Explotación de los indígenas en la Amazonia: el caucho maldito

Francisco Javier Bernad Morales

Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad de Móstoles el 24 de octubre de 2019


Quiero comenzar esta conferencia expresando mi agradecimiento a dos misioneros agustinos vinculados a Móstoles, que hace ya muchos años, partieron a la Amazonia peruana, donde desarrollan su labor pastoral en firme y valeroso compromiso con las comunidades indígenas, expuestas, hoy como ayer, a la explotación económica, la marginación social y la pérdida de identidad cultural. Hablo de Manolo Berjón y Miguel Ángel Cadenas. A ellos les debo gran parte de la documentación utilizada para preparar estas palabras.

Es ahora pertinente repetir una consideración que ya expuse dos años atrás en este mismo lugar hablando del Holocausto. Me referí entonces a la distinción establecida por Giorgio Agamben entre dos tipos de testigo, a los que designa con las palabras latinas testis y superstes. El primero es aquel que se sitúa como tercero en un litigio entre dos contendientes, en tanto que el segundo es quien ha vivido una determinada realidad hasta el final y está, por tanto, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre ella[1]. Si en aquella ocasión señalé que los auténticos superstes quedaron privados de la palabra porque la vida corpórea les había sido arrebatada o incluso aunque esta se hubiera alcanzado a mantener, se les había asesinado el alma, ahora debo decir que tampoco contamos con superstes, pues conocemos el sufrimiento de los indígenas no por su propio testimonio, sino por el de personas ajenas, de gentes venidas, y creo que no es exagerado decirlo así, de otro mundo, equipadas con un aparato conceptual extraño a las vivencias de las víctimas. En 1924 el colombiano José Eustasio Rivera publicó La vorágine, una novela que se hace eco del cruel sistema de explotación implantado por los caucheros en la región del Putumayo. Pues bien, en ella los indios constituyen una presencia muda, enigmática y no individualizada. Así han permanecido hasta tiempos muy recientes y aún hoy apenas nos llega su voz.

Tras este preámbulo llega el momento de aproximarnos al ámbito temporal y geográfico del que vamos a ocuparnos. Las noticias sobre los grandes incendios del verano han hecho que nuestra atención se vuelva hacia la Amazonia y nos asalte una honda y legítima preocupación ante las medidas adoptadas por el gobierno brasileño desde la llegada al poder del presidente Bolsonaro. Puede que muchos de ustedes hayan oído hablar también de los daños causados por las compañías madereras, por los garimpeiros −buscadores ilegales de oro que envenenan las aguas con mercurio−, o que les haya llegado alguna noticia de los derrames de crudo en los oleoductos gestionados por Petroperú o sobre el proyecto de hidrovía amazónica. Son múltiples las agresiones que sufre esta vasta región, cuyo valor para el resto del planeta solo se obstinan en negar algunos políticos que, cegados por el afán de rápidos beneficios económicos, se envuelven en banderas nacionales para rechazar con indignación patriótica toda crítica venida del exterior. En su indiferencia por el estado en que las generaciones futuras vayan a recibir nuestro planeta solo les falta afirmar explícitamente, como se cuenta que hizo Luis XV, après moi, le déluge, después de mí, el diluvio. Una irresponsabilidad frente a la que debemos esgrimir el imperativo categórico tal como fue formulado por Hans Jonas: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana auténtica en la Tierra”[2]. Porque de eso se trata: de que está en juego la continuidad de la vida humana. La destrucción de la selva en nombre del desarrollo y del progreso no es un fenómeno nuevo, pero en nuestros días, en consonancia con los ingentes recursos técnicos de que disponemos, se efectúa a un ritmo muy superior al del pasado, y ya no amenaza tan solo la supervivencia de lejanas comunidades indígenas, miradas con desprecio o, en el mejor de los casos, condescendencia por hombres autoproclamados civilizados, sino que sus efectos se dejan sentir en todo el planeta.

Es preciso para comprender lo que ocurre a nuestro alrededor que por unos momentos volvamos la vista atrás. Veremos que, aunque las formas hayan cambiado y al menos aparentemente la brutalidad haya disminuido, los argumentos con que se justifica la marginación y la explotación de los pueblos originarios de la Amazonia apenas han variado más allá de una hipócrita dulcificación en la manera de expresarlos. Si como indicaron Horkheimer y Adorno “la historia real se halla entretejida de sufrimientos reales”[3], debemos recordar que el desarrollo industrial de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, para el que el caucho constituyó una esencial materia prima, se erigió sobre la más infame esclavitud de las poblaciones amazónicas, aunque no solo de ellas.

En esta conferencia trataré del episodio conocido como Escándalo del Putumayo. Se trata de un acontecimiento que ha alcanzado notoriedad desde que en 2010 Mario Vargas Llosa publicara El sueño del celta, donde de forma novelada narra la vida de Roger Casement, diplomático británico y nacionalista irlandés que investigó los crímenes cometidos por los caucheros. El que nuestro ámbito espacial se ciña a la región comprendida entre los ríos Putumayo y Caquetá no significa, empero, que este haya sido el único afectado, lo que lo convertiría sin que ello disminuyera su horror en un caso aislado. Hechos similares se dieron tanto en otras regiones de la Amazonia como en muchos otros lugares del mundo colonial fuera cual fuere la fuente de riqueza explotada.

Las primeras noticias sobre el caucho las trajo a Europa el naturalista francés Charles Marie de La Condamine, director de la expedición que en los años 1735-1744 midió el grado de meridiano en las tierras ecuatoriales. El caoutchouc, como lo denominó, es un líquido segregado tras sufrir un corte por algunos árboles, entre ellos la Hevea brasiliensis y diversas especies de castilloa. Una vez endurecido se convierte en una sustancia elástica que los indígenas amazónicos utilizaban desde fecha desconocida para fabricar algunos objetos impermeables, tales como un odre para transportar líquidos[4]. Su uso industrial se extendió después de que en 1839 el estadounidense Charles Goodyear inventara el procedimiento de vulcanización, que evita la alteración del producto por los cambios de temperatura. Entonces se fabricaban con él aislantes, almohadas, zapatos, impermeables, amortiguadores de ferrocarriles, etc. Robert W. Thompson dio un paso más al patentar la llanta neumática en 1844, pero esta tuvo escaso éxito hasta que en 1888 John Dunlop la reinventó. Desde entonces, la expansión de las industrias de la bicicleta y del automóvil hizo que la demanda aumentara extraordinariamente y originó lo que se ha llamado fiebre del caucho, la afanosa búsqueda de una materia prima cuya explotación permitía obtener rápidamente enormes beneficios.

Tanto heveas como castilloas y otros árboles similares no formaban bosques compactos, sino que crecían dispersos entre la densa vegetación selvática, lo que dificultaba su aprovechamiento. Este se inició hacia 1850 en Brasil en los ríos Xingú y Tapajós, para extenderse luego al Madeira y el Purús y más adelante al Mamoré, al Acre y al curso boliviano del Madeira[5]. En cuanto a la Amazonia peruana, la explotación del caucho se desarrolló fundamentalmente en dos zonas. De un lado, al sur en el alto Ucayali, el Urubamba y el Madre de Dios; y de otro en el norte en el territorio comprendido entre el Putumayo y el Caquetá, cuya posesión se disputaban entonces Perú y Colombia. En el primer sector se ha perpetuado el recuerdo de Carlos Fermín Fitzcarrald, cuya figura queda envuelta en un aura romántica de desmesura de la que participa la película dirigida en 1982 por Werner Herzog, en la que un Klaus Kinski de mirada alucinada da vida a un cauchero visionario apasionado por la ópera[6]. La realidad, más allá del indudable valor de su hazaña al establecer una comunicación entre las cuencas del Ucayali y del Madeira, es que, tal como indican algunos testigos, en su relación con los indígenas no faltaron expediciones de castigo y matanzas[7]. Pero los testimonios sobre este territorio son escasos en comparación con los del sector del Putumayo, donde imperaba la Peruvian Amazon Company, fundada y dirigida por Julio César Arana.

Estas remotas tierras de la Amazonia apenas habían conocido durante los tiempos de los virreinatos otra presencia española que la de algún misionero y la de pequeños contingentes militares. El contacto con el mundo civilizado se completaba con esporádicas incursiones en busca de esclavos de bandeirantes procedentes de territorio portugués[8]. En cambio, tras la independencia, comenzó a verse aquel espacio como un territorio vacío −obviamente la presencia indígena no contaba− disponible para la colonización. Con esta perspectiva, de un lado se enviaron misiones de exploración, como las realizadas por Antonio Raimondi o el coronel Pedro Portillo, con la finalidad de obtener un amplio conocimiento de sus fuentes de riqueza, vías de comunicación y otros datos de interés científico, y se crearon organismos como la Sociedad Geográfica de Lima (1888) o la Comisión Hidrográfica del Amazonas, sustituida a partir de 1901 por la Junta de Vías Fluviales; y de otro se procedió a una organización administrativa que, tras diversos ajustes, llevó a la creación en 1866 del departamento de Loreto, cuya capital se estableció en Moyobamba hasta 1891, año en que la sustituyó Iquitos. Además, desde 1849, los sucesivos gobiernos habían intentado atraer colonos de origen europeo, con la esperanza de que, adornados por las virtudes de la inteligencia y la laboriosidad que se suponían propias de su raza superior (pronto volveremos sobre esta idea de superioridad), pusieran en valor unas tierras consideradas extremadamente fértiles[9]. El intento no tuvo el éxito deseado debido entre otras circunstancias a la dificultad de las comunicaciones y solo consiguió la llegada de unos pocos centenares de inmigrantes en su mayoría alemanes y tiroleses. No sería la agricultura, sino el caucho lo que alteraría la estructura demográfica de la Amazonia y convertiría a Iquitos, junto con las brasileñas Manaos y Belém, en un gran centro de riqueza.

Pilar García Jordán, basándose en una estimación de Carlos Rey de Castro, cónsul de Perú en Manaos de quien después hablaremos, da para la región del Putumayo a finales del siglo XIX la cifra de unos 40.000 a 50.000 indígenas, pertenecientes a los grupos étnicos huitoto, bora, andoque, ocaina y resígaro[10]. Vivían del cultivo de sus chacras, de la pesca y de la caza y habitaban en casas comunales a las que se da el nombre de malocas; un modo de vida que quedó totalmente trastornado por la presión de los caucheros, quienes precisaban de abundante mano de obra. Los mecanismos para captarla, según señala Pilar García Jordán[11], fueron las correrías, en que generalmente se mataba a los adultos y se apresaba a los jóvenes; la compraventa y el peonaje por deudas, también denominado habilitación. Consistía en que se adelantaban a los indígenas determinados productos que ellos debían pagar mediante su trabajo como recolectores de caucho. El sistema no tenía en cuenta las necesidades ni los deseos de aquellos, los cuales se veían obligados a aceptar objetos innecesarios y de pésima calidad a un precio desorbitado, lo que de hecho los convertía en esclavos, ya que les resultaba imposible satisfacer una deuda que no cesaba de aumentar; que podía venderse, con lo que el deudor quedaba al servicio de un nuevo amo, y que además se heredaba de padres a hijos. Este método de explotación no fue exclusivo de la Amazonia ni de la obtención del caucho, sino que estuvo bastante generalizado en Sudamérica. Horacio Quiroga lo refleja en su relato Los mensú[12], ambientado en la provincia argentina de Misiones y publicado en 1917. Aunque en este caso el adelanto no se produjera en especie sino en efectivo, el resultado era el mismo: la deuda dejaba al trabajador a merced del patrono, quien fijaba unilateralmente las condiciones de trabajo, recurría con frecuencia al maltrato físico e incluso castigaba con la muerte los intentos de fuga.

Alberto Chirif se remite a testimonios de la época para afirmar que las correrías producían sobre todo concubinas para los caucheros y niños sirvientes que, tras ser civilizados, eran vendidos por un precio que oscilaba entre 200 y 400 soles de plata. Estos indios habrían constituido la mayor parte del servicio doméstico en Iquitos[13]. Incluso en una fecha tan tardía como 1986, AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana) denunció que los ashaninka en el alto Ucayali eran víctimas del peonaje por deudas, así como de agresiones, violencia sexual contra las mujeres, secuestros, estafas, etc.[14]. Aunque se realizó una investigación y las comunidades indígenas fueron liberadas, no hubo sanciones contra los responsables.

