El octavo círculo: la orquesta de mujeres de Auschwitz

Voy a ocuparme de un pequeño grupo de prisioneras de Auschwitz, la mayoría de ellas, aunque no todas, judías, a las que, no sin vacilaciones y hasta con íntima repugnancia ante lo que se me antoja un sarcasmo lindante con la vileza, cabe calificar como privilegiadas. Me refiero a las integrantes de la orquesta femenina de Auschwitz. Por una siniestra paradoja, señalada por Primo Levi, solo en aquellos campos de la muerte carecía de vigencia la prohibición general de que los judíos interpretaran piezas de compositores arios[1].

Fania Fénelon había estudiado piano y gozaba en París de cierta fama como cantante, lo que facilitó que fuera destinada a la orquesta que, en aquellos momentos, dirigía Alma Rosé. Años después recordó su experiencia en un libro que tituló Souris pour l’orchestre (Tregua para la orquesta), al que me referiré a lo largo de esta intervención. La música, recuerda, debía acompañar la salida y el regreso de los Arbeitkommandos. Tocábamos «para marcar el compás de los pasos de esos esqueletos, de sombras que nos muestran unos rostros que ya no existen», para acentuar el martirio de unas mujeres que, aunque apenas pueden arrastrarse, se ven obligadas a imprimir a su marcha «un aire militar»[2]. También debían hacerlo ante los SS cuando estos lo requerían. Eso ocurría a menudo por la noche, cuando necesitaban relajarse tras un día agotador. Uno de esos en que la llegada de un transporte numeroso los había obligado a emplearse a fondo para separar a aquellas deportadas que por edad, enfermedad, debilidad o por tener niños a su cargo debían ser gaseadas inmediatamente, de aquellas otras a las que aún podía someterse a un trabajo extenuante que, unido a una alimentación insuficiente y a un régimen disciplinario brutal, mermaría rápidamente no solo sus fuerzas físicas, sino también su energía mental, hasta que, consumidas y apáticas, si antes no morían por una paliza, una represalia u otro motivo, les llegara su turno en la cámara de gas.

El famoso lema Arbeit macht Frei (el trabajo hace libre), que presidía la entrada a Auschwitz I era un simple sarcasmo, una macabra broma muy propia del lenguaje del Tercer Reich, cuya fertilidad en la fabricación de eufemismos y en la adulteración del significado de las palabras fue señalada por Victor Klemperer en su publicación de 1947 Lingua Tertii Imperii (La lengua del Tercer Reich). En su lugar hubiera debido figurar el que Dante sitúa en la puerta del infierno, Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (Quien entre aquí, abandone toda esperanza). En efecto, en Auschwitz el trabajo no libera, tan solo es una vía distinta hacia la muerte, una alternativa algo más lenta que la cámara de gas y que los fusilamientos del este. Porque el judío nace condenado. Lo está por el mero hecho de existir, sin que en la pena intervengan para nada sus culpas y sin que sus méritos puedan atenuarla. Para acabar con él no es necesario, y eso diferencia al régimen nazi de otras dictaduras, presentar cargos inventados, ni esgrimir pruebas amañadas o confesiones arrancadas mediante tortura. En estas, sobra decirlo, se adultera la justicia, pero las autoridades sienten aún la necesidad de mostrar que es el acusado quien con sus acciones o sus omisiones se hace merecedor del castigo. La persecución de los judíos por el nazismo va más allá, ya no se pervierte la justicia, sino que simplemente se anula. Como el príncipe Segismundo, el judío puede decir que su mayor delito es haber nacido. Así lo establecieron en 1935 las leyes de Núremberg al definir como judío a todo aquel cuyos abuelos hubieran profesado el judaísmo. Simplemente por eso, los nietos quedaron convertidos en una minoría segregada privada de derechos y sometida a toda clase de humillaciones. Rápidamente se los expulsó de escuelas y trabajos, se les arrebataron sus bienes, se les prohibió caminar por las aceras o pasear por los parques, poseer aparatos de radio, automóviles y bicicletas, y sus mascotas fueron sacrificadas. Mientras que la Aktion T4, en virtud de la cual se dio muerte a enfermos mentales y a niños aquejados de problemas graves de desarrollo, se mantuvo en secreto por temor al rechazo que pudiera suscitar; las medidas discriminatorias contra los judíos se aplicaron a la vista de todos sin que se registraran apenas gestos de apoyo o simpatía hacia los perseguidos. En conjunto la sociedad alemana aceptó de buena gana unas medidas que establecían la exclusión de una minoría a la que siempre había sentido como ajena. Independientemente de que el rechazo se fundamentara en razones religiosas, nacionales o biológicas, o, a menudo, en una amalgama más o menos confusa de todas ellas, algo parecía claro para la mayoría: los judíos no podían ser considerados miembros de la Volksgemeinschaft (la comunidad del pueblo) y era justo discriminarlos. Cuando la guerra puso bajo dominio alemán la numerosa población judía de los países ocupados, los jerarcas nazis decidieron que era necesario dar una «solución final» a lo que llamaban «el problema judío»; una solución que en nuestra memoria ha quedado asociada al término Auschwitz, que, cargado de resonancias simbólicas, evoca el inexpresable sufrimiento de los guetos, de los fusilamientos masivos y de los campos de trabajo y de exterminio.

