En el funeral de Alfonso

Este texto lo escribí para que fuera leído en el funeral de Alfonso Garrido:
Existe en algunos países la hermosa costumbre de que un allegado al fallecido pronuncie durante el funeral unas palabras sobre él. Se trata con ellas de glosar brevemente lo que su vida ha supuesto para quienes lo han conocido y de recordar la impronta que ha dejado su paso por el mundo. Es una bella manera de manifestar que ningún ser humano desaparece sin más, desvanecido en la nada.

Sabemos firmemente los cristianos que la muerte no es el final, que la auténtica vida comienza al término de esta; pero no es de eso de lo que quiero hablar en este momento. Ahora deseo recordar al amigo, al consejero, al vecino, a quien fue durante años nuestro párroco; a un hombre raramente inteligente y cultivado, pero también sencillo y, ante todo, comprensivo y sensible. Alguien capaz de estremecerse de gozo ante las maravillas de la Creación, de emocionarse al contemplar un cielo estrellado o la abrupta elevación de las montañas al final de la llanura; alguien que, como muy pocos, apreciaba el esfuerzo del ser humano. De su boca no salía mayor elogio para referirse a una persona que el decir “es muy trabajador” o, de forma más coloquial, “es un currante”. He mencionado la llanura y las montañas. Imaginemos ahora que la primera está cubierta de trigo y de vid, que en amplios rodales se aprecia el oscuro verdor de las anchas copas de la encina; que más allá se adivinan los cortos y robustos troncos de los fresnos y ya en la lejanía, hacia el monte, las distintas tonalidades del castaño, del pino y del abeto. Es la obra de Dios, pero también, la obra del hombre, el fruto de su trabajo y, en fin, su contribución a la obra divina.

Alfonso trabajaba con la palabra, al igual que otros lo hacen con las manos: leía, escribía, predicaba, aconsejaba, pero, sobre todo, escuchaba. Tenía la capacidad de elaborar y exponer complejos argumentos teológicos o morales, pero eso no le impedía interesarse por los problemas de las gentes. Nadie se cruzaba con él sin recibir su saludo, sin escuchar una voz de ánimo, sin sentirse confortado en sus tribulaciones, sin oír el consejo de que gozara de algún sencillo placer, de que se diera un humilde capricho, pues bastantes pesares nos oprimen cada día. Era su forma de decirnos que Dios no quiere nuestro sufrimiento.

En cada uno de nosotros veía Alfonso a su prójimo, a esa persona con rostro de que habla Levinas. Para él no éramos ejemplares de la especie humana, manifestaciones intercambiables de una realidad abstracta, sino seres individualizados, cuya aparente igualdad oculta una irreductible diferencia. Sí, somos hermanos, pero no hay dos hermanos iguales. No somos equivalentes, sino que cada uno de nosotros es un conjunto irrepetible de saberes, de quereres y de experiencias. Cada cual vive su propia existencia radicalmente distinta de la del otro. Eso era algo que Alfonso simplemente sabía. Yo diría incluso que de una forma natural, quizá innata; previa, en cualquier caso, a todos sus estudios, lecturas y meditaciones, porque es una convicción que nace de la bondad y no de la razón. Cuando esta se aplica sobre un corazón seco produce monstruos: de ella brota la idea de que con nuestras solas fuerzas podemos retornar al paraíso, de que el hombre no necesita a Dios, pues puede por sí solo edificar la sociedad perfecta, en que la miseria y el sufrimiento queden eliminados para siempre; salen de allí, sin embargo, la guillotina y los campos de exterminio, pues los imperfectos seres humanos no encajamos en el molde soñado para nosotros por los bienintencionados promotores de Utopía, quienes, por eso, se ven obligados, con tal de hacernos felices, a mutilarnos el cuerpo y el alma, y al final, en lugar de edificar el Edén, construyen el Infierno. Pero cuando la inteligencia actúa sobre un corazón puro y noble su fruto es el amor a Dios y al prójimo, e incluso si en algún caso llega a extraviarse −lo que no ocurrió nunca con Alfonso−, su desvarío es el inocente, apacible y generoso de Don Quijote.

Nada más cuerdo, por cierto, que los consejos con que Don Quijote alecciona a Sancho, cuando le cree llamado a gobernar la ínsula Barataria. Al recordar ahora ese pasaje, me parece oír a Alfonso. El hidalgo habla a su escudero con esa familiaridad sorprendente que surge en la obra de Cervantes entre el hombre que ha pasado años y años entregado a la lectura y el humilde campesino, que no ha hecho otra cosa que trabajar con sus manos de sol a sol para sacar adelante a su familia. Don Quijote, con palabras serenas y claras, hace ver a Sancho la grave responsabilidad que va a contraer, la dificultad de gobernar a otros seres humanos, y le recomienda normas sencillas de comportamiento, le dice que sea justo, pero dado siempre a la clemencia, que sienta compasión por los débiles y necesitados, y que nunca olvide su origen, que jamás reniegue o se avergüence de su familia y de su aldea. En fin, que no se envanezca por el triunfo mundano y que en todo momento recuerde que no hay negocio que importe más que la salvación del alma.

Son unas páginas impregnadas de sencillez, ternura y amor. Por eso me hacen pensar en Alfonso, imaginarlo como el hidalgo que, lleno de sabiduría y de bondad, de comprensión e indulgencia hacia su prójimo, nos guía en el duro camino de la vida.
Francisco Javier Bernad Morales

Comentarios

  1. Paco,tal vez ésta sea la mejor homilía que se haya hecho en un funeral. Sabes bien que comparto contigo la admiración por el amigo y compañero espiritual que tuvimos la suerte de tropezar. Él nos descubrió senderos llenos de luz, tanto desde el punto de vista intelectual, religioso o humano. Sin duda alguna alimentó nuestra autoestima y nos sacó del letargo en el que estuvimos inmersos tras conocidos fracasos.Yo como tu estaré eternamente agradecida y también desde aquí quiero elevar una oración en la seguridad de que se encuentra con Cristo Resucitado.
    Carmen Sáez Gutiérrez

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