En la región del Putumayo, alcanzó un lugar preponderante Julio César Arana. Comerciante de sombreros en Yurimaguas, entró paulatinamente en el negocio del caucho, asociado desde 1901 con el colombiano Benjamín Larrañaga en la firma Arana, Larrañaga y Compañía, con sede en Iquitos y sucursal en Manaos (Brasil). Debemos tener en cuenta que, debido a las difíciles comunicaciones, la exportación del caucho se realizaba por vía fluvial en dirección al Atlántico a través del territorio brasileño. Incluso para acceder a Iquitos desde el Putumayo era preciso descender por este río hasta Santo António de Içá en el Brasil, para desde allí remontar el Amazonas entrando de nuevo en el Perú. En 1903, ya muerto Larrañaga, la sociedad pasa a denominarse J. C. Arana y hermanos y en 1907, tras un viaje de Arana a Londres en busca de inversiones británicas, Peruvian Amazon Rubber Company, y luego simplemente Peruvian Amazon Company (PAC). Con toda probabilidad, además de aumentar el capital de la empresa, el objetivo de Arana era obtener el respaldo de Gran Bretaña, dada la incierta soberanía sobre el territorio entre el Putumayo y el Caquetá, que, como ya se ha dicho, se disputaban Perú y Colombia. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre límites, los dos países acordaron someter la cuestión al arbitraje de la Santa Sede y el 6 de junio de 1906 establecieron un modus vivendi, por el cual se comprometían a no intervenir en la zona hasta que aquel se resolviera. Sin embargo, apenas un año después, en octubre de 1907, el gobierno colombiano denunció unilateralmente el acuerdo y pronto se produjeron enfrentamientos armados en las localidades de La Unión y La Reserva. Desde Lima se esperaba que Arana y sus hombres colaboraran en la lucha contra una posible invasión. Aquel territorio de unos 120.000 km2 quedó convertido en una tierra de nadie, lo que facilitó la libertad de acción de la PAC[15]. Por otro lado, el director gerente, Abel Alarco, marchó a Barbados, entonces colonia del Reino Unido, donde contrató a isleños para que ejercieran como capataces en el Putumayo. Arana posiblemente esperaba que, si finalmente el litigio se resolvía a favor de Colombia, su concesión fuera respetada, dadas las conexiones británicas de la empresa. Tal hecho tuvo, sin embargo, consecuencias que él estaba muy lejos de sospechar. En tanto, se había convertido en uno de los personajes más destacados en la sociedad iquiteña. Alcalde en 1902, presidió luego la Cámara de Comercio; y apoyó además las campañas de su abogado Julio Ego-Aguirre y de Miguel A. Rojas, ambos elegidos senadores por Loreto y luego nombrados ministros por el presidente Augusto Leguía[16].

El escándalo se inició el 9 de agosto de 1907 con una denuncia presentada por el periodista de Iquitos Benjamín Saldaña Roca contra los directivos y capataces de la Casa Arana, nombre con que se conocía popularmente a la Peruvian Amazon Company, por el trato a que eran sometidos los indios, víctimas de flagelaciones, violaciones, mutilaciones y asesinatos. Detalla una larga lista de crímenes, entre los que se incluye el de quemar indígenas vivos, acción de la que acusa a Víctor Macedo, Miguel Loayza y Armando Normand. Difundió además estas atrocidades en los diarios locales La Felpa y La Sanción y meses después en el limeño La Prensa. Tras amenazas y agresiones hubo de abandonar Iquitos a comienzos de 1908 y murió cuatro años después en Lima en absoluta pobreza[17]. El asunto alcanzó resonancia internacional cuando tras un viaje por el Putumayo, el ingeniero estadounidense Walter Hardenburg publicó en la revista londinense Truth, bajo el título El paraíso del diablo, una serie de artículos en los que relataba lo que él mismo había observado, y recogía las noticias aparecidas en La Felpa y La Sanción. Tras estas revelaciones, la Sociedad Antiesclavista y el Parlamento presionaron al Gobierno para que iniciara una investigación, toda vez que se implicaba a una empresa de capital británico y que contaba entre sus trabajadores a súbditos de la Corona. Ante eso, el Foreign Office decidió enviar al cónsul en Río de Janeiro, Roger Casement para que dilucidara la veracidad de las acusaciones.

La elección de este diplomático irlandés estaba motivada por el prestigio que había alcanzado años atrás al investigar el régimen de terror impuesto en el Estado Libre del Congo por el rey de los belgas Leopoldo II, de quien aquel territorio era una propiedad personal. No podemos ahora desviarnos de nuestro objetivo describiendo aquel sistema basado en la brutal explotación de los indígenas, mediante el cual Leopoldo II obtuvo una enorme fortuna. Conviene, no obstante, recordar que en su organización desempeñó un papel de primera magnitud el famoso explorador Henry Morton Stanley, el mismo que en octubre de 1871 había encontrado a Livingstone a orillas del lago Tanganica: un ejemplo de cómo la exploración geográfica de carácter científico servía a menudo a intereses de expansión imperialista. Las conclusiones de Casement revelaron la magnitud del genocidio cometido en el Congo, por lo que finalmente Leopoldo II se vio obligado a renunciar a su propiedad en favor del Estado belga, algo que solo en cierta medida mejoró la suerte de los nativos. En esta época, Casement entabló amistad con Joseph Conrad, quien más tarde en El corazón de las tinieblas, reflejaría literariamente aquel horror.

Casement realizaría el viaje al Putumayo junto a una comisión enviada por los accionistas británicos de la PAC. Con ellos remontó el Amazonas hasta Iquitos, donde llegaron el 31 de agosto de 1910. Allí mantuvo entrevistas con autoridades locales y directivos de la compañía, y comenzó a interrogar a empleados barbadenses.

El 14 de septiembre, Casement y la comisión partieron hacia La Chorrera, una de las dos estaciones de la PAC, la otra era El Encanto, en las que se centralizaba la extracción del caucho. El viaje, que duró ocho días, lo realizaron a bordo de un vapor de Arana, pues este controlaba todos los medios de transporte en aquella ruta, y los condujo de nuevo hasta territorio brasileño, ahora Amazonas abajo, para remontar luego el Putumayo, adentrándose en la zona disputada por Perú y Colombia.

