Sin conciencia

He leído en estos días la novela Todo fluye, de Vasili Grossman y aún estoy bajo los efectos de de su profunda inmersión en la naturaleza humana. Recuerdo que mi primer contacto con el GULAG se produjo muchos años atrás, cuando apenas salido de la adolescencia leí Un día en la vida de Iván Denísovich, y algunas otras obras de Soljenitsin. Al contrario que a muchos de mis amigos, inficionados, como tantos otros jóvenes de mediados de los setenta, por el virus del izquierdismo, no me suscitaron un rechazo visceral. Admiré su calidad literaria y, desde el primer momento, supe que lo contado era cierto; así que comencé a buscar razones que justificaran el horror de los campos. No las hallé. Fue el inicio de un proceso de maduración largo y lento, que me llevó a entender que ningún fin puede justificar tanto sufrimiento, y terminó por alejarme de toda tentación utópica. Pero no es mi deseo hablar de mí, sino de la novela de Vasili Grossman. Sin alcanzar la dimensión épica de Vida y destino, Todo fluye constituye una rica, atinada y mesurada reflexión sobre el comportamiento humano, y una llamada al ejercicio de la libertad. El regreso de Iván Grigórievich, tras años de internamiento en los campos, confronta de manera irremediable a los demás personajes consigo mismos. Su primo, que se cree limpio porque nunca ha denunciado a otro, recuerda que ha tomado la palabra en mítines y reuniones, para reclamar la muerte de los enemigos del Partido; en la calle, de manera casual, tiene un encuentro con el colega que le delató, circunstancia que, aunque ignorada por Iván, despierta en aquel el sentimiento de culpabilidad; incluso Anna Serguéyevna, la mujer en cuya casa alquila una habitación, y por la que experimenta una auténtica atracción amorosa, le confesará que durante un tiempo fue activista del Partido e incluso directora de un koljós en Ucrania. El relato aquí se vuelve estremecedor: Anna ha sido testigo, e incluso en sus inicios cómplice, de un crimen monstruoso: la condena a muerte por inanición de millones de campesinos. Primero, los llamados kulaks, supuestos ricos; y luego, los demás. Pobres gentes a quienes el ejército arrebata la cosecha para abastecer a las ciudades, a quienes no se les deja un grano de cereal con que alimentarse, y que ven como sus hijos desfallecen día a día, hasta una muerte a la que pronto les seguirán. Anna no oculta nada de lo visto. Una hambruna enloquecedora, deliberadamente provocada, que ha llevado a algunos al canibalismo, y todo ello, mientras los periódicos publican artículos como uno de Máximo Gorki en que se defiende la necesidad de proporcionar a los niños juguetes educativos.

Grossman no condena a nadie, ni siquiera a los delatores, de quienes afirma que lo más repugnante, lo más terrible en ellos, no son las cosas malas, sino las buenas. El hecho de que puedan ser padres afables y cariñosos, personas capaces de gozar de la música y de la poesía. Al leer esta palabras me viene a la mente el recuerdo de una fotografía, difundida unos meses atrás, que muestra a unos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, riendo y disfrutando en una pausa del trabajo. Algo inocente, en ningún modo aterrador, si no supiéramos que son guardianes de Auschwitz. El problema está en esas cosas buenas, que nos recuerdan que son seres humanos como nosotros, pero que, al propio tiempo, nos dicen que nosotros bien pudiéramos ser como ellos. Lo terrible es que no se trata de monstruos ajenos a la especie humana, sino de nuestros semejantes.

Hay una categoría de seres humanos de la que, sin embargo, no habla Grossman, quizá porque tuvo la fortuna de no conocerla: la de los escritores y filósofos de Occidente que, durante décadas, defendieron el comunismo y negaron o minimizaron sus crímenes. Esos que, como Benet, lamentaron la liberación de Soljenitsin. Intelectuales que, con toda probabilidad, de haber vivido en la Unión Soviética, hubieran terminado sus días ante el pelotón de fusilamiento o en un campo siberiano, o quizá se hubieran salvado mediante el ejercicio de la denuncia y de la más vil de las adulaciones, pero que, desde la seguridad de que gozaban en países occidentales, incluida la España de la dictadura franquista (un paraíso de libertad comparada con la Unión Soviética), se atrevían a alabar a aquel régimen criminal; eso sí, sin llegar al extremo de saltar el muro de Berlín para buscar refugio en la RDA o en la URSS. Es el de estos pseudopensadores un engaño cuyos efectos aún perduran, cuyos ecos se advierten en la renuencia a condenar el régimen de los Castro, en la bobalicona idealización de Ernesto Che Guevara, en la simpatía por Chávez, en la comprensión de los motivos de Hamás y Ahmadineyad, en los intentos de negociación con ETA, y en tantas actitudes cotidianas, pero que a estas alturas no es que resulte difícil de explicar, eso ya lo era en los años treinta, sino absolutamente imposible de entender, a menos que admitamos que la más absoluta inmoralidad, ahora disfrazada con los eufemismos de relativismo moral o cultural, ha destruido sus conciencias. ¿Por qué el comunismo no es objeto de una repulsa similar a la del nazismo?

Comentarios

  1. Con tu permiso, mañana lo reproduzco en mi modesto blog.

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  2. Te agradezco tu ofrecimiento. Naturalmente, tienes mi permiso. En cuanto sea posible daré un paseo por tu blog. No lo hago ahora, porque debo ocuparme de un grave asunto familiar.

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