Intervención extranjera en la Guerra Civil Española

Conferencia pronunciada el 15 de abril en el Museo de la Ciudad (Móstoles)

Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pocos hechos ocurridos en nuestro país han despertado en el extranjero un interés tan apasionado como la Guerra Civil de 1936-1939. Esta, cuyo desencadenamiento obedeció a factores internos, se vio mediatizada y condicionada en su desarrollo y resultado por la actuación de las grandes potencias, la cual a su vez estuvo determinada por consideraciones estratégicas derivadas no solo de lo que en una primera aproximación podemos denominar intereses nacionales, sino también de simpatías ideológicas.
En los años treinta aún se imponía la consideración romántica de la nación como la expresión política del pueblo, entendido a su vez como un ente supraindividual surgido de la noche de los tiempos y cuyo espíritu, Volksgeist, había permanecido inalterable a través de los avatares históricos. Es esta una concepción que en España perduró durante los años de la dictadura. Aquellos de ustedes que tengan al menos mi edad habrán estudiado, o al menos habrán fingido hacerlo, una asignatura llamada Formación del Espíritu Nacional, cuya finalidad era transmitirnos las valores que, se suponía, conforman la esencia inalterable de nuestra nación a fin de que al asumirlos nos convirtiéramos en buenos españoles. Otras materias, entre las que la historia ocupaba un lugar de honor, contribuían, mediante la exaltación de los héroes de un pasado glorioso, a la identificación con el Volkgeist de la patria.
Frente a esta concepción se alzaba desde mediados del siglo XIX el internacionalismo proletario, heredero, hasta cierto punto, del cosmopolitismo ilustrado y del universalismo cristiano. Los partidos socialistas, agrupados desde 1889, en la Segunda Internacional rechazaban la visión nacionalista de la historia, a la que consideraban una construcción ideológica de la burguesía, cuya función no era otra que mantener las relaciones de dominación económica y política. Por su parte, llamaban a la unión de todos los trabajadores en la lucha común contra la explotación y la opresión de las clases dominantes. Los proletarios del mundo, sin distinción de origen ni de residencia, debían conjuntarse para edificar una sociedad nueva en que, borradas las diferencias de clase, quedaran asegurados para todos el bienestar y la libertad. La victoria del proletariado pondría fin a la escisión del género humano en clases antagónicas y daría así paso a la auténtica humanidad.
Los hechos, sin embargo, parecían marchar en otra dirección. Cuando el tenso equilibrio europeo se rompió definitivamente en julio de 1914 a raíz del atentado de Sarajevo, los partidos socialistas, con contadas excepciones, se apresuraron a cerrar filas con los gobiernos de sus respectivos países votando a favor de los subsidios de guerra. Su internacionalismo quedó sepultado por una ola de entusiasmo patriótico a la que escaparon muy pocos líderes, entre ellos, el francés Jean Jaurés, inmediatamente asesinado, y Lenin.
La terrible matanza de la entonces llamada Gran Guerra, en la que habían sido cómplices los partidos socialistas, dio paso a una oleada revolucionaria, cuyo primer episodio se produjo en el atrasado Imperio Ruso. El conflicto no terminó, como habían esperado gobiernos y estados mayores con una brillante victoria militar, sino por el hartazgo de una población que ya no estaba dispuesta a aceptar más sufrimiento. Durante unos años se sucedieron movimientos revolucionarios: insurrección espartaquista en Berlín, República Soviética Húngara, República Soviética de Baviera, Bienio Rosso en Italia, etc.  Pero la llamarada se extinguió rápidamente. La revolución fue sofocada por el ejército y por milicias nacionalistas, a menudo con la aprobación de aquellos políticos socialistas que habían votado en 1914 a favor de los subsidios de guerra. La contrarrevolución desembocó en el establecimiento de regímenes dictatoriales nacionalistas en la mayor parte de los países europeos, comenzando por Italia donde Mussolini alcanzó el poder en 1922. Cuando once años después, le llegó el turno a Hitler en Alemania, quedaban ya en Europa muy pocos estados democráticos.
Nuestro país, pese a su neutralidad durante la guerra, experimentó unas vicisitudes en gran parte similares a las de nuestros vecinos. La agudización de los conflictos sociales y la incapacidad de los partidos hegemónicos, el Conservador y el Liberal, para resolverlos condujo a la Huelga General Revolucionaria en agosto de 1917. La protesta obrera y campesina coincidió con la presión de la Lliga Regionalista de Catalunya en favor de la reforma de la Constitución para que se reconocieran las identidades regionales, y también con la actuación de las Juntas de Defensa, una especie de sindicato militar que pretendía presionar al poder civil. Los objetivos de unos y otros eran muy diferentes e incluso contrapuestos; de hecho, los militares de las juntas participaron en la represión del movimiento revolucionario. lo que facilitó que el gobierno pudiera restablecer el orden. Sin embargo, el sistema político de la Restauración quedó seriamente dañado. La grave crisis económica desatada al final de la guerra condujo a un agravamiento de los conflictos sociales, particularmente virulento en Barcelona, donde tanto la patronal como los anarcosindicalistas recurrieron a la violencia, lo que causó un centenar de muertos en 1921. También fueron años convulsos en Andalucía, donde el período 1918-1920 ha quedado con el nombre de Trienio Bolchevique.
A estos problemas su sumó en 1921 el Desastre de Annual, en que las tropas españolas fueron aniquiladas por la guerrilla rifeña de Abd el-Krim. El desprestigio de las instituciones amenazó entonces con alcanzar al propio rey Alfonso XIII, quien de manera insensata había alentado el temerario avance del general Silvestre. Ante el deterioro de la situación, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, dio un golpe de Estado, aceptado por el rey. Se iniciaba así una dictadura que, por comparación con la que se implantó años después, ha podido ser calificada de benévola. Tras unos primeros años de relativos éxitos e incluso de buena acogida entre amplios sectores de la población, la dictadura no llegó a consolidarse y, en definitiva, no hizo sino contribuir al descrédito de la monarquía. La crisis económica mundial, uno de cuyos efectos fue un resurgir de los enfrentamientos sociales, y la desafección de un sector del ejército llevaron finalmente a las elecciones municipales de 1931, en las que la victoria de la Conjunción republicano-socialista en las principales ciudades provocó la huida del rey y la proclamación de la República. El nuevo régimen democrático surgía así en un momento de recesión económica y a contracorriente de la tendencia europea a la extensión de los sistemas autoritarios de gobierno. Aunque acogido con entusiasmo, pronto resultó evidente que las circunstancias hacían si no imposible, al menos, extremadamente difícil alcanzar un consenso que permitiera afrontar de manera pacífica los conflictos a que se enfrentaba la sociedad española. La actividad de los primeros gobiernos republicano-socialistas centrada fundamentalmente en la reforma agraria, la modificación de las relaciones laborales, los derechos de la mujer, la separación entre la Iglesia y el Estado, la racionalización del ejército y el reconocimiento de autonomías regionales, se encontró no solo con la resistencia de lpos sectores que se consideraban perjudicados, sino con las posiciones maximalistas de un anarcosindicalismo contrario a toda medida distinta de una colectivización inmediata de los medios de producción. Por su parte, los comunistas, muy poco numerosos y nada influyentes, pensaron encontrarse ante una versión española de la Revolución de Febrero de 1917 y, aplicando mecánicamente los esquemas de aquella, creyeron llegado el momento de formar soviets y proceder a un remedo de la Revolución de Octubre.