De La Chorrera y El Encanto dependían respectivamente diez y once secciones a cuyo frente se hallaba un jefe secundado por supervisores blancos o mestizos, a cuyas órdenes estaban los barbadenses negros, bajo los cuales quedaban los llamados muchachos de confianza, indígenas armados entrenados desde niños por la compañía, que se encargaban de controlar a los recolectores[18]. En esta zona se explotaba la Hevea brasiliensis, que como ya se ha dicho, crecía de forma dispersa entre árboles pertenecientes a muy diversas especies, y el caucho se extraía realizando incisiones en la corteza. Cada quince días, período denominado puesta, debía realizarse su entrega en la sección correspondiente y cada cuatro meses aproximadamente, tiempo llamado fábrico, el caucho de las secciones era trasladado a pie por las trochas de la selva, cargado a las espaldas de indígenas que en jornadas agotadoras sin otro alimento que el que ellos mismos pudieran procurarse, habían de transportar pesos que a menudo superaban los cincuenta kilos, hasta La Chorrera o El Encanto[19], desde donde se enviaba por barco a Iquitos o Manaos.

Casement, además del informe para el Foreign Office, recogido más tarde en el Libro azul, escribió durante este tiempo un diario[20] en que, debido a su carácter no oficial, expone no solo los hechos, sino que da rienda suelta a la indignación que le causan y expresa sus propias opiniones. Desde el primer momento de su llegada a La Chorrera, observa que casi todos los indígenas, ataviados tan solo con el taparrabos al que da el nombre de fono, y que debe de ser similar al guayuco mencionado por José Eustasio Rivera, muestran, incluidos los niños, heridas recientes y cicatrices producidas por el látigo. Es la primera percepción de un horror que no hará sino acrecentarse a medida que visite las distintas secciones y escuche los relatos de los barbadenses, únicos a quienes por ser súbditos británicos está autorizado a interrogar. Sin género de duda, las denuncias de Saldaña y Hardenburg corresponden a hechos reales. Los castigos físicos mediante el látigo y el cepo con el que se inmovilizan las piernas durante horas e incluso días, se aplican de forma habitual con el pretexto de que la cantidad de caucho recogida no alcanza un mínimo que los jefes de sección fijan arbitrariamente. Tiene además la sospecha, que pronto puede comprobar, de que las básculas están trucadas para que den un peso inferior al real. El 23 de octubre estando en la sección de Entre Ríos escribe:

No solo se les asesina, se les flagela, se les encadena como animales salvajes, se les persigue a lo largo y ancho de la selva, se queman sus casas, se viola a sus mujeres, se rapta a sus hijos para que sirvan como esclavos o cometan atropellos, sino que además se les estafa de manera inmoral. Son palabras duras, pero no lo suficiente. Esta situación es la más vergonzosa, ilícita e inhumana que existe en el mundo hoy en día. Excede con mucho en depravación e inmoralidad a la del régimen del Congo en sus peores momentos[21].

A esto se suman atrocidades destinadas tan solo a causar terror, y asesinatos por simple diversión. Pocos días antes, también en Entre Ríos anota un testimonio según el cual Aquileo Torres puso su rifle ante la cara de un niño y le dijo riendo que soplara en el cañón. Cuando este se lo introdujo en la boca creyendo inocentemente que se trataba de un juego, disparó[22]. Los intentos de fuga eran castigados de la manera más bárbara. En La Chorrera, dos testigos le cuentan que un indígena fugitivo al que habían capturado murió después de que Fonseca le aplastara los testículos con una porra[23]. Otros acusan a Jiménez, jefe de la sección Último Retiro, de haber hecho quemar viva a una anciana que no quiso o no supo decirle dónde se ocultaban los otros habitantes del poblado[24].

Las mujeres y los niños también deben participar en la recolección y traslado del caucho. Ellas además han de soportar la violencia sexual de unos empleados que se rodean de harenes compuestos por muchachas, algunas casi niñas, a las que intercambian o venden cuando se cansan de ellas[25].

El catálogo de crímenes es espeluznante tanto por su cantidad como por su extrema crueldad. Falta añadir que, obligados a emplear la mayor parte de su tiempo en la recolección de caucho, los indígenas se ven obligados a descuidar el cultivo de sus chacras y otras actividades de subsistencia, lo que suma a los ya mencionados, el sufrimiento de la desnutrición. Como señala Alberto Chirif:

“… se los esclavizó, vejó, torturó, violó y asesinó; además de destruir su organización social, su estructura productiva, sus sistemas de valores de respeto recíproco y de relaciones de intercambio con el mundo natural y, en fin, su capacidad de manejar libremente sus propias contradicciones como sociedad”[26].

Los barbadenses, muchos de los cuales han obedecido, en algunos casos sin cuestionarlas y en otros por temor, órdenes de asesinato, son víctimas a la par que verdugos. Una vez aislados en la selva, encuentran que la PAC no respeta las condiciones en que los contrató, y pronto se ven encadenados por deudas contraídas con la compañía. También a ellos se les aplican castigos físicos. Así, Quentin Casabe sufrió en una ocasión cincuenta latigazos por orden de Normand, jefe de la sección de Matanzas[27], y Augustus Walcott recibió un trato similar[28]. Podría multiplicar los ejemplos, pero con lo dicho basta para que nos formemos una idea del régimen de terror reinante en el Putumayo.

Casement ha de enfrentarse no solo con esta realidad sobrecogedora, sino con la dificultad de los miembros de la comisión que lo acompaña para interpretar lo que ocurre ante sus ojos. Donde él ve los efectos de un sistema radicalmente perverso, aquellos perciben a lo más, abusos que deben ser corregidos, pero que no afectan a la raíz de las relaciones establecidas entre la compañía y los indígenas. Es ilustrativa una conversación mantenida por Casement con dos de sus acompañantes, Fox y Guielgud, el 5 de octubre en la sección Occidente. Lo que para él es esclavitud, para los otros son contratos comerciales voluntarios. Se oponen, claro está, a las flagelaciones, pero consideran que los indígenas están obligados a respetar el acuerdo que, según ellos entienden, han firmado. El hecho de que no sepan leer, ni firmar, ni sean capaces de comprender unos términos comerciales o jurídicos radicalmente ajenos a su experiencia, no es a sus ojos relevante[29]. Conviene añadir que Guielgud, uno de los interlocutores, ya había visitado la zona dos años atrás sin que le llamara la atención nada extraordinario, aunque el hecho de que tras el regreso a Londres, la compañía multiplicara su salario por diez, quizá explique su ceguera[30].

