Remedos del Juicio Final

Primo Levi, Viktor Frankl e Imre Kertész, entre otros, describen la escena con ligeras variantes: tras varios días de viaje apìñados en un vagón cerrado, sin agua y sin comida, los deportados bajan en el andén de un lugar desconocido. Tras tanto tiempo de oscuridad, quedan cegados por los focos. Los gritos de los guardias y los ladridos de los perros les obligan a formar una fila, sin tiempo apenas para percatarse de que arriba, en el tren, han quedado algunos cadáveres: niños, ancianos, mujeres, enfermos, que no han podido resistir el tormento del hambre y de la sed, de la oscuridad y del miedo. Seres débiles cuya naturaleza ya ha sucumbido ante el horror. Los supervivientes son incapaces de hacerse una idea de lo que les aguarda. Pronto se ven avanzando mansamente hacia un lugar en que alguien, bien cubierto con la bata blanca de los médicos, bien con el uniforme negro de las SS, con el gesto indiferente de quien realiza un trabajo rutinario, envía a unos hacia la izquierda y a otros hacia la derecha. A unos les aguarda la muerte inmediata en la cámara de gas, a los otros el prolongado sufrimiento del trabajo extenuante, de la insuficiente alimentación, de la brutalidad de los capos, de la separación de los seres queridos, cuyos cuerpos quizá ardan en los cercanos hornos crematorios. Un hombre oscuro, gris, un anodino funcionario, ha usurpado el papel de Dios en el Juicio Final, pero, como corresponde a una farsa infame, aquí no hay salvación. Quizá los mejor parados sean después de todo los que van a perder la vida en unos instantes. Esos, al menos, no correrán el riesgo de degradarse, de convertirse en bestias y perder el alma. Los otros se enfrentarán a una prueba mucho más dura. Tendrán que luchar día a día por mantener la dignidad, por afirmar una condición humana que les es negada por sus verdugos. No todos podrán resistir.
El médico o el SS terminará su jornada de trabajo y volverá junto a su mujer y a sus hijos. Quizá se entretenga un rato charlando con sus compañeros, puede que comparta con ellos unas cervezas o que juntos canten al ritmo del acordeón. No sentirá ningún remordimiento. Al contrario, quizá experimente esa satisfacción que solo proporciona la culminación feliz de un difícil trabajo. Puede que, tras haber enviado a niños, mujeres, ancianos y enfermos a la muerte, y a hombres adultos y vigorosos a un sufrimiento atroz, aún se detenga en una pastelería para comprar unas golosinas para sus hijos, o que se entretenga en elegir el regalo que hará a su esposa en el ya próximo aniversario.
Cegados por ideas utópicas, los seres humanos se han creído capaces de edificar en la tierra el Reino de Dios, pero en su lugar han construido el infierno.

Francisco Javier Bernad Morales

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