Explotación de los indígenas en la Amazonia: el caucho maldito
Francisco Javier Bernad Morales
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad de Móstoles el 24 de octubre de 2019
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad de Móstoles el 24 de octubre de 2019
Quiero comenzar esta conferencia
expresando mi agradecimiento a dos misioneros agustinos vinculados a Móstoles, que
hace ya muchos años, partieron a la Amazonia peruana, donde desarrollan su
labor pastoral en firme y valeroso compromiso con las comunidades indígenas, expuestas,
hoy como ayer, a la explotación económica, la marginación social y la pérdida
de identidad cultural. Hablo de Manolo Berjón y Miguel Ángel Cadenas. A ellos les
debo gran parte de la documentación utilizada para preparar estas palabras.
Es ahora pertinente repetir una
consideración que ya expuse dos años atrás en este mismo lugar hablando del
Holocausto. Me referí entonces a la distinción establecida por Giorgio Agamben
entre dos tipos de testigo, a los que designa con las palabras latinas testis
y superstes. El primero es aquel que se sitúa como tercero en un litigio
entre dos contendientes, en tanto que el segundo es quien ha vivido una
determinada realidad hasta el final y está, por tanto, en condiciones de
ofrecer un testimonio sobre ella[1].
Si en aquella ocasión señalé que los auténticos superstes quedaron
privados de la palabra porque la vida corpórea les había sido arrebatada o
incluso aunque esta se hubiera alcanzado a mantener, se les había asesinado el
alma, ahora debo decir que tampoco contamos con superstes, pues
conocemos el sufrimiento de los indígenas no por su propio testimonio, sino por
el de personas ajenas, de gentes venidas, y creo que no es exagerado decirlo así, de
otro mundo, equipadas con un aparato conceptual extraño a las vivencias de las
víctimas. En 1924 el colombiano José Eustasio Rivera publicó La vorágine,
una novela que se hace eco del cruel sistema de explotación implantado por los
caucheros en la región del Putumayo. Pues bien, en ella los indios constituyen
una presencia muda, enigmática y no individualizada. Así han permanecido hasta
tiempos muy recientes y aún hoy apenas nos llega su voz.
Tras este preámbulo llega el
momento de aproximarnos al ámbito temporal y geográfico del que vamos a
ocuparnos. Las noticias sobre los grandes incendios del verano han hecho que
nuestra atención se vuelva hacia la Amazonia y nos asalte una honda y legítima
preocupación ante las medidas adoptadas por el gobierno brasileño desde la
llegada al poder del presidente Bolsonaro. Puede que muchos de ustedes hayan
oído hablar también de los daños causados por las compañías madereras, por los
garimpeiros −buscadores ilegales de oro que envenenan las aguas con mercurio−, o
que les haya llegado alguna noticia de los derrames de crudo en los oleoductos
gestionados por Petroperú o sobre el proyecto de hidrovía amazónica. Son múltiples
las agresiones que sufre esta vasta región, cuyo valor para el resto del
planeta solo se obstinan en negar algunos políticos que, cegados por el afán de
rápidos beneficios económicos, se envuelven en banderas nacionales para
rechazar con indignación patriótica toda crítica venida del exterior. En su indiferencia
por el estado en que las generaciones futuras vayan a recibir nuestro planeta
solo les falta afirmar explícitamente, como se cuenta que hizo Luis XV, après
moi, le déluge, después de mí, el diluvio. Una irresponsabilidad frente a
la que debemos esgrimir el imperativo categórico tal como fue formulado por
Hans Jonas: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con
la permanencia de la vida humana auténtica en la Tierra”[2].
Porque de eso se trata: de que está en juego la continuidad de la vida humana. La
destrucción de la selva en nombre del desarrollo y del progreso no es un
fenómeno nuevo, pero en nuestros días, en consonancia con los ingentes recursos
técnicos de que disponemos, se efectúa a un ritmo muy superior al del pasado, y
ya no amenaza tan solo la supervivencia de lejanas comunidades indígenas, miradas
con desprecio o, en el mejor de los casos, condescendencia por hombres
autoproclamados civilizados, sino que sus efectos se dejan sentir en todo el
planeta.
Es preciso para comprender lo que
ocurre a nuestro alrededor que por unos momentos volvamos la vista atrás.
Veremos que, aunque las formas hayan cambiado y al menos aparentemente la
brutalidad haya disminuido, los argumentos con que se justifica la marginación
y la explotación de los pueblos originarios de la Amazonia apenas han variado
más allá de una hipócrita dulcificación en la manera de expresarlos. Si como indicaron
Horkheimer y Adorno “la historia real se halla entretejida de sufrimientos
reales”[3],
debemos recordar que el desarrollo industrial de la segunda mitad del siglo XIX
y de las primeras décadas del XX, para el que el caucho constituyó una esencial
materia prima, se erigió sobre la más infame esclavitud de las poblaciones
amazónicas, aunque no solo de ellas.
En esta conferencia trataré del
episodio conocido como Escándalo del Putumayo. Se trata de un
acontecimiento que ha alcanzado notoriedad desde que en 2010 Mario Vargas Llosa
publicara El sueño del celta, donde de forma novelada narra la vida de
Roger Casement, diplomático británico y nacionalista irlandés que investigó los
crímenes cometidos por los caucheros. El que nuestro ámbito espacial se ciña a
la región comprendida entre los ríos Putumayo y Caquetá no significa, empero,
que este haya sido el único afectado, lo que lo convertiría sin que ello
disminuyera su horror en un caso aislado. Hechos similares se dieron tanto en
otras regiones de la Amazonia como en muchos otros lugares del mundo colonial
fuera cual fuere la fuente de riqueza explotada.
Las primeras noticias sobre el
caucho las trajo a Europa el naturalista francés Charles Marie de La Condamine,
director de la expedición que en los años 1735-1744 midió el grado de meridiano
en las tierras ecuatoriales. El caoutchouc, como lo denominó, es un
líquido segregado tras sufrir un corte por algunos árboles, entre ellos la Hevea
brasiliensis y diversas especies de castilloa. Una vez endurecido se convierte
en una sustancia elástica que los indígenas amazónicos utilizaban desde fecha
desconocida para fabricar algunos objetos impermeables, tales como un odre para
transportar líquidos[4].
Su uso industrial se extendió después de que en 1839 el estadounidense Charles Goodyear
inventara el procedimiento de vulcanización, que evita la alteración del
producto por los cambios de temperatura. Entonces se fabricaban con él aislantes,
almohadas, zapatos, impermeables, amortiguadores de ferrocarriles, etc. Robert W.