En una larga carta al ministro británico de Asuntos Exteriores, Edward Grey, fechada el 17 de marzo de 1911, cita Casement un documento remitido en 1903 al ministro de Justicia de Perú por el padre agustino Pedro Prat en el que este expone la imposibilidad de establecer una misión en el Putumayo, debido a la oposición de los caucheros, quienes “maltratan y asesinan” a los indios “tomando a sus mujeres e hijos”[31]. Estos problemas no se dan tan solo en la zona de actuación de la PAC.  En 1907, el prefecto apostólico del distrito de San Francisco del Ucayali, una región muy alejada de la anterior, denuncia, también ante el ministerio de Justicia, una matanza:

Los indios campas del río Ubiriqui estaban viviendo en paz en sus casas cuando súbitamente, según informan, les cayeron encima hombres enviados de “correría” por uno de los comerciantes del alto Ucayali que vive cerca al Unini. Sin avisar, ellos atacaron a los inocentes campas, tomando a todos los que pudieron y matando a muchos, de tal manera que pocos pudieron escapar a sus crueldades y hasta el día de hoy se desconoce el número de sus víctimas[32].

Las quejas de los misioneros llevaron al Vaticano a solicitar información a su delegado en Lima, Angelo Scapardini, y a enviar al franciscano Giuseppe Genocchi a visitar las misiones católicas. Sobre esta base, el papa Pío X publicó el 7 de junio de 1912, la encíclica Lacrimabili statu indorum, dirigida a “los Arzobispos y Obispos de América Latina, para poner remedio a la miserable condición de los indios”. En ella muestra su horror ante la crueldad inducida por un “inmoderado deseo de lucro”, y la vergüenza que le producen aquellos hechos. Asimismo, anima a los sacerdotes y misioneros a que adopten iniciativas para poner fin a esa situación, y declara “reo de inhumano crimen” a cualquiera que esclavice, venda, compre, cambie o regale, separe familias, se apodere de los bienes de los indios, y también a quienes cooperen con ellos con su auxilio o consejo, sea cual fuere el pretexto que aduzcan. Además, el 4 de octubre de ese mismo año creó la Prefectura del Putumayo con sede en La Chorrera, que fue confiada a religiosos irlandeses de quienes se esperaba, según señala Pilar García Jordán, que por ser súbditos británicos impusieran más respeto a los caucheros[33].

Mientras que la denuncia presentada por Benjamín Saldaña en 1907 había quedado paralizada en la corte de Iquitos, ahora, ante la eco internacional que comenzaba a alcanzar el caso, la Corte Suprema del Perú ordenó al juez Carlos A. Valcárcel que investigara los hechos. Este, sin embargo, no pudo desplazarse de inmediato al Putumayo a causa de una enfermedad, por lo que se hizo provisionalmente cargo de la investigación el juez suplente, Rómulo Paredes, quién inició su visita a la zona el 15 de marzo de 1911, en un momento en que los jefes de las secciones, conocedores de su llegada, ya habían huido. Pudo corroborar, no obstante, la veracidad de las acusaciones. En un documento fechado a 14 de junio de 1912, se lamenta de que empleados subalternos de la administración, llevados de un respeto adulador por Arana y de un mal entendido patriotismo, hayan intentado ocultar los crímenes, y denuncia la connivencia de militares acantonados en La Chorrera con los caucheros. Afirma, incluso, que algunos oficiales desollaron indios a latigazos[34]. Ya recuperado, Carlos Valcárcel había retornado a Iquitos a finales de abril de 1911. Tras leer los informes de Paredes ordenó la detención de numerosos directivos de la PAC, entre ellos Pablo Zumaeta, Víctor Macedo, Martín Arana y finalmente el propio Julio César Arana. Sin embargo, solo con el primero se hizo efectiva la medida y además pronto quedó en libertad; en tanto, el juez fue separado del caso y hubo de exiliarse en Panamá, donde en 1913 publicó un libro sobre el proceso, Los crímenes del Putumayo, que luego amplió en El proceso del Putumayo y sus secretos inauditos (Lima, 1915)[35].

Al escándalo internacional correspondió en Perú una dura polémica que enfrentó a defensores y detractores de los caucheros. Nos fijaremos ahora en los primeros, entre quienes destacó por su prestigio intelectual el diplomático, periodista y escritor Carlos Rey de Castro, quien ocupó entre otros destinos el de cónsul del Perú en Manaos. En relación al asunto que ahora nos interesa publicó en 1913 Los escándalos del Putumayo, y al año siguiente, Los pobladores del Putumayo. En el primero de ellos (en realidad, se trata de dos obras en forma de cartas abiertas, una dirigida a George Mitchell, cónsul del Reino Unido en Iquitos, y otra al director del periódico londinense Daily News & Leader), acusa a Saldaña, Hardenburg y Casement de haber tergiversado interesadamente los hechos y forja la imagen de Arana como agente patriótico y civilizador. Su compañía estaría luchando por establecer la peruanidad del territorio entre el Putumayo y el Caquetá frente a las ansias expansionistas colombianas; además, su acción sobre los indígenas vendría marcada por el propósito de apartarlos de una forma de vida salvaje y acostumbrarlos al trabajo y la disciplina.

La argumentación de Rey de Castro está profundamente impregnada por teorías entonces muy difundidas y ampliamente aceptadas. De un lado, el racismo científico, desarrollado a partir de las ideas expuestas por Gobineau en su Essai sur l'inégalité des races humaines, y de otro el darwinismo social, formulado por Spencer. Ambas confluyen en una Weltanschauung que percibe a la especie humana dividida en razas dotadas de cualidades y potencialidades diferentes, de tal manera que unas son superiores a otras; además, considera que los individuos y las sociedades se enfrentan entre sí en una lucha por la supervivencia, en la que se perpetúan los más aptos, es decir, aquellos que muestran mayor eficiencia en el aprovechamiento de los recursos y tienen más capacidad para poner la naturaleza y a los otros seres humanos a su servicio. El éxito de los blancos en el dominio del mundo es, en esta óptica, la prueba palpable de su superioridad y a ellos corresponde, por tanto, la carga de tutelar a las razas calificadas de inferiores hasta que alcancen el grado de civilización a que puedan aspirar. Eso si no corren peor suerte, pues su extinción no sería más que la culminación de un proceso natural, por lo que no supondría ningún problema ético.

Rey de Castro difunde la imagen de los indígenas como salvajes antropófagos, para lo que se remite a las obras de distintos exploradores, entre ellos el ingeniero francés Eugène Robouchon, quien había desaparecido en la selva en 1907, se decía que devorado por los indios, aunque según el juez Valcárcel era de dominio público en Iquitos que lo habían asesinado los caucheros, temerosos de que pudiera revelar sus crímenes. Incidentalmente cabe señalar que este personaje inspiró a José Eustasio Rivera el mosiú de La vorágine. Hubiera sido cual hubiere sido el final de Robouchon, es cierto que describe a los indígenas como feroces caníbales. Sin embargo, su informe, afirma Valcárcel, había sido recogido por Arana y traducido por Rey de Castro, lo que permite sospechar una manipulación[36].

Rey de Castro se presenta a sí mismo de manera explícita como miembro e incluso portavoz de la raza superior y, como tal, descalifica los testimonios sobre los abusos de la Casa Arana. Estos, según expone en la carta al director del Daily News Leader, se deberían en el caso de los negros barbadenses a “su odio instintivo al blanco”[37]. En cuanto a los indígenas, se expresa en estos términos:

Los indios salvajes, su invencible tendencia al chisme, a la mentira, a la calumnia; su mala voluntad para cuanto representa señorío extraño al aborigen, o sus rencores comprimidos contra cualquier jefe o empleado, rencores cuya causa, en muchos casos, es nimia o baladí[38].

Roger Casement y George Mitchell habrían actuado, pues, como representantes indignos de la raza blanca al aceptar como verídicos los relatos de estos seres inferiores y utilizarlos al servicio de los intereses económicos y políticos del Reino Unido y de Colombia, cuando no de la notoriedad y del medro personal. Motivos igualmente innobles se hallarían tras las acusaciones de Saldaña y Hardenburg, despachados como vulgares chantajistas. Calla en cambio sobre el informe del juez Rómulo Paredes, que no solo ratificó las denuncias anteriores, sino que documentó numerosos casos no recogidos en ellas.

En Los pobladores del Putumayo, Rey de Castro defiende la teoría de que los indígenas de esta región proceden de la zona de Cuzco, de donde habrían huido tras la derrota de Huáscar ante su hermano Atahualpa en tiempos de la conquista española. Alejados de la región andina, ya en las tierras bajas y húmedas cubiertas por bosques inmensos, habrían experimentado un proceso de regresión que los habría conducido hasta el estado de salvajismo en que a la sazón se encontraban[39]. La selva se percibe aquí como un ámbito especialmente hostil, un espacio en que la racionalidad cede ante el embrutecimiento y la locura, con lo que la vida propiamente humana, diferenciada del mero subsistir de las bestias, apenas es posible. Pensemos en el horror de El corazón de las tinieblas o en las palabras finales de La vorágine: “¡Los devoró la selva!”. Incluso Pío X en la encíclica Lacrimabili statu indorum menciona el clima ardiente que “penetra hasta lo más íntimo del ser, y destruye la fortaleza de los nervios”, entre los factores que han desatado la crueldad en el Putumayo. Ahora bien, del supuesto origen incaico de los indígenas, extrae Rey de Castro dos consecuencias inesperadas: pueden ser regenerados mediante el trabajo bajo la dirección del hombre blanco y conducidos a la civilización, una tarea que a su modo de ver está realizando la Casa Arana; y, lo que resulta verdaderamente sorprendente:

… es forzoso admitir que a los muchos e incontrovertibles títulos alegados por el Perú como dueño y soberano de la rica y extensa zona del Putumayo, debe agregarse el de la nacionalidad de sus primitivos habitantes, hijos del Tiahuanaco y del Tiahuantinsuyo, compatriotas de Manco Cápac y de Huáscar[40].

Ninguna luz aclara los misteriosos lazos que puedan unir a este orgulloso representante de la raza superior con Manco Cápac y por su mediación con las poblaciones amazónicas descritas por él mismo como antropófagas. Nos hallamos ante una concepción esencialista de la nación, ante la idea de un Perú eterno, cuyo espíritu permanece inmutable a través de los avatares históricos. A aquellos de entre ustedes que tengan al menos mi edad, quizá esto les recuerde esos libros de texto en que se presentaba a España como una entidad existente desde los tiempos más remotos, “una unidad de destino en lo universal”, como decía el programa de Falange, y a sus habitantes adornados por unas cualidades que lo mismo afloraban en Viriato que en El Cid, Hernán Cortés o Daoíz. En un plano más concreto, la afirmación de la peruanidad de los huitoto, bora y otras comunidades se utiliza para justificar la actuación de Arana como baluarte ante las aspiraciones colombianas.

Frente a la cerrada defensa de los caucheros se alzaron en Perú otras voces que reclamaron una investigación judicial de lo ocurrido y el castigo de los culpables. Entre ellas cabe mencionar a la Asociación Pro Indígena, en cuyo boletín aparecieron diversos artículos de denuncia, incluidos extractos del Libro Azul británico. Allí, la periodista Dora Mayer publicó colaboraciones en las que aun aceptando la existencia de una campaña de difamación contra el Perú, afirmaba que la honra nacional solo podía restablecerse esclareciendo responsabilidades. En su opinión no es la denuncia contra los caucheros lo que desacredita al país, sino la impunidad con la que aquellos actúan. Acepta, incluso, que el derecho de soberanía debe estar sujeto a limitaciones y admite que países extranjeros realicen gestiones ante casos como el del Putumayo[41].

Por su parte, el juez Carlos Valcárcel, quien, como ya se ha dicho, tras fracasar en su intento de enjuiciar a los responsables fue separado de la causa y hubo de refugiarse en Panamá, dejó constancia en las obras anteriormente citadas de las investigaciones llevadas a cabo por él mismo y por Rómulo Paredes. En ellas muestra su convencimiento de que el desarrollo de la nación no puede sustentarse sobre la tolerancia de los crímenes, sino sobre la observancia de la ley y el respeto de los derechos de sus habitantes[42].