En el marco de una conflictividad creciente, entre cuyos hechos más destacados podemos recordar el fracasado golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932 o la insurrección anarquista de enero de 1933, durante la cual tuvo lugar la matanza de Casas Viejas, el bloque republicano-socialista, del que con anterioridad se habían desgajado los sectores más conservadores, no pudo mantenerse.
En las elecciones de noviembre de 1933, republicanos de izquierda y socialistas presentaron candidaturas separadas, en tanto que monárquicos alfonsinos, agrarios y diversos grupos locales concurrían unidos en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), bajo el liderazgo de José María Gil Robles. El centro quedaba representado por el Partido Radical de Alejandro Lerroux. Durante la campaña electoral la crispación fue extraordinaria. El programa de la CEDA incluía la derogación de todas las reformas anteriores, así como la revisión de la Constitución. Además, el partido adoptaba una retórica y unos modos de acción claramente influidos por el fascismo italiano. Como muestra citaré unas palabras pronunciadas el 15 de octubre durante un mitin por Gil Robles, a quien sus seguidores aclamaban coreando la palabra “Jefe”, al modo del “Duce” de los fascistas italianos:
Nuestra generación tiene encomendada una gran misión. Tienen que crear un espíritu nuevo, fundar un nuevo Estado, una Nación nueva; dejar la Patria depurada de masones, de judaizantes […]
Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entretanto no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer.[1]
Por su parte, el ala izquierda del Partido Socialista se alejaba rápidamente del reformismo hacia posiciones revolucionarias. Así se había expresado doce días antes su máximo dirigente, Francisco Largo Caballero:
Vamos legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. Esto, dirán los enemigos, es excitar a la guerra civil. ¿Qué es sino la lucha que se desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena guerra civil. No nos engañemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o por desgracia, tendrá inexorablemente que tomar. El día 19 vamos a las urnas… Mas no olvidéis que los hechos nos llevarán a actos en que hemos de necesitar más energía y más decisión que para ir a las urnas.[2]
Pese a ser el partido con más escaños, la CEDA quedó lejos de poder gobernar y optó por apoyar al Partido Radical de Lerroux, quien finalmente, en octubre de 1934 le ofreció tres puestos en el gobierno. Aquello fue interpretado por el Partido Socialista como una entrega de la República a las fuerzas antidemocráticas, similar a la que había propiciado la llegada al poder de Hitler un año antes. Respondieron, pues, de la misma manera en que lo habían hecho los socialistas austriacos ante las medidas autoritarias del canciller Dollfuss en febrero de ese mismo año: la insurrección. Esta, apoyada por el Partido Comunista y en determinados lugares por la CNT, solo se produjo en Asturias y fue reprimida con extrema dureza por el ejército en una operación coordinada por el general Franco en la que intervinieron legionarios y regulares como tropas de choque. Por su parte, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys proclamó el Estado Catalán, que fue disuelto a las pocas horas por el general Batet.
Si bien el movimiento se saldó con un rotundo fracaso, la dureza con que fue sofocado desató una oleada de solidaridad que llevó a la aproximación de todas las fuerzas de izquierda: republicanos, socialistas, comunistas y otros grupos menores, que, aliadas en el Frente Popular, alcanzaron la victoria en las elecciones de febrero de 1936. Gil Robles, Calvo Sotelo y Francisco Franco aún intentaron que el presidente del Gobierno, Portela Valladares, declarase el estado de guerra y anulara las elecciones, pero este se negó y entregó el poder el 19 de febrero. El nuevo gobierno, en el que no participaron las fuerzas obreras integradas en el Frente Popular, afrontó como tarea más urgente la amnistía para los represaliados por los sucesos de octubre del 34, e intentó retomar el programa reformista del primer bienio, pero hubo de hacer frente al deterioro del orden público protagonizado fundamentalmente por la Falange, una organización fascista inspirada en el modelo italiano, y por la CNT, que continuaba rechazando la democracia burguesa y preconizaba la vía insurreccional. A su vez, el Partido Socialista estaba hondamente dividido entre el sector liderado por Indalecio Prieto, partidario de la colaboración con los republicanos, y un ala izquierda que, dirigida por Largo Caballero, creía llegado el momento de que el proletariado se lanzase a la conquista del poder. Por su lado, el Partido Comunista, muy disciplinado y cuyo número de militantes crecía a un ritmo notable, mantenía la necesidad de apoyar a los republicanos y evitar los excesos revolucionarios. Según Stanley G. Payne entre el 3 de febrero y el 17 de julio de 1936 se produjeron 269 muertes violentas por causas políticas.[3] Los partidos comenzaron a organizar milicias de carácter paramilitar que se enfrentaban entre sí y cometían atentados contra los adversarios políticos, en tanto que se desarrollaba una vasta conspiración militar dirigida por el general Mola, gobernador militar de Pamplona. Finalmente, la sublevación se inició el 17 de julio en Canarias y el Protectorado de Marruecos, para extenderse a la Península en los dos días siguientes.
Los militares rebeldes, que contaron con la colaboración de las milicias carlistas y falangistas, no consiguieron, sin embargo, hacerse con el poder, debido tanto a la resistencia de las organizaciones obreras como a la propia división del ejército y de las fuerzas de orden público, Guardia Civil y Guardia de Asalto, que en muchos lugares permanecieron fieles al gobierno legítimo. Grosso modo, las zonas más urbanizadas e industrializadas del país, así como Castilla la Nueva, Extremadura y la mayor parte de Andalucía quedaron en manos de la República, en tanto que los golpistas se hacían con Galicia, la meseta Norte, Navarra, gran parte de Aragón, Sevilla, Canarias y el Protectorado. Aunque en una primera apreciación, el balance de fuerzas parece claramente inclinado a favor del gobierno, la reacción de las principales potencias europeas invertirá la situación en las semanas siguientes.