Thompson dio un paso más al patentar la llanta neumática en 1844, pero esta
tuvo escaso éxito hasta que en 1888 John Dunlop la reinventó. Desde entonces, la
expansión de las industrias de la bicicleta y del automóvil hizo que la demanda
aumentara extraordinariamente y originó lo que se ha llamado fiebre del caucho,
la afanosa búsqueda de una materia prima cuya explotación permitía obtener rápidamente
enormes beneficios.
Tanto heveas como castilloas y
otros árboles similares no formaban bosques compactos, sino que crecían
dispersos entre la densa vegetación selvática, lo que dificultaba su
aprovechamiento. Este se inició hacia 1850 en Brasil en los ríos Xingú y
Tapajós, para extenderse luego al Madeira y el Purús y más adelante al Mamoré,
al Acre y al curso boliviano del Madeira[5].
En cuanto a la Amazonia peruana, la explotación del caucho se desarrolló
fundamentalmente en dos zonas. De un lado, al sur en el alto Ucayali, el
Urubamba y el Madre de Dios; y de otro en el norte en el territorio comprendido
entre el Putumayo y el Caquetá, cuya posesión se disputaban entonces Perú y
Colombia. En el primer sector se ha perpetuado el recuerdo de Carlos Fermín
Fitzcarrald, cuya figura queda envuelta en un aura romántica de desmesura de la
que participa la película dirigida en 1982 por Werner Herzog, en la que un
Klaus Kinski de mirada alucinada da vida a un cauchero visionario apasionado
por la ópera[6]. La
realidad, más allá del indudable valor de su hazaña al establecer una
comunicación entre las cuencas del Ucayali y del Madeira, es que, tal como
indican algunos testigos, en su relación con los indígenas no faltaron
expediciones de castigo y matanzas[7].
Pero los testimonios sobre este territorio son escasos en comparación con los
del sector del Putumayo, donde imperaba la Peruvian Amazon Company,
fundada y dirigida por Julio César Arana.
Estas remotas tierras de la
Amazonia apenas habían conocido durante los tiempos de los virreinatos otra
presencia española que la de algún misionero y la de pequeños contingentes
militares. El contacto con el mundo civilizado se completaba con esporádicas
incursiones en busca de esclavos de bandeirantes procedentes de territorio
portugués[8].
En cambio, tras la independencia, comenzó a verse aquel espacio como un
territorio vacío −obviamente la presencia indígena no contaba− disponible para
la colonización. Con esta perspectiva, de un lado se enviaron misiones de
exploración, como las realizadas por Antonio Raimondi o el coronel Pedro
Portillo, con la finalidad de obtener un amplio conocimiento de sus fuentes de
riqueza, vías de comunicación y otros datos de interés científico, y se crearon
organismos como la Sociedad Geográfica de Lima (1888) o la Comisión
Hidrográfica del Amazonas, sustituida a partir de 1901 por la Junta de Vías
Fluviales; y de otro se procedió a una organización administrativa que, tras
diversos ajustes, llevó a la creación en 1866 del departamento de Loreto, cuya
capital se estableció en Moyobamba hasta 1891, año en que la sustituyó Iquitos.
Además, desde 1849, los sucesivos gobiernos habían intentado atraer colonos de
origen europeo, con la esperanza de que, adornados por las virtudes de la
inteligencia y la laboriosidad que se suponían propias de su raza superior (pronto
volveremos sobre esta idea de superioridad), pusieran en valor unas tierras
consideradas extremadamente fértiles[9].
El intento no tuvo el éxito deseado debido entre otras circunstancias a la
dificultad de las comunicaciones y solo consiguió la llegada de unos pocos
centenares de inmigrantes en su mayoría alemanes y tiroleses. No sería la
agricultura, sino el caucho lo que alteraría la estructura demográfica de la
Amazonia y convertiría a Iquitos, junto con las brasileñas Manaos y Belém, en
un gran centro de riqueza.
Pilar García Jordán, basándose en
una estimación de Carlos Rey de Castro, cónsul de Perú en Manaos de quien después
hablaremos, da para la región del Putumayo a finales del siglo XIX la cifra de
unos 40.000 a 50.000 indígenas, pertenecientes a los grupos étnicos huitoto,
bora, andoque, ocaina y resígaro[10].
Vivían del cultivo de sus chacras, de la pesca y de la caza y habitaban en
casas comunales a las que se da el nombre de malocas; un modo de vida que quedó
totalmente trastornado por la presión de los caucheros, quienes precisaban de
abundante mano de obra. Los mecanismos para captarla, según señala Pilar García
Jordán[11],
fueron las correrías, en que generalmente se mataba a los adultos y se apresaba
a los jóvenes; la compraventa y el peonaje por deudas, también denominado
habilitación. Consistía en que se adelantaban a los indígenas determinados
productos que ellos debían pagar mediante su trabajo como recolectores de
caucho. El sistema no tenía en cuenta las necesidades ni los deseos de
aquellos, los cuales se veían obligados a aceptar objetos innecesarios y de
pésima calidad a un precio desorbitado, lo que de hecho los convertía en
esclavos, ya que les resultaba imposible satisfacer una deuda que no cesaba de
aumentar; que podía venderse, con lo que el deudor quedaba al servicio de un
nuevo amo, y que además se heredaba de padres a hijos. Este método de
explotación no fue exclusivo de la Amazonia ni de la obtención del caucho, sino
que estuvo bastante generalizado en Sudamérica. Horacio Quiroga lo refleja en
su relato Los mensú[12],
ambientado en la provincia argentina de Misiones y publicado en 1917. Aunque en
este caso el adelanto no se produjera en especie sino en efectivo, el resultado
era el mismo: la deuda dejaba al trabajador a merced del patrono, quien fijaba
unilateralmente las condiciones de trabajo, recurría con frecuencia al maltrato
físico e incluso castigaba con la muerte los intentos de fuga.
Alberto Chirif se remite a
testimonios de la época para afirmar que las correrías producían sobre todo
concubinas para los caucheros y niños sirvientes que, tras ser civilizados,
eran vendidos por un precio que oscilaba entre 200 y 400 soles de plata. Estos
indios habrían constituido la mayor parte del servicio doméstico en Iquitos[13].
Incluso en una fecha tan tardía como 1986, AIDESEP (Asociación Interétnica de
Desarrollo de la Selva Peruana) denunció que los ashaninka en el alto Ucayali
eran víctimas del peonaje por deudas, así como de agresiones, violencia sexual
contra las mujeres, secuestros, estafas, etc.[14].