Tanto los defensores de los caucheros como sus detractores apelan al progreso y al prestigio de la nación, y tienen una visión evolucionista de la sociedad, pero los segundos incluyen un componente moral ausente en los primeros. Para ellos lo que deteriora la imagen internacional del Perú no es la divulgación de las atrocidades, sino el intento de minimizarlas y de presentar a quienes las cometen como patriotas civilizadores. Su firme propósito de aplicar la ley y castigar a los culpables les acarreará acusaciones de traición y los expondrá a múltiples presiones, sin que finalmente puedan alcanzar su objetivo. Por el contrario, no solo los directivos de la PAC quedaron en libertad, sino que Julio César Arana fue elegido senador por Loreto.

La posición de Casement es distinta, pues, por razones obvias, en cuanto diplomático extranjero, no le preocupa la reputación del Perú. Pero no debemos ver en él a un representante del Reino Unido simplemente deseoso de cumplir la misión que le ha sido encomendada por su gobierno. Ciertamente, Arana y sus defensores lo acusarán de manipular los hechos del Putumayo con el objetivo de favorecer intereses espurios ajenos a los indígenas. Sin embargo, su ejecución en la horca solo seis años después, condenado por traición tras haber llegado a Irlanda a bordo de un submarino alemán para participar en la insurrección de Pascua, basta para desechar la idea de que fuera un fiel servidor de Gran Bretaña. No puede caber duda de que su espanto e indignación ante los crímenes son sinceros; como también lo son la impaciencia y disgusto que le causan la parsimonia y tibieza de los miembros de la comisión. Él, un hombre distinguido y famoso, se siente miembro de un pueblo oprimido y como tal simpatiza con esos aborígenes obligados a acarrear caucho por la selva, maltratados e impunemente asesinados. Quizá su temperamento romántico le lleve a idealizarlos, a percibirlos como seres inocentes y bondadosos, y a presentarlos en definitiva como arquetipo del buen salvaje. El grado en que esa apreciación se corresponda con la realidad no hace al caso; lo que importa es que las atrocidades que denuncia son ciertas. He de señalar, sin embargo, que el reverso de este buen salvaje no es el corrompido hombre civilizado en general, sino el ibérico, es decir, el español y el portugués. El 23 de octubre escribe en su diario:

Es terrible pensar en todo el sufrimiento gratuito que las llamadas civilizaciones española y portuguesa han causado a esta gente[43].

Y dos días después añade:

Creo firmemente que la tragedia del indio sudamericano es la peor que existe en el mundo, y ciertamente el peor ultraje humano que ha registrado la historia desde hace casi 400 años. No ha habido tregua desde que Pizarro desembarcó en Tumbes, ni un rayo de esperanza. No ha existido más que una continua y persistente opresión, acompañada de los crímenes más sangrientos.[44]

Es una visión de España anclada en la leyenda negra, lo que no debe sorprendernos, ya que lo observado en el Putumayo no haría sino reforzar unos prejuicios por lo demás, incluso en la actualidad, ampliamente compartidos. Lo llamativo es que, tras reivindicar el derecho de injerencia de las potencias europeas en los asuntos americanos en explícito rechazo de la Doctrina Monroe, cifre la salvación en Alemania:

Si Alemania se opusiera a la Doctrina Monroe y saliera victoriosa, habrá esperanza para los indios perseguidos y para la gente honrada de este continente que lleva 400 años atrapado en la «civilización latina»[45].

Podemos preguntarnos si es posible que Casement desconociera la campaña de exterminio desarrollada por Lothar von Trotta contra los herero y los nama en el África del Sudoeste, hoy Namibia, en los años 1904 y 1905, o la extrema dureza con que Gustav von Götten sofocó en la misma época las sublevaciones indígenas en el África Oriental, la actual Tanzania. Se percibe en sus palabras la fascinación por Alemania que lo llevaría durante la I Guerra Mundial a buscar su apoyo en la lucha por la independencia de Irlanda.

Pese a su amplia resonancia internacional, el escándalo no condujo a una mejora notable en el trato recibido por los indígenas, pues aún a comienzos de los años veinte, los superiores de los misioneros informaron al Vaticano de la persistencia de las correrías y de la esclavitud por deudas, así como de la utilización del alcohol como medio de control[46].

Pero para entonces, la época de esplendor del caucho amazónico tocaba a su fin. En 1875, Henry Wickham, por encargo del British Foreign Office, había sacado clandestinamente del Brasil, pues su exportación estaba prohibida, 70.000 semillas de Hevea brasiliensis. Estas habían sido plantadas inicialmente en jardines botánicos de Inglaterra y Ceilán, y luego en las colonias de Malaca y Borneo. Se crearon de esta manera plantaciones cuya producción alcanzó en 1914 el 60,4 % del total mundial y llegó hasta el 93,1 % en 1922[47]. Se trataba de un caucho de mejor calidad y más barato, lo que explica que desplazara tan rápidamente a las gomas silvestres de la Amazonia.

La crisis del caucho sumió a Iquitos, Manaos y Belém en la oscuridad. La riqueza amasada sobre la esclavitud de los indígenas había aprovechado solo a unas pocas familias y se había gastado con caprichosa ostentación en lujos extravagantes. Ausente la más elemental visión de futuro, no se habían realizado inversiones productivas, así que cuando se hundieron los precios del caucho se desvaneció el espejismo de la prosperidad.

En 1922, por el tratado Salomón-Lozano Perú cedió a Colombia la soberanía no solo sobre las tierras entre el Caquetá y el Putumayo, sino también sobre Leticia, con lo que aquella nación obtuvo un puerto sobre el Amazonas. El acuerdo, que no entró en vigor hasta marzo de 1928 suscitó un amplio rechazo de la opinión pública peruana, lo que contribuyó a crear el ambiente para el golpe militar que, encabezado por el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, derrocó al presidente Leguía en agosto de 1930. Siguieron incidentes armados que culminaron con la ocupación de Leticia por militares y civiles peruanos en septiembre de 1932. El problema no se solucionó hasta que en mayo de 1934, la firma del Protocolo de Amistad y Cooperación, que reconocía los límites establecidos en el tratado Salomón-Lozano, entregó definitivamente Leticia a Colombia.

En este último período los hermanos Carlos y Miguel Loayza, quien había sido jefe de una sección cauchera de la PAC y a quien Benjamín Saldaña había acusado de quemar indios vivos, llevaron a cabo el traslado de unos 6.700 indígenas, en su mayoría huitotos, boras y ocainas[48], primero a la margen derecha del Putumayo, y más adelante hacia el río Ampiyacu, con la finalidad de utilizarlos como mano de obra en nuevas explotaciones. Muchos de ellos, en número que no se ha podido precisar, murieron debido a una epidemia de sarampión durante el conflicto entre Perú y Colombia.

Se cierra así un capítulo negro en la historia de las poblaciones amerindias. El progreso y el desarrollo económico en cuyo nombre se las había esclavizado, habían pasado de largo. En los Estados Unidos y en Europa, aunque los automóviles aún no eran asequibles para grandes sectores de la población, su número se incrementaba rápidamente. Junto a ellos se difundían otros artículos que anunciaban ya tímidamente lo que mucho después sería la sociedad de consumo, y la industria bélica ponía a punto las herramientas con las que pronto se daría muerte a millones de seres humanos, en una orgía destructiva de una magnitud hasta entonces inimaginada, aunque luego tristemente superada.

De la civilización que supuestamente les llevaba el hombre blanco, los indígenas solo habían conocido el trabajo extenuante, las mutilaciones y latigazos, la explotación sexual y los asesinatos. El caucho pasó, pero el sufrimiento continúa. Aún persisten la expoliación, la explotación y la marginación. Tras el caucho han venido las maderas, la ganadería y el petróleo, los grandes proyectos de desarrollo que implican la destrucción de sus comunidades, y cuyos efectos no se evalúan debidamente, pues, como cien años atrás, priman los objetivos a corto plazo, el afán de ganancias inmediatas o, como se dice en la Lacrimabili statu indorum, el inmoderado deseo de lucro; en suma, el après moi le déluge. La diferencia es que ahora, como ya dije, las consecuencias afectan a todo el planeta y cometeremos el más execrable de los crímenes si nos despreocupamos del estado en que legaremos el mundo a nuestros hijos. Ha transcurrido aproximadamente una hora desde que cité el imperativo categórico formulado por Hans Jonas y creo llegado el momento de repetirlo: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana auténtica en la Tierra”.

Resta para terminar una consideración que nos remite a una advertencia hecha al comienzo de esta charla: recuerden que hemos hablado de los indígenas amazónicos, pero no hemos escuchado su voz, tan solo hemos oído a los sedicentes civilizados.




[1] Agamben, Giorgio (2009) p.15
[2] Jonas, Hans (2004) p. 40.
[3] Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. (1998) p. 93.
[4] Chirif, Alberto (2014) p. 45.
[5] Chirif, Alberto (2004) p. 47.
[6] Herzog, Werner (productor) Herzog, Werner (director) (1982) Fitzcarraldo, República Federal Alemana, Werner Herzog Filmproduktion Wildlife Films Peru.
[7] Alberto Chirif menciona el diario del misionero franciscano Gabriel Sala, que acompañó a Fitzcarrald en uno de sus viajes. CHIRIF, Alberto (2004), p. 47. También, el testimonio de Zacarías Valdez (Ibidem, p. 38).
[8] Pineda Camacho, Roberto (2012) p. 4
[9] Ibidem, p. 23.
[10] García Jordán, Pilar (1993) p. 75.
[11] García Jordán, Pilar (2001) p. 597.
[12] Incluido en Cuentos de amor, de locura y de muerte.
[13] Chirif, Alberto (2004), p. 34.
[14] Ibidem, p. 39-41.
[15] García Jordán, Pilar (2001), p. 598.
[16] Ibidem, p. 609.
[17] Así lo cuenta Angus Mitchell en una nota a su edición de Casement, Roger (2011) p. 133.
[18] García Jordán, Pilar, (2001), p. 601.
[19] Libro azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011) p. 29 (Notas sobre la traducción, Luisa Elvira Belaúnde)
[20] De este diario conozco dos ediciones en castellano: Casement, Roger (2011), Diario de la Amazonía, Edición de Angus Mitchell, A Coruña, Ediciones del Viento; y Casement, Roger (2014) Diario del Amazonas, septiembre-diciembre 1910 (selección de fragmentos), Lima, Fundación M. J. Bustamante de la Fuente.
[21] Casement, Roger (2011), p. 206.
[22] Ibidem, p. 149.
[23] Libro azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011), p. 163.
[24] Ibidem, p. 320.
[25] Los testimonios de esta violencia sexual son múltiples, por lo que me limitaré a citar alguno: Casement, Roger, (2011), p. 52, p. 74, p. 153, p. 220.
[26] Chirif, Alberto, “Introducción” a Libro azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011), p. 19.
[27] Libro azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011), p. 55.
[28] Casement, Roger (2011), p. 249.
[29] Ibidem, p. 96.
[30] Gray, Andrew “Introducción: las atrocidades del Putumayo reexaminadas” en Rey de Castro, Carlos, Larrabure, Carlos, Zumaeta, Pablo y Arana, Julio César (2005) p, 40.
[31] Libro azul británico. Informe de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo, (2011), p. 81.
[32] Ibidem, p. 82.
[33] García Jordán, Pilar, (2001), p. 612.
[34] Documento reproducido en Rodríguez Rodríguez, Isacio OSA y Álvarez Fernández, Jesús OSA (2001) p. 286.
[35] Salazar Paiva, Jesús Franco (2014) p. 100.
[36] Valcárcel, Carlos A. (2004), p. 402.
[37] Rey de Castro, Carlos, Larrabure, Carlos, Zumaeta, Pablo y Arana, Julio César (2005), p. 308.
[38] Ibidem, p. 309.
[39] Salazar Paiva, Jesús Franco (2014), p. 97.
[40] Citado por Salazar Paiva, Ibidem.
[41] Ibidem, p. 69-70.
[42] Ibidem, p. 102.
[43] Casement, Roger (2011), p. 207.
[44] Ibidem, p. 220.
[45] Ibidem, p. 269.
[46] García Jordán, Pilar (2001), p. 615.
[47] Chirif, Alberto (2004), p. 55.
[48] Chirif, Alberto (2012) p. 45.

BIBLIOGRAFÍA

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