantes de Israel, incluidos Efraím y Manasés[3], a que celebrasen la Pascua en Jerusalén (II Cr 30, 1). La idea de que quedan judíos en el antiguo reino del Norte se expresa poco más adelante de manera inequívoca.
Partieron, pues, los correos con las cartas de parte del rey y de sus príncipes, por todo Israel y Judá, conforme a la orden real diciendo: “Israelitas, volved a Yahveh, Dios de Abraham, Isaac e Israel, y Él se tornará al residuo que de vosotros ha escapado de la mano de los reyes de Asiria...” (II Cr 30, 6).
En Flavio Josefo encontramos, asimismo, una exhortación de Josías a los israelitas que no han sido reducidos al cautiverio por los asirios, para que abandonen a los dioses extraños y sean fieles al Dios de sus antepasados (Antigüedades judías, libro X, cap. IV, 5).
Podemos aventurar a la vista de lo expuesto, que no todos los habitantes del reino del Norte fueron expulsados por los asirios. Aparte de que con toda probabilidad muchos buscarían refugio en el reino del Sur, la deportación debió afectar fundamentalmente a la élite política y sacerdotal, así como a los artesanos cuyo trabajo fuera especialmente útil a los conquistadores. Quedaría, pues, un remanente escasamente instruido, que, pese a las invitaciones de Ezequías y de Josías, se mezclaría con los nuevos pobladores llegados de Mesopotamia y adoptaría en parte sus usos y creencias. Sin embargo, aunque sugerente, esta idea no despeja todas las dificultades, pues si bien explica el rechazo de Zorobabel, y su consideración como extraños al pueblo de Israel, no aclara cómo la religión samaritana, tal como se deduce de los Evangelios y permanece en la actualidad[4], mantiene, al igual que la judía, un riguroso monoteísmo, en lugar de consistir en un sincretismo con elementos paganos.
Debemos remontarnos a la época en que se produjo la separación de los dos reinos. Como cabía esperar, la centralización del culto en Jerusalén desde la construcción del Templo por Salomón, no podía ser fácilmente aceptada por las tribus del norte, dado que eso hubiera supuesto reconocer la supremacía religiosa del sur. Así, al menos, lo expresa el libro de los Reyes.
Entonces dijo Jeroboam en su corazón: “Ahora podría volver el reino a la casa de David. Si este pueblo sube a celebrar sacrificios en la Casa de Yahveh, en Jerusalén, el corazón de este pueblo puede tornar a su señor, a Roboam, rey de Judá,y me matarán y se volverán a Roboam, rey de Judá” (I Re 12, 27).
Para conjurar este riesgo, Jeroboam hizo construir dos santuarios, uno en Dan y otro en Betel. De este modo, la disidencia política y la religiosa marchan de la mano. Ambos reinos hubieron, por otra parte de hacer frente a uno de los peligros que, junto al exterminio físico, siempre han amenazado al pueblo judío: la asimilación. El reino del Norte, más rico y próximo a las ciudades fenicias, estuvo más expuesto a las influencias extranjeras. En vano los pofetas Elías, Elíseo, Amós y Oseas clamaron por un retorno al culto de Yahveh. Los reyes y en general la clase dirigente, adoptaban a las divinidades extranjeras o al menos las toleraban. En la voz de los profetas, el abandono de Yahveh es tanto la ruptura de la Alianza como la quiebra de la justicia social. Una y otra aparecen indisolublemente unidas:
Escuchad esta palabra, ¡oh vacas de Basán[5] que
estáis sobre la montaña de Samaria!,
las que oprimís a los pobres, las que maltratáis a los indigentes,
las que decís a vuestros señores: “¡Traed para que bebamos!”
Adonay Yahveh ha jurado por su santidad que os sobrevendrán días
en que se os conduzca mediante ronzal y vuestra posteridad con ganchos sea destruida,
y por las brechas saldréis una a una
y seréis arrojadas al Hermón -oráculo de Yahveh (Am 4, 1,3)
Los profetas hablan a los poderosos y les reprochan (como siglos después haría San Juan Bautista) sus iniquidades. Ni siquiera David escapó a ellos. Después de ordenar el asesinato de Urías a fin de desposarse con Betsabé, tuvo que escuchar las durísimas palabras de Natán (II Sam 12). Algo similar le ocurrió a Ajab, quien tras haber consentido la muerte de Nabot de cuya viña deseaba apoderarse, hubo de sufrir que Elías le echara en cara su delito (I Re 21).
Ya hemos hablado en otro artículo de la suerte corrida por el reino del Norte, destruido por los asirios, y hemos señalado cómo, muy probablemente, la deportación no fue total, sino que una parte de sus habitantes, la menos instruida, quedó en el país y se mezcló con nuevos pobladores llegados de Mesopotamia. En las líneas anteriores, hemos puesto, por otro lado, de relieve que incluso antes de su desaparición, el reino del Norte había iniciado la ruptura religiosa con Judá.
Sea cual fuere la suerte corrida por las tribus del Norte, de lo que no cabe duda es de que las gentes que ocuparon su territorio, quedaron al margen de dos grandes experiencias que marcaron la evolución del judaísmo: la renovación religiosa de Josías y el exilio en Babilonia.
En cuanto a la primera, tanto el II Libro de los Reyes, como el II de las Crónicas, cuentan que durante el decimoctavo año del reinado de Josías, se halló el Libro de la Ley de Yahveh, dada por medio de Moisés (II Re 22, 8 ss. y II Cr 34, 14 ss.). Probablemente se tratara de una antigua versión de la Torá o quizá solo del Deuteronomio. En cualquier caso, su impacto sobre el rey, ya muy dado a la piedad, fue enorme y le impulsó a la destrucción de todos los restos de idolatría, a la purificación del culto y a la celebración de una Pascua solemne en Jerusalén.
El reino del Sur, acabó con todo, sucumbiendo ante los babilonios, y sus habitantes, al igual que les había ocurrido anteriormente a sus hermanos del norte, fueron deportados. Su exilio tuvo, sin embargo, otro carácter. En torno a Babilonia se formaron grandes y sólidas comunidades judías, que pudieron reflexionar sobre el desastre y reafirmarse en la Alianza. Así, cuando Ciro, rey de Persia, los liberó, quienes regresaron a la tierra de Israel lo hicieron con un sentimiento religioso renovado y lleno de vigor.




[1] Una discusión sobre los papeles respectivos de Zorobabel y Sesbasar en el retorno, así como sobre las dificultades para identificarlos en un solo personaje, como han pretendido diversos autores desde Flavio Josefo, en ABADIE, Philippe. “El libro de Esdras y de Nehemías”. Cuadernos Bíblicos, nº 95. Verbo Divino. Estella. 2001,
[2] Como suele ocurrir con los nombres semíticos, lo podemos encontrar transcrito de diferentes maneras, siendo Asaradón y Assarhaddon las más frecuentes.
[3] Efraím y Manasés eran las más fuertes tribus del reino del Norte.
[4] Aún existe un pequeño grupo samaritano en Israel.
[5] Se refiere a las damas de Samaria

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