Ligerezas antisemitas
En el artículo “La realidad disminuida” publicado en El
País el 7 de agosto, Mario Vargas Llosa evocaba, a propósito del
psicoanálisis, la efervescente vida cultural de la Viena de entreguerras. Lamentablemente
ya al comienzo se deslizaban algunas inexactitudes. La primera y obvia consiste
en referirse a la ciudad como capital del Imperio Austrohúngaro, una entidad
disuelta en 1919. Se trata de un lapsus sorprendente en alguien de tal
categoría intelectual, pero no tiene mayor trascendencia. Más grave me parece
la afirmación de que el odio a los judíos se extendió por “influencia del
nazismo vecino”, pues pasa por alto, y temo que no se trate de un olvido
inocente, que el antisemitismo tenía profundas raíces en Austria, como
testimonia el éxito de políticos como Georg von Schönerer y Karl Lueger, a
quienes Hitler mencionó elogiosamente en Mein Kampf al recordar las
influencias recibidas durante los años de juventud. El segundo, que fue alcalde
de Viena desde 1897 hasta su muerte en 1910, se refirió a los judíos como
“animales de presa con forma humana” y afirmó que el antisemitismo desparecería
“cuando desapareciese el último judío”[1].
No hace falta decir que aún habían de transcurrir muchos años no ya para que el
nazismo influyera en alguna medida en Austria, sino para que simplemente
apareciera. Puede que se trate de un nuevo lapsus, pero ya van dos y estamos en
el segundo párrafo. Demasiados para alguien que, aureolado por un indiscutible
talento literario, tiende a pontificar sobre todo lo divino y humano.
La misma ligereza se advierte en el artículo publicado el 17
de octubre de 2021, también en El País, con el título Votar “bien” y votar
“mal”. En esta ocasión, como ejemplo de elecciones en las que los votantes
entregaron el poder a los enemigos de la democracia y el progreso, cita los
casos de Hitler, Mussolini y Franco. Causa sonrojo tener que recordar que
Franco llegó al poder mediante un golpe de estado que derivó en una guerra
civil, y que Mussolini lo hizo con una demostración de fuerza: la Marcha sobre
Roma. En cuanto a Hitler, si bien su partido venció en las elecciones de
noviembre de 1932, las últimas celebradas con garantías, lo hizo con el 33 % de
los votos, lo que le otorgó en el sistema proporcional de la República, un
tercio de los escaños del Reichstag. Este resultado de ninguna manera le
garantizaba el nombramiento como canciller, pero el presidente Hindenburg y los
líderes de la derecha creyeron que podrían controlar a aquel palurdo
vociferante. Se equivocaron.
Los olvidos deliberados en cuestiones relacionadas con el
nazismo y el antisemitismo no son insólitos en Vargas Llosa. Así, en El
sueño del celta, biografía novelada de Roger Casement, presenta como judío
al cauchero Víctor Israel, un negociante desalmado; en cambio, aunque, como
manifestó en una conversación con Róger Rumrrill, conocía la ascendencia judía
del periodista Benjamín Saldaña, quien había denunciado los crímenes cometidos
contra los indígenas, la silencia y se refiere a él como cholo[2].
Así, en una maniobra típicamente antisemita, el término judío queda únicamente
asociado a la figura negativa.
Achacar el odio a los judíos a la influencia del nazismo
implica ignorar que aquel ha estado presente durante siglos no ya en la cultura
austriaca, sino en una civilización, la europea, uno de cuyos pilares es
paradójicamente Jerusalén. Sus manifestaciones se remontan a algo más de dos
milenios y, como es natural en un fenómeno de tan larga duración, han
evolucionado en forma y motivación a lo largo del tiempo, de tal manera que,
como si de un depósito sedimentario se tratara, es posible distinguir en él
diversos estratos superpuestos.
Ya en la Antigüedad, el rechazo judío a los dioses paganos y,
sobre todo, a rendir culto a los monarcas, dio lugar a intentos de helenización
forzosa, como el de Antíoco IV Epifanes, y a pogromos, como el de Alejandría
que motivó la embajada de Filón ante Calígula en el año 39. Los escritos de
Manetón y Apión testimonian la hostilidad al judaísmo de los egipcios helenizados;
en tanto que la resistencia antirromana en Judea y Galilea culminó en
rebeliones armadas reprimidas con extrema dureza.
Con el triunfo del cristianismo, la animadversión adquiere
nuevos rasgos. En adelante, el judío será señalado como el pueblo que faltó a
la Alianza, el que rechazó y dio muerte a Cristo. El judío se convierte en el
otro, el que habita junto a la comunidad cristiana, pero no forma parte de
ella. Alguien que en el mejor de los casos es tolerado y humillado; a quien se
obliga a vivir en barrios separados, a vestir ropas distintivas y a pagar impuestos especiales; a quien se veda
la entrada en los gremios y con ello el acceso a numerosos oficios; a quien a
menudo se le prohíbe poseer tierras. En momentos de exaltación milenarista en
que el pueblo cristiano cree inminente la segunda venida de Jesús, o cuando se
ceban en él el hambre o la peste, las turbas, excitadas a menudo por libelos de
sangre, asaltan las juderías y se entregan a saqueos y matanzas. Cada año, al
aproximarse el Viernes Santo, fecha en que los cristianos reviven la Pasión,
los judíos sienten miedo, pues saben que en esos días se acrecienta el odio y
mostrarse en público puede ser extremadamente peligroso.
Este antijudaísmo religioso que impregna a todo el mundo
cristiano, adquiere en España el inquietante cariz de un presagio siniestro del
racismo biológico. Tras la expulsión de 1492, la Inquisición, desconfiada ante
la sinceridad de su bautismo, mantendrá una estrecha vigilancia sobre los
conversos. Se sucederán los autos de fe y los nombres de los condenados se
exhibirán en las iglesias para escarnio de sus descendientes, quienes se verán
sometidos a una persistente discriminación que para los chuetas de Mallorca se
mantendrá, si no en lo legal, sí en lo social, hasta mediados del siglo XX. Diversas
instituciones, entre ellas los colegios mayores, las órdenes militares e
incluso algunas órdenes religiosas adoptarán los llamados estatutos de limpieza
de sangre, que obligaban a quienes desearan acceder a ellas a probar que descendían
de padres y abuelos cristianos. Ya no basta, pues, el bautismo para la admisión
plena en la comunidad, dado que se establece una distinción entre cristianos viejos
y cristianos nuevos, a quienes se da el ofensivo nombre de marranos.
En el campo del cristianismo reformado, Lutero, tras cierta
benevolencia inicial, se muestra apasionadamente hostil al judaísmo, aunque,
dada la pluralidad de iglesias, la situación varía mucho de unos lugares a
otros y en algunos, como las Provincias Unidas, se impone un ambiente de
tolerancia.
En el siglo XVIII, la difusión de las ideas ilustradas atempera
las persecuciones religiosas, pero eso no significa en modo alguno que
disminuya el antisemitismo. Simplemente, añade un estrato más que se superpone
a los anteriores sin hacerlos desaparecer. El judaísmo, como por otra parte el
cristianismo, en particular el católico, no será para muchos pensadores más que un
conjunto de creencias irracionales y de prácticas supersticiosas, llamadas a
desaparecer al compás de los avances en la comprensión racional de la
naturaleza. En la medida en que la sociedad se desacraliza, la discriminación
por motivos religiosos aparece como anacrónica, un simple vestigio de los
tiempos oscuros. En consecuencia, la
mayor parte de los países de cultura occidental adoptarán a lo largo del siglo
XIX leyes de emancipación, orientadas a igualar los derechos de los judíos a
los del resto de los ciudadanos. Se supone que de esta forma se asimilarán al
resto de la sociedad, con lo que dejarán de constituir una comunidad
diferenciada. Sin embargo, la salida del gueto y el acceso a campos de
actividad que antes les estaban vedados provocará el rechazo de sectores
sociales tradicionalistas y de quienes simplemente ven amenazada su posición
por estos nuevos competidores.
En paralelo, el expansionismo napoleónico había suscitado
fuertes movimientos de resistencia que como rechazo al cosmopolitismo
racionalista esgrimieron el particularismo nacionalista. Frente al ciudadano
abstracto de la Revolución, crece la idea de que cada pueblo posee unos rasgos
permanentes, que lo hacen distinto de los demás y que se transmiten desde los
más remotos tiempos conformando un lazo místico que liga las generaciones pasadas,
la presente y las venideras. Son aquellos la manifestación de un Volksgeist
(espíritu del pueblo) que constituye el auténtico sujeto de la historia. En
busca de estos elementos distintivos se investigarán las tradiciones, leyendas
y costumbres populares, y para mantenerlos se establecerá en los planes de
enseñanza un relato del pasado orientado a provocar una adhesión emotiva e
incondicional a una patria (encarnación histórica del pueblo a la que es
frecuente referirse como madre), cuya gloria, a menudo amenazada por enemigos
externos e internos, renacerá una y otra vez, a condición de que sus hijos
cumplan con el sagrado deber de ofrecerle en los momentos de peligro el
sacrificio de la vida. Ante el nacionalismo es patente la fragilidad de la
asimilación. El judío, incluso el que ha abandonado las formas de vida y hasta
las creencias tradicionales y se ha establecido con éxito en la sociedad
gentil, no consigue integrarse plenamente en ella. Continúa siendo, como
mostrará dramáticamente en Francia el affaire Dreyfus, el “otro”, un
elemento extraño y peligroso, un potencial traidor a quien nunca se considerará
un verdadero miembro de la comunidad nacional.
A lo largo del siglo XIX al nacionalismo romántico y un tanto
nebuloso inspirado en Fichte, se le superponen, sin anularlo, ideas de
inspiración científica, que conducirán a la aparición de un racismo biológico,
cuyo primer exponente será Arthur de Gobineau. Los descubrimientos de la física
y la química, sus aplicaciones tecnológicas y el desarrollo de la industria y
del comercio alimentan la convicción de que la humanidad marcha imparable,
aunque el recorrido no esté exento de recovecos y altibajos, por el camino de
un progreso entendido como un control y aprovechamiento creciente de las
fuerzas de la naturaleza. Sin embargo, como en cualquier carrera, no todos
avanzan al mismo ritmo. Pocos europeos o eurodescendientes dudan de que ellos
mismos constituyen el pelotón de cabeza en esta competición, en tanto que los
pueblos de color quedan irremediablemente rezagados, lo que no solo prueba su
inferior capacidad, sino que además legitima el dominio mundial de los blancos.
Pero incluso entre estos se advierte que no todos están igualmente dotados,
pues parece evidente que los eslavos y los mediterráneos no son capaces de
alcanzar el nivel de los germánicos. La especie humana se concibe, pues, como
dividida genéticamente en razas y subrazas, diferenciadas no solo por sus
caracteres físicos, sino sobre todo por sus distintas aptitudes intelectuales y
morales, lo que permite clasificarlas jerárquicamente. Se configura así a lo
largo del siglo XIX un racismo que progresivamente adoptará argumentos tomados
de la etnología y de la biología, lo que le otorgará respetabilidad científica.
De la mano de Herbert Spencer y Ernst Haeckel, entre otros, se extiende, asimismo,
la idea de que la evolución social, a imagen de la natural, se rige por un
mecanismo de selección en que tanto los individuos como los grupos humanos,
sean estos empresas, naciones o razas, se enfrentan entre sí en una lucha por
la supervivencia que, al eliminar a los débiles fortalece al conjunto. El poder
y la riqueza se convierten en la demostración palpable de que quienes los
poseen tienen mejores cualidades de inteligencia y carácter, pues en un mundo
en el que todos compiten libremente triunfan los mejores. Es más, toda
intervención por aliviar la suerte de los desfavorecidos tendrá el perverso
efecto de que, al prolongar su existencia, aumentará sus posibilidades de
reproducirse y, por tanto, de transmitir sus taras a un mayor número de
descendientes. Estos argumentos se utilizarán para justificar políticas
liberales, pero también la expansión europea en África y Asia, y el despojo,
desplazamiento y eventual exterminio de las poblaciones indígenas en las
colonias africanas y en las repúblicas americanas. Una acción, esta última, que
alcanzó un notable éxito en aquellas que, como los Estados Unidos o Argentina,
se convirtieron en destino de fuertes flujos migratorios procedentes de Europa.
Es un hecho en el que influyeron, aunque combinadas con otros factores, unas condiciones
climáticas favorables a la agricultura cerealística y la ganadería extensiva.
En otras, los resultados no fueron los apetecidos. Desde mediados del siglo
XIX, Perú y otros países, con la finalidad de atraer pobladores europeos a la
Amazonia, les ofrecieron gratuitamente tierras a las que, en tanto que
habitadas por salvajes, se consideró vacías. El objetivo era tanto poner en
explotación sus recursos, como “blanquear la raza”. No obstante, al parecer a
los emprendedores, laboriosos y austeros europeos no les sedujo la idea de
roturar una selva en la que tampoco sabían qué podrían cultivar ni cómo hacerlo.
