Mujeres en el Holocausto: testimonios

Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 30 de enero de 2022, durante los actos del día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto.

En esta conferencia nos vamos a ocupar de un asunto que ya traté tiempo atrás en este mismo lugar: la manera en que las mujeres sufrieron el Holocausto. No se trata, sin embargo, de repetir lo ya dicho, sino de enriquecerlo con nuevas perspectivas y escuchando la palabra de otras testigos. Podríamos pensar que, en la medida en que el objetivo fijado por las autoridades nacionalsocialistas era el exterminio total del pueblo judío, no tiene mucho sentido diferenciar entre experiencias masculinas y femeninas. En definitiva, a unos y otras los esperaba la muerte, bien de forma inmediata, acribillados al borde de las inmensas fosas del este o asfixiados en las cámaras de gas de Polonia; o bien diferida, a causa de la subalimentación, el trabajo extenuante y las pésimas condiciones sanitarias. Sin embargo, aunque el destino final fuera el mismo, el sufrimiento de las mujeres presenta unos rasgos específicos a los que es preciso referirse y que se relacionan tanto con el hecho biológico del sexo como con el social del género.

Intentaremos ahora aproximarnos a las vivencias de diferentes mujeres a lo largo del proceso que desemboca en la Solución Final, pero antes me parece necesario abordar, aunque sea de manera sumaria, el papel central de la judeofobia, un término que en este contexto me parece preferible al de antisemitismo, en la ideología nazi. Esta aparece expuesta en manera acabada en Mein Kampf, la pretenciosa autobiografía que Adolf Hitler compuso en la prisión de Landsberg, mientras cumplía en condiciones nada penosas una condena insólitamente leve como máximo responsable de la intentona golpista de 1923. Lo que encontramos allí es una amalgama de elementos tales como el racismo científico, el darwinismo social, la eugenesia y la expansión territorial (Lebensraum). No es este el momento de detenernos siquiera sea someramente en cada uno de ellos, pues eso alargaría enormemente la conferencia. Baste pues decir que todos tienen en común la concepción de que en la sociedad, del mismo modo que en la naturaleza, se produce una lucha despiadada por la supervivencia en la que forzosamente los débiles sucumben o se someten a los fuertes. Son ideas que entonces gozaban de respetabilidad científica y que habían trascendido a la cultura popular a través de obras de divulgación, novelas y artículos periodísticos. La tesis de que la humanidad se divide en razas cuyas distintas capacidades y temperamentos transmitidos por herencia, permiten ordenarlas jerárquicamente, era en un lugar común aceptado por la inmensa mayoría de los europeos y norteamericanos e inspiró las políticas migratorias de numerosos países, así como las leyes que permitieron la esterilización forzosa de quienes eran considerados genéticamente defectuosos, una categoría que a menudo incluyó a gitanos y a pueblos originarios: indígenas de América del Norte y del Sur, samis de los países nórdicos, etc.

Los estudios filológicos establecieron el parentesco entre el vasto conjunto de lenguas a las que denominamos indoeuropeas, lo que llevó a suponer que procedían de un antepasado común, el idioma hablado por los antiguos arios. Estos habrían aportado el elemento vital que fructificó en las antiguas civilizaciones de la India, Persia, Grecia y Roma, antes de degenerar debido al mestizaje con poblaciones inferiores. Podemos leer en Mein Kampf:

Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura, tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario. Él estableció los fundamentos y las columnas de todas las creaciones humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter peculiar de cada pueblo[1].

En las tierras germánicas, los arios, en cambio, habrían conservado un mayor grado de pureza, aunque también allí esta se encontraba amenazada y debía ser defendida. Una misión que para Hitler es la tarea fundamental del Estado, al que concibe como:

la organización de una comunidad de seres moral y físicamente homogéneos, con el objeto de mejorar las condiciones de conservación de su raza y así cumplir la misión que a esta le tiene señalada la Providencia[2].

El nacionalsocialismo no concibe al judío ¾el término suele emplearse así, en singular ¾ como una simple raza más entre las muchas otras dotadas de capacidades inferiores, sino como un ente diabólico provisto de una inteligencia perversa y sobresaliente, orientada a una única finalidad: corromper a la humanidad para hacerse con el dominio del mundo. Para ello utiliza toda clase de medios: el mestizaje y el fomento de la prostitución y de la homosexualidad, la difusión de ideas democráticas e igualitarias, el control de la prensa y de las finanzas, la degradación del arte, etc. El liberalismo, el parlamentarismo, la masonería, el comunismo, el pacifismo y el feminismo no son sino algunas de las armas de que se vale el judío para erosionar los vínculos jerárquicos asentados en el respeto y la fidelidad hacia los seres superiores. Frente a la hostilidad tradicional de índole religiosa que presentaba a los judíos como el pueblo deicida, el nazismo esgrime un antisemitismo biológico. De la misma manera en que el bacilo de Koch provoca la tuberculosis, el judío, por su propia naturaleza, produce la descomposición de pueblos y razas y, en definitiva, la disolución de la civilización. Fue la incomprensión del problema racial, afirma Hitler, lo que provocó la caída del II Reich, que no había sido derrotado en el campo de batalla, sino apuñalado por la espalda en la Revolución de Noviembre de 1918[3]. Las implicaciones de esta concepción no podían ser más siniestras: el judío está condenado por el mero hecho de existir sin que sea preciso esgrimir alguna acusación, siquiera falsa, contra cada judío individual.

El nombramiento de Hitler como canciller tras las elecciones de noviembre de 1932, en las que el Partido Nacionalsocialista obtuvo el 33% de los votos, condujo a un rápido desmantelamiento del Estado de Derecho. El 28 de febrero de 1933 se suspendieron las libertades de reunión, prensa, asociación y el secreto de las comunicaciones y el 24 de marzo el Reichstag aprobó la Ley Habilitante, que otorgaba al gobierno de facultad de legislar en sentido contrario a la Constitución. Los judíos quedaron sin protección legal frente a la violencia de las SA, al tiempo que eran objeto de una sucesión de leyes y disposiciones discriminatorias con las que se pretendía establecer un rígido muro de separación entre ellos y la población aria, a la vez que empobrecerlos y humillarlos. Son lo que Saul Friedländer ha llamado los años de la persecución, entre 1933 y 1939, previos a los años de exterminio (1939-1945).

Aunque la propaganda nazi se dirigiera genéricamente contra el judío, la realidad es que, tanto desde el punto de vista social como desde el ideológico o el religioso, los judíos distaban de constituir un bloque homogéneo. Peter Hayes indica que en Alemania aproximadamente dos tercios eran liberales aculturados y laicos, mientras que el resto se dividía entre ortodoxos y sionistas[4]. En los países ocupados de Europa Occidental la situación era en gran medida similar, pero en Polonia y otros territorios del este, junto a una minoría asimilada, existían amplias comunidades jaredíes (ultraortodoxas) ancladas en un modo de vida tradicional, sometidas a la hostilidad de sus vecinos cristianos y la mayor parte de cuyos miembros vivían en la pobreza. En la Unión Soviética, pese a que la revolución había supuesto la emancipación de los judíos, en amplios sectores de la población persistían profundos prejuicios antisemitas, prestos a aflorar cuando las circunstancias lo permitieran.

Muchos judíos vivían su identidad en forma problemática. Janina Levinson, que tras casarse adoptaría el apellido Bauman de su marido, recordaba la perplejidad que en los inicios de la adolescencia le producía el hecho de ser judía. Hija de un conocido urólogo de Varsovia, entre sus tíos había médicos, abogados e ingenieros, y ella no podía comprender qué tenía en común con los judíos pobres de los shtetl, esos que aparecen en las narraciones de Isaac Bashevis e Israel Yehoshua Singer, que hablaban yidis, un idioma que ella no entendía, y vestían de una manera extraña. Se decía, señala, que los judíos tienen un aspecto peculiar: pelo oscuro y rizado, ojos negros y narices aguileñas, pero el tío Josef es rubio, yo misma tengo los ojos verdes y en la familia abundan las narices rectas. Debía tratarse entonces de la religión “los judíos no iban a la iglesia; nosotros tampoco. Pero los judíos iban a la sinagoga y nosotros no”. En realidad, de la religión judía solo les quedaban las magníficas cenas en casa de la bisabuela en Pésaj y Rosh Hashana[5]. Pronto con la ocupación alemana se resolvieron sus dudas: junto a su madre y su hermana fue recluida en el gueto de Varsovia.

De hecho el nazismo no fue capaz, aunque dedicó a ello investigaciones científicas, de determinar qué rasgos biológicos permiten identificar a los judíos, por lo que, a la espera de encontrarlos, en septiembre de 1935 las leyes de Núremberg establecieron que se consideraría judío y se privaría de la nacionalidad alemana a todo aquel cuyos abuelos hubieran practicado la religión judía.

La expulsión de los niños judíos de colegios e institutos fue una de las muchas medidas discriminatorias que se adoptaron, pero incluso antes de que se aprobara, muchos maestros sintieron que tenían vía libre para marginarlos y humillarlos. Ruth Foster a la llegada de Hitler al poder era la única estudiante judía de su instituto en la pequeña ciudad de Lingen (Baja Sajonia):

Hubo una profesora en particular que me hizo la vida imposible: les decía a las chicas que no hablasen conmigo, y las chicas con las que yo solía ir a la escuela por la mañana y con las que quedaba después, de repente me ignoraron por miedo a esa profesora. Y se las arregló para hacerme sentar al fondo de la clase; había dos filas vacías y yo me sentaba junto a la pared[6].

En noviembre de 1938, las autoridades instigaron el pogromo conocido como Kristallnacht. Comercios y viviendas judías fueron asaltados y se produjeron detenciones y asesinatos, en general llevados a cabo por miembros de las SA. Hedy Epstein, camino del colegio en Kippenbeim (Baden-Wurtemberg), reparó en que la vivienda de un dentista judío tenía los cristales rotos, pero eso no fue todo:

Las clases comenzaron como todos los días y entonces, una media hora después, entró el director y dio una larga charla; más tarde, aquel mismo día, ni siquiera podía recordar qué había dicho realmente, pero en un momento determinado de su discurso me señaló con el dedo y dijo: «Fuera de aquí, sucia judía»[7].

En 1939 las mujeres constituían el 60% de la población judía de Alemania, lo que indica que muchos hombres habían emigrado. Peter Hayes señala que los varones jóvenes en posesión de conocimientos demandados en el extranjero tuvieron más oportunidades de huir. Las posibilidades de las mujeres, en cambio, fueron menores, ya que según la división tradicional de roles solían ser ellas quienes asumían el cuidado de los familiares ancianos, enfermos o discapacitados[8]. A esto, Dalia Ofer y Lenore Weitzman añaden que al principio la mayor parte de los judíos creían que los nazis respetarían a las mujeres y a los niños, por lo que las familias centraron sus esfuerzos en proteger a los hombres, únicos a los que se solía considerar en verdadero peligro. La propia actuación de las autoridades había fomentado esta creencia, pues en los primeros años las detenciones, la recluta para el trabajo forzoso e incluso los asesinatos durante la Kristallnacht solo habían afectado a varones[9].

Ruth Klügler, nacida en Viena en 1931, recuerda que a los siete años tenía prohibido sentarse en los bancos de los parques y que nunca pudo ir a la piscina o al cine con sus amigas. En septiembre de 1942 fue deportada a Theresienstadt, junto con su madre y la abuela:

Entre los viejos y los enfermos que murieron allí en masa, estuvo también la abuela Klüger, la madre de mi padre. Había criado nueve hijos y un hijastro. De los que pudieron emigrar ninguno se la había llevado con él. Por otra parte, eso no era nada singular. Mi padre tampoco nos había llevado a nosotras. La vieja idea, o más bien, el viejo prejuicio de que las mujeres gozan de protección y amparo por parte de los hombres estaba tan arraigada e interiorizada que no dejaba ver lo que saltaba a la vista; a saber, cuán expuestos están justamente los débiles y los socialmente desfavorecidos. Estaba en contra de la ideología racista el que los nazis hicieran una excepción con las mujeres[10].

En Alemania las medidas discriminatorias se habían sucedido con rapidez, aunque cabe decir que de manera escalonada. Al iniciarse la guerra, la economía estaba arianizada, es decir, los judíos habían perdido sus empresas, habían sido expulsados de sus trabajos y no podían disponer de sus ahorros. A ello se sumaban multitud de normas destinadas a humillarlos y hacerles la vida extremadamente difícil: toque de queda, obligación de comprar solo en determinados lugares y en horario restringido, también de portar la estrella amarilla, prohibición de conducir, de montar en bicicleta, de pasear por los parques o caminar por las aceras, etc. Aislados y empobrecidos, se diría que su futuro no podía ser más sombrío. Sin embargo, las calamidades no habían hecho más que empezar. En septiembre de 1939, la invasión de Polonia aumentó enormemente la población judía en territorios controlados por el Reich y fue ocasión de un salto cualitativo en la política antisemita: comienzan los años de exterminio.

Para el nazismo, Polonia y los territorios occidentales de la Unión Soviética constituían el Lebensraum, el espacio vital que precisaba Alemania para desarrollar todo su potencial. El Generalplan Ost (Plan General para el Este) preveía la instalación en estos territorios de colonos alemanes y una disminución radical de la población autóctona. Los judíos simplemente debían desaparecer, aunque al inicio de la guerra aún no se tenía claro el procedimiento para conseguirlo; y los eslavos en parte serían expulsados, y en parte quedarían en el territorio conquistado reducidos a un estatus servil, como mano de obra barata fácilmente reemplazable, en unas condiciones que semejan las de los ilotas en la antigua Esparta[11].

La concentración de la población judía en guetos comenzó ya en octubre de 1939 en Piotrkow Trybunalski y avanzó de manera progresiva. Por mencionar algunos especialmente grandes, el de Lodz se estableció en abril de 1942 y el de Varsovia en noviembre de ese mismo año. Su función no era tan solo la segregación de los judíos, sino también su explotación sistemática en beneficio del Reich y la disminución de su número debido a la alimentación insuficiente y las enfermedades infecciosas. Al mismo tiempo, señala Friedländer, tenían una finalidad psicológica y «educativa»: ofrecer a los espectadores alemanes «un escaparate de la miseria y la indigencia judías»[12]. Documentales y fotografías realizadas en los guetos presentaban a los judíos como los seres abyectos que poblaban las caricaturas de Der Stürmer.

Helene Holzman era una medio judía de origen alemán residente en Kaunas (Lituania) que, tras el establecimiento del gueto, consiguió permanecer en la parte aria de la ciudad. En los primeros meses de la ocupación había perdido a su marido, detenido y desaparecido, y a su hija mayor, Marie, fusilada. Junto a otras mujeres organizó una red clandestina que proporcionó documentación y alojamiento a judíos que pudieron escapar del gueto y recogió los testimonios de muchos de ellos. Este es el relato de una tal Beba:

Estuvimos siete días en la cárcel. Durante este tiempo, no solo no pudimos cambiarnos de ropa… no teníamos ninguna posibilidad de lavarnos. El aire de los angostos locales era espantoso. Hacía un calor agobiante y todas estábamos empapadas de sudor. Y todos los días nuestra visión servía de diversión a los soldados, a los que nos mostraban como animales repugnantes, pero dignos de ver. Entraban a nuestra jaula, manifestaban su repugnancia y volvían a irse satisfechos[13].

Las condiciones de vida en los guetos eran penosas. Establecidos en las zonas más antiguas y pobres de las ciudades, carentes a menudo de servicios tan básicos como el agua corriente, la superpoblación hacía que varias familias hubieran de compartir cada piso, frecuentemente con una sola habitación para cada una. Sus habitantes debían trabajar de manera forzosa en los talleres y fábricas establecidos en su interior o hacerlo fuera en batallones de trabajo.

Helga Weiss, nacida en Praga en 1929 fue deportada a Theresienstadt en diciembre de 1941. A los pocos días escribió en su diario:

Somos veintiuna en una habitación pequeña. Mamá y yo tenemos 1,20 metros cuadrados[14].

La escasez de alimentos fue otro de los graves problemas a que hubieron de enfrentarse:

Quiero darle una sorpresa [a su madre] y conseguir también unas patatas. Se pueden coger entre las cáscaras, en la sala de abajo, en el portal, donde tiran las basuras de la cocina. Ya tengo la leche: si consigo también un par de patatas, mamá podría cocinar un puré de patatas. Ya se me hace la boca agua[15].

Tres años mayor que Helga, Mary Berg, cuya madre tenía la nacionalidad estadounidense, fue recluida en el gueto de Varsovia. El 15 de abril de 1940 anotó:

El problema de conseguir alimentos se hace cada día más grave. Las tarjetas oficiales de racionamiento dan derecho a un cuarto de libra de pan por día, un huevo por mes y dos libras de compota de verduras (endulzada con sacarina) por mes. La libra de patatas cuesta un zloty. Hemos olvidado el sabor de la fruta fresca. Nada puede ser importado de los distritos arios, aunque allí hay abundancia de todo. Pero el hambre y el deseo de ganar dinero son más fuertes que todas las penas con que se amenaza el contrabando, y este se convierte gradualmente en una importante industria[16].

A mediados de junio de 1941 calcula que cada día hay de cuarenta a cincuenta fallecimientos por inanición[17]. El hacinamiento favorece además la propagación de enfermedades infecciosas:

Todos los pisos del gueto están colmados y hay un término medio de seis a diez personas por habitación. A consecuencia de ello hay un serio peligro de epidemias, especialmente de tifus […]. De todas partes llegan noticias alarmantes acerca de las víctimas del tifus[18].

En el de Lodz, la situación no era menos terrible. Jennifer Roy recogió el testimonio de su tía, Sylva Perlmutter, una de los doce niños supervivientes de un gueto en el que llegó a haber 160.000 personas:

… luego podremos cenar sopa con el pan que hemos conseguido. Eso hace feliz a mamá. Siempre intenta recetas nuevas con tan poca comida[19].

Este recuerdo corresponde al verano de 1940. Poco después, en otoño, las mujeres del gueto comienzan a prepararse para el frío invierno polaco:

A veces ayudo a las mujeres de nuestro edificio encargadas de la ropa. Me dan un viejo jersey lleno de agujeros y yo me dedico a deshacerlo en hilos. Luego las mujeres aprovechan esos hilos y los usan con retales viejos para hacer vestidos y más jerséis porque, según ellas, se acerca el invierno[20].

En medio de la creciente miseria, entre niños y ancianos muertos en las calles de hambre y frío, unos pocos parecen prosperar y exhiben impúdicamente su bienestar. En el gueto de Varsovia, nos dice Mary Berg, el café Hirschfeld era uno de sus lugares favoritos de reunión:

Allí puede hallarse todo lo que se desea: los más caros licores, coñac, pescado en escabeche, conservas, pavos, pollos y patos […]. Este café es el punto de reunión de los más importantes contrabandistas y sus amantes; allí las mujeres se venden por una comida. Muchachas de dieciséis años van allí con sus galanes, los pocos bribones que trabajan para la Gestapo. Esas muchachas no piensan en lo que será de ellas más adelante; son demasiado jóvenes para pensarlo. Quieren comer bien. Al día siguiente esas muchachas pueden ser halladas muertas a balazos con sus amantes. La juventud organizada del gueto no tiene compasión con los traidores[21].

Según avanzaba 1942, ya en marcha la Solución Final, se incrementaron las ejecuciones dentro del gueto y las deportaciones a los campos de exterminio, que al principio afectaron en mayor medida a las mujeres que a los hombres. Para entonces Mary Berg y su familia, debido a su nacionalidad estadounidense, permanecían internadas en la prisión de Pawiak a la espera de un posible canje que, tras muchas dilaciones finalmente se produciría. Allí, pese a la vigilancia, pudo mantener algún contacto clandestino con el exterior. El 8 de octubre su amiga Rutka consiguió hacerle llegar una carta:

No veo a ninguno de nuestros amigos, muchos de los cuales han sido asesinados o deportados. Trabajamos duramente todo el largo día; cuando volvemos a casa caemos dormidos como muertos y a las seis de la mañana apenas tenemos fuerzas para levantarnos. Muchos hombres me han pedido que los acompañe. Eso no debe sorprenderte; todas las muchachas lo hacen. Han quedado muy pocas mujeres en el gueto y las jóvenes, especialmente, reciben diariamente propuestas de vivir con hombres que tienen sus puestos y viviendas cerca de las fábricas[22].

Una semana antes, Mary había reflexionado sobre este tipo de relación:

Miles de hombres cuyas familias fueron deportadas procuran eludir el aislamiento y piden a la primera mujer que encuentran que viva con ellos. Una mujer hace la vida más fácil al hombre y dos personas juntas se sienten más seguras ante el terror. Así las personas se unen por casualidad y se consuelan mutuamente[23].

Al hambre, al frío y a las enfermedades, para las mujeres se sumaba el riesgo de quedarse embarazadas. Veamos el testimonio de Anna Bergman, una joven judía checa, internada en Theresienstadt:

Quedé embarazada de mi primer hijo en Terezin [nombre checo de Theresienstadt]; otras cinco parejas estaban en la misma situación. Te permitían llegar embarazada o venir con un niño, pero quedarse embarazada… ¡era un crimen! Al principio quisieron practicar abortos, pero estábamos demasiado avanzadas. Así que nos hicieron firmar un papel conforme se llevarían a los niños y utilizaron la palabra «eutanasia»[24].

Pese a las privaciones y los riesgos, no se desatendió la educación de los niños y se desarrolló una rica vida cultural. Janina David, una niña judía polaca, recordaba las clases en el gueto de Varsovia:

Las escuelas estaban prohibidas, pero los padres organizaban pequeños grupos de niños, cuatro o cinco de una vez, y por supuesto no faltaban maestros. Nos reuníamos una o dos veces a la semana en la habitación de alguien, normalmente en una habitación distinta cada semana porque había pena de muerte para los niños, los profesores, los padres y de hecho para todo el mundo en la casa si nos descubrían[25].

Su testimonio concuerda con el de Mary Berg, quien además indica que el plan de estudios incluía latín y griego[26]. Estremece de admiración que entre tanto horror y pese al enorme peligro, aún hubiera madres y padres que se esforzaran por proporcionar una formación humanística a sus hijos. La misma emoción sentimos ante esas personas que, incluso allí, organizaban grupos de teatro y asistían a conciertos y conferencias. Frente a un sistema que los veía y trataba como agentes infecciosos, ellos, al borde de la muerte, exhibían con desafiante dignidad su condición humana.

Desde la invasión de la Unión Soviética se había descendido un nuevo peldaño en el camino del infierno. Los judíos de los territorios ocupados eran concentrados en las afueras de las poblaciones y a continuación los Einsatzgruppen (comandos volantes de ejecución), ayudados por colaboradores locales, los ametrallaban. De esta manera en dos días, el 29 y el 30 de septiembre de 1941, fueron asesinados 33 700 judíos en el barranco de Babi Yar, próximo a Kiev. En una carta a su esposa fechada el 5 de octubre tras la liquidación de gueto de Maguilov (Bielorrusia), Walter Mattner,  miembro del Einsatzgruppe B, cuenta su participación en la matanza:

Tomé parte en la gran matanza en masa [Massensterben] de ayer, mis manos temblaron un poco en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés […]. Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua[27].

Pese a la naturalidad con que se expresa Mattner, al parecer seguro de que en su conducta no había nada reprobable, pareció necesario buscar un método de exterminio que, además de ser rápido y barato, dejara menos secuelas psicológicas en sus perpetradores. El 20 de enero de 1942 en la Conferencia de Wannsee, Reinhard Heydrich, director de la Oficina Central de Seguridad del Reich, expuso a los jerarcas de las SS el proyecto de deportar a Polonia, donde se procedería a su eliminación, a todos los judíos de los territorios controlados por Alemania. En los meses siguientes se equiparían con cámaras de gas los campos de exterminio de Chelmno, Sobibor, Belzec, Majdanek, Treblinka y Auschwitz-Birkenau.

Violeta Friedman, nacida en Marghita (Transilvania), contaba catorce años cuando fue deportada a Auschwitz:

A finales de mayo y una vez reunidos todos los judíos de la provincia nos llevaron a la estación y nos hicieron subir a un tren muy largo. No era un tren de pasajeros, sino una interminable fila de vagones para ganado, con unas rejillas minúsculas, lo justo para que entrara un poco de aire, horriblemente sucios y malolientes. En cada vagón instalaron a cien o ciento veinte personas, de tal modo que, una vez bien cerradas las puertas, apenas cabíamos. Aquel viaje hacia el infierno… Los jóvenes y los niños nos quedábamos durante horas de pie para permitir a los mayores tener un poco de sitio donde sentarse, alternándose… Tres días y tres noches, tres larguísimos días y noches… De vez en cuando, en alguna estación, alguna alma piadosa, al oír nuestros ruegos, nos daba un poco de agua por las rejillas… Nos acostumbrábamos al olor de nuestros excrementos… Bebés, niños, viejos y enfermos, todos juntos[28].

A la llegada, se enfrentaban a la primera selección: los ancianos, los enfermos, los débiles, los niños y las mujeres embarazadas eran enviados directamente a las cámaras de gas; los restantes, destinados a un trabajo extenuante y subalimentados, podían prolongar durante algún tiempo su vida.

Nos ordenaron bajar de los vagones y dejar allí nuestras pertenencias, que más tarde, aseguraban, serían recogidas en camiones. Nos gritaron que formásemos en filas de a dos, los hombres a un lado y las mujeres a otro. El recuerdo de aquellos momentos es para mí imborrable: mi padre y mi abuelo alejándose de nosotras, mi madre cogiendo a mi abuela del brazo, yo agarrándome a mi vez al de mi hermana… En una esquina, frente a nosotras, un hombre (el doctor Mengele) observaba con displicencia la fila que nos precedía y hacía un leve gesto con el brazo ¾izquierda, derecha¾, al que los soldados respondían empujando a los seleccionados hacia un lado u otro. Cuando llegamos a su altura, nos hicieron detenernos durante unos segundos. A mi hermana y a mí nos empujaron hacia la izquierda. A mi madre y a mi abuela hacia la derecha.

Nunca más volví a verlas. Ni a mi madre, ni a mi abuela, ni a mi padre, ni a mi abuelo, ni tampoco a mi bisabuela, que se había quedado en el tren con otros ancianos porque, según nos dijeron, se los llevarían más tarde en camillas. No pude despedirme de ninguno de ellos. Ni siquiera comprendí realmente que todos habían muerto hasta mucho después[29].

Odette Elina, de una familia judía acomodada de París y militante del Partido Comunista y de la resistencia, calculaba que de las aproximadamente mil quinientas mujeres deportadas en su convoy, solo noventa y nueve se libraron de ir directamente a la cámara de gas[30].

Kitty Hart-Moxon, una joven judía polaca superviviente de Auschwitz, pensaba que el hecho de que tradicionalmente los hombres se hayan dedicado al trabajo fuera de casa para sostener a la familia y las mujeres al cuidado de los hijos y del hogar, lo que ahora llamamos los roles de género, influía en la posibilidad de sobrevivir, al menos de escapar con vida a la primera selección:

Los hombres jugaban con una enorme ventaja porque muchos tenían entre veinte y cuarenta años y tenían profesiones, y los alemanes necesitaban sus aptitudes para el campo; había cerrajeros, carpinteros, constructores, albañiles, sastres… Los alemanes los valoraban mucho. También había profesionales: médicos, farmacéuticos… En cambio, las mujeres eran sobre todo adolescentes; si eran mayores, no podían entrar en el campo: en primer lugar estaban en edad de procrear, así que tal vez podían quedarse embarazadas, y a una mujer embarazada no se le permitía vivir. Además, muchas mujeres llegaban con sus hijos y, puesto que no dejaban vivir a ningún niño, las mujeres y los niños iban directamente a las cámaras de gas. Así, la mayoría de las mujeres que entraban en el campo eran adolescentes sin aptitudes […], las adolescentes eran utilizadas para trabajo manual y por supuesto la mortalidad era muy alta. Dicho esto, las chicas eran más fuertes mentalmente, no eran propensas a la depresión, como creo que eran los hombres. Cuidaban las unas de las otras, formaban pequeñas familias. Yo creía fervientemente que no podías sobrevivir por ti misma; protegías a tus amigas, luchabas por ellas, del mismo modo que luchabas por tu propia vida. Los hombres tenían tendencia a sobrevivir solos, y eso era algo muy difícil de hacer[31].

Hanna Levy-Hass, una judía sefardí de Sarajevo deportada a Bergen-Belsen en 1944, comparte la opinión de Kitty Hart-Moxon acerca de la debilidad de los hombres:

Hay algo que me desconcierta profundamente, y es ver que los hombres son mucho más débiles, menos resistentes que las mujeres […] Carecen de fuerza para adaptarse con dignidad. Algunos tienen un aspecto tan lamentable que su desdicha es aún más penosa para el que los observa. En otros, su falta de disciplina es tal que raya con la maldad, con la avaricia no disimulada, con una deslealtad absoluta hacia sus semejantes, en medio de los mayores sufrimientos y desgracias comunes[32].

Pero volvamos con Violeta Friedman, una vez terminada la selección:

… mi hermana y yo, junto con todo el grupo, fuimos conducidas hacia un lugar donde nos ordenaron desnudarnos totalmente y dejar nuestras cosas. Aún recuerdo el camino. Nos cortaron el pelo y nos afeitaron el vello de todo el cuerpo, nos hicieron pasar a una habitación con duchas de desinfección y después, mojadas y temblorosas, nos tiraron unos harapos y unos zuecos. A algunas las ropas les quedaban enormes, a otras apenas les entraban. Así nos hicieron salir al frío nocturno, un frío terrible en aquella noche de mayo en la Silesia polaca. Sin pelo, cubiertas de harapos, despojadas bruscamente de nuestra personalidad e identidad, nuestro aspecto era tan increíble que a Eva [la hermana] y a mí nos costó reconocernos[33].

Habían superado la primera de las muchas selecciones que les aguardaban en el campo, pero en cualquier momento la debilidad o la enfermedad podían enviarlas a la cámara de gas. Quedaban además sujetas a la brutalidad de los SS y de los kapos, a quienes nada impedía darles muerte con cualquier pretexto.

Fania Fénelon había estudiado en el conservatorio de París y en el momento de su detención era una cantante conocida, por lo que cuando fue deportada a Auschwitz, la asignaron a la orquesta femenina, cuyas interpretaciones acompañaban al amanecer la salida de los batallones de trabajo, y los recibían de vuelta a la caída de la tarde. En una ocasión en que había permanecido en el barracón, sus compañeras volvieron terriblemente alteradas. Una de ellas, Florette, le contó lo ocurrido:

Fania, los perros han devorado a dos… a dos que iban a orinar o a recoger un poco de hielo para chuparlo… Los SS han azuzado a los perros para que se les echasen encima… Las han desgarrado, despedazado. Y esos puercos han obligado a sus camaradas a recoger los pedazos para arrojarlos sobre el montón de las muertas, y yo las he visto. ¡Las he visto! Trozos de mujeres, carnaza para perros… que llevaban como podían, encima de la espalda… Y nosotras seguíamos tocando[34].

También debían tocar cuando tras una selección que les había resultado particularmente fatigosa, algunos SS deseaban relajarse escuchando música. En estas ocasiones,  Josef Kramer, comandante de Birkenau, se emocionaba a menudo hasta las lágrimas con la Réverie de Schuman[35].

En el horror del Lager las mujeres de la orquesta podían considerarse privilegiadas. Su alimentación no era mejor que la del resto, pero cuando las otras partían al trabajo, ellas retornaban a su barracón para ensayar al abrigo de las inclemencias exteriores. Se libraban así del frío y del calor, y de un esfuerzo físico extenuante. Otro tanto cabe decir de las destinadas a lo que en el argot del Lager se llamaba el Canadá, el gran almacén donde las pertenencias de los deportados se clasificaban y se preparaban para su envío a Alemania. Debían examinar cuidadosamente las ropas por si en ellas se habían ocultado objetos valiosos. También llegaban allí las piezas de oro extraídas de la boca de los cadáveres y las joyas que en ocasiones aparecían escondidas en el ano o la vagina.

Kitty Hart-Moxon trabajó durante un tiempo en el Canadá:

Recuerdo una vez que estaba seleccionando corsés de señora y en nada llené un cubo con joyas. Después de esto las chaquetas o los corsés se tenían que doblar en fardos (había un cupo que tenías que hacer en un tiempo determinado). Estaba dispuesto que podíamos coger ropa ordinaria de tercera que no querían transportar a Alemania y llevárnosla al campo, y al mismo tiempo pasábamos de contrabando objetos de valor que sabíamos que podían servir para trocar o para salvar la vida de alguna persona[36].

Pero la jornada de la inmensa mayoría se asemeja más a la descrita por Odette Elina:

Cada día tenemos que hacer doce kilómetros por el lodo para llegar a nuestro trabajo […] