Marxismo y relativismo moral

Este artículo se ha publicado también en Periódico Liberal. el Reformista:

En estos tiempos de pensamiento débil, abandonados ya los grandes sistemas filosóficos es probable que pocas personas, sobre todo entre las dedicadas profesionalmente a la política, se tomen la molestia de leer las áridas obras de Marx. Queda de ellas, sin embargo, una influencia difusa perceptible en las explicaciones vulgares con que los militantes de izquierda, incluidos los periodistas progresistas y ciertos cómicos travestidos de intelectuales, suelen interpretar los fenómenos sociales. Estalla un conflicto en un lugar del mundo, cuya existencia hasta ese preciso instante desconocía el actor subvencionado, y, si de alguna manera puede relacionar con él a los Estados Unidos o Israel, inmediatamente concluirá que estos países lo han provocado a fin de hacerse con el control del petróleo, de los diamantes o del aceite de coco. Sin pérdida de tiempo tomará partido e intentará aparecer en la televisión para advertirnos a los pobres mortales de la perfidia imperialista. El público, en general no mucho más ilustrado que él, incluso puede que menos, asentirá no sin cierta melancolía: “las guerras se hacen siempre por dinero.” Ante una crisis económica como la actual, el reflejo obvio de nuestro aspirante a forjador de opinión, es achacarla a una conjura de especuladores sin escrúpulos que se enriquecen a costa de la miseria de los trabajadores. Tristes caricaturas de la lucha de clases como motor de la historia. Pero donde de verdad se mantiene con envidiable vitalidad la herencia marxista es en los asuntos relacionados con la moral.

Las repetidas referencias a los derechos humanos en los medios de comunicación y en el discurso político ocultan el hecho de que estos, muy a menudo, ya no se conciben al modo universalista clásico, profundamente enraizado en la tradición religiosa de Occidente; aquel que se fundamenta en el preámbulo a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776):

Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Frente a esta concepción, ahora se habla de derechos de la mujer, de las minorías, de las lenguas, de los pueblos y, en el colmo del disparate, de los animales. Esto, que a los ingenuos puede parecerles una avance, constituye, a poco que lo meditemos, un enorme retroceso, pues supone que la humanidad deja de concebirse como un todo, y pasa a verse como un agregado de diversos segmentos, lo que implica que las personas ya no son consideradas iguales, y, por tanto, disfrutan de unos u otros derechos en función del grupo a que se adscriben. Imaginemos que una universidad debe cubrir una cátedra de Fílología Semítica. Parece totalmente ilógico que para hacerlo valore cuestiones tales como la orientación sexual de los aspirantes o su región de origen. Sin embargo, nos vamos lentamente acostumbrando a que criterios similares se tengan en cuenta cuando lo que se debe proveer es un puesto en el gobierno.

Estrechamente ligada a esta concepción se halla la idea de que todas las tradiciones culturales, quizá con excepción de la judeocristiana, son igualmente respetables, y que no existe ningún criterio objetivo que permita establecer la superioridad de unas normas sobre otras. No cabe, pues, oponerse, por ejemplo, a que en Madrid o Londres una mujer salga a la calle cubierta con un burka y habrá que pasar de puntillas sobre el trato dado a los homosexuales en según qué sitios. Entre el Estado y el individuo se introduce una instancia intermedia a la que denominaremos grupo cultural en tanto no encontremos mejor apelativo. El resultado es que, en el hipotético caso de la universidad que menciono más arriba, la pertenencia a una determinada confesión religiosa o, por el contrario, la pública manifestación de ateísmo o agnosticismo, podrían asimismo considerarse como méritos. Si salimos del campo académico, ahí tenemos la constitución del Líbano para mostrarnos que en política todo es posible.

No pretendo agotar las fuentes de que se nutre este fenómeno que amenaza la tradición liberal y democrática de Occidente, pues eso alargaría el artículo de manera desmesurada. Me limitaré a señalar una que, al menos en la formación de las personas de mi generación, ha tenido una particular relevancia: la crítica del marxismo a la posibilidad de unos principios morales absolutos.

Escribía Marx en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859):

No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es el que determina su conciencia.

El ser social a que se refiere se edifica a partir de las relaciones necesarias e involuntarias que los hombres establecen en el proceso de producción. Ahora bien, en la sociedad capitalista, la estructura económica implica la existencia de dos grupos opuestos: los explotadores y los explotados. Puesto que toda la superestructura jurídica y política nace de esta distinción radical, las normas son instrumentos destinados a perpetuarla. Dicho de otra manera, no existe la posiblidad de unos principios morales de aplicación universal en tanto que la humanidad continúe escindida en clases sociales. Ya en 1847, había formulado tal idea en La miseria de la filosofía:

Los mismos hombres que establecen las relaciones sociales conforme a su productividad material producen también los principios, las ideas, las categorías, conforme a sus relaciones sociales.

Así, estas ideas, estas categorías resultan tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios.

En suma, la moral es un producto histórico y transitorio. De ahí brota inevitablemente un corolario: Todo está permitido.

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