Domingo Badía Leblich

Por una aparente paradoja el país más preocupado por su memoria histórica es el que menos conoce su pasado. Si Domingo Badía Leblich hubiera nacido en Portsmouth o en New Haven su vida hubiera servido de argumento a más de una película, pero quiso el hado que viera la primera luz en Barcelona, algo que ha sido funesto para su fama. No se crea que le hubiera ido mejor de haber nacido madrileño. Ahí está para demostrarlo Ruy González de Clavijo, nada menos que embajador de Enrique III de Castilla ante Tamerlán en la corte de Samarcanda. Cuatrocientos años separan a ambos personajes, pero quedan unidos por el común olvido.



Domingo Badía fue espía y aventurero, pero a la vez perteneció a la estirpe de viajeros científicos en que tan prolíficos fueron los siglos XVIII y XIX. Esa que alumbró a Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Dionisio Alcalá Galiano y, más tardíamente, a Manuel Iradier, y engrandeció a una España que, incapaz de apreciar su valía, se comportó como madrastra rencorosa con el gran Alejandro Malaspina, cuyos trabajos al servicio de la corona y de la ciencia quedaron inéditos a causa de las mezquinas intrigas que mancharon el reinado de Carlos IV. Fue asimismo la desdichada política de alianzas seguida por el Príncipe de la Paz, la que condujo al desastre de Trafalgar, en el que España perdió no solo sus mejores buques, maravillosas obras de ingeniería, sino, lo que resultó irreparable, a toda una generación de expertos marineros y de magníficos oficiales de profunda formación científica.



Pero es Godoy quien encarga a Domingo Badía una misión en Marruecos. Así en junio de 1803 aparece en Tánger con el nombre de Alí Bey al-Abasí, haciendo creer a todos que es un príncipe musulmán que, tras estudiar en Lóndres, se halla de camino a Oriente. Es obvio que domina el árabe a la perfección y conoce lo suficiente la religión islámica para que nadie desconfíe. Pronto se gana la confianza del sultán y viaja por el reino. De ello dan testimonio sus diarios en que menudean las observaciones astronómicas, topográficas, etnológicas e históricas. No nos hablan, en cambio, del objetivo real de su trabajo, pero sí sabemos que en octubre de 1805 se ve obligado a huir precipitadamente. Tampoco aclaran de dónde obtiene el dinero que le permite codearse con lo más granado de la sociedad marroquí. Parece que los fondos se los proporcionaba el gobierno español y que su misión consistía en urdir una conspiración para derrocar al sultán.



Pero sigamos el hilo de su relato. En lugar de volver a España, viaja a Trípoli, donde, tras ganarse la confianza del bajá, embarca para Alejandría. Afirma, sin embargo, que las tormentas le apartan de su ruta y arriba a Chipre. No es algo que quepa aceptar sin más. Badía es extremadamente meticuloso en la descripción geográfica y etnológica. Sin embargo, todo lo que toca a los motivos de sus movimientos queda envuelto en el misterio y cuando alude a ellos le queda al lector la impresión de que en lugar de revelarlos, siembra pistas falsas para ocultarlos. Sea cual fuere la causa, permanece dos meses en la isla, antes de reemprender la ruta hacia Egipto, donde llega en mayo de 1806. En diciembre, se une en El Cairo a la peregrinación a La Meca.



Se trata de un viaje arriesgado que le hubiera costado la vida de haberse descubierto que no era musulmán. En su diario consigna unas páginas magníficas sobre el ambiente y recorrido de la caravana, y sobre la ciudad de La Meca y el ritual de la peregrinación, así como la ocupación de la ciudad por los wahabitas. Se trata de un documento único, utilizado más adelante por Richard Burton al preparar su peregrinación de 1853.



El regreso, lleva a Badía a visitar Jerusalén y Damasco, para concluir en Constantinopla, de donde en diciembre de 1807 sale en extrañas circunstancias camino de Viena.



No acaba en esto su vida aventurera. Vuelto a España entra al servicio de José Bonaparte, quien le monbra intendente de Segovia y más tarde prefecto de Córdoba. Marcha al exilio tras la derrota francesa y se ocupa en la publicación del relato de sus viajes, que en vano había intentado en España y que pronto aparecen en francés, inglés, alemán e italiano. Pero durante todo este tiempo, siente el deseo de volver a Oriente, algo que finalmente logra en 1818, enviado, con el nombre de Hash Alí Otmán, a una misión secreta por el rey Luis XVIII. En Damasco se une a una nueva peregrinación, pero cae enfermo, él sospecha que ha sido envenenado, y muere antes de abandonar Siria.



La primera edición española del relato de sus viajes habrá de esperar hasta 1836. En 1983 la Editora Nacional publicó la parte referida a Marruecos y en 1997 apareció la de Compañía Literaria, preparada por Juan Barceló Luque, que utilizo. También he visto en el Real Jardín Botánico de Madrid carpetas con dibujos y notas de su mano.

Comentarios

  1. Que interesante y bien documentado.

    Carmen

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  2. murio envenenado?? Carmen

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  3. Según Regnault, cónsul francés en Damasco, la enfermedad obedeció a causas naturales, pero lady Stanhope contó que, poco antes de morir, Badía le había enviado unas muestras de lo que él creía el veneno que le habían administrado.

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  4. Tomo estos datos de Juan Barceló Luque en el prólogo a la edición de Compañía Literaria.

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