Homo sum...

La obra de Götz Aly Los que sobraban. Historia de la eutanasia social en la Alemania nazi 1939-1945[1], publicada en 2013, nos enfrenta, como todas las que tratan de aquel período con un mínimo de rigor, al mal, a un mal pavoroso que anida en lo profundo de nuestra naturaleza. Los que, gracias a Dios, no hemos vivido aquello nos sentimos tentados a creer que el Holocausto o los programas de asesinato de enfermos mentales y de niños discapacitados fueron obra de seres anormales, de una suerte de monstruos inhumanos. Podemos quizá pensar que el pueblo alemán se vio afectado en aquel tiempo por una rara patología cultural. No es más que una maniobra ingenua con la que pretendemos expulsar el mal de nuestra conciencia. Gracias a ella podemos erróneamente creernos a salvo y vivir como si los crímenes no nos concernieran. Frente a esta tentación, hemos de recordar unas palabras que a poco de terminar la guerra le dirigió Léon Blum a Marek Edelman, un superviviente del gueto de Varsovia:  «esto no lo hicieron los alemanes, lo hicieron seres humanos»[2]. No expresaba ninguna novedad. Más de dos mil años habían transcurrido desde que Terencio escribiera «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». No estaba de más, sin embargo, recordarlo. Los verdugos eran tan humanos como sus víctimas y, aunque entre ellos no faltara, como en toda colectividad, algún psicópata, en su inmensa mayoría podían ser clasificados en la nada científica categoría de «personas normales», esa misma en la que muy probablemente nos incluiríamos usted, hipotético lector, y yo mismo.

Mientras que para justificar la esterilización forzosa de los considerados transmisores de una herencia genética indeseable o la marginación y ulterior exterminio de la población judía se invocaron motivos raciales, Theo Morell en un informe presentado en 1939 a Hitler, de quien era médico personal, recurrió a argumentos económicos para defender la eutanasia de los enfermos mentales. Básicamente se refirió al ahorro conseguido mediante la eliminación de tantas «bocas inútiles» y a la liberación de personal sanitario y camas de hospital para la atención de las necesidades del ejército.

Era consciente de que una medida así, de ser planteada abiertamente, suscitaría un amplio rechazo entre una población ligada mayoritariamente a las iglesias cristianas. Una encuesta realizada en 1920 por Ewald Melzer, director de un instituto psiquiátrico para niños deficientes mentales, mostraba, sin embargo, que aquel podía ser soslayado con relativa facilidad si se procedía con cautela. El 73 % de los padres había declarado que autorizaría el «acortamiento indoloro de la vida de sus hijos» y solo el 10 % respondió que no lo haría en ningún caso. Significativamente, y sobre ello se articuló en buena medida la política de asesinatos, muchos señalaron que preferirían que la decisión la tomaran los médicos y a ellos simplemente les comunicaran el fallecimiento. Para Morell y Hitler la conclusión era obvia: la eutanasia podía llevarse adelante sin gran oposición si se actuaba de tal manera que los familiares no sintieran sobre su conciencia el peso de las muertes. Con tal finalidad se recurrió, como era habitual durante el Tercer Reich, a la adulteración del lenguaje. Un procedimiento que describiría Victor Klemperer[3], y que ya había anunciado Humpty Dumpty al aseverar, frente a las objeciones de Alicia, que «cuando yo utilizo una palabra, significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos». Eufemismos y perífrasis aludirán a una realidad no nombrada, lo que permitirá crear un espacio ambiguo en el que las familias no se sentirán responsables de la muerte de uno de los suyos. El médico no mencionará nunca la eutanasia, sino que ofrecerá un tratamiento innovador aunque arriesgado, para cuya aplicación los pacientes deben ser trasladados a centros especializados. Seriamente las advertirá del peligro de muerte, pero también lo presentará como una posibilidad de curación. Si aquel es aceptado, al cabo de algún tiempo llegará la triste noticia de que por una enfermedad repentina se ha producido el fallecimiento y ha sido necesario incinerar el cadáver. Así, las familias, aliviadas de una carga que absorbía su energía y sus recursos, podían racionalizar lo ocurrido y consolarse con la ilusión de que habían hecho lo mejor por unos seres queridos, a quienes la muerte, en definitiva, había liberado de una vida de sufrimiento. En cierto modo aquello funcionó como una prueba que permitió a los dirigentes nazis calibrar hasta dónde podían llegar. Quien consiente ―señala Götz Aly― que su tía esquizofrénica muera en una cámara de gas o que a su hijo de cinco años aquejado de parálisis espástica le apliquen una inyección letal, difícilmente va a preocuparse por el destino de los judíos o de los prisioneros de guerra soviéticos[4]. El programa descansaba sobre un pacto tácito que podía funcionar mientras nadie llamara a las cosas por su nombre. Pero eso fue lo que hizo August von Galen, obispo de Münster, en tres sermones pronunciados en el verano de 1941. Tras sus palabras, las familias ya no podían mantener la ficción de que desconocían lo que realmente ocurría. La consecuencia inmediata fue la suspensión del asesinato de enfermos mentales, aunque no el de niños discapacitados. Pronto, sin embargo, los reveses en el frente hicieron aumentar las necesidades militares a la par que empeoraban las condiciones de vida de una población que, sometida a una creciente incertidumbre, se habituaba a la muerte, tanto a la de los soldados en combate como a la de los civiles en los bombardeos. Se redobló así la tentación de eliminar «bocas inútiles». Mientras el eco de las palabras de Galen dejaba de resonar en las conciencias embrutecidas, a los candidatos a víctimas se sumaron los ancianos de los asilos. Con el pretexto de trasladarlos a lugares más seguros, muchos fueron conducidos a instalaciones lejanas y aisladas donde se los sometió a toda clase de privaciones antes de asesinarlos. Pese a todo, siempre hubo familias que cuando sintieron que sus parientes se hallaban en peligro, se hicieron cargo de ellos y, sacándolos del hospital o de la residencia, los arrancaron a la muerte. De hecho, uno de los criterios considerados por los médicos para determinar el destino de los enfermos era si recibían visitas y apoyo de sus familiares. Si estos se habían desentendido, no había posibilidad de salvación.

