Sin infancia, sin futuro: niños en el Holocausto

Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 29 de enero de 2023, durante los actos del día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto.

Un año más nos reunimos en el museo para conmemorar a las víctimas del Holocausto. En esta ocasión dirigiremos nuestra mirada especialmente hacia los niños y así nos asomaremos a lo más profundo del horror, al último círculo del infierno. Comenzaremos escuchando las palabras de uno de los verdugos, Walter Mattner, un policía vienés miembro del Einsatzkommando 8. En una carta a su esposa fechada el 5 de octubre de 1941, tras haber participado en la liquidación del gueto de Moguiliov (Bielorrusia), escribe:

Al ver los primeros vehículos, mis manos temblaron un poco en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés […] Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua[1].

Se trata de un testimonio estremecedor no solo por lo que cuenta, sino por la total ausencia de sentimientos de culpabilidad y, quizá aún en mayor grado, por la confianza en que su esposa, con la que tiene dos hijos, no encontrará nada no ya repulsivo, sino ni siquiera reprobable en su conducta.

Como bien saben, no estamos en ningún modo ante un hecho excepcional. Cuando Hitler se suicidó en el bunker de la cancillería el 30 de abril de 1945, la cifra de judíos asesinados durante su mandato se aproximaba a los seis millones, de los cuales más de un millón y medio eran menores de catorce años. Los números son, obviamente, aterradores, pero en realidad apenas sugieren la magnitud del horror. Una magnitud que solo comienza a revelarse cuando intentamos imaginar la angustia, el desamparo, la impotencia y el inconcebible sufrimiento, que hubieron de reflejarse no solo de aquellos niños, sino también en el de sus madres y padres, en el de sus abuelos y abuelas, en el de todos aquellos a quienes se negó la posibilidad de protegerlos y que, en el mejor de los casos, tan solo pudieron morir a su lado en el interior de la cámara de gas o al borde de la fosa en que los ametrallaron. El espectáculo es insoportable y quisiéramos apartar la vista, expulsar su recuerdo de nuestra conciencia, pero la imagen, por dolorosa que sea o, más bien, por lo dolorosa que es, debe persistir. Quizá nos sintamos tentados de calificar aquellos crímenes como inhumanos, incluso puede que creamos de buena fe que ese es un adjetivo adecuado para referirnos a esos millones de tragedias que desafían nuestra capacidad para pensar la sociedad y el mundo en que nos ha sido dado vivir. Pero no nos engañemos, inhumana es la devastación producida por un fenómeno fortuito imposible de controlar, por ejemplo, un terremoto o la caída de un asteroide; ahora hablamos de otra cosa, de crímenes cometidos por seres humanos como nosotros y no en un momento de arrebato o de ofuscación, sino con arreglo a un plan cuyos objetivos han sido definidos por titulados en diversas disciplinas humanísticas y científicas, cuyas etapas y procedimientos han sido diseñados por eficientes burócratas y cuyos ejecutores finales, aquellos que disparan las armas y accionan las cámaras de gas, son presentados como abnegados idealistas. En ningún modo podemos pensar que de manera generalizada fueran psicópatas insensibles al dolor ajeno. Como indica Emil Fackenheim:

Los espíritus al frente del movimiento nazi no eran unos meros pervertidos, simples oportunistas o empleados ordinarios; eran más bien idealistas extraordinarios, esto es, criminales con buena conciencia y un corazón puro[2].

En una reunión con altos responsables del partido, celebrada el 6 de noviembre de 1943, Heinrich Himmler, Reichsführer SS, se refirió al asesinato de niños:

La frase «Los judíos deben ser exterminados» incluye pocas palabras, se dice enseguida, señores. Pero lo que requiera por parte de quien la pone en práctica es lo más duro y difícil que hay en este mundo[3].

El Reichsführer afirma que le habría desagradado que sus hombres realizaran una labor tan penosa con ánimo alegre. Se felicitaba, en cambio, porque la fidelidad, la obediencia y el sentido del deber[4] les hicieran capaces de llevarla a término «sin sufrimiento en su corazón ni en su alma«[5]. Para él, la  matanza de niños parece adoptar el carácter de un rito iniciático en el que los hombres muestran su temple y del que solo salen triunfantes quienes son capaces de dominar totalmente sus sentimientos y cumplir, sin odio y sin compasión, la misión encomendada. En definitiva, aquellos que poseen las virtudes que deben caracterizar a los miembros de las SS, quienes a su vez constituyen la imagen de lo que será en el futuro el pueblo ario, una vez que se haya depurado de sus elementos más débiles.

Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, invocó este ideal en sus memorias al narrar un incidente ocurrido en la antesala de la cámara de gas. Dos niños comenzaron a jugar y su madre no era capaz de llevarlos con ella, lo que provocaba un retraso que ocasionaba un creciente nerviosismo:

Los que ya se encontraban en la cámara de gas empezaban a alborotarse: había que actuar. Todos me miraban, y yo hice una señal al Unterführer de servicio. Este tomó en sus brazos a los niños, que forcejeaban violentamente mientras se los llevaba a la cámara, seguido por la madre, llorando hasta partir el alma. Sobrecogido de piedad, habría preferido desaparecer, pero no me estaba permitido manifestar la menor compasión[6].