El darwinismo social informó no solo las políticas
migratorias y expansionistas, sino también medidas eugenésicas, que, preconizadas
por Francis Galton, se encaminaban a favorecer la reproducción de los
especímenes considerados genéticamente valiosos y a obstaculizar, incluso
mediante la esterilización forzosa, la de los tenidos por indeseables. Entre
estos se contaban los aquejados por enfermedades físicas o mentales hereditarias,
o quienes presentaban rasgos definidos como antisociales, una etiqueta que
incluía el alcoholismo, la prostitución o las conductas delictivas. En
realidad, las víctimas pertenecían a los estratos más bajos de la sociedad y
particularmente a grupos étnicos marginados como los sami, los gitanos los
afroamericanos o los pueblos originarios.
Pero este racismo biológico no es necesariamente antisemita.
Se vuelve tal porque se deposita sobre potentes estratos de desprecio y odio. A
él se suma la formación del mito ario, que se desarrolla después de que se
establece el parentesco entre un gran número de lenguas habladas en un área que
se extiende desde la India hasta el occidente europeo. Se dedujo que todas
ellas derivaban de un antiguo idioma que se supuso propio de un pueblo
conquistador al que se dio el nombre de ario, una palabra tomada del sánscrito.
Aquel, según los ideólogos racistas, habría sido el artífice de las antiguas
civilizaciones india, irania, griega y romana, las cuales, más tarde, debido al
mestizaje, habrían sido arrastradas a la decadencia. Se trata de un mito de
carácter dualista en que el ario, caracterizado como noble, leal, valeroso y
creador, representa el elemento luminoso. Su antagonista, el judío, no es una
simple raza dotada de menor capacidad, sino que es la encarnación de una fuerza
oscura y destructiva cuya sola existencia pone en peligro a la civilización. Hitler
verá su mano tras todos los fenómenos, que a él le aparecen como disolventes de
la cohesión social: feminismo, homosexualidad, delincuencia, prostitución, pornografía,
masonería, socialismo, capital financiero, arte degenerado, pacifismo, liberalismo,
etc. A todos ellos los percibe como emanaciones de la esencia judía, algo que
brota espontáneamente de su propia naturaleza. Así la historia, para él,
adquiere el carácter de un enfrentamiento entre ambas razas, la aria y la
judía, y conduce inexorablemente a la aniquilación de una de ellas.
Las razones esgrimidas para el rechazo a los judíos varían a medida
que evoluciona la sociedad, pero, como ya se ha apuntado, las nuevas no
eliminan a las anteriores, por lo que en un mismo momento y lugar unos pueden pensar
su hostilidad en términos religiosos, mientras que otros aducen una motivación
nacionalista y otros biológica. Es más, a menudo todas ellas se entremezclan de
manera más o menos confusa en la conciencia de una misma persona. En este
ambiente florece en los siglos XIX y XX una abundante literatura antisemita, en
la que obras pretendidamente serias conviven con panfletos incendiarios y
falsificaciones evidentes, entre ellas los Protocolos de los Sabios de Sion,
que, aunque obra de la policía secreta zarista, aún hoy se difunden en medios supremacistas
e islamistas como auténticos. La lista de publicaciones es poco menos que
interminable y entre sus autores aparecen, por citar solo a algunos muy
conocidos, el magnate de la industria automovilística Henry Ford, el músico
Richard Wagner o los literatos Maurice Barrès y Charles Maurras. Julio Verne,
un autor hasta tiempos recientes muy popular entre el público juvenil, combina
la fe en el progreso con el racismo y el antisemitismo. Su Isaac Hakhabut en la
novela Héctor Servadac, es un ser física y moralmente repulsivo. Se
trata de un estereotipo cuyos primeros ingredientes podemos remontar a Manetón
en el siglo III a. C., pero que queda fijado a lo largo de la Edad Media y que ya en
el siglo XVI, con el Barabas de Marlowe, se presenta con rasgos claramente
demoníacos. Queda en el imaginario popular la idea del judío como un parásito
malvado y codicioso, preocupado tan solo por acaparar riquezas a costa del
pobre pueblo trabajador. Es una visión que podemos encontrar incluso en
escritores anticlericales. Podemos citar, por ceñirnos a nuestro país, algunos
títulos de Blasco Ibáñez, como Sónnica la cortesana o Luna Benamor;
y también a Pío Baroja, cuyas opiniones sobre los judíos quedaron recogidas durante
la guerra Civil en un librito al que se dio el título de Comunistas, judíos
y demás ralea. Es probable que él no participara en la selección de los
textos, pero sí estaban tomados de obras suyas.
