Puerta cerrada

La puerta de doble hoja se cerró y la cama desapareció de mi vista. Terminaba una noche angustiosa en que nada parecía capaz de mitigar el dolor de mi madre, en que su respiración se hacía por momentos más difícil y en que yo no podía hacer más que llamar una y otra vez a la enfermera. Eran vanos mis esfuerzos por tranquilizarla, quizá en realidad más dirigidos a mí mismo que a ella. Sus palabras perdían coherencia a medida que pasaban las horas y su voz se hacía más y más extraña. Unas veces suplicante y otras colérica, casi desesperada. Las agujas del reloj avanzaban de manera más y más premiosa como si las agobiara un enorme esfuerzo. Pese a ello, al fin la tenue luz del amanecer terminó por llegar a la habitación. Tres médicos me pidieron que esperara fuera, mientras la examinaban. Luego, en el pasillo, me expusieron la gravedad de la situación. Realmente, su explicación, en la que intentaban transmitir un resto de esperanza, me sonaba extrañamente innecesaria, como si ya la conociera. En tanto, las enfermeras preparaban el traslado a la UCI. Pronto quedé solo en la habitación. En un momento recogí las pertenencias de mi madre. Realmente, hacía varias horas que había registrado los cajones de la mesilla en busca de pequeños objetos como las gafas que pudieran quedar olvidados, y los había guardado en su bolso, dentro del armario; así que no tuve más que meter este, junto a algunas prendas de ropa en una bolsa de plástico.

Cuando horas más tarde pude ver a mi madre de nuevo, estaba sedada, conectada a diversos aparatos que la mantenían con vida. Sus ojos no volvieron a abrirse, de su boca no salió ninguna nueva palabra. Día tras día, durante un mes la visité en la UCI. En algunas ocasiones intentaba hablar con ella, a sabiendas de que no podía contestarme, aunque con la tenue esperanza de que me oyera, pero mi voz se apagaba apenas salía de mis labios. No era capaz de elevarla, de hacerme oír. Quería decirle lo mucho que la quería, explicarle los motivos que en determinadas ocasiones me habían empujado a comportarme de una manera extraña que a ella podía haberle resultado dolorosa. Mas en realidad, era ante mí mismo ante quien necesitaba justificarme. Hinchada, amoratada, inconsciente, y así durante un mes entero. De nada sirvieron los esfuerzos de los médicos, los drenajes, las operaciones. Día a día su estado se hizo más precario. Seguí visitándola, hablándole sin saber qué decir, perdida ya la esperanza de que me entendiera. Al cerrarse la puerta de la UCI se había cerrado también la de su conciencia. En ocasiones le recitaba poesías: sonetos de Garcilaso o largas tiradas del Tenorio o de Don Mendo. Sé que es absurdo, pero ya no podía decirle lo que realmente importaba, ya no podía justificarme. Ante aquel cuerpo exánime, inmóvil, indiferente, me resultaba imposible toda defensa. Comprendí que había dejado pasar el tiempo en que aun era posible solicitar su perdón y me sentí solo y abandonado. La puerta ya no se abriría.

Francisco Javier Bernad Morales

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