Atenas, Delfos



Como innumerables turistas he visitado Grecia este verano, pero yo, a diferencia de ellos o al menos esa ilusión me hago, he preparado el viaje concienzudamente. He releído una vez más los libros que me han acompañado desde los inicios de la adolescencia: las tragedias de Esquilo y de Sófocles (Eurípides, sin que sea capaz de precisar el motivo, nunca ha despertado mi curiosidad); también algunos fragmentos de Herodoto, en especial los que narran las batallas de Maratón, de las Termópilas, de Salamina y de Platea; algo de Tucídides, la magnífica oración fúnebre en que Pericles canta a la isonomía, a la igualdad de todos ante la ley, pero no he olvidado el inquietante diálogo de los melios, cuando los poderosos atenienses proclaman su derecho a oprimir a los débiles, a quienes no queda sino elegir entre el sometimiento y la muerte; en fin, de nuevo me he encontrado con Jenofonte, con Platón, con Polibio y con Plutarco.

Los sangrientos mitos de los Labdácidas y de los Átridas han revivido en mi memoria, mientras sentado en una terraza al pie de la Acrópolis de Atenas degustaba una ensalada que, si no fuera por el tomate, apenas se diferenciaría de las que Sócrates compartía con sus amigos, mientras intentaba esclarecer la esencia del bien y de la belleza. Orestes y San Pablo me han acompañado en la colina del Areópago, y he creído entrever a Nicias y Alcíbiades en el Pnyx. Luego desde la terraza del hotel he dirigido la vista, primero hacia la Acrópolis y enseguida hacia el Pireo y el Falero, y he intentado imaginar el trazado de los muros largos: ver, donde ahora las edificaciones se extienden hasta el horizonte, los olivares talados por los espartanos. He sentido, pese a los siglos transcurridos, el dolor de los campesinos ante sus campos devastados; pero también la obstinada determinación y disciplina con que esos mismos campesinos, aunque con más propiedad habría que referirse a sus padres y abuelos, transmutados en hoplitas, habían arremetido contra el agresor persa, y la fe con que hasta los más pobres ciudadanos, embarcados en las trirremes y fiados a la astucia de Temístocles, habían arriesgado la vida para salvar, sin sospecharlo, mientras luchaban por sus familias, por sus talleres y por sus tierras, el germen de una civilización que pronto se revelaría como una de las más espléndidas creaciones del espíritu humano.

Visitar Atenas es viajar a un momento inaugural, implica recapitular sobre nuestras convicciones y certezas, nuestras dudas y opiniones, sentir los primeros y audaces pasos de la razón.

Días después en Delfos las sensaciones son distintas. Hay algo sobrecogedor en el paisaje, en la abrupta elevación del Parnaso sobre el golfo de Corinto. Pese a los turistas (después de todo y con toda mi presunción, no soy más que uno de ellos) en el santuario se respira aún la presencia de lo sagrado. De inmediato, sin necesidad de aburridas explicaciones de los guías, comprendemos que nos hallamos en el ónfalos, o mejor dicho, en uno de los numerosos ónfalos, ombligos del mundo, que todas las culturas sitúan como centro de la creación, como lugar privilegiado de relación entre vivos y muertos y también entre mortales e inmortales.



Francisco Javier Bernad Morales

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