Pero de igual manera que el infierno de Dante se compone de nueve círculos de creciente profundidad, Auschwitz, lo más próximo a él que hasta ahora hemos creado los seres humanos, también contiene, todas presididas por el horror y la arbitrariedad, realidades diferentes. Es eso lo que permite hablar de internos, y en este caso internas, privilegiados: aquellos y aquellas que aún no han descendido los últimos peldaños y gozan de lo que a ojos de los demás aparecen como insólitas comodidades. Entrarían en este grupo los capos, una pieza indispensable para el correcto funcionamiento del campo, a quienes se premiaba por su brutalidad, pero también quienes, tras salvar la selección, habían sido destinados a los trabajos menos penosos. Ese era el caso en el campo femenino de las enviadas a lo que se conocía como «el Canadá», la dependencia en la que se almacenan y seleccionan para su envío a Alemania las pertenencias de los deportados. Eso les daba la oportunidad de ocultar pequeños artículos para luego revenderlos. Fania Fénelon en su primera noche en el bloque de la orquesta pudo adquirir así una pastilla de jabón y un cepillo de dientes a cambio de una ración de pan y dos de margarina[3]. Precisamente, la orquesta era otro de los destinos envidiables. Quienes la integraban, si bien recibían la misma alimentación que las demás, estaban exentas de las penalidades del trabajo en el exterior, del hacinamiento en los barracones comunes, disponían de ropa y calzado de su talla e incluso podían ducharse a diario. Debían, a cambio, ensayar de manera incesante urgidas por las exigencias de perfección de Alma Rosé, una mujer con una sólida formación musical, hija del violinista Arnold Rosé y sobrina de Gustav Mahler, que en 1932 había formado una orquesta femenina al frente de la cual había ofrecido conciertos en diversos países europeos.

Las músicas, desde una posición, que las convierte en blanco de la malevolencia de las menos favorecidas, se asoman al noveno círculo conscientes de que en cualquier momento pueden resbalar y caer en él. En una ocasión en que los SS azuzan a los perros contra dos mujeres que han quedado rezagadas, ellas han de continuar su interpretación mientras ven como las infortunadas comienzan a ser devoradas aun en vida[4]; en otra deben dar un concierto en la enfermería a sabiendas de que todas las pacientes serán gaseadas esa misma tarde[5]. Son solo dos episodios en una lista inabarcable. Parece difícil imaginar mayores atrocidades, pero hay algo que las hace, si eso es concebible, aún más aterradoras. Repele toda sensibilidad saber que el comandante Kramer, tras hechos como los referidos, tras haber enviado durante el día a la cámara de gas a miles de seres humanos por el crimen de ser nietos de judíos, acude al barracón de la orquesta y se emociona hasta las lágrimas escuchando la Reverie de Schumann[6]. La Lagerführerin Maria Mandel y el doctor Josef Mengele son otros de sus oyentes habituales. En una ocasión deben incluso actuar ante el mismísimo Reichsführer SS Heinrich Himmler, quien al parecer quedó sumamente complacido[7].

Cuando apareció el libro de Fania Fénelon algunas de sus compañeras de la orquesta censuraron la manera en que retrataba a Alma Rosé. Ciertamente, esta aparece como una mujer dura, centrada únicamente en agradar a los alemanes y voluntariamente ciega ante el sufrimiento que las rodea. Con todo, la misma Fania, al evocar una de sus conversaciones, expone incluso con cierta simpatía las razones de ese comportamiento:

Solo me ocupo de la llegada de los transportes ―dice Alma― para saber si en ellos vienen buenas intérpretes musicales […]. Si yo me dejara arrastrar dentro de vuestro ambiente, no podría dirigiros e interpretaríamos una música muy mala, execrable. El comandante Kramer y Mandel suprimirían la orquesta[8].

Luego, tras recordar el bajo nivel que encontró al asumir la dirección añade:

Yo no tenía más remedio que lograr una orquesta con aquel revoltijo de incompetencia. Era el precio de mi vida y de la suya[9].

Ciertamente, la orquesta, todas lo sabían, era un capricho de la Lagerführerin Maria Mandel y del comandante Josef Kramer, quienes en cualquier momento podían perder interés y prescindir de ella o bien podían ser enviados a otro destino. Pero de sus cuarenta y cuatro integrantes, treinta y tres de ellas judías, solo murieron la propia Alma Rosé, posiblemente por una intoxicación alimentaria, y, después de que ante el avance soviético fueran trasladadas a Bergen-Belsen, Ioulia Stoumsa y Lola Kroner. Primo Levi afirmó durante una entrevista de 1986, que en Auschwitz «oponer resistencia significaba sobrevivir»[10]. En un sistema diseñado para aniquilar el cuerpo y el alma, el simple hecho de mantener una existencia mínimamente humana era en sí un acto de resistencia. Es así como cabe entender el comportamiento de Alma Rosé, quien, como en el fondo las demás, no hizo sino lo que creía, y en realidad era, el único medio a su alcance con el que prolongar la vida, la suya y la de sus compañeras. Hemos de recordar, sin embargo, que la sentencia estaba dictada y que, como ya se ha dicho, se cumpliría de manera inexorable. Complaciendo a Josef Kramer y a Maria Mandel quizá consiguieran alcanzar el privilegio de ser las últimas en entrar a la cámara de gas, pero solo la derrota alemana permitió que escaparan del infierno.



[1] Levi, Primo (2005), Los hundidos y los salvados. Trilogía de Auschwitz, Barcelona, El Aleph, p. 371.

[2] Fénelon, Fania (1981), Tregua para la orquesta, Testimonio recogido por Marcelle Routier, Barcelona, Noguer, p. 69.

[3] Fénelon, Fania (1981), p. 96-97.

[4] Fénelon, Fania (1981), p. 178.

[5] Fénelon, Fania (1981), p. 184.

[6] Fénelon, Fania (1981), p. 138.

[7] Fénelon, Fania (1981), p. 249-251.

[8] Fénelon, Fania (1981), p. 174.

[9] Fénelon, Fania (1981), p. 174.

[10] Levi, Primo (1998), «Retrato de la dignidad y de su carencia en los hombres». Entrevistas y conversaciones, Barcelona, Península, p. 69.


Comentarios

  1. No sabía lo de la orquesta femenina de Auswitch , muy interesante, a la vez que triste claro....

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