Aunque se realizó una investigación y las comunidades indígenas fueron
liberadas, no hubo sanciones contra los responsables.
En la región del Putumayo,
alcanzó un lugar preponderante Julio César Arana. Comerciante de sombreros en Yurimaguas,
entró paulatinamente en el negocio del caucho, asociado desde 1901 con el
colombiano Benjamín Larrañaga en la firma Arana, Larrañaga y Compañía,
con sede en Iquitos y sucursal en Manaos (Brasil). Debemos tener en cuenta que,
debido a las difíciles comunicaciones, la exportación del caucho se realizaba por
vía fluvial en dirección al Atlántico a través del territorio brasileño. Incluso
para acceder a Iquitos desde el Putumayo era preciso descender por este río
hasta Santo António de Içá en el Brasil, para desde allí remontar el Amazonas
entrando de nuevo en el Perú. En 1903, ya muerto Larrañaga, la sociedad pasa a
denominarse J. C. Arana y hermanos y en 1907, tras un viaje de Arana a
Londres en busca de inversiones británicas, Peruvian Amazon Rubber Company,
y luego simplemente Peruvian Amazon Company (PAC). Con toda probabilidad,
además de aumentar el capital de la empresa, el objetivo de Arana era obtener
el respaldo de Gran Bretaña, dada la incierta soberanía sobre el territorio
entre el Putumayo y el Caquetá, que, como ya se ha dicho, se disputaban Perú y
Colombia. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre límites, los dos
países acordaron someter la cuestión al arbitraje de la Santa Sede y el 6 de
junio de 1906 establecieron un modus vivendi, por el cual se
comprometían a no intervenir en la zona hasta que aquel se resolviera. Sin
embargo, apenas un año después, en octubre de 1907, el gobierno colombiano
denunció unilateralmente el acuerdo y pronto se produjeron enfrentamientos
armados en las localidades de La Unión y La Reserva. Desde Lima se esperaba que
Arana y sus hombres colaboraran en la lucha contra una posible invasión. Aquel
territorio de unos 120.000 km2 quedó convertido en una tierra de nadie,
lo que facilitó la libertad de acción de la PAC[15].
Por otro lado, el director gerente, Abel Alarco, marchó a Barbados, entonces
colonia del Reino Unido, donde contrató a isleños para que ejercieran como
capataces en el Putumayo. Arana posiblemente esperaba que, si finalmente el
litigio se resolvía a favor de Colombia, su concesión fuera respetada, dadas
las conexiones británicas de la empresa. Tal hecho tuvo, sin embargo,
consecuencias que él estaba muy lejos de sospechar. En tanto, se había
convertido en uno de los personajes más destacados en la sociedad iquiteña. Alcalde
en 1902, presidió luego la Cámara de Comercio; y apoyó además las campañas de su
abogado Julio Ego-Aguirre y de Miguel A. Rojas, ambos elegidos senadores por
Loreto y luego nombrados ministros por el presidente Augusto Leguía[16].
El escándalo se inició el 9 de
agosto de 1907 con una denuncia presentada por el periodista de Iquitos
Benjamín Saldaña Roca contra los directivos y capataces de la Casa Arana, nombre
con que se conocía popularmente a la Peruvian Amazon Company, por el trato
a que eran sometidos los indios, víctimas de flagelaciones, violaciones,
mutilaciones y asesinatos. Detalla una larga lista de crímenes, entre los que
se incluye el de quemar indígenas vivos, acción de la que acusa a Víctor Macedo,
Miguel Loayza y Armando Normand. Difundió además estas atrocidades en los
diarios locales La Felpa y La Sanción y meses después en el
limeño La Prensa. Tras amenazas y agresiones hubo de abandonar Iquitos a
comienzos de 1908 y murió cuatro años después en Lima en absoluta pobreza[17].
El asunto alcanzó resonancia internacional cuando tras un viaje por el Putumayo,
el ingeniero estadounidense Walter Hardenburg publicó en la revista londinense Truth,
bajo el título El paraíso del diablo, una serie de artículos en los que relataba
lo que él mismo había observado, y recogía las noticias aparecidas en La
Felpa y La Sanción. Tras estas revelaciones, la Sociedad
Antiesclavista y el Parlamento presionaron al Gobierno para que iniciara una
investigación, toda vez que se implicaba a una empresa de capital británico y
que contaba entre sus trabajadores a súbditos de la Corona. Ante eso, el Foreign
Office decidió enviar al cónsul en Río de Janeiro, Roger Casement para que dilucidara
la veracidad de las acusaciones.
La elección de este diplomático
irlandés estaba motivada por el prestigio que había alcanzado años atrás al
investigar el régimen de terror impuesto en el Estado Libre del Congo por el
rey de los belgas Leopoldo II, de quien aquel territorio era una propiedad
personal. No podemos ahora desviarnos de nuestro objetivo describiendo aquel
sistema basado en la brutal explotación de los indígenas, mediante el cual
Leopoldo II obtuvo una enorme fortuna. Conviene, no obstante, recordar que en
su organización desempeñó un papel de primera magnitud el famoso explorador
Henry Morton Stanley, el mismo que en octubre de 1871 había encontrado a Livingstone
a orillas del lago Tanganica: un ejemplo de cómo la exploración geográfica de
carácter científico servía a menudo a intereses de expansión imperialista. Las
conclusiones de Casement revelaron la magnitud del genocidio cometido en el
Congo, por lo que finalmente Leopoldo II se vio obligado a renunciar a su
propiedad en favor del Estado belga, algo que solo en cierta medida mejoró la
suerte de los nativos. En esta época, Casement entabló amistad con Joseph
Conrad, quien más tarde en El corazón de las tinieblas, reflejaría
literariamente aquel horror.
Casement realizaría el viaje al
Putumayo junto a una comisión enviada por los accionistas británicos de la PAC.
Con ellos remontó el Amazonas hasta Iquitos, donde llegaron el 31 de agosto de
1910. Allí mantuvo entrevistas con autoridades locales y directivos de la
compañía, y comenzó a interrogar a empleados barbadenses.
El 14 de septiembre, Casement y
la comisión partieron hacia La Chorrera, una de las dos estaciones de la PAC,
la otra era El Encanto, en las que se centralizaba la extracción del caucho. El
viaje, que duró ocho días, lo realizaron a bordo de un vapor de Arana, pues
este controlaba todos los medios de transporte en aquella ruta, y los condujo
de nuevo hasta territorio brasileño, ahora Amazonas abajo, para remontar luego
el Putumayo, adentrándose en la zona disputada por Perú y Colombia.