Las tropas del Protectorado constituían la élite del ejército. Solo ellas disponían de un equipamiento aceptable y contaban con experiencia de combate. Sin embargo, el fracaso de la sublevación en la Armada las había dejado aisladas en Marruecos sin posibilidad de pasar a la Península, en tanto que las columnas enviadas hacia Madrid por Mola no conseguían sobrepasar la sierra de Guadarrama. El golpe militar derivaba, pues, hacia un conflicto prolongado, lo que hacía necesaria la búsqueda de apoyos exteriores.
Aunque monárquicos y falangistas habían mantenido con ellos algunos contactos no parece que los servicios secretos de Alemania e Italia estuvieran al tanto de los preparativos golpistas. Durante la dictadura de Primo de Ribera, Wilhelm Canaris había visitado en diversas ocasiones nuestro país a fin de establecer acuerdos de colaboración en el sector naval y de que algunos militares pudieran entrenarse en el ejército español, sorteando así las limitaciones impuestas a Alemania por el tratado de Versalles. Aprovechó además para organizar la red de espionaje. Buscaba asimismo la penetración alemana en los sectores aeronáutico y petrolífero, entonces estrechamente dependientes del Reino Unido y Francia. Estas gestiones no dieron, sin embargo, mucho fruto y quedaron suspendidas con el advenimiento de la República[4]. Los contactos se reanudaron tras la llegada de la CEDA al gobierno, ya que Gil Robles, ministro de la Guerra, mostró interés por la adquisición de armamento, pero tampoco en esta ocasión se llegó a nada concreto. José Antonio Primo de Rivera mantuvo una breve entrevista con Hitler en la primavera de 1934, pero no parece que alcanzara a despertar su interés.[5] Se puede concluir que antes del 18 de julio de 1936, España ocupaba un lugar muy poco relevante en las preocupaciones de Alemania.
Algo distinto era el caso de Italia, cuya política exterior tenía como una de sus prioridades la hegemonía en el Mediterráneo. Ya el 31 de marzo de 1934 los monárquicos alfonsinos de Renovación Española, cuyos líderes más destacados eran Antonio Goicoechea y José Calvo Sotelo, habían llegado a un acuerdo por el que el gobierno italiano se comprometía a proporcionar armas, financiación e instalaciones para instrucción militar a un movimiento destinado a derribar la República[6]. Sin embargo, el trato fue pronto olvidado, quizá debido a que la conspiración monárquica se desinfló. También durante ocho meses, entre 1935 y 1936, Italia aportó una subvención a Falange.[7]
Tanto Mola como Franco, de manera independiente, entraron en contacto con Italia y con Alemania, pero mientras el primero lo hizo a través de algunos contactos previos con funcionarios de nivel medio, el segundo tuvo la fortuna o la habilidad de llegar rápidamente a los centros de poder. El hecho de que la ayuda se concediera a Franco tuvo importantes consecuencias, al reforzar su papel frente a los otros generales sublevados. No solo era el jefe indiscutible del ejército de África, sino que además pronto iba a disponer de los medios para trasladarlo a la Península. Por el contrario, Mola quedaba debilitado por el fracaso de su ofensiva sobre Madrid, a lo que se sumaba el hecho de que su graduación como general de brigada, era inferior a la de Franco, general de división.
El anticomunismo de Mussolini y Hitler no basta para explicar su ayuda a los rebeldes. En el caso de Mussolini hay que tener en cuenta sus aspiraciones en el Mediterráneo, para las que sería un impedimento una España republicana a la que veía como aliado natural de Francia, el principal obstáculo con el que chocarían sus planes de expansión. Con su ayuda esperaba que los militares triunfantes quedaran bajo su tutela, y le dieran, entre otras, facilidades para operar en las Baleares. Los cálculos de Hitler parece que también tuvieron que ver con Francia. El Führer temía un estrechamiento de las relaciones entre Francia, donde había triunfado en las elecciones el Frente Popular, y la Unión Soviética, en cuyo territorio europeo, así como en el de Polonia, veía el Lebensraum, el espacio vital que deberían colonizar los alemanes, desplazando a sus pobladores eslavos, considerados racialmente inferiores. A esto se le sumaba el deseo de venganza por las humillaciones sufridas ante Francia tras la I Guerra Mundial: pérdida de Alsacia y Lorena, desmilitarización de Renania, reparaciones de guerra, ocupación del Rhur, etc. Coincidía con Mussolini en la apreciación de que una España gobernada por la izquierda sería un aliado de Francia y que, cuando surgiera el conflicto con esta, permitiría a las tropas coloniales francesas, destacadas en África, el paso por su territorio para acudir en defensa de la metrópoli.
El 28 de julio se alcanzó un acuerdo por el que Italia enviaría de forma inmediata al Marruecos español doce bombarderos Savoia-Marchetti S.81. De ellos, solo llegaron nueve pues dos se estrellaron y otro se vio obligado a aterrizar en la zona francesa, lo que hizo que la operación no pudiera quedar en secreto. No obstante, Ciano, ministro de Asuntos Exteriores, negó con todo cinismo la implicación oficial italiana. También se acordó el envío por barco de doce cazas Fiat C.R. 32., con sus pilotos y mecánicos. Por su parte, Hitler proporcionó treinta aviones de transporte JU-52. Con estos medios, Franco pudo establecer a principios de agosto un puente aéreo que en diez días le permitió trasladar a la Península 15 000 hombres, pertenecientes a la Legión y a los Regulares. Se trató, sin duda, de un hecho de capital importancia, que alteró drásticamente el balance de fuerzas y permitió a los sublevados emprender el avance por Extremadura hacia Madrid. El 4 de agosto se reunieron en Roma el almirante Wilhelm Canaris y el general Mario Roatta para coordinar la intervención de sus respectivos países en España.
La actitud de Francia causó una profunda decepción a los republicanos, que se habían dirigido a ella en calidad de país amigo. Pese a que el primer ministro Léon Blum y el ministro del Aire Pierre Cot se mostraron favorables a enviar ayuda a la República, el gobierno y la opinión pública estaban profundamente divididos, en tanto que el ejército era mayoritariamente hostil al Frente Popular. En las decisiones adoptadas pesaron tanto factores internos como consideraciones de política exterior. De un lado, existía el temor de que la guerra se extendiera a la propia Francia, donde era notoria la fuerza de organizaciones de extrema derecha tales como el Partido Social Francés, heredero de la Croix de Feu. Por otro, el gobierno era consciente de la amenaza alemana y de su propia debilidad, que lo hacían dependiente del apoyo británico. En una reunión con tintes melodramáticos, Léon Blum, visiblemente alterado, incluso con los ojos llorosos, le comunicó el 6 de agosto a Luis Jiménez de Asúa que el embajador del Reino Unido le había rogado que no entregara material a la República, ya que eso podía ser el detonante de un conflicto internacional en el que el Reino Unido no podría ayudar a Francia[8]. María Lejárraga, que asistió en París a una reunión de la Federación Sindical Internacional, cuenta su estupefacción cuando escuchó al delegado francés Léon Jouhaux. Este, tras un emotivo alegato en favor de la República española, concluyó que, muy a su pesar, era imposible entregar a sus autoridades un armamento que ya estaba pagado.[9]
Pese a todo, Francia realizó algunos envíos a la República en la segunda semana de agosto. Consistieron en trece aviones de caza Dewoitine (D372) y seis bombarderos Potez 54, con la particularidad de que hubieron de ser pagados al contado, en tanto que Alemania e Italia proporcionaban los suyos a crédito. Además, fueron entregados desarmados y sin pilotos.[10]
La posición del Reino Unido, cuyo primer ministro era el conservador Stanley Baldwin, estaba marcada por la consideración de que el comunismo era un enemigo más peligroso que el fascismo, y por una actitud hasta cierto punto comprensiva con las reivindicaciones alemanas. La opinión pública en general, incluidos los laboristas, impresionada por los recuerdos de la Gran Guerra, era pacifista y se oponía a aumentar los gastos militares. Además, se había extendido la idea de que las condiciones impuestas en el Tratado de Versalles habían sido en exceso duras, lo cual se achacaba a la intransigencia francesa. Se esperaba que Hitler se diera por satisfecho una vez hubiera obtenido determinadas concesiones. El Reino Unido, por otra parte, era el principal inversor extranjero en España y temía que sus empresas pudieran ser expropiadas en caso de victoria de una izquierda revolucionaria. Como señaló el primer lord del Almirantazgo, Samuel Hoare, era necesario aplicar una neutralidad estricta y evitar cualquier acción que pudiera favorecer a los comunistas españoles. Una preocupación añadida era la posibilidad de que el conflicto español se propagara a Francia y Portugal.
La proyección internacional de la República se vio además gravemente dañada por el hecho de que gran parte del cuerpo diplomático, incluidos los embajadores en Francia y el Reino Unido, tomó partido por la sublevación y procedió a filtrar documentos y difundir noticias y rumores contrarios al gobierno. El golpe de Estado había producido un derrumbamiento parcial, pero suficientemente grave, de las instituciones administrativas. José Giral, nombrado presidente del Gobierno el 19 de julio tras las dimisiones sucesivas de Casares Quiroga y Martínez Barrio, había autorizado la entrega de armas a las organizaciones obreras, lo que había sido determinante para el fracaso golpista en algunas ciudades, incluidas Madrid y Barcelona. Los partidos y los sindicatos procedieron entonces a la organización de milicias que, en colaboración con los militares fieles a la República, partieron hacia las zonas de combate, pero también se entregaron a operaciones de limpieza en retaguardia, erigiéndose a menudo a la vez en policías y jueces. Comités anarcosindicalistas y, en menor medida, socialistas de izquierda colectivizaron tierras y empresas y establecieron controles en las vías de comunicación y en las fronteras, al margen de las instrucciones u órdenes del gobierno. Madrid se veía inundado por los refugiados que huían del avance rebelde por Extremadura, y los ánimos se exaltaban con las noticias de las terribles represalias tomadas por los militares en Badajoz y otras poblaciones conquistadas. Además, a finales de agosto se iniciaron los bombardeos aéreos sobre la ciudad. Todo esto radicalizaba aún más la actuación de milicianos incontrolados, que convirtieron a la Iglesia en uno de los blancos de sus acciones. En definitiva, la sublevación militar parecía haber desatado la revolución que tanto temían los conservadores europeos. De cara al exterior, estos hechos, convenientemente aireados por la prensa de derechas, difundieron la idea de que en España los bolcheviques se estaban haciendo con el poder, lo que reforzó los temores británicos.
Paradójicamente, en la España republicana, el Partido Comunista, como señalé anteriormente, se oponía a los excesos y luchaba por el restablecimiento de la autoridad y de la disciplina. Era un giro sorprendente si tenemos en cuenta que apenas habían transcurrido seis años desde que el entonces pequeño partido saliera a la calle al grito de ¡Abajo la República burguesa! ¡Vivan los soviets! y se dirigiera a socialistas y anarcosindicalistas con los despectivos calificativos de socialfascistas y anarcorreformistas. Para entender el viraje debemos recordar que la III Internacional, la Comintern, no funcionaba como un organismo de intercambio de experiencias o un foro de debate, al modo de la Internacional Socialista, sino que se había organizado como partido de la revolución mundial, del cual los partidos comunistas nacionales eran meras secciones. Las líneas generales de la política a desarrollar en cada país las fijaba el secretariado de la Internacional, siempre de acuerdo con las directrices del partido comunista soviético. El hecho de que los partidos socialistas hubieran apoyado a sus gobiernos durante la Gran Guerra y que después se hubieran opuesto a los movimientos revolucionarios que la siguieron abonó la idea de que eran organizaciones defensoras del orden burgués a las que, por tanto, había que desenmascarar ante los trabajadores. En el momento de proclamarse la República española, a los ojos de los dirigentes de la Comintern poca diferencia había entre los socialistas y unos fascistas cuyo auténtico rostro aún no alcanzaban a percibir. Podemos constatarlo en una intervención realizada el 19 de mayo de 1931 por Dmitri Manuilski en el Secretariado Romano, el organismo de la Internacional encargado de los asuntos de España, Portugal, Francia, Bélgica e Italia:
El peligro de la reacción en España es irrelevante y el enemigo es la contrarrevolución republicana, encarnada por la institución parlamentaria, las Cortes Constituyentes con una deriva hacia el fascismo, cuyo representante es el PSOE.[11]
Esta concepción empezó a cambiar tras el ascenso de Hitler al poder. A partir de ese momento, la Unión Soviética intentó una aproximación a las democracias occidentales con la finalidad de establecer un sistema de seguridad colectiva frente a la amenaza del nazismo. Por su lado, la Internacional buscó un acercamiento a los partidos socialistas y los partidos burgueses de izquierda, lo que se plasmó en la política de Frente Popular definida por Dimitrov en el VII congreso, celebrado en el verano de 1935. Los partidos comunistas se ceñirían a apoyar reformas progresistas en un marco democrático, dejando para más adelante las transformaciones socialistas y la dictadura del proletariado.
Las opciones para la República, urgentemente necesitada de armamento, eran escasas. Gestiones realizadas en Estados Unidos para la adquisición de ocho bombarderos cuya compra había sido acordada en febrero de 1936, pero que aún no se había abonado, no dieron resultado, debido a la negativa del Departamento de Estado. México se mostraba dispuesto a ayudar, pero solo podía proporcionar fusiles y proyectiles. El presidente Lázaro Cárdenas, que tan generosamente acogería más adelante a los exiliados españoles, ofreció la posibilidad de comprar aviones para entregarlos a España, pero la maniobra fue descubierta y bloqueada por el Reino Unido.[12] No quedaba, pues, otra alternativa que recurrir a la Unión Soviética. Esta ya el 22 de julio había acordado enviar a España combustible a un precio reducido. Tres días después, Giral telegrafió al embajador soviético en París en demanda de ayuda. Este procedimiento que puede parecer extraño se debió a que ambos países aún no habían intercambiado embajadores, ya que, aunque el reconocimiento mutuo se había producido en julio de 1933, el Gobierno Lerroux había dado largas al asunto. En cualquier caso, la petición de Giral no tuvo una respuesta rápida.
A principios de agosto, después de que se hizo evidente la ayuda italiana a los sublevados, el presidente del gobierno francés, Léon Blum, propuso a todos los países europeos la firma de un Pacto de No Intervención con la finalidad de evitar que el conflicto español se extendiera fuera de nuestras fronteras. El acuerdo, ratificado a finales de agosto por veintisiete estados, entre los que se incluían Francia, el Reino Unido y también Alemania, Italia y la Unión Soviética, prohibía la exportación y tránsito de toda clase de material de guerra hacia España. Para vigilar su cumplimiento se creó un Comité con sede en Londres. La medida no solo equiparaba al gobierno legal republicano con los militares rebeldes, sino que lo situaba en una clara desventaja, dado que Alemania, Italia y Portugal en ningún momento cesaron el envío de suministros al ejército sublevado. Fue la constatación del incumplimiento lo que motivó la decisión de la URSS de ayudar a la República. Para entonces, el Sovnarkom (Consejo de Comisarios) había nombrado ya a Marcel Rosenberg embajador en Madrid. Lo acompañaban, entre otros, Leon Gaykis como consejero político, y Vladimir Gorev, agregado militar. Su llegada se vio precedida por la de Mijaíl Koltsov, quien permanecía en España desde el 8 de agosto en calidad de corresponsal de Pravda, aunque la facilidad con que inmediatamente tuvo acceso al gobierno español y a los mandos militares, así como su asistencia a las reuniones de la dirección del PCE, hacen pensar que sus funciones rebasaban en mucho las de un simple periodista. A finales de septiembre fue enviado Vladimir Antonov-Ovseenko como cónsul en Barcelona, y a principios de octubre Iosif Tumanov como cónsul en Bilbao.
El 28 de agosto el Politburó acordó la organización de un cuerpo de voluntarios y el 6 de septiembre Stalin indicó que debía estudiarse el envío de un cargamento de aviones, fusiles y ametralladoras a través de México, pero no se tomó una decisión hasta que el día 26 le ordenó a Voroshílov, comisario de Defensa, el envío de entre 80 y 100 tanques con sus tanquistas y entre 50 y 60 bombarderos con sus pilotos, además de otro armamento. El día 29 se formalizó en una reunión del Politburó la ayuda a España con el nombre de Operación X.[13]
Según Enrique Moradiellos el número de extranjeros que combatieron en el ejército franquista fue de 78.474 italianos, 19.000 alemanes, 10.000 portugueses y 700 irlandeses. En el bando republicano hubo 2.082 rusos y 31.369 voluntarios de las Brigadas Internacionales.[14] Naturalmente, no todos estuvieron presentes al mismo tiempo, pues las fuerzas se relevaban con frecuencia variable.
En cuanto al material bélico, Yuri Rybalkin aporta algunas cifras de las que mencionaré las más relevantes. La URSS habría suministrado 648 aviones, por 756 de Alemania y 766 de Italia; 347 tanques por 122 alemanes y entre 149 y 155 italianos, y 1.186 piezas de artillería frente a 838 de Alemania y 1.801 de Italia.[15] Por otra parte, los envíos soviéticos fueron muy irregulares en el tiempo y tendieron a decrecer a partir de finales de 1937 para hacerse muy escasos desde la primavera de 1938. Esto se explica por varios factores: en primer lugar, por las dificultades del transporte, dada la distancia a recorrer y la necesidad de burlar la vigilancia italiana en el Mediterráneo, así como los repetidos cierres de la frontera francesa; a ello se suma la creciente preocupación soviética por la presión japonesa en China y la consiguiente dificultad para proporcionar simultáneamente armamento a los republicanos españoles y a los nacionalistas chinos, y también posiblemente la convicción de que la República era una causa perdida. Stalin pudo llegar a la conclusión de que la política de acercamiento a las democracias occidentales no daba ningún resultado, pues estas no hacían sino claudicar ante la agresividad hitleriana.
La Legión Cóndor, cuyo comandante en los tiempos del bombardeo de Guernica era Wolfram von Richthofen, estaba compuesta fundamentalmente por aviación y blindados, y sus miembros eran militares profesionales. Por su parte las fuerzas terrestres italianas, denominadas Corpo Truppe Volontari (CTV) se organizaron en cuatro divisiones, tres de ellas integradas por voluntarios de las milicias fascistas (Camicie Nere) y la restante por miembros del ejército regular. A estas fuerzas de hay que añadir la Aviación Legionaria y la Marina Regia, que tuvo un papel importante en las actuaciones en Baleares y en el control del tráfico marítimo en el Mediterráneo. En cuanto a las Brigadas Internacionales, se nutrieron de voluntarios, en su mayor parte sin formación militar, procedentes de cincuenta países.
