Sin infancia, sin futuro: niños en el Holocausto
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 29 de enero de 2023, durante los actos del día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto.
Un año más nos reunimos en el
museo para conmemorar a las víctimas del Holocausto. En esta ocasión
dirigiremos nuestra mirada especialmente hacia los niños y así nos asomaremos a
lo más profundo del horror, al último círculo del infierno. Comenzaremos escuchando
las palabras de uno de los verdugos, Walter Mattner, un policía vienés miembro del Einsatzkommando
8. En una carta a su esposa fechada el 5 de octubre de 1941, tras haber
participado en la liquidación del gueto de Moguiliov (Bielorrusia), escribe:
Al ver los
primeros vehículos, mis manos temblaron un poco en el momento de disparar, pero
uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera
segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés […] Los niños de pecho
salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los
reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua[1].
Se trata de un testimonio
estremecedor no solo por lo que cuenta, sino por la total ausencia de
sentimientos de culpabilidad y, quizá aún en mayor grado, por la confianza en que
su esposa, con la que tiene dos hijos, no encontrará nada no ya repulsivo, sino
ni siquiera reprobable en su conducta.
Como bien saben, no estamos en
ningún modo ante un hecho excepcional. Cuando Hitler se suicidó en el bunker de
la cancillería el 30 de abril de 1945, la cifra de judíos asesinados durante su
mandato se aproximaba a los seis millones, de los cuales más de un millón y
medio eran menores de catorce años. Los números son, obviamente, aterradores,
pero en realidad apenas sugieren la magnitud del horror. Una magnitud que solo
comienza a revelarse cuando intentamos imaginar la angustia, el desamparo, la
impotencia y el inconcebible sufrimiento, que hubieron de reflejarse no solo de aquellos niños, sino también en el de sus madres y padres,
en el de sus abuelos y abuelas, en el de todos aquellos a quienes se negó la
posibilidad de protegerlos y que, en el mejor de los casos, tan solo pudieron morir
a su lado en el interior de la cámara de gas o al borde de la fosa en que los ametrallaron.
El espectáculo es insoportable y quisiéramos apartar la vista, expulsar su
recuerdo de nuestra conciencia, pero la imagen, por dolorosa que sea o, más
bien, por lo dolorosa que es, debe persistir. Quizá nos sintamos tentados de
calificar aquellos crímenes como inhumanos, incluso puede que creamos de buena
fe que ese es un adjetivo adecuado para referirnos a esos millones de tragedias
que desafían nuestra capacidad para pensar la sociedad y el mundo en que nos ha
sido dado vivir. Pero no nos engañemos, inhumana es la devastación producida
por un fenómeno fortuito imposible de controlar, por ejemplo, un terremoto o la
caída de un asteroide; ahora hablamos de otra cosa, de crímenes cometidos por
seres humanos como nosotros y no en un momento de arrebato o de ofuscación, sino
con arreglo a un plan cuyos objetivos han sido definidos por titulados en
diversas disciplinas humanísticas y científicas, cuyas etapas y procedimientos
han sido diseñados por eficientes burócratas y cuyos ejecutores finales, aquellos
que disparan las armas y accionan las cámaras de gas, son presentados como abnegados
idealistas. En ningún modo podemos pensar que de manera generalizada fueran
psicópatas insensibles al dolor ajeno. Como indica Emil Fackenheim:
Los espíritus
al frente del movimiento nazi no eran unos meros pervertidos, simples
oportunistas o empleados ordinarios; eran más bien idealistas extraordinarios,
esto es, criminales con buena conciencia y un corazón puro[2].
En una reunión con altos
responsables del partido, celebrada el 6 de noviembre de 1943, Heinrich
Himmler, Reichsführer SS, se refirió al asesinato de niños:
La frase «Los judíos deben ser exterminados» incluye pocas palabras,
se dice enseguida, señores. Pero lo que requiera por parte de quien la pone en
práctica es lo más duro y difícil que hay en este mundo[3].
El Reichsführer afirma que
le habría desagradado que sus hombres realizaran una labor tan penosa con ánimo
alegre. Se felicitaba, en cambio, porque la fidelidad, la obediencia y el
sentido del deber[4] les
hicieran capaces de llevarla a término «sin
sufrimiento en su corazón ni en su alma«[5].
Para él, la matanza de niños parece
adoptar el carácter de un rito iniciático en el que los hombres muestran su
temple y del que solo salen triunfantes quienes son capaces de dominar
totalmente sus sentimientos y cumplir, sin odio y sin compasión, la misión
encomendada. En definitiva, aquellos que poseen las virtudes que deben
caracterizar a los miembros de las SS, quienes a su vez constituyen la imagen
de lo que será en el futuro el pueblo ario, una vez que se haya depurado de sus
elementos más débiles.
Rudolf Höss, comandante de
Auschwitz, invocó este ideal en sus memorias al narrar un incidente ocurrido en
la antesala de la cámara de gas. Dos niños comenzaron a jugar y su madre no era
capaz de llevarlos con ella, lo que provocaba un retraso que ocasionaba un
creciente nerviosismo:
Los que ya se
encontraban en la cámara de gas empezaban a alborotarse: había que actuar.
Todos me miraban, y yo hice una señal al Unterführer de servicio. Este
tomó en sus brazos a los niños, que forcejeaban violentamente mientras se los llevaba
a la cámara, seguido por la madre, llorando hasta partir el alma. Sobrecogido
de piedad, habría preferido desaparecer, pero no me estaba permitido manifestar
la menor compasión[6].
Se diría que Höss busca tanto que
lo admiremos por su capacidad de autocontrol, como que lo compadezcamos por su
sufrimiento al ordenar el asesinato. Es él el centro de su relato, en tanto que
la madre y los niños, incluso el Unterführer, son solo comparsas que le
permiten mostrar su temple heroico, la firmeza con la que es capaz de cumplir
con lo que considera su deber. Primo Levi, superviviente, como saben, de
Auschwitz, explicó en una entrevista radiofónica para una emisora alemana las
razones por las que había aceptado prologar las memorias de Rudolf Höss:
Yo he escrito
el prólogo de este libro [Rudolf Höss, Comandante
en Auschwitz], justamente para mostrar cómo una persona sustancialmente «normal» como era Rudolf Höss, que había tenido en
efecto una infancia difícil, pero como muchos otros, se introdujo en una
máquina que lo fue transformando en lo que mis lectores llaman un «monstruo». Pero tampoco él era un
monstruo. Porque no es que le gustara especialmente matar gente, no
experimentaba deleite o placer en el exterminio. Simplemente era un oficio, el
oficio que le habían asignado y que él había aceptado[7].
Hubo psicópatas, claro está,
entre los asesinos (pronto nos encontraremos con algunos), pero la inmensa
mayoría de quienes cometieron los crímenes y, sobre todo, de quienes sin
mancharse de sangre las propias manos los aceptaron como un episodio
lamentable, pero necesario para la purificación de la raza o la salud de la
comunidad del pueblo (Volksgemeinschaft), y también de quienes fingieron
no enterarse de lo que sucedía, eran lo que la mayor parte de nosotros
calificaríamos como gente normal. Gente normal, sí, pero envenenada por una
ideología muchos de cuyos elementos procedían de la alta cultura literaria y
científica, y se habían popularizado por medio de la enseñanza y de publicaciones
divulgativas, consumidas por un público que, no sin motivo, se consideraba uno
de los más cultos de Europa. Hitler era un autodidacta con una somera educación
formal, pero, como hace notar Peter Hayes, entre los dirigentes de la RSHA
(Oficina Central de Seguridad del Reich) y los comandantes de los primeros Einsatzgruppen
(comandos volantes de ejecución encargados de la liquidación de los guetos),
un tercio contaba con doctorados y muchos habían estudiado en las mejores
universidades alemanas[8].
Incluso Adolf Eichmann, responsable de la organización de los transportes a los
campos de exterminio, aseguró durante su juicio en Jerusalén que siempre se
había atenido a los principios éticos kantianos, y para sorpresa de los
presentes e indignación de Hannah Arendt, fue capaz, ante la pregunta del juez,
de definir de forma básicamente correcta el imperativo categórico[9].
La decisión de exterminio total
del pueblo judío es una consecuencia lógica del pensamiento racial de Hitler,
expuesto tanto en sus discursos como en Mein Kampf, la obra
autobiográfica cuya primera parte escribió en prisión tas el fracaso en 1923 de
la intentona golpista de Munich. Si para el marxismo, la lucha de clases es el
motor de la historia, para él ese lugar corresponde a la lucha de razas. Por un lado, concibe la humanidad como
dividida en razas inconciliables diferenciadas genéticamente y dotadas cada una
de capacidades intelectuales y morales específicas que permiten jerarquizarlas; y por otro, entiende que
los grupos humanos y los individuos se enfrentan entre sí en una lucha sin
cuartel en la que los débiles, tal como ocurre en la naturaleza, sucumben
necesariamente ante los fuertes. Hay que precisar que no se trata en ningún
modo de ideas originales. Tanto el racismo como el darwinismo social eran
defendidos por importantes filósofos y científicos, y muchos políticos los
habían esgrimido tanto para justificar la expansión colonial, como las
desigualdades sociales en las metrópolis. En el pensamiento de Hitler se
combinan con un antisemitismo que, abandonando su tradicional fundamentación
religiosa, adopta carácter biológico; y también con el mito ario, surgido a
partir de un hallazgo científico: el parentesco entre un conjunto de idiomas a los que se denominó indoeuropeos o, en Alemania, indogermánicos. A partir de ahí se postuló que derivaban de la lengua hablada por el antiguo pueblo ario. Este se habría expandido por el vastísimo territorio comprendido entre el
Ganges y el occidente de Europa y habría alumbrado las civilizaciones india,
persa, griega y romana, antes de degenerar debido al mestizaje con los pueblos
conquistados. Solo los pueblos
germánicos habrían conservado la sangre aria con un grado apreciable de
pureza. Frente al ario, concebido como
noble y valeroso creador de cultura, el judío aparece como un elemento
corruptor y parasitario. Del mismo modo que algunos organismos segregan
toxinas, los judíos producirían por su propia naturaleza los elementos que
debilitan y pervierten a la raza superior: igualitarismo, democracia,
pornografía, masonería, compasión, socialismo, capitalismo financiero,
prostitución, homosexualidad, pacifismo, etc. En consonancia concibe como razón
de ser del Estado la de asegurar la continuidad y mejora de la raza. La
historia queda convertida en un combate mitológico entre las fuerzas de la luz
y las de las tinieblas.
Una vez alcanzado el poder en
1933, se sucedieron las acciones encaminadas a la consecución de sus objetivos
raciales: segregación de los judíos, eutanasia forzosa de niños con problemas
graves de desarrollo y de determinados grupos de enfermos, y rearme con vistas
a revertir el tratado de Versalles y preparar la invasión y colonización de los
territorios eslavos del este. La población judía, entendido como judío todo
aquel cuyos abuelos hubieran profesado el judaísmo con independencia de que él
personalmente fuera cristiano, agnóstico o ateo, fue privada de la ciudadanía y
excluida de la función pública y, en general, de la actividad económica. A ello
se añadieron multitud de medidas vejatorias destinadas no solo a empobrecerla,
sino a hacerle la vida insoportablemente penosa. La lista sería extremadamente
prolija y quedaría incompleta, ya que en este campo se dejó amplio margen a la
iniciativa y creatividad de las autoridades locales. Me limitaré, pues, a citar
algunas de las de carácter general: expulsión de los niños de las escuelas,
prohibición de conducir, de pasear por los parques y caminar por las aceras, obligatoriedad
de portar signos distintivos, sacrificio de mascotas, entrega de bicicletas y
aparatos de radio, etc. El cuadro se completa con detenciones arbitrarias,
palizas, saqueos y asesinatos. No es todavía el exterminio, pero sí una
persecución desarrollada con medidas legales y a la vista de todos.
Ya en 1933 se aprobó la ley para
la prevención de la descendencia de las personas con enfermedades hereditarias,
en virtud de la cual se produjeron numerosas esterilizaciones forzosas a
hombres y mujeres diagnosticados de debilidad mental, ceguera o sordera
genéticas, alcoholismo crónico, etc. Es preciso señalar que leyes de este tipo
que se suponían encaminadas a la mejora de la raza y que permitían disminuir el
gasto sanitario y asistencial, no fueron privativas de la Alemania nazi, sino
que, aunque a menudo con formulaciones menos radicales, fueron adoptadas por
numerosos países europeos y americanos. También se puso en marcha un programa
de eutanasia para enfermos mentales e incurables, así como niños nacidos con
malformaciones o problemas graves de desarrollo, al que no se dio, al contrario
del anterior, una cobertura legislativa, sino que se mantuvo en secreto. Simplemente
se persuadía a los padres de que sus hijos estarían mejor atendidos en centros especializados
o se ingresaba a los enfermos en determinados hospitales, y, al cabo de un tiempo,
las familias recibían la notificación de que habían fallecido a causa de alguna
complicación y había sido preciso incinerar sus restos.
Polonia y la parte europea de la
Unión Soviética, mayoritariamente poblados por eslavos y con importantes
minorías judías aparecen ya en Mein Kampf como territorios a ocupar[10],
en los cuales la población autóctona sería sustituida por colonos alemanes. En una
conferencia pronunciada el 11 de diciembre de 1942 el médico Hans Ehlich,
alto cargo de la RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich) y uno de los
artífices del Plan General del Este (Generalplan Ost) estimaba en casi cuarenta
y ocho millones el número de personas indeseables que habitaban esos
territorios. De ellos, treinta y cinco millones serían expulsados a zonas
situadas más al este; en cuanto a los restantes, unos trece millones a los que
hay que sumar más de ocho millones de judíos no contabilizados en la cifra
anterior, serían eliminados mediante el trabajo, las unidades móviles de
ejecución y los campos de exterminio[11].
Quedaría un remanente de población eslava obligada a trabajar para los alemanes
en condiciones de servidumbre. Los niños polacos cuyos rasgos sugirieran una mayor
presencia de sangre aria, serían, tras un cuidadoso análisis físico y
psicológico, arrebatados a sus familias y entregados en adopción a parejas
alemanas a las que generalmente se les dejaba creer que se trataba de
huérfanos.
Tras esta ya larga introducción, ha
llegado el momento de acompañar a los niños judíos en su penoso camino desde la
marginación hasta la muerte. Lo haremos guiándonos en la medida de lo posible
por sus propios testimonios y por el de testigos de su sufrimiento. Intentaremos
así impedir que sus voces se desvanezcan en el olvido y sigan el camino de sus
cuerpos, a menudo dispersos en el aire al salir de la chimenea del crematorio.
Aún antes de que se aprobaran las
primeras medidas discriminatorias, los numerosos maestros identificados con el
nacionalsocialismo supieron que tenían el campo libre para mostrar su rechazo hacia
los niños judíos. Ruth Foster, que vivía en la ciudad de Lingen en la Baja
Sajonia recordaría:
… yo era la
única chica judía del instituto. Hubo una profesora en particular que me hizo
la vida imposible: les decía a las chicas que no hablasen conmigo, y las chicas
con las que yo solía ir a la escuela por la mañana y con las que quedaba
después, de repente me ignoraron por miedo a esa profesora[12].
Este acoso instigado por los
propios profesores se prolongó hasta que el 15 de noviembre de 1938,
coincidiendo con la Kristallnacht (Noche de los Cristales Rotos), los
niños judíos fueron expulsados de las escuelas alemanas. Hedy Epstein, en la
pequeña población de Kippenheim (Baden-Wurtemberg) fue aquel día al colegio:
Las clases
comenzaron como todos los días y entonces, una media hora después, entró el
director y dio una larga charla; más tarde, aquel mismo día, ni siquiera podía
recordar qué había dicho realmente, pero en un momento determinado de su
discurso me señaló con el dedo y dijo: “Fuera de aquí, sucia judía"[13].
A Hedy le llevó un tiempo
asimilar que aquel hombre, que hasta entonces siempre se había dirigido a ella,
al igual que al resto de los alumnos, de manera impecablemente educada le
hubiera hablado de esa manera. Para entonces, ya habían transcurrido tres años
desde que el 15 de septiembre de 1935 las leyes de Nuremberg privaron a los
judíos de la nacionalidad, y aún más desde que habían sido excluidos de los
puestos en la administración y progresivamente de la mayor parte de las
actividades económicas. Habían quedado, pues, convertidos en una minoría empobrecida
y aislada del resto de la sociedad.
Las medidas discriminatorias se
extendieron a todos los territorios incorporados y ocupados por Alemania. En
primer lugar, a Austria, anexionada el 12 de marzo de 1938, donde la vida de los
judíos, incluidos los niños, dio un vuelco radical. Así lo vivió Ruth Kluger,
nacida en 1931 en Viena, de una familia de profesionales acomodados (el padre
era ginecólogo y la madre hija de un ingeniero director de una fábrica):
Lo que los niños mayores que yo, hijos de parientes y amigos,
aprendieron e hicieron cuando tenían mi edad, yo no pude aprenderlo ni hacerlo,
como nadar en la piscina Diana, ir con amigas al cine Urania o patinar sobre el
hielo […] ya a los siete años no podía sentarme en los bancos de los parques[14].
Meses después le llegó el turno a
Checoslovaquia, invadida por el ejército alemán el 15 de marzo de 1939. Las
restricciones se impusieron inmediatamente. Helga Weiss vivía entonces en Praga:
Está prohibido
ir a cafeterías, al cine, al teatro, a las pistas de juego, a los parques… Hay
tantas cosas que ya una ni se acuerda. Entre otras, también llegó una norma que
me conmovió: los niños judíos no pueden ir a colegios públicos[15].
También les fueron prohibidas las
actividades deportivas. En Opava, próxima a la frontera checa con Polonia, Edith
Baneth se vio obligada a abandonar el patinaje:
Yo formaba parte
de un club de patinaje sobre hielo de mi pueblo. Me encantaba patinar y era
bastante buena. Entonces, un día vino mi profesora de patinaje y me dijo: “Lo
siento, esta es la última vez; ya no aceptamos a personas judías como miembros[16].
La invasión de Polonia en
septiembre de 1939 comportó un salto cualitativo en la política antijudía del
Reich. Como ya se ha dicho, los territorios del este eran considerados el
espacio de expansión colonial del Reich y habitaba en ellos una numerosa
minoría judía, que, con la invasión, quedó sometida a la autoridad alemana. Hitler,
ante la declaración de guerra por Gran Bretaña y Francia, acusó a los judíos de
haber provocado las hostilidades. Así lo expresó en una proclama al pueblo
alemán emitida por radio el 3 de septiembre: «Nuestro
enemigo mundial judeo-demócrata ha conseguido arrastrar el pueblo inglés hacia
un estado de guerra con Alemania», para
añadir que, por ello, los judíos serían exterminados sin piedad[17].
Los medios de comunicación, absolutamente controlados por el ministro de
Propaganda, Joseph Goebbels, se referirían a estas palabras, que en parecidos
términos se repetirían en diversas ocasiones, como una profecía. De este modo,
a ojos de los alemanes se presentaba la muerte de los judíos como un justo castigo
que ya había sido anunciado por el Führer.
Una parte del territorio polaco
se anexionó al Reich, en tanto que la restante, a la que se dio el nombre de
Gobierno General, quedó bajo administración militar alemana, sometido a la autoridad
de Hans Frank. A esta se le añadiría en 1941 la zona ocupada por la Unión
Soviética. El 21 de septiembre de 1939 Reinhard Heydrich, director de la RSHA, dio
instrucciones para que la población judía fuera concentrada en comunidades
grandes próximas a las líneas ferroviarias con vistas a un objetivo final que
no se especificaba[18]. En consecuencia, a lo largo de 1940 se establecieron guetos en
numerosas ciudades. Para ello se delimitaba un conjunto de calles en el sector
más depauperado y se trasladaba allí a toda la población judía, que se veía obligada
a compartir viviendas en que a menudo cada familia ocupaba una sola habitación.
El trabajo, de carácter forzoso, se realizaba en talleres en el interior del
gueto o en el exterior bajo fuerte vigilancia. Se esperaba que el hacinamiento,
las deplorables condiciones higiénicas y la escasez de alimentos provocaran,
como realmente ocurrió, un fuerte incremento de la mortalidad. Pese a que en la
mayoría de los guetos estaba prohibida la enseñanza bajo pena de muerte para
los alumnos y los profesores, a menudo se impartían clases de manera
clandestina.
El gueto de
Lodz, el segundo más grande tras el de Varsovia, contaba en el momento de su
creación, en mayo de 1940, con más de 160.000 habitantes, una cifra que fluctuó
en los años siguientes debido a la mortalidad, a las deportaciones a los campos
de exterminio y a la llegada de deportados procedentes de lugares cada vez más
lejanos, incluso de Europa Occidental.
Heda
Margolius Kovály, nacida en Praga en 1919, fue deportada al gueto de Lodz en el
otoño de 1941. Al poco de llegar comenzó a ayudar a un médico que, sin apenas
medios, hacia lo posible por aliviar a los enfermos:
«Un día entramos en una habitación casi vacía, pero
inmaculadamente limpia, en la que había una criatura recostada sobre un montón
de trapos: un niño de cuatro años, apenas un esqueleto de enormes ojos. Su
madre, tan delgada que parecía otra criatura, lloraba en silencio en una
esquina. El médico sacó su estetoscopio, escuchó un momento, acarició la cabeza
al niño y suspiró; no podía hacer más. En ese momento, el niño se dirigió a su
madre y, hablándole muy serio, como si fuese un adulto, le dijo:
¾¿Lo ves, madre? Ya te
decía yo que tenía hambre, pero no me dabas nada de comer. Y ahora me voy a
morir»[19].
En el gueto de Varsovia, que
llegó a albergar casi a medio millón de personas, el hambre, que afectaba a
todos, pero se cebaba de manera especial con los niños y ancianos, se hacía
sentir con la misma intensidad. El 31 de julio de 1941, Mary Berg, que contaba
entonces dieciséis años y cuya madre tenía la nacionalidad de los Estados
Unidos, escribió:
Hay un gran
número de niños casi desnudos cuyos padres han muerto y que se sientan en
andrajos por las calles. Tienen los cuerpos horriblemente delgados; pueden
verse sus huesos a través de su apergaminada piel amarilla. Esa es la primera
etapa del escorbuto; en la última los cuerpos se agrietan y se cubren de
llagas. Algunos de esos niños han perdido las uñas; se sacuden y gimen. Carecen
de aspecto humano y se parecen más a monos que a criaturas. Ya no piden pan,
sino morir[20].
Para
atender en la medida de lo posible a la enorme cantidad de niños en esta
situación, se crearon orfanatos dentro del gueto. El más conocido fue el
dirigido por el doctor Janusz Korczak, quien además de médico era un pedagogo
famoso por sus ideas innovadoras. Funcionó hasta el 5 de agosto de 1942, en que
todos los niños y el personal fueron enviados a Treblinka donde los gasearon.
Korczak tuvo la posibilidad de eludir la deportación, pero quiso acompañar a los niños hasta la muerte. Desde su celda en la prisión de Pawiak, donde estaba internada a la
espera de un canje por prisioneros de los norteamericanos, Mary Berg contempló
la salida de la comitiva. Como el resto de los reclusos supuso que iban a
fusilarlos en las inmediaciones[21].
Sucesos
similares se repitieron por todas partes. Aharon Appelfeld, con diez años, fue
testigo el 13 de octubre de 1942 del transporte de los niños del internado para
ciegos del gueto de Czermovitz (actual Chernivtsí, en Ucrania). También a ellos
los acompañó el director, Gustav Gotesman, un defensor del valor pedagógico de
la música, además de conocido comunista[22].
En cualquier
momento y por el menor motivo o hasta por simple capricho, un SS o un militar
podían dar muerte a un judío. Ruth Foster, una joven judía alemana, recordaba
su llegada al gueto de Riga:
Delante de
nosotros había una pareja joven que vivía no muy lejos de Lingen. El padre
llevaba a un niño pequeño de la mano y la madre llevaba a otro en brazos. Unos
de los SS se acercó y le dijo al niño: «¿Quieres un
caramelito?». El niño respondió que sí muy
tímidamente. Así que el SS dijo: «Abre la
boca». El niño la abrió y él le disparó en la
boca[23].
El 8 de febrero de 1943, Rutka
Laskier, de catorce años e internada en el gueto de Bedzin (Silesia), anotó en
su diario:
Vi con mis
propios ojos, cómo un soldado arrancaba a un bebé de las manos de la madre y le
abría la cabeza a golpes contra un poste de electricidad. Los sesos de la
criatura salpicaron la madera. La madre enloqueció[24].
La campaña contra la Unión
Soviética, iniciada el 22 de junio de 1941, revistió desde el primer momento un
carácter de especial ferocidad, ya que había sido concebida como una guerra de
exterminio, encaminada a acabar para siempre con el enemigo judeobolchevique. Los
comisarios políticos, los funcionarios del Estado y los miembros del Partido Comunista eran fusilados
sumariamente; en cuanto al resto de los militares, se los obligaba a realizar
trabajos penosos, en pésimas condiciones de higiene, alojamiento y
alimentación, lo que ocasionó una mortalidad elevadísima. También la población
civil se vio tratada con una excepcional dureza, sometida a un estricto
racionamiento que a menudo la condenaba al hambre, sufrió también las
sangrientas represalias con las que se pretendía responder a las acciones de
los partisanos. Del mismo modo la
persecución contra los judíos se radicalizó. El 17 de julio Heydrich dio orden
de que se fusilara a todos los prisioneros de guerra judíos. En este momento,
los asesinatos afectaban a los varones,
pero ya a principios de agosto, Himmler ordenó la eliminación de toda la
población judía de Pinsk (Bielorrusia):
Se matará de
un tiro a todos los judíos mayores de catorce años que se encuentren en la zona
que se va a peinar; las mujeres y los niños deberán ser conducidos a los
pantanos [donde se los ahogaría] […]. La Aktion empezará de inmediato.
Luego se redactará un informe sobre su puesta en práctica[25].
En general, se concentró a la
población judía en guetos, que luego los Einsatzgruppen se encargaban de
vaciar mediante fusilamientos masivos, en los que solían tomar parte
colaboracionistas locales. Es una forma de actuar a la que se ha dado el nombre
de Holocausto por balas y a la que ya me he referido al principio de esta
conferencia cuando he citado la carta de Walter Mattner, a propósito del
asesinato de bebés. En solo dos días, el 29 y 30 de septiembre de 1941, 33.711
judíos fueron fusilados en el barranco de Babi Yar a las afueras de Kiev.
Matanzas similares se repitieron en el resto de los territorios soviéticos
ocupados, con lo que el número total de muertos de esta manera, aunque difícil
de precisar dado que los registros están incompletos, parece superar el millón
y medio.
La famosa profecía marchaba
aceleradamente hacia su complimiento. En su discurso ante el Reichstag del 30
de enero de 1942, Hitler volvió a referirse a ella:
No deberíamos
albergar ninguna duda de que esta guerra solo puede terminar o con el
exterminio de los pueblos arios o con la desaparición de los judíos de Europa[26].
El objetivo final aparece
formulado con absoluta claridad, aunque no se explican los procedimientos para
alcanzarlo. De ellos se había ocupado diez días antes la conferencia de Wansee.
En ella, ante un grupo de altos cargos del partido y de las SS, entre los que
se encontraba Adolf Eichmann, Reinhard Heydrich anunció que se deportaría a
once millones de judíos al este de Europa, desgranando las cifras país por país
e incluyendo en ellas no solo a los que vivían en territorios controlados por
el Reich, sino también a los de países enemigos, como Gran Bretaña y la Unión
Soviética, y neutrales, como España, Portugal, Suiza y Suecia. Los deportados aptos
para ello serían sometidos a trabajos forzados muy duros y a los restantes se
les daría el “tratamiento adecuado”, expresión que no es más que un eufemismo
para el asesinato. En los meses siguientes se construirían cámaras de gas en
los campos de Chelmno, Sobibor, Treblinka, Belzec, Majdanek y Auschwitz-Birkenau.
Los deportados llegaban a los campos
transportados en ferrocarril. Ana Novac, nacida en Transilvania, fue deportada
a Auschwitz en 1943:
No sé cuántos
días ni cuántas noches estuvimos viajando. ¿Tres…, cinco? De comer nos dieron
dos veces. No veíamos la luz más que cuando vaciábamos el cubo de los excrementos.
Al final, no teníamos ni fuerzas para hablar; ni siquiera intentábamos ya
entrar en calor. Me faltaba fuerza hasta para imaginarme que llegaba muerta.
Cuando por fin se abrió la puerta del vagón, nos desplomamos en el andén tiesas
como tablas[27].
En Francia,
tras la derrota, tanto en la zona ocupada como en la de Vichy, se iniciaron las
medidas discriminatorias contra los judíos. Más adelante, llegarían las
deportaciones. En París, los días 16 y 17 de julio de 1942, la policía francesa
ayudada por miembros del Partido Popular Francés realizó, en colaboración con
las autoridades alemanes, una gran redada en la que fueron detenidos más de
11.000 judíos, entre ellos más de 3.000 niños de edades entre dos y doce años.
Durante cinco días permanecieron custodiados en el Vel d’Hiv, a la espera de su
traslado a Drancy y de allí a Auschwitz. Hélène Berr, una joven judía que
moriría en abril de 1945 en el campo de Bergen-Belsen, recogió las noticias que
le llegaron por medio de algunas amigas:
Otros detalles
obtenidos de Isabelle: quince mil hombres, mujeres y niños en Vél d’Hiv, en
cuclillas de tan apretujados, se pisan unos a otros. Ni una gota de agua, los
alemanes han cortado el agua y el gas. Caminan por una charca pegajosa y
viscosa. Hay enfermos desalojados del hospital, tuberculosos con la pancarta “contagioso”
colgada del cuello. Las mujeres dan a luz. Ningún cuidado. Ni un medicamento ni
una venda […]
La señora Carpentier vio el jueves en Drancy dos trenes de mercancías donde
habían hacinado como animales, sin paja siquiera, a mujeres y a hombres para
deportarlos[28].
A la llegada le seguía la
selección. Un médico de las SS elegía rápidamente quiénes debían marchar hacia
la cámara de gas y quiénes estaban destinados a un trabajo agotador que, unido
a la insuficiente alimentación, a la insalubridad y a los malos tratos
generalizados, mermaría rápidamente sus fuerzas y los conduciría finalmente a la
muerte. Solo a los jóvenes fuertes se les asignaba este destino. Los ancianos,
los niños, las mujeres embarazadas o acompañadas por niños eran enviados
directamente a la muerte. Kitty Hart-Moxon fue testigo de varios gaseamientos
en Auschwitz-Birkenau:
Lo que observé
fue que a las mujeres y los niños los habían separado de los hombres y estaban
sentados en un bosquecillo justo enfrente de nuestra barraca; los niños
recogían flores, las mujeres se sentaban y comían y daban a los niños la comida
y la bebida que aún conservaban. Luego conducían a un grupo al edificio bajo
que era el crematorio 4, y oías una especie de ruido apagado. Entonces, desde
una de las ventanas de mi barraca veía a una persona subiendo una escalera con
una máscara antigás puesta, y vaciaba un bote por una abertura, una especie de
claraboya, en lo alto, y bajaba las escaleras muy deprisa.
No se oía gran
cosa, aparte del ruido apagado; a veces se oían gritos. Después de una pausa
veías salir humo por la chimenea del crematorio 4, y al cabo de un rato se veía
actividad en la parte de atrás del crematorio; se vertían cenizas en un
estanque trasero. Lo que no podía entender era que la gente que estaba sentada
en el bosque estaba muy tranquila, no tenía ni idea de que las personas que se
habían ido por delante de ellos ya estaban muertas. Simplemente, no tenían ni
idea[29].
Pero la muerte de los niños no
siempre se producía por gas. Margarete Buber-Neumann, alemana aria recluida en
el campo de concentración de Ravensbrück, cuenta una conversación con una
testigo de Jehová trasladada desde Auschwitz:
¾¡Tengo que contarte algo
importante, Grete! Seguro que nos van a matar muy pronto, pero quiero que sepas
lo que pasa en Auschwitz.
¾¡He
visto cómo lanzaban niños judíos al fuego! ¡Vivos, puedes creerme! Todo el
campo hiede a carne quemada día y noche. ¿No me crees? ¡Pues es la pura verdad![30].
Margarete no
podía creer que aquello fuera cierto, pero otras testigos de Jehová lo
corroboraron. Ese mismo día las asesinaron.
Entre las
cuestiones planteadas en la conferencia de Wansee figuraba la de cómo actuar
con los cónyuges judíos de los matrimonios mixtos y con sus hijos, a quienes se
denominaba Mischlinge (mestizos). Era el caso de Petr Ginz, nacido en
Praga en 1928. En octubre de 1942, a los catorce años de edad fue separado de
su familia y deportado a la ciudad gueto de Terezin (Theresienstadt) donde
permaneció dos años, hasta que en septiembre de 1944 lo enviaron a Auschwitz
donde lo gasearon. En su diario había anotado de manera sumamente escueta los
hechos cotidianos ocurridos durante este tiempo. En apenas dos líneas da
noticia de la deportación de familiares y amigos. Así, el 10 de octubre de 1941
se limita a escribir:
Por la mañana en el colegio. Ehrlich, de la clase de al lado, irá en el
primer transporte de cinco mil judíos a Polonia[31].
Muchos se
ocultaron en un intento de eludir este destino. De todos es conocido el caso de
Ana Frank. Un total de ocho personas, entre ellas Ana, su hermana y sus padres,
se vieron obligadas a convivir en un espacio de apenas cincuenta metros
cuadrados durante dos años, sin salir jamás a la calle, sin poder dar un solo
paseo por el exterior, moviéndose silenciosamente durante el día por temor a
que sus pasos fueran escuchados. La adolescencia de Ana se desarrolló así en un
ambiente marcado por tensiones fruto del confinamiento, del miedo y de la
angustia. Descubiertos al fin, posiblemente a causa de una denuncia, solo el
padre, Otto, sobrevivió.
Aharon
Appelfeld consiguió escapar del gueto aunque contaba tan solo diez años, y vagó
por el bosque hasta ser acogido en su cabaña por una prostituta ucraniana y
luego, tras huir de ella, por un campesino ciego que lo maltrató[32].
Son andanzas que evocan las de Lázaro de Tormes. También las de Janina Baumann,
nacida en 1926, tienen algo de novela picaresca. Tras escapar el 25 de enero de
1943 del gueto de Varsovia junto a su madre y su hermana, con ayuda de tita
Maria, como llamaban las niñas a una antigua criada cristiana, la vida de las tres durante dos años fue
una huida constante, siempre con el temor de despertar sospechas y que alguien
las denunciara. Gracias a que tita Maria les buscó incansable un refugio tras
otro en un tiempo en que auxiliar a un judío se castigaba con la muerte, pudieron
sobrevivir.
En el gueto de
Lodz, solo doce niños se salvaron. Uno de ellos fue Sylvia Perlmutter, cuyo
testimonio recogió mucho después su sobrina Jennifer Roy. Cuando en el verano de 1942, los nazis
exigieron la entrega de los niños, algunas familias, entre ellas la de Sylvia,
quien entonces contaba siete años, lograron ocultar a sus hijos. Durante dos
noches durmió junto a su padre en el cementerio en el interior de una tumba. Luego
cesó la búsqueda y Sylvia pudo volver a su casa, aunque tuvo que permanecer en
ella sin salir y, en momentos de especial peligro, trasladarse a otros
escondites. La liquidación del gueto comenzó el 27 de agosto de 1944. Desde ese
día, todos los judíos fueron trasladados a Auschwitz excepto un grupo al que se
ordenó la limpieza, esto es, la destrucción de las pruebas. La familia de
Sylvia pudo confundirse entre ellos. En realidad, eso suponía simplemente que
los asesinarían los últimos, pero lo aprovecharon para esconder a Sylvia en un
sótano junto a otros niños. Allí debían permanecer en silencio a la espera de
que los adultos los visitasen y les llevaran algo de comida. Cuando finalmente fueron
descubiertos y los alemanes se preparaban para ejecutarlos junto al resto de
los supervivientes, la confusión provocada por un bombardeo soviético les salvó
la vida[33].
Pocos niños
escaparon a la matanza. Algunos lo hicieron escondidos por familias o ciertas instituciones
cristianas, pero la mayor parte cayeron ametrallados en las fosas del este o
asfixiados en las cámaras de gas. La vida de los supervivientes quedó marcada
por el trauma de una infancia vivida en el infierno. Muchos habían perdido a
todos o a casi todos sus parientes. Si alguno quedaba, localizarlo en el caos
de aquella Europa devastada por la guerra en la que los refugiados se contaban
por millones, era a menudo una tarea extremadamente ardua. Los lazos afectivos
establecidos con las personas que los habían protegido durante ese tiempo eran
en ocasiones más fuertes que los mantenidos con familiares supervivientes. Obligados
a disimular sus raíces judías, muchos las habían olvidado e incluso a algunos
los habían bautizado. Con todo, la mayor parte de estos niños lograron
reencauzar su vida y convertirse en ciudadanos activos y responsables. Quizá
algunos de ustedes estuvieran presentes en el acto del pasado miércoles en el
que tuvimos la oportunidad de escuchar el conmovedor testimonio de Irene Shashar.
El hecho de que estuviera junto a nosotros es, como ella misma nos hizo notar,
un canto a la esperanza, la constatación del fracaso de Hitler. Pero no pequemos de optimismo. La bestia puede resurgir. De hecho, quizá lo esté haciendo ya. Los
ropajes posiblemente cambien, quizá las camisas ya no sean pardas, pero el odio
circula por las redes sociales, nos llega a través de nuestros contactos en
Facebook, en Twitter y sobre todo en WhatsApp. Lo recibimos en forma de
mensajes simples, en que la información, a menudo falsa, aparece en cualquier
caso descontextualizada. Los memes no incitan a la reflexión, sino a la
reacción visceral, suscitan el sentimiento de que nuestra forma de vida,
nuestra prosperidad o nuestra identidad están amenazadas por gentes que habitan
entre nosotros, pero no son como nosotros, por hordas venidas de fuera y por
traidores surgidos de nuestro propio seno. Muchos, alarmados, los reenvían a
sus contactos. Crecen así los recelos y la hostilidad, en definitiva, el odio,
y, en algún lugar, los fantasmas de Goebbels y de Hitler se estrechan
satisfechos las manos, mientras comienzan a corporeizarse.
[1] Ingrao, Christian (2017), p.
338.
[2] Fackenheim, Emil L. (2008),
p. 224.
[3] Ingrao,
Christian (2017), p. 331.
[4] Señala
Longerich que las virtudes que, según Himmler, debían tener los SS eran «fidelidad, obediencia y camaradería, a las que a menudo unía
la valentía, la verdad, la aplicación y el cumplimiento del deber». Longerich,
Peter (2009), p. 283.
[5] Ingrao, Christian (2017), p.
331.
[9] Arendt,
Hannah (2013), Eichmann en Jerusalén, Barcelona, Debolsillo, p. 199.
[10] Hitler, Adolf (1935), p. 73.
[11] Ingrao, Christian (2017), p.
275.
[12] Smith, Lyn (2005), p. 43.
[13] Smith, Lyn (2005), p. 73.
[14] Kluger, Ruth (1997), p. 24-25.
[15] Weiss, Helga (2013, p. 28.
[16] Smith, Lyn (2005), p. 85..
[18] Friedländer, Saul (2016), p.
70.
[19] Margolius Kovály, Heda (2013), p. 13.
[20] Berg, Mary (2012), p. 84.
[21] Berg, Mary (2012), p. 166.
[22] Appelfeld, Aharon (2005), p.
44-48.
[23] Smith, Lyn (2005), p. 150.
[24] Laskier, Rutka (2008), p. 30.
[25] Friedländer, Saul (2016), p. 291.
[26] Friedländer, Saul (2016), p.
447.
[27] Novac, Ana (2010), p. 46.
[28] Berr, Hélène (2009), p. 109.
[29] Smith, Lyn (2005), p. 273
[30] Buber-Neumann, Margarete
(2005), p. 329.
[31] Ginz, Petr (2006), p. 42.
[33] Roy, Jennifer (2009).
________________
Bibliografía
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Arendt, Hannah (2013), Eichmann en Jerusalén, Barcelona, Debolsillo.
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Laskier, Rutka (2008), El cuaderno de Rutka, Madrid, Suma de letras.
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Longerich, Peter (2009), Heinrich Himmler, biografía, Barcelona, RBA.
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Smith, Lyn (2005) Las voces olvidadas del Holocausto. (con la colaboración del Museo Imperial de la Guerra de Londres) Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
Weiss, Helga (2013), El diario de Helga. Testimonio de una niña en un campo de concentración, México D.F., Sexto Piso.
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