De La Chorrera y El Encanto
dependían respectivamente diez y once secciones a cuyo frente se hallaba un jefe
secundado por supervisores blancos o mestizos, a cuyas órdenes estaban los
barbadenses negros, bajo los cuales quedaban los llamados muchachos de
confianza, indígenas armados entrenados desde niños por la compañía, que se
encargaban de controlar a los recolectores[18].
En esta zona se explotaba la Hevea brasiliensis, que como ya se ha dicho,
crecía de forma dispersa entre árboles pertenecientes a muy diversas especies,
y el caucho se extraía realizando incisiones en la corteza. Cada quince días,
período denominado puesta, debía realizarse su entrega en la sección correspondiente
y cada cuatro meses aproximadamente, tiempo llamado fábrico, el caucho
de las secciones era trasladado a pie por las trochas de la selva, cargado a
las espaldas de indígenas que en jornadas agotadoras sin otro alimento que el
que ellos mismos pudieran procurarse, habían de transportar pesos que a menudo
superaban los cincuenta kilos, hasta La Chorrera o El Encanto[19],
desde donde se enviaba por barco a Iquitos o Manaos.
Casement, además del informe para
el Foreign Office, recogido más tarde en el Libro azul, escribió
durante este tiempo un diario[20]
en que, debido a su carácter no oficial, expone no solo los hechos, sino que da
rienda suelta a la indignación que le causan y expresa sus propias opiniones. Desde
el primer momento de su llegada a La Chorrera, observa que casi todos los
indígenas, ataviados tan solo con el taparrabos al que da el nombre de fono, y
que debe de ser similar al guayuco mencionado por José Eustasio Rivera,
muestran, incluidos los niños, heridas recientes y cicatrices producidas por el
látigo. Es la primera percepción de un horror que no hará sino acrecentarse a
medida que visite las distintas secciones y escuche los relatos de los
barbadenses, únicos a quienes por ser súbditos británicos está autorizado a
interrogar. Sin género de duda, las denuncias de Saldaña y Hardenburg
corresponden a hechos reales. Los castigos físicos mediante el látigo y el cepo
con el que se inmovilizan las piernas durante horas e incluso días, se aplican de
forma habitual con el pretexto de que la cantidad de caucho recogida no alcanza
un mínimo que los jefes de sección fijan arbitrariamente. Tiene además la
sospecha, que pronto puede comprobar, de que las básculas están trucadas para
que den un peso inferior al real. El 23 de octubre estando en la sección de
Entre Ríos escribe:
No solo se
les asesina, se les flagela, se les encadena como animales salvajes, se les
persigue a lo largo y ancho de la selva, se queman sus casas, se viola a sus
mujeres, se rapta a sus hijos para que sirvan como esclavos o cometan
atropellos, sino que además se les estafa de manera inmoral. Son palabras
duras, pero no lo suficiente. Esta situación es la más vergonzosa, ilícita e
inhumana que existe en el mundo hoy en día. Excede con mucho en depravación e
inmoralidad a la del régimen del Congo en sus peores momentos[21].
A esto se suman atrocidades
destinadas tan solo a causar terror, y asesinatos por simple diversión. Pocos
días antes, también en Entre Ríos anota un testimonio según el cual Aquileo
Torres puso su rifle ante la cara de un niño y le dijo riendo que soplara en el
cañón. Cuando este se lo introdujo en la boca creyendo inocentemente que se
trataba de un juego, disparó[22].
Los intentos de fuga eran castigados de la manera más bárbara. En La Chorrera,
dos testigos le cuentan que un indígena fugitivo al que habían capturado murió
después de que Fonseca le aplastara los testículos con una porra[23].
Otros acusan a Jiménez, jefe de la sección Último Retiro, de haber hecho quemar
viva a una anciana que no quiso o no supo decirle dónde se ocultaban los otros
habitantes del poblado[24].
Las mujeres y los niños también deben
participar en la recolección y traslado del caucho. Ellas además han de
soportar la violencia sexual de unos empleados que se rodean de harenes
compuestos por muchachas, algunas casi niñas, a las que intercambian o venden
cuando se cansan de ellas[25].
El catálogo de crímenes es
espeluznante tanto por su cantidad como por su extrema crueldad. Falta añadir
que, obligados a emplear la mayor parte de su tiempo en la recolección de caucho,
los indígenas se ven obligados a descuidar el cultivo de sus chacras y otras
actividades de subsistencia, lo que suma a los ya mencionados, el sufrimiento
de la desnutrición. Como señala Alberto Chirif:
“… se los
esclavizó, vejó, torturó, violó y asesinó; además de destruir su organización
social, su estructura productiva, sus sistemas de valores de respeto recíproco
y de relaciones de intercambio con el mundo natural y, en fin, su capacidad de
manejar libremente sus propias contradicciones como sociedad”[26].
Los barbadenses, muchos de los
cuales han obedecido, en algunos casos sin cuestionarlas y en otros por temor, órdenes
de asesinato, son víctimas a la par que verdugos. Una vez aislados en la selva,
encuentran que la PAC no respeta las condiciones en que los contrató, y pronto
se ven encadenados por deudas contraídas con la compañía. También a ellos se
les aplican castigos físicos. Así, Quentin Casabe sufrió en una ocasión
cincuenta latigazos por orden de Normand, jefe de la sección de Matanzas[27],
y Augustus Walcott recibió un trato similar[28].
Podría multiplicar los ejemplos, pero con lo dicho basta para que nos formemos
una idea del régimen de terror reinante en el Putumayo.
Casement ha de enfrentarse no
solo con esta realidad sobrecogedora, sino con la dificultad de los miembros de
la comisión que lo acompaña para interpretar lo que ocurre ante sus ojos. Donde
él ve los efectos de un sistema radicalmente perverso, aquellos perciben a lo
más, abusos que deben ser corregidos, pero que no afectan a la raíz de las
relaciones establecidas entre la compañía y los indígenas. Es ilustrativa una
conversación mantenida por Casement con dos de sus acompañantes, Fox y Guielgud,
el 5 de octubre en la sección Occidente. Lo que para él es esclavitud, para los
otros son contratos comerciales voluntarios. Se oponen, claro está, a las
flagelaciones, pero consideran que los indígenas están obligados a respetar el
acuerdo que, según ellos entienden, han firmado. El hecho de que no sepan leer,
ni firmar, ni sean capaces de comprender unos términos comerciales o jurídicos radicalmente
ajenos a su experiencia, no es a sus ojos relevante[29].