Se diría que Höss busca tanto que lo admiremos por su capacidad de autocontrol, como que lo compadezcamos por su sufrimiento al ordenar el asesinato. Es él el centro de su relato, en tanto que la madre y los niños, incluso el Unterführer, son solo comparsas que le permiten mostrar su temple heroico, la firmeza con la que es capaz de cumplir con lo que considera su deber. Primo Levi, superviviente, como saben, de Auschwitz, explicó en una entrevista radiofónica para una emisora alemana las razones por las que había aceptado prologar las memorias de Rudolf Höss:

Yo he escrito el prólogo de este libro [Rudolf Höss, Comandante en Auschwitz], justamente para mostrar cómo una persona sustancialmente «normal»  como era Rudolf Höss, que había tenido en efecto una infancia difícil, pero como muchos otros, se introdujo en una máquina que lo fue transformando en lo que mis lectores llaman un «monstruo». Pero tampoco él era un monstruo. Porque no es que le gustara especialmente matar gente, no experimentaba deleite o placer en el exterminio. Simplemente era un oficio, el oficio que le habían asignado y que él había aceptado[7].

Hubo psicópatas, claro está, entre los asesinos (pronto nos encontraremos con algunos), pero la inmensa mayoría de quienes cometieron los crímenes y, sobre todo, de quienes sin mancharse de sangre las propias manos los aceptaron como un episodio lamentable, pero necesario para la purificación de la raza o la salud de la comunidad del pueblo (Volksgemeinschaft), y también de quienes fingieron no enterarse de lo que sucedía, eran lo que la mayor parte de nosotros calificaríamos como gente normal. Gente normal, sí, pero envenenada por una ideología muchos de cuyos elementos procedían de la alta cultura literaria y científica, y se habían popularizado por medio de la enseñanza y de publicaciones divulgativas, consumidas por un público que, no sin motivo, se consideraba uno de los más cultos de Europa. Hitler era un autodidacta con una somera educación formal, pero, como hace notar Peter Hayes, entre los dirigentes de la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich) y los comandantes de los primeros Einsatzgruppen (comandos volantes de ejecución encargados de la liquidación de los guetos), un tercio contaba con doctorados y muchos habían estudiado en las mejores universidades alemanas[8]. Incluso Adolf Eichmann, responsable de la organización de los transportes a los campos de exterminio, aseguró durante su juicio en Jerusalén que siempre se había atenido a los principios éticos kantianos, y para sorpresa de los presentes e indignación de Hannah Arendt, fue capaz, ante la pregunta del juez, de definir de forma básicamente correcta el imperativo categórico[9].

La decisión de exterminio total del pueblo judío es una consecuencia lógica del pensamiento racial de Hitler, expuesto tanto en sus discursos como en Mein Kampf, la obra autobiográfica cuya primera parte escribió en prisión tas el fracaso en 1923 de la intentona golpista de Munich. Si para el marxismo, la lucha de clases es el motor de la historia, para él ese lugar corresponde a la lucha de razas.  Por un lado, concibe la humanidad como dividida en razas inconciliables diferenciadas genéticamente y dotadas cada una de capacidades intelectuales y morales específicas que permiten jerarquizarlas; y por otro, entiende que los grupos humanos y los individuos se enfrentan entre sí en una lucha sin cuartel en la que los débiles, tal como ocurre en la naturaleza, sucumben necesariamente ante los fuertes. Hay que precisar que no se trata en ningún modo de ideas originales. Tanto el racismo como el darwinismo social eran defendidos por importantes filósofos y científicos, y muchos políticos los habían esgrimido tanto para justificar la expansión colonial, como las desigualdades sociales en las metrópolis. En el pensamiento de Hitler se combinan con un antisemitismo que, abandonando su tradicional fundamentación religiosa, adopta carácter biológico; y también con el mito ario, surgido a partir de un hallazgo científico: el parentesco entre un conjunto de idiomas a los que se denominó indoeuropeos o, en Alemania, indogermánicos. A partir de ahí se postuló que derivaban de la lengua hablada por el antiguo pueblo ario. Este se habría expandido por el vastísimo territorio comprendido entre el Ganges y el occidente de Europa y habría alumbrado las civilizaciones india, persa, griega y romana, antes de degenerar debido al mestizaje con los pueblos conquistados.  Solo los pueblos germánicos habrían conservado la sangre aria con un grado apreciable de pureza.  Frente al ario, concebido como noble y valeroso creador de cultura, el judío aparece como un elemento corruptor y parasitario. Del mismo modo que algunos organismos segregan toxinas, los judíos producirían por su propia naturaleza los elementos que debilitan y pervierten a la raza superior: igualitarismo, democracia, pornografía, masonería, compasión, socialismo, capitalismo financiero, prostitución, homosexualidad, pacifismo, etc. En consonancia concibe como razón de ser del Estado la de asegurar la continuidad y mejora de la raza. La historia queda convertida en un combate mitológico entre las fuerzas de la luz y las de las tinieblas.

Una vez alcanzado el poder en 1933, se sucedieron las acciones encaminadas a la consecución de sus objetivos raciales: segregación de los judíos, eutanasia forzosa de niños con problemas graves de desarrollo y de determinados grupos de enfermos, y rearme con vistas a revertir el tratado de Versalles y preparar la invasión y colonización de los territorios eslavos del este. La población judía, entendido como judío todo aquel cuyos abuelos hubieran profesado el judaísmo con independencia de que él personalmente fuera cristiano, agnóstico o ateo, fue privada de la ciudadanía y excluida de la función pública y, en general, de la actividad económica. A ello se añadieron multitud de medidas vejatorias destinadas no solo a empobrecerla, sino a hacerle la vida insoportablemente penosa. La lista sería extremadamente prolija y quedaría incompleta, ya que en este campo se dejó amplio margen a la iniciativa y creatividad de las autoridades locales. Me limitaré, pues, a citar algunas de las de carácter general: expulsión de los niños de las escuelas, prohibición de conducir, de pasear por los parques y caminar por las aceras, obligatoriedad de portar signos distintivos, sacrificio de mascotas, entrega de bicicletas y aparatos de radio, etc. El cuadro se completa con detenciones arbitrarias, palizas, saqueos y asesinatos. No es todavía el exterminio, pero sí una persecución desarrollada con medidas legales y a la vista de todos.

Ya en 1933 se aprobó la ley para la prevención de la descendencia de las personas con enfermedades hereditarias, en virtud de la cual se produjeron numerosas esterilizaciones forzosas a hombres y mujeres diagnosticados de debilidad mental, ceguera o sordera genéticas, alcoholismo crónico, etc. Es preciso señalar que leyes de este tipo que se suponían encaminadas a la mejora de la raza y que permitían disminuir el gasto sanitario y asistencial, no fueron privativas de la Alemania nazi, sino que, aunque a menudo con formulaciones menos radicales, fueron adoptadas por numerosos países europeos y americanos. También se puso en marcha un programa de eutanasia para enfermos mentales e incurables, así como niños nacidos con malformaciones o problemas graves de desarrollo, al que no se dio, al contrario del anterior, una cobertura legislativa, sino que se mantuvo en secreto. Simplemente se persuadía a los padres de que sus hijos estarían mejor atendidos en centros especializados o se ingresaba a los enfermos en determinados hospitales, y, al cabo de un tiempo, las familias recibían la notificación de que habían fallecido a causa de alguna complicación y había sido preciso incinerar sus restos.

Polonia y la parte europea de la Unión Soviética, mayoritariamente poblados por eslavos y con importantes minorías judías aparecen ya en Mein Kampf como territorios a ocupar[10], en los cuales la población autóctona sería sustituida por colonos alemanes. En una conferencia pronunciada el 11 de diciembre de 1942 el médico Hans Ehlich, alto cargo de la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich) y uno de los artífices del Plan General del Este (Generalplan Ost) estimaba en casi cuarenta y ocho millones el número de personas indeseables que habitaban esos territorios. De ellos, treinta y cinco millones serían expulsados a zonas situadas más al este; en cuanto a los restantes, unos trece millones a los que hay que sumar más de ocho millones de judíos no contabilizados en la cifra anterior, serían eliminados mediante el trabajo, las unidades móviles de ejecución y los campos de exterminio[11]. Quedaría un remanente de población eslava obligada a trabajar para los alemanes en condiciones de servidumbre. Los niños polacos cuyos rasgos sugirieran una mayor presencia de sangre aria, serían, tras un cuidadoso análisis físico y psicológico, arrebatados a sus familias y entregados en adopción a parejas alemanas a las que generalmente se les dejaba creer que se trataba de huérfanos.

Tras esta ya larga introducción, ha llegado el momento de acompañar a los niños judíos en su penoso camino desde la marginación hasta la muerte. Lo haremos guiándonos en la medida de lo posible por sus propios testimonios y por el de testigos de su sufrimiento. Intentaremos así impedir que sus voces se desvanezcan en el olvido y sigan el camino de sus cuerpos, a menudo dispersos en el aire al salir de la chimenea del crematorio.

Aún antes de que se aprobaran las primeras medidas discriminatorias, los numerosos maestros identificados con el nacionalsocialismo supieron que tenían el campo libre para mostrar su rechazo hacia los niños judíos. Ruth Foster, que vivía en la ciudad de Lingen en la Baja Sajonia recordaría:

… yo era la única chica judía del instituto. Hubo una profesora en particular que me hizo la vida imposible: les decía a las chicas que no hablasen conmigo, y las chicas con las que yo solía ir a la escuela por la mañana y con las que quedaba después, de repente me ignoraron por miedo a esa profesora[12].

Este acoso instigado por los propios profesores se prolongó hasta que el 15 de noviembre de 1938, coincidiendo con la Kristallnacht (Noche de los Cristales Rotos), los niños judíos fueron expulsados de las escuelas alemanas. Hedy Epstein, en la pequeña población de Kippenheim (Baden-Wurtemberg) fue aquel día al colegio:

Las clases comenzaron como todos los días y entonces, una media hora después, entró el director y dio una larga charla; más tarde, aquel mismo día, ni siquiera podía recordar qué había dicho realmente, pero en un momento determinado de su discurso me señaló con el dedo y dijo: “Fuera de aquí, sucia judía"[13].

A Hedy le llevó un tiempo asimilar que aquel hombre, que hasta entonces siempre se había dirigido a ella, al igual que al resto de los alumnos, de manera impecablemente educada le hubiera hablado de esa manera. Para entonces, ya habían transcurrido tres años desde que el 15 de septiembre de 1935 las leyes de Nuremberg privaron a los judíos de la nacionalidad, y aún más desde que habían sido excluidos de los puestos en la administración y progresivamente de la mayor parte de las actividades económicas. Habían quedado, pues, convertidos en una minoría empobrecida y aislada del resto de la sociedad.

Las medidas discriminatorias se extendieron a todos los territorios incorporados y ocupados por Alemania. En primer lugar, a Austria, anexionada el 12 de marzo de 1938, donde la vida de los judíos, incluidos los niños, dio un vuelco radical. Así lo vivió Ruth Kluger, nacida en 1931 en Viena, de una familia de profesionales acomodados (el padre era ginecólogo y la madre hija de un ingeniero director de una fábrica):

Lo que los niños mayores que yo, hijos de parientes y amigos, aprendieron e hicieron cuando tenían mi edad, yo no pude aprenderlo ni hacerlo, como nadar en la piscina Diana, ir con amigas al cine Urania o patinar sobre el hielo […] ya a los siete años no podía sentarme en los bancos de los parques[14].

Meses después le llegó el turno a Checoslovaquia, invadida por el ejército alemán el 15 de marzo de 1939. Las restricciones se impusieron inmediatamente. Helga Weiss vivía entonces en Praga:

Está prohibido ir a cafeterías, al cine, al teatro, a las pistas de juego, a los parques… Hay tantas cosas que ya una ni se acuerda. Entre otras, también llegó una norma que me conmovió: los niños judíos no pueden ir a colegios públicos[15].

También les fueron prohibidas las actividades deportivas. En Opava, próxima a la frontera checa con Polonia, Edith Baneth se vio obligada a abandonar el patinaje:

Yo formaba parte de un club de patinaje sobre hielo de mi pueblo. Me encantaba patinar y era bastante buena. Entonces, un día vino mi profesora de patinaje y me dijo: “Lo siento, esta es la última vez; ya no aceptamos a personas judías como miembros[16].

La invasión de Polonia en septiembre de 1939 comportó un salto cualitativo en la política antijudía del Reich. Como ya se ha dicho, los territorios del este eran considerados el espacio de expansión colonial del Reich y habitaba en ellos una numerosa minoría judía, que, con la invasión, quedó sometida a la autoridad alemana. Hitler, ante la declaración de guerra por Gran Bretaña y Francia, acusó a los judíos de haber provocado las hostilidades. Así lo expresó en una proclama al pueblo alemán emitida por radio el 3 de septiembre: «Nuestro enemigo mundial judeo-demócrata ha conseguido arrastrar el pueblo inglés hacia un estado de guerra con Alemania», para añadir que, por ello, los judíos serían exterminados sin piedad[17]. Los medios de comunicación, absolutamente controlados por el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, se referirían a estas palabras, que en parecidos términos se repetirían en diversas ocasiones, como una profecía. De este modo, a ojos de los alemanes se presentaba la muerte de los judíos como un justo castigo que ya había sido anunciado por el Führer.

Una parte del territorio polaco se anexionó al Reich, en tanto que la restante, a la que se dio el nombre de Gobierno General, quedó bajo administración militar alemana, sometido a la autoridad de Hans Frank. A esta se le añadiría en 1941 la zona ocupada por la Unión Soviética. El 21 de septiembre de 1939 Reinhard Heydrich, director de la RSHA, dio instrucciones para que la población judía fuera concentrada en comunidades grandes próximas a las líneas ferroviarias con vistas a un objetivo final que no se especificaba[18]. En consecuencia, a lo largo de 1940 se establecieron guetos en numerosas ciudades. Para ello se delimitaba un conjunto de calles en el sector más depauperado y se trasladaba allí a toda la población judía, que se veía obligada a compartir viviendas en que a menudo cada familia ocupaba una sola habitación. El trabajo, de carácter forzoso, se realizaba en talleres en el interior del gueto o en el exterior bajo fuerte vigilancia. Se esperaba que el hacinamiento, las deplorables condiciones higiénicas y la escasez de alimentos provocaran, como realmente ocurrió, un fuerte incremento de la mortalidad. Pese a que en la mayoría de los guetos estaba prohibida la enseñanza bajo pena de muerte para los alumnos y los profesores, a menudo se impartían clases de manera clandestina.

El gueto de Lodz, el segundo más grande tras el de Varsovia, contaba en el momento de su creación, en mayo de 1940, con más de 160.000 habitantes, una cifra que fluctuó en los años siguientes debido a la mortalidad, a las deportaciones a los campos de exterminio y a la llegada de deportados procedentes de lugares cada vez más lejanos, incluso de Europa Occidental.

Heda Margolius Kovály, nacida en Praga en 1919, fue deportada al gueto de Lodz en el otoño de 1941. Al poco de llegar comenzó a ayudar a un médico que, sin apenas medios, hacia lo posible por aliviar a los enfermos:

«Un día entramos en una habitación casi vacía, pero inmaculadamente limpia, en la que había una criatura recostada sobre un montón de trapos: un niño de cuatro años, apenas un esqueleto de enormes ojos. Su madre, tan delgada que parecía otra criatura, lloraba en silencio en una esquina. El médico sacó su estetoscopio, escuchó un momento, acarició la cabeza al niño y suspiró; no podía hacer más. En ese momento, el niño se dirigió a su madre y, hablándole muy serio, como si fuese un adulto, le dijo:

¾¿Lo ves, madre? Ya te decía yo que tenía hambre, pero no me dabas nada de comer. Y ahora me voy a morir»[19].

En el gueto de Varsovia, que llegó a albergar casi a medio millón de personas, el hambre, que afectaba a todos, pero se cebaba de manera especial con los niños y ancianos, se hacía sentir con la misma intensidad. El 31 de julio de 1941, Mary Berg, que contaba entonces dieciséis años y cuya madre tenía la nacionalidad de los Estados Unidos, escribió:

Hay un gran número de niños casi desnudos cuyos padres han muerto y que se sientan en andrajos por las calles. Tienen los cuerpos horriblemente delgados; pueden verse sus huesos a través de su apergaminada piel amarilla. Esa es la primera etapa del escorbuto; en la última los cuerpos se agrietan y se cubren de llagas. Algunos de esos niños han perdido las uñas; se sacuden y gimen. Carecen de aspecto humano y se parecen más a monos que a criaturas. Ya no piden pan, sino morir[20].

Para atender en la medida de lo posible a la enorme cantidad de niños en esta situación, se crearon orfanatos dentro del gueto. El más conocido fue el dirigido por el doctor Janusz Korczak, quien además de médico era un pedagogo famoso por sus ideas innovadoras. Funcionó hasta el 5 de agosto de 1942, en que todos los niños y el personal fueron enviados a Treblinka donde los gasearon. Korczak tuvo la posibilidad de eludir la deportación, pero quiso acompañar a los niños hasta la muerte. Desde su celda en la prisión de Pawiak, donde estaba internada a la espera de un canje por prisioneros de los norteamericanos, Mary Berg contempló la salida de la comitiva. Como el resto de los reclusos supuso que iban a fusilarlos en las inmediaciones[21].

Sucesos similares se repitieron por todas partes. Aharon Appelfeld, con diez años, fue testigo el 13 de octubre de 1942 del transporte de los niños del internado para ciegos del gueto de Czermovitz (actual Chernivtsí, en Ucrania). También a ellos los acompañó el director, Gustav Gotesman, un defensor del valor pedagógico de la música, además de conocido comunista[22].

En cualquier momento y por el menor motivo o hasta por simple capricho, un SS o un militar podían dar muerte a un judío. Ruth Foster, una joven judía alemana, recordaba su llegada al gueto de Riga:

Delante de nosotros había una pareja joven que vivía no muy lejos de Lingen. El padre llevaba a un niño pequeño de la mano y la madre llevaba a otro en brazos. Unos de los SS se acercó y le dijo al niño: «¿Quieres un caramelito?». El niño respondió que sí muy tímidamente. Así que el SS dijo: «Abre la boca». El niño la abrió y él le disparó en la boca[23].

El 8 de febrero de 1943, Rutka Laskier, de catorce años e internada en el gueto de Bedzin (Silesia), anotó en su diario:

Vi con mis propios ojos, cómo un soldado arrancaba a un bebé de las manos de la madre y le abría la cabeza a golpes contra un poste de electricidad. Los sesos de la criatura salpicaron la madera. La madre enloqueció[24].

La campaña contra la Unión Soviética, iniciada el 22 de junio de 1941, revistió desde el primer momento un carácter de especial ferocidad, ya que había sido concebida como una guerra de exterminio, encaminada a acabar para siempre con el enemigo judeobolchevique. Los comisarios políticos, los funcionarios del Estado y los miembros del Partido Comunista eran fusilados sumariamente; en cuanto al resto de los militares, se los obligaba a realizar trabajos penosos, en pésimas condiciones de higiene, alojamiento y alimentación, lo que ocasionó una mortalidad elevadísima. También la población civil se vio tratada con una excepcional dureza, sometida a un estricto racionamiento que a menudo la condenaba al hambre, sufrió también las sangrientas represalias con las que se pretendía responder a las acciones de los partisanos.  Del mismo modo la persecución contra los judíos se radicalizó. El 17 de julio Heydrich dio orden de que se fusilara a todos los prisioneros de guerra judíos. En este momento, los asesinatos afectaban a los varones, pero ya a principios de agosto, Himmler ordenó la eliminación de toda la población judía de Pinsk (Bielorrusia):

Se matará de un tiro a todos los judíos mayores de catorce años que se encuentren en la zona que se va a peinar; las mujeres y los niños deberán ser conducidos a los pantanos [donde se los ahogaría] […]. La Aktion empezará de inmediato. Luego se redactará un informe sobre su puesta en práctica[25].

En general, se concentró a la población judía en guetos, que luego los Einsatzgruppen se encargaban de vaciar mediante fusilamientos masivos, en los que solían tomar parte colaboracionistas locales. Es una forma de actuar a la que se ha dado el nombre de Holocausto por balas y a la que ya me he referido al principio de esta conferencia cuando he citado la carta de Walter Mattner, a propósito del asesinato de bebés. En solo dos días, el 29 y 30 de septiembre de 1941, 33.711 judíos fueron fusilados en el barranco de Babi Yar a las afueras de Kiev. Matanzas similares se repitieron en el resto de los territorios soviéticos ocupados, con lo que el número total de muertos de esta manera, aunque difícil de precisar dado que los registros están incompletos, parece superar el millón y medio.

La famosa profecía marchaba aceleradamente hacia su complimiento. En su discurso ante el Reichstag del 30 de enero de 1942, Hitler volvió a referirse a ella:

No deberíamos albergar ninguna duda de que esta guerra solo puede terminar o con el exterminio de los pueblos arios o con la desaparición de los judíos de Europa[26].

El objetivo final aparece formulado con absoluta claridad, aunque no se explican los procedimientos para alcanzarlo. De ellos se había ocupado diez días antes la conferencia de Wansee. En ella, ante un grupo de altos cargos del partido y de las SS, entre los que se encontraba Adolf Eichmann, Reinhard Heydrich anunció que se deportaría a once millones de judíos al este de Europa, desgranando las cifras país por país e incluyendo en ellas no solo a los que vivían en territorios controlados por el Reich, sino también a los de países enemigos, como Gran Bretaña y la Unión Soviética, y neutrales, como España, Portugal, Suiza y Suecia. Los deportados aptos para ello serían sometidos a trabajos forzados muy duros y a los restantes se les daría el “tratamiento adecuado”, expresión que no es más que un eufemismo para el asesinato. En los meses siguientes se construirían cámaras de gas en los campos de Chelmno, Sobibor, Treblinka, Belzec, Majdanek y Auschwitz-Birkenau.

Los deportados llegaban a los campos transportados en ferrocarril. Ana Novac, nacida en Transilvania, fue deportada a Auschwitz en 1943:

No sé cuántos días ni cuántas noches estuvimos viajando. ¿Tres…, cinco? De comer nos dieron dos veces. No veíamos la luz más que cuando vaciábamos el cubo de los excrementos. Al final, no teníamos ni fuerzas para hablar; ni siquiera intentábamos ya entrar en calor. Me faltaba fuerza hasta para imaginarme que llegaba muerta. Cuando por fin se abrió la puerta del vagón, nos desplomamos en el andén tiesas como tablas[27].

En Francia, tras la derrota, tanto en la zona ocupada como en la de Vichy, se iniciaron las medidas discriminatorias contra los judíos. Más adelante, llegarían las deportaciones. En París, los días 16 y 17 de julio de 1942, la policía francesa ayudada por miembros del Partido Popular Francés realizó, en colaboración con las autoridades alemanes, una gran redada en la que fueron detenidos más de 11.000 judíos, entre ellos más de 3.000 niños de edades entre dos y doce años. Durante cinco días permanecieron custodiados en el Vel d’Hiv, a la espera de su traslado a Drancy y de allí a Auschwitz. Hélène Berr, una joven judía que moriría en abril de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, recogió las noticias que le llegaron por medio de algunas amigas:

Otros detalles obtenidos de Isabelle: quince mil hombres, mujeres y niños en Vél d’Hiv, en cuclillas de tan apretujados, se pisan unos a otros. Ni una gota de agua, los alemanes han cortado el agua y el gas. Caminan por una charca pegajosa y viscosa. Hay enfermos desalojados del hospital, tuberculosos con la pancarta “contagioso” colgada del cuello. Las mujeres dan a luz. Ningún cuidado. Ni un medicamento ni una venda […]
La señora Carpentier vio el jueves en Drancy dos trenes de mercancías donde habían hacinado como animales, sin paja siquiera, a mujeres y a hombres para deportarlos[28].

A la llegada le seguía la selección. Un médico de las SS elegía rápidamente quiénes debían marchar hacia la cámara de gas y quiénes estaban destinados a un trabajo agotador que, unido a la insuficiente alimentación, a la insalubridad y a los malos tratos generalizados, mermaría rápidamente sus fuerzas y los conduciría finalmente a la muerte. Solo a los jóvenes fuertes se les asignaba este destino. Los ancianos, los niños, las mujeres embarazadas o acompañadas por niños eran enviados directamente a la muerte. Kitty Hart-Moxon fue testigo de varios gaseamientos en Auschwitz-Birkenau:

Lo que observé fue que a las mujeres y los niños los habían separado de los hombres y estaban sentados en un bosquecillo justo enfrente de nuestra barraca; los niños recogían flores, las mujeres se sentaban y comían y daban a los niños la comida y la bebida que aún conservaban. Luego conducían a un grupo al edificio bajo que era el crematorio 4, y oías una especie de ruido apagado. Entonces, desde una de las ventanas de mi barraca veía a una persona subiendo una escalera con una máscara antigás puesta, y vaciaba un bote por una abertura, una especie de claraboya, en lo alto, y bajaba las escaleras muy deprisa.

No se oía gran cosa, aparte del ruido apagado; a veces se oían gritos. Después de una pausa veías salir humo por la chimenea del crematorio 4, y al cabo de un rato se veía actividad en la parte de atrás del crematorio; se vertían cenizas en un estanque trasero. Lo que no podía entender era que la gente que estaba sentada en el bosque estaba muy tranquila, no tenía ni idea de que las personas que se habían ido por delante de ellos ya estaban muertas. Simplemente, no tenían ni idea[29].

Pero la muerte de los niños no siempre se producía por gas. Margarete Buber-Neumann, alemana aria recluida en el campo de concentración de Ravensbrück, cuenta una conversación con una testigo de Jehová trasladada desde Auschwitz:

¾¡Tengo que contarte algo importante, Grete! Seguro que nos van a matar muy pronto, pero quiero que sepas lo que pasa en Auschwitz.

¾¡He visto cómo lanzaban niños judíos al fuego! ¡Vivos, puedes creerme! Todo el campo hiede a carne quemada día y noche. ¿No me crees? ¡Pues es la pura verdad![30].

Margarete no podía creer que aquello fuera cierto, pero otras testigos de Jehová lo corroboraron. Ese mismo día las asesinaron.

Entre las cuestiones planteadas en la conferencia de Wansee figuraba la de cómo actuar con los cónyuges judíos de los matrimonios mixtos y con sus hijos, a quienes se denominaba Mischlinge (mestizos). Era el caso de Petr Ginz, nacido en Praga en 1928. En octubre de 1942, a los catorce años de edad fue separado de su familia y deportado a la ciudad gueto de Terezin (Theresienstadt) donde permaneció dos años, hasta que en septiembre de 1944 lo enviaron a Auschwitz donde lo gasearon. En su diario había anotado de manera sumamente escueta los hechos cotidianos ocurridos durante este tiempo. En apenas dos líneas da noticia de la deportación de familiares y amigos. Así, el 10 de octubre de 1941 se limita a escribir:

Por la mañana en el colegio. Ehrlich, de la clase de al lado, irá en el primer transporte de cinco mil judíos a Polonia[31].

Muchos se ocultaron en un intento de eludir este destino. De todos es conocido el caso de Ana Frank. Un total de ocho personas, entre ellas Ana, su hermana y sus padres, se vieron obligadas a convivir en un espacio de apenas cincuenta metros cuadrados durante dos años, sin salir jamás a la calle, sin poder dar un solo paseo por el exterior, moviéndose silenciosamente durante el día por temor a que sus pasos fueran escuchados. La adolescencia de Ana se desarrolló así en un ambiente marcado por tensiones fruto del confinamiento, del miedo y de la angustia. Descubiertos al fin, posiblemente a causa de una denuncia, solo el padre, Otto, sobrevivió.

Aharon Appelfeld consiguió escapar del gueto aunque contaba tan solo diez años, y vagó por el bosque hasta ser acogido en su cabaña por una prostituta ucraniana y luego, tras huir de ella, por un campesino ciego que lo maltrató[32]. Son andanzas que evocan las de Lázaro de Tormes. También las de Janina Baumann, nacida en 1926, tienen algo de novela picaresca. Tras escapar el 25 de enero de 1943 del gueto de Varsovia junto a su madre y su hermana, con ayuda de tita Maria, como llamaban las niñas a una antigua criada cristiana, la vida de las tres durante dos años fue una huida constante, siempre con el temor de despertar sospechas y que alguien las denunciara. Gracias a que tita Maria les buscó incansable un refugio tras otro en un tiempo en que auxiliar a un judío se castigaba con la muerte, pudieron sobrevivir.

En el gueto de Lodz, solo doce niños se salvaron. Uno de ellos fue Sylvia Perlmutter, cuyo testimonio recogió mucho después su sobrina Jennifer Roy.  Cuando en el verano de 1942, los nazis exigieron la entrega de los niños, algunas familias, entre ellas la de Sylvia, quien entonces contaba siete años, lograron ocultar a sus hijos. Durante dos noches durmió junto a su padre en el cementerio en el interior de una tumba. Luego cesó la búsqueda y Sylvia pudo volver a su casa, aunque tuvo que permanecer en ella sin salir y, en momentos de especial peligro, trasladarse a otros escondites. La liquidación del gueto comenzó el 27 de agosto de 1944. Desde ese día, todos los judíos fueron trasladados a Auschwitz excepto un grupo al que se ordenó la limpieza, esto es, la destrucción de las pruebas. La familia de Sylvia pudo confundirse entre ellos. En realidad, eso suponía simplemente que los asesinarían los últimos, pero lo aprovecharon para esconder a Sylvia en un sótano junto a otros niños. Allí debían permanecer en silencio a la espera de que los adultos los visitasen y les llevaran algo de comida. Cuando finalmente fueron descubiertos y los alemanes se preparaban para ejecutarlos junto al resto de los supervivientes, la confusión provocada por un bombardeo soviético les salvó la vida[33].

Pocos niños escaparon a la matanza. Algunos lo hicieron escondidos por familias o ciertas instituciones cristianas, pero la mayor parte cayeron ametrallados en las fosas del este o asfixiados en las cámaras de gas. La vida de los supervivientes quedó marcada por el trauma de una infancia vivida en el infierno. Muchos habían perdido a todos o a casi todos sus parientes. Si alguno quedaba, localizarlo en el caos de aquella Europa devastada por la guerra en la que los refugiados se contaban por millones, era a menudo una tarea extremadamente ardua. Los lazos afectivos establecidos con las personas que los habían protegido durante ese tiempo eran en ocasiones más fuertes que los mantenidos con familiares supervivientes. Obligados a disimular sus raíces judías, muchos las habían olvidado e incluso a algunos los habían bautizado. Con todo, la mayor parte de estos niños lograron reencauzar su vida y convertirse en ciudadanos activos y responsables. Quizá algunos de ustedes estuvieran presentes en el acto del pasado miércoles en el que tuvimos la oportunidad de escuchar el conmovedor testimonio de Irene Shashar. El hecho de que estuviera junto a nosotros es, como ella misma nos hizo notar, un canto a la esperanza, la constatación del fracaso de Hitler. Pero no pequemos de optimismo. La bestia puede resurgir. De hecho, quizá lo esté haciendo ya. Los ropajes posiblemente cambien, quizá las camisas ya no sean pardas, pero el odio circula por las redes sociales, nos llega a través de nuestros contactos en Facebook, en Twitter y sobre todo en WhatsApp. Lo recibimos en forma de mensajes simples, en que la información, a menudo falsa, aparece en cualquier caso descontextualizada. Los memes no incitan a la reflexión, sino a la reacción visceral, suscitan el sentimiento de que nuestra forma de vida, nuestra prosperidad o nuestra identidad están amenazadas por gentes que habitan entre nosotros, pero no son como nosotros, por hordas venidas de fuera y por traidores surgidos de nuestro propio seno. Muchos, alarmados, los reenvían a sus contactos. Crecen así los recelos y la hostilidad, en definitiva, el odio, y, en algún lugar, los fantasmas de Goebbels y de Hitler se estrechan satisfechos las manos, mientras comienzan a corporeizarse.

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[1] Ingrao, Christian (2017), p. 338.

[2] Fackenheim, Emil L. (2008), p. 224.

[3] Ingrao, Christian (2017), p. 331.

[4] Señala Longerich que las virtudes que, según Himmler, debían tener los SS eran «fidelidad, obediencia y camaradería, a las que a menudo unía la valentía, la verdad, la aplicación y el cumplimiento del deber». Longerich, Peter (2009), p. 283.

[5] Ingrao, Christian (2017), p. 331.

[6] Höss, Rudolf (2009), p. 149.

 [7] Levi, Primo (1998), p. 196.

[9] Arendt, Hannah (2013), Eichmann en Jerusalén, Barcelona, Debolsillo, p. 199.

[10] Hitler, Adolf (1935), p. 73.

[11] Ingrao, Christian (2017), p. 275.

[12] Smith, Lyn (2005), p. 43.

[13] Smith, Lyn (2005), p. 73.

[14] Kluger, Ruth (1997), p. 24-25.

[15] Weiss, Helga (2013, p. 28.

[16] Smith, Lyn (2005), p. 85..

[18] Friedländer, Saul (2016), p. 70.

[19] Margolius Kovály, Heda (2013), p. 13.

[20] Berg, Mary (2012), p. 84.

[21] Berg, Mary (2012), p. 166.

[22] Appelfeld, Aharon (2005), p. 44-48.

[23] Smith, Lyn (2005), p. 150.

[24] Laskier, Rutka (2008), p. 30.

[25] Friedländer, Saul (2016), p. 291.

[26] Friedländer, Saul (2016), p. 447.

[27] Novac, Ana (2010), p. 46.

[28] Berr, Hélène (2009), p. 109.

[29] Smith, Lyn (2005), p. 273

[30] Buber-Neumann, Margarete (2005), p. 329.

[31] Ginz, Petr (2006), p. 42.

[32] Appelfeld, Aharon (2005), p. 97.

[33] Roy, Jennifer (2009). 

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Bibliografía

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