El pago de los suministros alemanes se efectuó por medio de las sociedades HISMA y ROWAK, cuya labor consistía en compensar la ayuda militar con el envío a Alemania de alimentos y materias primas. De este modo HISMA adquirió derechos sobre minas de hierro, cobre, plomo, tungsteno, estaño, cinc, cobalto, etc.[16] Como señala Paul Preston, este sistema tuvo el efecto de desviar las exportaciones españolas de mayor valor hacia el Tercer Reich, impidiendo que el bando franquista pudiera adquirir divisas extranjeras en otros lugares.[17] Además, en virtud de estos acuerdos, durante los años del hambre en la posguerra, España continuó enviando alimentos a Alemania. Por su parte, Italia concedió a los sublevados préstamos por un valor de 6.926 millones de liras, de los que generosamente condonó 2.000 millones. La ayuda soviética, en cambio, hubo de ser pagada al contado con las reservas de oro del banco de España. El traslado de estas reservas a la Unión Soviética había sido decidido por el ministro de Hacienda Juan Negrín y aprobado por Largo Caballero, presidente del Gobierno desde el 4 de septiembre de 1936. Existía en aquel momento el peligro, en pleno avance franquista hacia Madrid, de que cayeran en manos de los sublevados, además, la República, imposibilitada para acceder a créditos internacionales, no contaba con otra opción para financiar la guerra. Se hacía necesario depositar el oro en un lugar seguro, donde no se corriera el riesgo de que los fondos quedaran congelados. Dado el aislamiento internacional de la República, no había más posibilidad que la Unión Soviética.
Hitler y Mussolini iniciaron su intervención convencidos de que la campaña se resolvería con una rápida victoria. Sin embargo, pronto se mostró que esa apreciación estaba profundamente equivocada. En los primeros meses, a los rebeldes se les oponían unidades de milicianos carentes de entrenamiento y mal equipados, incapaces de enfrentarse en campo abierto con el ejército de África. La indisciplina y la desconfianza hacia los oficiales leales a la República eran patentes sobre todo las unidades anarquistas. Unas declaraciones de Buenaventura Durruti a Mijíal Koltsov, efectuadas el 14 de agosto de 1936 son muy ilustrativas de la manera anarquista de entender la guerra en estos primeros momentos:
Yo seré el primero en entrar en Zaragoza, proclamaré allí la comuna libre. No nos subordinaremos ni a Madrid ni a Barcelona, ni a Azaña ni a Giral, ni a Companys ni a Casanovas. Si quieren, que vivan en paz con nosotros; si no quieren, nos plantaremos en Madrid… Les mostraremos a ustedes, bolcheviques, rusos y españoles, cómo se hace la revolución, cómo se ha de llevar hasta el final. En su país hay dictadura, en el Ejército Rojo tienen coroneles y generales, mientras que en mi columna no hay jefes ni subordinados, todos somos iguales en derechos, todos somos soldados, y aquí yo también soy un simple soldado.[18]
Las esperanzas de un rápido final se desvanecieron en la batalla de Madrid. Allí las fuerzas republicanas combatieron con una tenacidad inesperada y entraron por primera vez en acción las Brigadas Internacionales, al mismo tiempo que la llegada de los Polikarpov Il-15 e Il-16, popularmente llamados chatos y moscas, equilibró e incluso llegó a decantar durante algún tiempo en favor de la República el dominio del aire. También se había iniciado la transformación de las milicias partidarias y sindicales en un auténtico ejército, un proceso en el que resultó muy valiosa la colaboración de los asesores soviéticos. El Partido Comunista, consciente de la importancia de la disciplina, había dado ejemplo con la organización del Quinto Regimiento.
Pero no fue la resistencia republicana el único factor que contribuyó a alargar la guerra. Frente a italianos y alemanes, partidarios de un avance rápido sobre el territorio enemigo, Franco prefería actuar con lentitud. Tras la caída de Talavera decidió desviar el ataque hacia Toledo, donde el coronel Moscardó permanecía sitiado en el alcázar. Militarmente el objetivo no tenía ningún valor y el retraso proporcionó un tiempo precioso para la organización de la defensa de Madrid. A lo largo de la guerra dio otras muestras de esta manera premiosa de actuar tan opuesta a la doctrina alemana del Blitzkrieg y a la italiana de la guerra celere. Dos son las razones que lo empujaban a actuar así. De un lado, no quería que un avance rápido dejara atrás bolsas de resistencia o simplemente círculos políticos o sindicales con capacidad de acción. Era preciso proceder a lo que él entendía como una purificación, es decir, a la eliminación de todos aquellos que hubieran desempeñado algún papel en las organizaciones obreras o republicanas, en muchos casos, simples afiliados que nunca habían ocupado puestos de responsabilidad. Pero había otra razón que se imbrica con la anterior. Franco se creía llamado a una labor providencial: la recuperación de una España cuya esencia se había corrompido por influencias foráneas que amenazaban destruirla. Al principio de esta conferencia me referí a la noción romántica de Volkgeist y ahora es el momento de volver sobre ella. Ese espíritu del pueblo que ya percibía en el heroísmo con que Índibil y Mandonio o Viriato resistieron a la dominación extranjera, que había alcanzado su más cabal expresión cuando en él se había injertado el cristianismo, y había dado sus más excelsos frutos con la unificación territorial y religiosa bajo los Reyes Católicos, para alcanzar su máxima extensión en el Imperio en que nunca se ponía el sol de Felipe II, hacía tiempo que estaba enfermo, víctima de una infección llegada con la Ilustración y prolongada después con el liberalismo y el comunismo. Sobre él recaía el deber de recuperar la antigua grandeza, liberando al Volkgeist español de todas las maléficas adherencias que lo habían pervertido. Para ello no bastaba con vencer en el campo de batalla. Se precisaba una actuación decidida y continuada desde el poder, y para llevarla a cabo, Franco necesitaba imponerse sobre los demás generales y afirmar su autoridad sobre todas las fuerzas políticas que habían apoyado la sublevación. No podía aceptar una victoria rápida en la que él no sería sino uno más, en todo caso un primus inter pares. Como aquel Felipe II de cuya mitificada imagen parecía creerse una segunda edición, quizá corregida y ampliada, no se conformaba con nada que no fuera el poder absoluto. No podía ser menos que el Caudillo, la encarnación del Volksgeist español, de la misma manera que el Duce lo era del Volkgeist italiano y el Führer del Volksgeist alemán.
Por su prestigio y por el hecho de ser el jefe indiscutible del ejército de África, así como el interlocutor de alemanes e italianos, a Franco, pese a las reticencias de Cabanellas, no le fue difícil convertirse en la cabeza de los sublevados. El 28 septiembre sus compañeros lo reconocieron con el título de Generalísimo como jefe militar y jefe del Gobierno. Más adelante, en abril de 1937, impuso por decreto la unificación de todas las fuerzas políticas que habían apoyado el levantamiento: falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos y cedistas, en un solo partido al que impuso el extravagante nombre de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Privada de una ideología común y coherente, la nueva formación solo estaba unida por el sometimiento al Caudillo, quien se aseguró su fidelidad tras forzar el exilio del líder carlista Manuel Fal Conde y sentenciar a muerte, aunque la condena fue conmutada, a Manuel Hedilla, quien había sustituido a José Antonio Primo de Rivera al frente de Falange. Otros destacados políticos de la derecha que habían apoyado la sublevación como Antonio Goicoechea o José María Gil Robles quedaron totalmente apartados del poder, reducidos a la más absoluta irrelevancia.
Frente a la unidad de mando de los sublevados, la República se debatía en un feroz enfrentamiento entre quienes pensaban que la única manera de vencer era profundizar en la revolución, fundamentalmente anarquistas y poumistas, aunque también de manera menos decidida un sector de la izquierda socialista, y quienes oponían que sin el restablecimiento de la autoridad y el cese de los experimentos revolucionarios sería imposible la victoria: comunistas, la derecha del partido socialista y republicanos. Por su lado la Generalitat catalana y el gobierno vasco hacían la guerra por su cuenta. La primera, por ejemplo, al margen del mando militar republicano encomendó al capitán Bayo una expedición con el fin de recuperar Mallorca e Ibiza. El periodista y diputado por ERC en el parlamento de Cataluña, Antoni Rovira i Virgili, publicó en aquellos momentos unos artículos de exaltación patriótica en que presentaba el hecho como el inicio de la recuperación del imperio catalán bajomedieval[19]. En el norte, donde el País Vasco, Santander y Asturias habían quedado desde el inicio de la sublevación aislados del resto del territorio republicano, no se superó la fase de las milicias y la autoridad de los generales enviados por el gobierno no fue reconocida. De hecho, el lehendakari Aguirre ejerció el mando de las fuerzas vascas y estas, el 24 de agosto de 1937, cuando ya habían perdido totalmente Vizcaya, en lugar de replegarse para seguir combatiendo en defensa de Santander y Asturias, optaron por rendirse a los italianos del CTV. Durante esta campaña había tenido lugar el bombardeo de Guernica por parte de la Legión Cóndor. Un día de mercado, los aviones alemanes habían atacado una población indefensa sin valor estratégico. Se trataba de una acción que luego sería profusamente repetida en los conflictos posteriores: el bombardeo indiscriminado de la población civil con la finalidad de desmoralizar al enemigo.
Antes de la campaña del norte a la que acabo de referirme, el CTV había actuado de forma independiente en la batalla de Guadalajara. Tras el fracaso de los intentos de tomar Madrid, Franco había optado por maniobras de flanqueo para dejarlo totalmente aislado. Con este fin, el 5 de febrero de 1937 había lanzado un ataque destinado a cortar la carretera de Valencia, pero la resistencia republicana fue mucho mayor de lo esperado, y tras veinte días de combates, las fuerzas franquistas habían logrado escasos avances. Es el episodio conocido como batalla del Jarama. Pocos días después de que el frente se estabilizara en la zona, el CTV, a las órdenes del general Mario Roatta, inició un ataque más al norte amenazando la carretera de Barcelona. También en este caso el ejército republicano mantuvo sus posiciones e incluso pasó a la ofensiva, alcanzando su mayor victoria durante la guerra. Al parecer Roatta contaba con que Franco realizara ataques de distracción en el Jarama, pero este prefirió permanecer inactivo, quizá por el agotamiento de sus tropas o quizá porque no le disgustaba una derrota italiana. La batalla de Guadalajara tuvo como consecuencia que en adelante el CTV actuara sometido al mando español y que Mussolini aumentara la ayuda militar, llevado por el deseo de reparar su orgullo herido.
El conflicto interno de la República estalló en lucha abierta en mayo de 1937 en Barcelona, donde los anarcosindicalistas controlaban la central telefónica y llegaban a intervenir las conversaciones entre Azaña y Companys. Esto motivó que el 3 de mayo de 1937 doscientos policías al mando del comunista Rodríguez Salas, consejero de Orden Público, intentaran hacerse con el edificio. El hecho derivó en un conflicto armado en que anarquistas y poumistas se enfrentaron en combates callejeros con las fuerzas de orden público. Los enfrentamientos, que causaron unos quinientos muertos, se prolongaron durante cinco días y concluyeron con una clara victoria gubernamental. Geroge Orwell, que combatió como voluntario en las milicias del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), nos ha dejado en Homenaje a Cataluña una emotiva, aunque parcial, visón de primera mano de aquellos acontecimientos. Dada la implantación de la CNT no se tomaron apenas medidas contra ella y la represión se centró en el POUM, un pequeño partido próximo al trotskismo, señalado desde hacía tiempo por los estalinistas como cómplice del fascismo. Koltsov, en una crónica enviada a Pravda el 9 de agosto de 1936, cuando solo llevaba un día en España se refería al POUM en estos términos:
Desempeña un papel de provocación y desmoralizador el POUM, organización trotskista. Se ha formado, inmediatamente después de la sublevación, a base de dos partidos: del grupo trotskista de Nin y de la organización de Maurín, constituida por renegados derechistas de tendencia bujarinista, excluidos del Partido Comunista.[20]
Diré de paso que, en diciembre de 1937, tras su regreso a la Unión Soviética, Koltsov fue detenido y, acusado de trotskismo y actividades terroristas, fusilado en 1940. El embajador Rosenberg, su sucesor Gaykis, el encargado de negocios Marchenko, el asesor militar Gorev, el cónsul en Barcelona Antonov-Ovseenco y muchos otros corrieron una suerte parecida. Pero volvamos a España. Tras los sucesos de Barcelona, el dirigente del POUM, Andreu Nin, fue detenido por agentes comunistas y desapareció. Según se ha sabido después, fue trasladado a Alcalá de Henares, interrogado por los servicios secretos soviéticos y, ante la imposibilidad de arrancarle una confesión, asesinado.
La desaparición de Nin arruinó definitivamente las ya muy deterioradas relaciones entre Largo Caballero y los comunistas, y forzó la dimisión de aquel, sustituido el 17 de mayo por Juan Negrín. Este era un socialista moderado, bien considerado por la derecha socialista, por los comunistas y por los republicanos.
En aquellos momentos, el Ejército Popular de la República había desarrollado cierta capacidad ofensiva y alcanzó a romper el frente en varias ocasiones: Brunete, Teruel y el Ebro. Sin embargo, a la larga todos sus ataques terminaron en derrotas. Algo que se debió fundamentalmente a la falta de reservas materiales y humanas, pero también a la inexperiencia de muchos mandos salidos de las milicias y que, aunque habían mostrado una gran aptitud para el combate defensivo, vacilaban a la hora de penetrar profundamente en territorio enemigo. Tras un primer avance, las tropas se estancaban, mientras que Franco reaccionaba concentrando sus fuerzas y haciendo valer su superioridad en hombres y armamento en largos combates de desgaste.
Durante algún tiempo Negrín abrigó la esperanza de que finalmente Francia y el Reino Unido adoptaran una posición firme contra Hitler, pero los acuerdos de Munich del 30 de septiembre de 1938, por el que ambos países aceptaron la anexión por Alemania de los Sudetes checoslovacos, hicieron patente que eso no ocurriría en un plazo corto. Ese mismo día hizo públicos sus famosos trece puntos, un programa para un acuerdo de paz, basado en el mantenimiento de un régimen democrático y en la ausencia de represalias, que no obtuvo ninguna respuesta por parte de Franco. Ante ello, en octubre procedió a la retirada unilateral de las Brigadas Internacionales, en un intento infructuoso de que la Sociedad de Naciones y el Comité de No Intervención forzaran la retirada de las tropas italianas y alemanas, pero la única reacción fue la repatriación por Mussolini de 10.000 miembros del CTV.
La ofensiva franquista sobre Cataluña, iniciada en diciembre de 1938 culminó en febrero con la conquista total de aquel territorio, a raíz de lo cual Francia y el Reino Unido iniciaron los contactos para reconocer al régimen de Franco. La zona controlada por la República quedaba reducida a la denominada región centro-sur, aproximadamente el cuadrante sudoriental de la Península. A esas alturas la población estaba desmoralizada por las privaciones, consecuencia de casi tres años de guerra, y por las continuas derrotas. Además, en muchos sectores militares y civiles se había extendido el descontento por lo que consideraban un excesivo predominio de los comunistas, que, junto a una facción del partido socialista, eran ya los únicos que apoyaban a Negrín. Así las cosas, el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, creó el 4 de marzo una Junta de Defensa Nacional, cuya presidencia entregó al general Miaja y de la que formó parte el histórico dirigente socialista Julián Besteiro. Los golpistas habían llegado al convencimiento de que Negrín y los comunistas eran el único obstáculo que impedía un acuerdo de paz honorable. El anarquista Cipriano Mera se unió al golpe de Estado y marchó con sus tropas sobre Madrid para aplastar la resistencia comunista. Los combates se prolongaron hasta el 11 de marzo. Como resultado el comandante Luis Barceló y otros oficiales comunistas fueron fusilados y muchos otros militantes encarcelados. Para entonces, Negrín, la dirección del PCE y los últimos asesores soviéticos habían abandonado España y la flota, anclada en Cartagena, se había hecho a la mar y se dirigía a la costa argelina.
Según Paul Preston, en estos últimos meses, perdida ya toda esperanza de que se iniciara un conflicto europeo, la consigna de Negrín de resistencia a ultranza obedecía al designio de realizar una retirada escalonada hacia el Mediterráneo que permitiera una evacuación masiva, algo que el golpe de Casado hizo imposible. La huida de la flota dejó a los barcos civiles sin protección y convirtió los puertos en una ratonera de la que miles de refugiados buscaban en vano una manera de escapar.[21]
Franco, contra las esperanzas que sus agentes habían dado a los golpistas, se negó a hacer concesiones y exigió la rendición incondicional. El 27 de marzo de 1939, sus tropas entraron en Madrid, la ciudad a cuyas puertas permanecían desde noviembre de 1936, y el 31 controlaban todo el territorio español. El 1 de abril la guerra había terminado.




[1] MORADIELLOS, Enrique (2004) 1936. Los mitos de la Guerra Civil, Barcelona, Península p. 55
[2] MORADIELLOS, Enrique (2012) La guerra de España (1936-1939), Barcelona, RBA p. 58
[3] PAYNE, S. G. (1990) “Political Violence During the Spanish Second Republic” Journal of Contemporany History, XV/2-3, p. 282
[4] VIÑAS, Ángel (1977) La Alemania nazi y el 18 de julio, Madrid, Alianza Editorial, p. 25
[5] Ibid, p. 127
[6] PAYNE, Stanley G. (2008) Franco y Hitler. España, Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, Madrid, La esfera de los libros, p. 45
[7] Ibid, p. 46
[8] VIÑAS, Ángel (2006) La soledad de la República, Barcelona, Crítica, p. 47
[9] RODRIGO, Antonina (2005) María Lejárraga. Una mujer en la sombra, Madrid, Algaba, 2005, p. 310
[10] MORADIELLOS, Enrique (2003) “La intervención extranjera en la guerra civil: un ejercicio de crítica historiográfica” Ayer. Revista de Historia Contemporánea, nº 50, p. 211
[11] ELORZA, Antonio y BIZCARRONDO, Marta (1999) Queridos camaradas, Barcelona, Planeta, p. 159
[12] VIÑAS, A. (2006) p. 83
[13] MIRALLES, Ricardo (2009) “Los soviéticos en España” En VVAA. Los rusos en la guerra de España, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, p. 20
[14] MORADIELLOS, Enrique (2012), p. 106
[15] RYBALKIN, Yuri (2007) Stalin y España, Madrid, Marcial Pons, p. 69
[16] BERNECKER, Walther (1992) “La intervención alemana en la guerra civil española” Espacio, tiempo y forma, Serie V, Hª Contemporánea, t. V, p. 94
[17] PRESTON, Paul (2017) La Guerra Civil española, Barcelona, De bolsillo, p. 205
[18] KOLTSOV, Mijaíl (2009) Diario de la guerra de España, Barcelona, Planeta, 2009, p. 38
[19] ROVIRA I VIRGILI, Antoni (1998) La guerra que han provocat. Seleccio d’articles sobre la Guerra Civil espanyola, Barcelona, Abadía de Montserrat
[20] KOLTSOV, Mijaíl (2009), p. 18
[21] PRESTON, Paul (2017) p. 309

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