Conviene añadir que Guielgud, uno de los interlocutores, ya había visitado la
zona dos años atrás sin que le llamara la atención nada extraordinario, aunque el
hecho de que tras el regreso a Londres, la compañía multiplicara su salario por
diez, quizá explique su ceguera[30].
En una larga carta al ministro
británico de Asuntos Exteriores, Edward Grey, fechada el 17 de marzo de 1911, cita
Casement un documento remitido en 1903 al ministro de Justicia de Perú por el
padre agustino Pedro Prat en el que este expone la imposibilidad de establecer
una misión en el Putumayo, debido a la oposición de los caucheros, quienes
“maltratan y asesinan” a los indios “tomando a sus mujeres e hijos”[31].
Estos problemas no se dan tan solo en la zona de actuación de la PAC. En 1907, el prefecto apostólico del distrito
de San Francisco del Ucayali, una región muy alejada de la anterior, denuncia,
también ante el ministerio de Justicia, una matanza:
Los indios
campas del río Ubiriqui estaban viviendo en paz en sus casas cuando
súbitamente, según informan, les cayeron encima hombres enviados de “correría”
por uno de los comerciantes del alto Ucayali que vive cerca al Unini. Sin
avisar, ellos atacaron a los inocentes campas, tomando a todos los que pudieron
y matando a muchos, de tal manera que pocos pudieron escapar a sus crueldades y
hasta el día de hoy se desconoce el número de sus víctimas[32].
Las quejas de los misioneros llevaron
al Vaticano a solicitar información a su delegado en Lima, Angelo Scapardini, y
a enviar al franciscano Giuseppe Genocchi a visitar las misiones católicas. Sobre
esta base, el papa Pío X publicó el 7 de junio de 1912, la encíclica Lacrimabili
statu indorum, dirigida a “los Arzobispos y Obispos de América Latina, para
poner remedio a la miserable condición de los indios”. En ella muestra su
horror ante la crueldad inducida por un “inmoderado deseo de lucro”, y la
vergüenza que le producen aquellos hechos. Asimismo, anima a los sacerdotes y
misioneros a que adopten iniciativas para poner fin a esa situación, y declara
“reo de inhumano crimen” a cualquiera que esclavice, venda, compre, cambie o
regale, separe familias, se apodere de los bienes de los indios, y también a
quienes cooperen con ellos con su auxilio o consejo, sea cual fuere el pretexto
que aduzcan. Además, el 4 de octubre de ese mismo año creó la Prefectura del
Putumayo con sede en La Chorrera, que fue confiada a religiosos irlandeses de
quienes se esperaba, según señala Pilar García Jordán, que por ser súbditos
británicos impusieran más respeto a los caucheros[33].
Mientras que la denuncia presentada
por Benjamín Saldaña en 1907 había quedado paralizada en la corte de Iquitos, ahora,
ante la eco internacional que comenzaba a alcanzar el caso, la Corte Suprema
del Perú ordenó al juez Carlos A. Valcárcel que investigara los hechos. Este,
sin embargo, no pudo desplazarse de inmediato al Putumayo a causa de una
enfermedad, por lo que se hizo provisionalmente cargo de la investigación el
juez suplente, Rómulo Paredes, quién inició su visita a la zona el 15 de marzo
de 1911, en un momento en que los jefes de las secciones, conocedores de su
llegada, ya habían huido. Pudo corroborar, no obstante, la veracidad de las
acusaciones. En un documento fechado a 14 de junio de 1912, se lamenta de que
empleados subalternos de la administración, llevados de un respeto adulador por
Arana y de un mal entendido patriotismo, hayan intentado ocultar los crímenes, y
denuncia la connivencia de militares acantonados en La Chorrera con los
caucheros. Afirma, incluso, que algunos oficiales desollaron indios a latigazos[34].
Ya recuperado, Carlos Valcárcel había retornado a Iquitos a finales de abril de
1911. Tras leer los informes de Paredes ordenó la detención de numerosos
directivos de la PAC, entre ellos Pablo Zumaeta, Víctor Macedo, Martín Arana y
finalmente el propio Julio César Arana. Sin embargo, solo con el primero se
hizo efectiva la medida y además pronto quedó en libertad; en tanto, el juez
fue separado del caso y hubo de exiliarse en Panamá, donde en 1913 publicó un
libro sobre el proceso, Los crímenes del Putumayo, que luego amplió en El
proceso del Putumayo y sus secretos inauditos (Lima, 1915)[35].
Al escándalo internacional
correspondió en Perú una dura polémica que enfrentó a defensores y detractores
de los caucheros. Nos fijaremos ahora en los primeros, entre quienes destacó
por su prestigio intelectual el diplomático, periodista y escritor Carlos Rey
de Castro, quien ocupó entre otros destinos el de cónsul del Perú en Manaos. En
relación al asunto que ahora nos interesa publicó en 1913 Los escándalos del
Putumayo, y al año siguiente, Los pobladores del Putumayo. En el
primero de ellos (en realidad, se trata de dos obras en forma de cartas
abiertas, una dirigida a George Mitchell, cónsul del Reino Unido en Iquitos, y
otra al director del periódico londinense Daily News & Leader),
acusa a Saldaña, Hardenburg y Casement de haber tergiversado interesadamente
los hechos y forja la imagen de Arana como agente patriótico y civilizador. Su
compañía estaría luchando por establecer la peruanidad del territorio entre el
Putumayo y el Caquetá frente a las ansias expansionistas colombianas; además, su
acción sobre los indígenas vendría marcada por el propósito de apartarlos de una
forma de vida salvaje y acostumbrarlos al trabajo y la disciplina.
La argumentación de Rey de Castro está
profundamente impregnada por teorías entonces muy difundidas y ampliamente
aceptadas. De un lado, el racismo científico, desarrollado a partir de las
ideas expuestas por Gobineau en su Essai sur l'inégalité des races humaines, y de otro el darwinismo social,
formulado por Spencer. Ambas confluyen en una Weltanschauung que percibe
a la especie humana dividida en razas dotadas de cualidades y potencialidades
diferentes, de tal manera que unas son superiores a otras; además, considera que
los individuos y las sociedades se enfrentan entre sí en una lucha por la supervivencia,
en la que se perpetúan los más aptos, es decir, aquellos que muestran mayor eficiencia
en el aprovechamiento de los recursos y tienen más capacidad para poner la
naturaleza y a los otros seres humanos a su servicio. El éxito de los blancos
en el dominio del mundo es, en esta óptica, la prueba palpable de su
superioridad y a ellos corresponde, por tanto, la carga de tutelar a las razas
calificadas de inferiores hasta que alcancen el grado de civilización a que
puedan aspirar. Eso si no corren peor suerte, pues su extinción no sería más
que la culminación de un proceso natural, por lo que no supondría ningún
problema ético.