Ahora debemos recordar algo que señaló Imre Kertész. No fue el totalitarismo el que propinó latigazos y colgó de una cadena a Jean Améry. Lo hizo el teniente Praust, que hablaba en dialecto berlinés[5]. El Estado es un ente abstracto, pero sus acciones las ejecutan seres humanos concretos, con rostro y con nombre, con padres y madres, con hijos e hijas, gentes capaces de amor y de ternura, de celos y de envidias. Los protocolos de actuación los elaboraba un comité del que formaban parte doctores prestigiosos. A ellos correspondía, a partir de los informes redactados por los médicos que atendían al paciente, decidir si una vida era «digna de ser vivida». Eran enfermeras quienes aplicaban las inyecciones letales. Cuando se utilizaron cámaras de gas, las supervisaron miembros de las SS, pero también en este caso eran sanitarios quienes seleccionaban a los enfermos que habían de morir en ellas. Hans Franck había formulado en 1942 lo que denominó el «imperativo categórico del Tercer Reich»: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos»[6]. Edificaba así una ética ―si es que se le puede dar ese nombre― antikantiana en que tan solo existe una voluntad autónoma, la de Hitler. Se trata, además, de una ética formal, pues no busca establecer un catálogo de principios y prohibiciones, sino constituirse en una guía positiva para la acción a la que todos deberían recurrir en cualquier situación, en particular en las no previstas en las disposiciones normativas. De todos se espera que, según una expresión muy común entonces, trabajen «en la dirección del Führer». Pero las matanzas requirieron la participación de un elevado número de personas y no todos eran nazis convencidos. Muchos simplemente se dejarían llevar por el ambiente y se justificarían con el argumento de que se limitaban a hacer lo mismo que los demás. Otros se dirían que ellos tan solo cumplimentaban formularios o administraban medicamentos según las órdenes recibidas, por lo que no podían imputárseles las consecuencias de actos emanados de una voluntad ajena. Unos y otros renunciaban a una libertad que conlleva la ingrata tarea de examinar las propias acciones. Abandonaban, pues, el papel de sujetos y con gusto aceptaban convertirse en instrumentos de la voluntad del Führer, es decir, pasaban voluntariamente a verse a sí mismos como meros objetos.

Hubo con todo, quienes se negaron a colaborar y, contra lo que pudiera esperarse de aquel régimen de terror, no se enfrentaron a consecuencias graves. El doctor Heinrich Hermann, director de un hospital de sordomudos, dirigió en 1940 una carta al ministerio del Interior: «Simplemente estoy convencido de que las autoridades cometen una injusticia con la matanza de determinados enfermos. (…) Lo siento mucho, pero la obediencia hay que prestarla al Señor y no a las personas. Estoy dispuesto a asumir las consecuencias de mi desobediencia»[7]. Puede pensarse que su nacionalidad suiza quizá lo protegiera del envío a un campo de concentración, pero no le habría evitado la expulsión de Alemania o al menos la pérdida del trabajo. No hubo, sin embargo, ninguna represalia y Heinrich Hermann continuó en su puesto hasta 1947.

Se trata, es cierto, de un caso poco frecuente, pero en ningún modo único. Peter Hayes menciona a Richard Neuser, un conductor de locomotoras que no quiso manejar los trenes que conducían a los judíos a los campos de exterminio. Se limitaron a cambiarlo de destino. Algo similar le ocurrió a Alfons Glas, trabajador de la oficina central de transporte de pasajeros en los ferrocarriles del Gobierno General[8]. Cuando supo lo que ocurría con los judíos solicitó el traslado y se le concedió sin problemas. La respuesta era por el contrario muy dura frente a la oposición activa y organizada por pacífica que fuera. Los jóvenes estudiantes encuadrados en la Rosa Blanca, Sophie y Hans Scholl, Alexander Schmorell, Willi Graf, Christoph Probst y su profesor Kurt Huber fueron guillotinados en 1943 por haber repartido panfletos subversivos en la universidad de Munich. Si actos de resistencia individual y pasiva como los de Heinrich Hermann, Richard Neuser o Alfons Glas, fueron tolerados posiblemente se debió a que las autoridades entendieron que se trataba de casos aislados que no repercutirían en el desarrollo de los programas de asesinato. Estos seguirían su marcha mientras la mayoría continuara acogiéndose a las ofertas de engaño que le permitían silenciar a su conciencia.



[1] Aly, Götz (2014), Los que sobraban. Historia de la eutanasia social en la Alemania nazi 1939-1945, Barcelona, Crítica (ed. alemana 2013)

[2] Edelman, Marek (2013), También hubo amor en el gueto. Relato oral transcrito por Paula Sawicka, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 9.

[3] Klemperer, Victor (2001), LTI. La lengua del Tercer Reich, Apuntes de un filólogo, Barcelona, Minúscula.

[4] Aly, Götz (2014), p. 292-293.

[5] Kertész, Imre (2002), Un instante de silencio en el paredón, Barcelona, Herder, p. 79.

[6] Arendt, Hannah (2015), Eichmann en Jerusalén, Barcelona, Debolsillo, p. 200.

[7] Aly, Götz (2014), p. 38.

[8] Hayes, Peter (2018), Las razones del mal, ¿Qué fue realmente el Holocausto?, Barcelona, Crítica, p. 158.

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