El Holocausto no fue el resultado inevitable de la toma del
poder por una secta de fanáticos seducidos por los delirios de un loco. Lo que
hizo posible el intento de exterminio de todo un pueblo, incluidos los niños
recién nacidos, fue la secular exclusión del judío, su perpetuo señalamiento
como el “otro”, el que no comparte nuestra religión o nuestra nación o nuestra
sangre, el que vive a nuestro lado, pero no es uno de los nuestros. Aunque la
lectura de Mein Kampf deja poco lugar a las dudas sobre el destino final reservado a los
judíos, la aniquilación no figuró, claro está, en el programa con que el NSDAP
concurrió a las elecciones de noviembre de 1932. Muchos de sus votantes
seguramente hubieran retrocedido horrorizados ante la idea de la matanza. Sin
embargo, y en eso coincidían con gran parte del electorado nacionalista y
conservador, tanto de Alemania como del resto de Europa, eran partidarios de
que se recortaran los derechos de los judíos y se pusieran trabas a su acceso a
la universidad y a las profesiones liberales. Eso favoreció la buena acogida de
unas medidas de exclusión progresivamente radicalizadas. Muy pocos se opusieron
a que se los privara de la nacionalidad y se los recluyera en guetos. Son
contados los gestos de compasión ante las vejaciones públicas a que se los
sometió. Su sufrimiento, con honrosas excepciones, apenas suscitó sentimientos
de empatía. Antes de matarlos se los había expulsado de una sociedad que no lamentaba
su pérdida, pues nunca los había sentido como suyos.
El antisemitismo estaba tan profundamente arraigado en gran
parte de Europa que supervivientes del levantamiento del gueto de Varsovia,
como Zivia Lubetkin o Marek Edelman, fueron rechazados por el Ejército Nacional
(Armia Krajowa), la principal organización de la resistencia polaca,
cuando intentaron colaborar con él para continuar la lucha contra los nazis, y por ello hubieron de combatir junto al comunista Ejército Popular (Armia Ludowa)[3].
Dos años antes, Hélène Berr no podía a creer que los miles de mujeres y niños
internados en el Vél d’Hiv en terribles condiciones no estuvieran vigilados por
soldados alemanes, sino por policías franceses[4].
Se pueden multiplicar los ejemplos, pero con lo dicho basta para desmentir que,
contra lo afirmado por el ilustre novelista, el odio a los judíos se extendiera
por influencia del nazismo. Al contrario, el Holocausto pudo suceder porque ese
odio estaba muy profundamente enraizado en nuestra cultura. Hoy cabe añadir que
un nuevo estrato de antisemitismo se ha sumado a los anteriores. Con el nombre
de antisionismo se extiende lo que no suele ser otra cosa que un rechazo
frontal a Israel. No me refiero al cuestionamiento de determinadas medidas o
acciones de sus gobiernos, algo totalmente legítimo, sino a algo mucho más
radical, a la negación de su derecho a la existencia.
Finalizaré con unas palabras referidas al Holocausto pronunciadas
a finales de 1946 por Léon Blum, entonces presidente del gobierno provisional
de la República Francesa, durante una conversación con Marek Edelman: “Esto no
lo hicieron los alemanes, lo hicieron seres humanos”[5].
Eso es lo monstruoso, aquello lo hicieron hombres y mujeres como nosotros.
[1] Kershaw, Ian, Hitler 1889-1936 (2000), Barcelona, Península, p. 59.[2] Rumrrill, Róger, (19 de diciembre de 2010) “Mario Vargas Llosa, el sueño del celta y el paraíso del diablo”. Línea, Suplemento del Diario La Primera.
[3] Edelman, Marek (2013), También hubo amor en el gueto. Relato oral transcrito por Paula Sawicka, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 100 y Batalion, Judy (2022) Hijas de la Resistencia, Barcelona, Seix Barral, p.470.
[4] Berr,
Hélène (2009) Diario 1942-1944,
Barcelona, Anagrama, p. 106.
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