Rey de Castro difunde la imagen de los
indígenas como salvajes antropófagos, para lo que se remite a las obras de distintos
exploradores, entre ellos el ingeniero francés Eugène Robouchon, quien había
desaparecido en la selva en 1907, se decía que devorado por los indios, aunque según
el juez Valcárcel era de dominio público en Iquitos que lo habían asesinado los
caucheros, temerosos de que pudiera revelar sus crímenes. Incidentalmente cabe
señalar que este personaje inspiró a José Eustasio Rivera el mosiú de La
vorágine. Hubiera sido cual hubiere sido el final de Robouchon, es cierto
que describe a los indígenas como feroces caníbales. Sin embargo, su informe, afirma
Valcárcel, había sido recogido por Arana y traducido por Rey de Castro, lo que permite
sospechar una manipulación[36].
Rey de Castro se presenta a sí mismo
de manera explícita como miembro e incluso portavoz de la raza superior y, como
tal, descalifica los testimonios sobre los abusos de la Casa Arana. Estos,
según expone en la carta al director del Daily News Leader, se deberían
en el caso de los negros barbadenses a “su odio instintivo al blanco”[37]. En cuanto
a los indígenas, se expresa en estos términos:
Los indios
salvajes, su invencible tendencia al chisme, a la mentira, a la calumnia; su
mala voluntad para cuanto representa señorío extraño al aborigen, o sus
rencores comprimidos contra cualquier jefe o empleado, rencores cuya causa, en
muchos casos, es nimia o baladí[38].
Roger Casement y George Mitchell
habrían actuado, pues, como representantes indignos de la raza blanca al aceptar
como verídicos los relatos de estos seres inferiores y utilizarlos al servicio
de los intereses económicos y políticos del Reino Unido y de Colombia, cuando
no de la notoriedad y del medro personal. Motivos igualmente innobles se
hallarían tras las acusaciones de Saldaña y Hardenburg, despachados como
vulgares chantajistas. Calla en cambio sobre el informe del juez Rómulo Paredes,
que no solo ratificó las denuncias anteriores, sino que documentó numerosos
casos no recogidos en ellas.
En Los pobladores del Putumayo,
Rey de Castro defiende la teoría de que los indígenas de esta región proceden de
la zona de Cuzco, de donde habrían huido tras la derrota de Huáscar ante su
hermano Atahualpa en tiempos de la conquista española. Alejados de la región
andina, ya en las tierras bajas y húmedas cubiertas por bosques inmensos,
habrían experimentado un proceso de regresión que los habría conducido hasta el
estado de salvajismo en que a la sazón se encontraban[39]. La
selva se percibe aquí como un ámbito especialmente hostil, un espacio en que la
racionalidad cede ante el embrutecimiento y la locura, con lo que la vida
propiamente humana, diferenciada del mero subsistir de las bestias, apenas es
posible. Pensemos en el horror de El corazón de las tinieblas o en las
palabras finales de La vorágine: “¡Los devoró la selva!”. Incluso Pío X
en la encíclica Lacrimabili statu indorum menciona el clima
ardiente que “penetra hasta lo más íntimo del ser, y destruye la fortaleza de
los nervios”, entre los factores que han desatado la crueldad en el Putumayo. Ahora
bien, del supuesto origen incaico de los indígenas, extrae Rey de Castro dos
consecuencias inesperadas: pueden ser regenerados mediante el trabajo bajo la
dirección del hombre blanco y conducidos a la civilización, una tarea que a su
modo de ver está realizando la Casa Arana; y, lo que resulta verdaderamente
sorprendente:
… es
forzoso admitir que a los muchos e incontrovertibles títulos alegados por el
Perú como dueño y soberano de la rica y extensa zona del Putumayo, debe
agregarse el de la nacionalidad de sus primitivos habitantes, hijos del
Tiahuanaco y del Tiahuantinsuyo, compatriotas de Manco Cápac y de Huáscar[40].
Ninguna luz aclara los misteriosos
lazos que puedan unir a este orgulloso representante de la raza superior con Manco
Cápac y por su mediación con las poblaciones amazónicas descritas por él mismo
como antropófagas. Nos hallamos ante una concepción esencialista de la nación,
ante la idea de un Perú eterno, cuyo espíritu permanece inmutable a través de
los avatares históricos. A aquellos de entre ustedes que tengan al menos mi
edad, quizá esto les recuerde esos libros de texto en que se presentaba a
España como una entidad existente desde los tiempos más remotos, “una unidad de
destino en lo universal”, como decía el programa de Falange, y a sus habitantes
adornados por unas cualidades que lo mismo afloraban en Viriato que en El Cid,
Hernán Cortés o Daoíz. En un plano más concreto, la afirmación de la peruanidad
de los huitoto, bora y otras comunidades se utiliza para justificar la
actuación de Arana como baluarte ante las aspiraciones colombianas.
Frente a la cerrada defensa de los
caucheros se alzaron en Perú otras voces que reclamaron una investigación
judicial de lo ocurrido y el castigo de los culpables. Entre ellas cabe
mencionar a la Asociación Pro Indígena, en cuyo boletín aparecieron diversos
artículos de denuncia, incluidos extractos del Libro Azul británico. Allí,
la periodista Dora Mayer publicó colaboraciones en las que aun aceptando la
existencia de una campaña de difamación contra el Perú, afirmaba que la honra
nacional solo podía restablecerse esclareciendo responsabilidades. En su
opinión no es la denuncia contra los caucheros lo que desacredita al país, sino
la impunidad con la que aquellos actúan. Acepta, incluso, que el derecho de
soberanía debe estar sujeto a limitaciones y admite que países extranjeros
realicen gestiones ante casos como el del Putumayo[41].
Por su parte, el juez Carlos
Valcárcel, quien, como ya se ha dicho, tras fracasar en su intento de enjuiciar
a los responsables fue separado de la causa y hubo de refugiarse en Panamá, dejó
constancia en las obras anteriormente citadas de las investigaciones llevadas a
cabo por él mismo y por Rómulo Paredes. En ellas muestra su convencimiento de
que el desarrollo de la nación no puede sustentarse sobre la tolerancia de los
crímenes, sino sobre la observancia de la ley y el respeto de los derechos de
sus habitantes[42].
Tanto los defensores de los caucheros
como sus detractores apelan al progreso y al prestigio de la nación, y tienen
una visión evolucionista de la sociedad, pero los segundos incluyen un
componente moral ausente en los primeros. Para ellos lo que deteriora la imagen
internacional del Perú no es la divulgación de las atrocidades, sino el intento
de minimizarlas y de presentar a quienes las cometen como patriotas
civilizadores. Su firme propósito de aplicar la ley y castigar a los culpables les
acarreará acusaciones de traición y los expondrá a múltiples presiones, sin que
finalmente puedan alcanzar su objetivo. Por el contrario, no solo los
directivos de la PAC quedaron en libertad, sino que Julio César Arana fue
elegido senador por Loreto.
La posición de Casement es distinta, pues,
por razones obvias, en cuanto diplomático extranjero, no le preocupa la
reputación del Perú. Pero no debemos ver en él a un representante del Reino
Unido simplemente deseoso de cumplir la misión que le ha sido encomendada por
su gobierno. Ciertamente, Arana y sus defensores lo acusarán de manipular los
hechos del Putumayo con el objetivo de favorecer intereses espurios ajenos a
los indígenas. Sin embargo, su ejecución en la horca solo seis años después,
condenado por traición tras haber llegado a Irlanda a bordo de un submarino
alemán para participar en la insurrección de Pascua, basta para desechar la
idea de que fuera un fiel servidor de Gran Bretaña. No puede caber duda de que
su espanto e indignación ante los crímenes son sinceros; como también lo son la
impaciencia y disgusto que le causan la parsimonia y tibieza de los miembros de
la comisión. Él, un hombre distinguido y famoso, se siente miembro de un pueblo
oprimido y como tal simpatiza con esos aborígenes obligados a acarrear caucho
por la selva, maltratados e impunemente asesinados. Quizá su temperamento
romántico le lleve a idealizarlos, a percibirlos como seres inocentes y
bondadosos, y a presentarlos en definitiva como arquetipo del buen salvaje. El
grado en que esa apreciación se corresponda con la realidad no hace al caso; lo
que importa es que las atrocidades que denuncia son ciertas. He de señalar, sin
embargo, que el reverso de este buen salvaje no es el corrompido hombre
civilizado en general, sino el ibérico, es decir, el español y el portugués. El
23 de octubre escribe en su diario:
Es terrible
pensar en todo el sufrimiento gratuito que las llamadas civilizaciones española
y portuguesa han causado a esta gente[43].
Y dos días después añade:
Creo
firmemente que la tragedia del indio sudamericano es la peor que existe en el
mundo, y ciertamente el peor ultraje humano que ha registrado la historia desde
hace casi 400 años. No ha habido tregua desde que Pizarro desembarcó en Tumbes,
ni un rayo de esperanza. No ha existido más que una continua y persistente
opresión, acompañada de los crímenes más sangrientos.[44]
Es una visión de España anclada
en la leyenda negra, lo que no debe sorprendernos, ya que lo observado en el
Putumayo no haría sino reforzar unos prejuicios por lo demás, incluso en la
actualidad, ampliamente compartidos. Lo llamativo es que, tras reivindicar el
derecho de injerencia de las potencias europeas en los asuntos americanos en
explícito rechazo de la Doctrina Monroe, cifre la salvación en Alemania:
Si Alemania
se opusiera a la Doctrina Monroe y saliera victoriosa, habrá esperanza para los
indios perseguidos y para la gente honrada de este continente que lleva 400
años atrapado en la «civilización latina»[45].
Podemos preguntarnos si es
posible que Casement desconociera la campaña de exterminio desarrollada por
Lothar von Trotta contra los herero y los nama en el África del Sudoeste, hoy
Namibia, en los años 1904 y 1905, o la extrema dureza con que Gustav von Götten
sofocó en la misma época las sublevaciones indígenas en el África Oriental, la
actual Tanzania. Se percibe en sus palabras la fascinación por Alemania que lo
llevaría durante la I Guerra Mundial a buscar su apoyo en la lucha por la
independencia de Irlanda.
Pese a su amplia resonancia
internacional, el escándalo no condujo a una mejora notable en el trato
recibido por los indígenas, pues aún a comienzos de los años veinte, los
superiores de los misioneros informaron al Vaticano de la persistencia de las
correrías y de la esclavitud por deudas, así como de la utilización del alcohol
como medio de control[46].
Pero para entonces, la época de
esplendor del caucho amazónico tocaba a su fin. En 1875, Henry Wickham, por
encargo del British Foreign Office, había sacado clandestinamente del Brasil,
pues su exportación estaba prohibida, 70.000 semillas de Hevea brasiliensis.
Estas habían sido plantadas inicialmente en jardines botánicos de Inglaterra y
Ceilán, y luego en las colonias de Malaca y Borneo. Se crearon de esta manera
plantaciones cuya producción alcanzó en 1914 el 60,4 % del total mundial y
llegó hasta el 93,1 % en 1922[47].
Se trataba de un caucho de mejor calidad y más barato, lo que explica que
desplazara tan rápidamente a las gomas silvestres de la Amazonia.
La crisis del caucho sumió a
Iquitos, Manaos y Belém en la oscuridad. La riqueza amasada sobre la esclavitud
de los indígenas había aprovechado solo a unas pocas familias y se había gastado
con caprichosa ostentación en lujos extravagantes. Ausente la más elemental
visión de futuro, no se habían realizado inversiones productivas, así que
cuando se hundieron los precios del caucho se desvaneció el espejismo de la
prosperidad.
En 1922, por el tratado Salomón-Lozano
Perú cedió a Colombia la soberanía no solo sobre las tierras entre el Caquetá y
el Putumayo, sino también sobre Leticia, con lo que aquella nación obtuvo un
puerto sobre el Amazonas. El acuerdo, que no entró en vigor hasta marzo de 1928
suscitó un amplio rechazo de la opinión pública peruana, lo que contribuyó a crear
el ambiente para el golpe militar que, encabezado por el comandante Luis Miguel
Sánchez Cerro, derrocó al presidente Leguía en agosto de 1930. Siguieron incidentes
armados que culminaron con la ocupación de Leticia por militares y civiles
peruanos en septiembre de 1932. El problema no se solucionó hasta que en mayo
de 1934, la firma del Protocolo de Amistad y Cooperación, que reconocía los
límites establecidos en el tratado Salomón-Lozano, entregó definitivamente
Leticia a Colombia.
En este último período los
hermanos Carlos y Miguel Loayza, quien había sido jefe de una sección cauchera
de la PAC y a quien Benjamín Saldaña había acusado de quemar indios vivos,
llevaron a cabo el traslado de unos 6.700 indígenas, en su mayoría huitotos,
boras y ocainas[48], primero
a la margen derecha del Putumayo, y más adelante hacia el río Ampiyacu, con la
finalidad de utilizarlos como mano de obra en nuevas explotaciones. Muchos de
ellos, en número que no se ha podido precisar, murieron debido a una epidemia
de sarampión durante el conflicto entre Perú y Colombia.
Se cierra así un capítulo negro en
la historia de las poblaciones amerindias. El progreso y el desarrollo
económico en cuyo nombre se las había esclavizado, habían pasado de largo. En los
Estados Unidos y en Europa, aunque los automóviles aún no eran asequibles para
grandes sectores de la población, su número se incrementaba rápidamente. Junto
a ellos se difundían otros artículos que anunciaban ya tímidamente lo que mucho
después sería la sociedad de consumo, y la industria bélica ponía a punto las
herramientas con las que pronto se daría muerte a millones de seres humanos, en
una orgía destructiva de una magnitud hasta entonces inimaginada, aunque luego
tristemente superada.
De la civilización que
supuestamente les llevaba el hombre blanco, los indígenas solo habían conocido
el trabajo extenuante, las mutilaciones y latigazos, la explotación sexual y
los asesinatos. El caucho pasó, pero el sufrimiento continúa. Aún persisten la
expoliación, la explotación y la marginación. Tras el caucho han venido las
maderas, la ganadería y el petróleo, los grandes proyectos de desarrollo que
implican la destrucción de sus comunidades, y cuyos efectos no se evalúan
debidamente, pues, como cien años atrás, priman los objetivos a corto plazo, el
afán de ganancias inmediatas o, como se dice en la Lacrimabili statu indorum,
el inmoderado deseo de lucro; en suma, el après moi le déluge. La
diferencia es que ahora, como ya dije, las consecuencias afectan a todo el
planeta y cometeremos el más execrable de los crímenes si nos despreocupamos
del estado en que legaremos el mundo a nuestros hijos. Ha transcurrido
aproximadamente una hora desde que cité el imperativo categórico formulado por
Hans Jonas y creo llegado el momento de repetirlo: “Obra de tal modo que los
efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana
auténtica en la Tierra”.
Resta para terminar una
consideración que nos remite a una advertencia hecha al comienzo de esta charla:
recuerden que hemos hablado de los indígenas amazónicos, pero no hemos
escuchado su voz, tan solo hemos oído a los sedicentes civilizados.
[1] Agamben,
Giorgio (2009) p.15
[2] Jonas,
Hans (2004) p. 40.
[3] Horkheimer,
Max y Adorno, Theodor W. (1998) p. 93.
[4] Chirif, Alberto (2014) p. 45.
[5] Chirif, Alberto (2004) p. 47.
[6] Herzog, Werner (productor) Herzog,
Werner (director) (1982) Fitzcarraldo, República Federal Alemana, Werner
Herzog Filmproduktion Wildlife Films Peru.
[7] Alberto
Chirif menciona el diario del misionero franciscano Gabriel Sala, que acompañó
a Fitzcarrald en uno de sus viajes. CHIRIF, Alberto (2004), p. 47. También, el
testimonio de Zacarías Valdez (Ibidem, p. 38).
[8] Pineda Camacho,
Roberto (2012) p. 4
[9] Ibidem,
p. 23.
[10] García
Jordán, Pilar (1993) p. 75.
[12] Incluido
en Cuentos de amor, de locura y de muerte.
[13] Chirif,
Alberto (2004), p. 34.
[14] Ibidem,
p. 39-41.
[15] García
Jordán, Pilar (2001), p. 598.
[16] Ibidem,
p. 609.
[18] García Jordán,
Pilar, (2001), p. 601.
[19] Libro
azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades
en el Putumayo, (2011) p. 29 (Notas sobre la traducción, Luisa Elvira
Belaúnde)
[20] De este
diario conozco dos ediciones en castellano: Casement, Roger (2011), Diario
de la Amazonía, Edición de Angus Mitchell, A Coruña, Ediciones del Viento;
y Casement, Roger (2014) Diario del Amazonas, septiembre-diciembre 1910
(selección de fragmentos), Lima, Fundación M. J. Bustamante de la Fuente.
[21] Casement, Roger (2011), p. 206.
[22] Ibidem, p. 149.
[23] Libro
azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades
en el Putumayo, (2011), p. 163.
[24] Ibidem,
p. 320.
[25] Los
testimonios de esta violencia sexual son múltiples, por lo que me limitaré a
citar alguno: Casement, Roger, (2011), p. 52, p. 74, p. 153, p. 220.
[26] Chirif,
Alberto, “Introducción” a Libro azul británico. Informe de Roger Casement y
otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011), p. 19.
[27] Libro
azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades
en el Putumayo, (2011), p. 55.
[28] Casement, Roger (2011), p. 249.
[29] Ibidem, p. 96.
[30] Gray,
Andrew “Introducción: las atrocidades del Putumayo reexaminadas” en Rey de
Castro, Carlos, Larrabure, Carlos, Zumaeta, Pablo y Arana, Julio César (2005) p,
40.
[31] Libro
azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades
en el Putumayo, (2011), p. 81.
[32] Ibidem,
p. 82.
[33] García Jordán,
Pilar, (2001), p. 612.
[34] Documento
reproducido en Rodríguez Rodríguez, Isacio OSA y Álvarez Fernández, Jesús OSA
(2001) p. 286.
[35] Salazar
Paiva, Jesús Franco (2014) p. 100.
[36] Valcárcel,
Carlos A. (2004), p. 402.
[37] Rey de
Castro, Carlos, Larrabure, Carlos, Zumaeta, Pablo y Arana, Julio César (2005),
p. 308.
[38] Ibidem,
p. 309.
[39] Salazar
Paiva, Jesús Franco (2014), p. 97.
[40] Citado
por Salazar Paiva, Ibidem.
[41] Ibidem, p. 69-70.
[42] Ibidem, p. 102.
[43] Casement, Roger (2011), p.
207.
[44] Ibidem,
p. 220.
[45] Ibidem,
p. 269.
[46] García
Jordán, Pilar (2001), p. 615.
[47] Chirif, Alberto (2004), p.
55.
Agamben, Giorgio (2009) Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia, Pre-Textos.
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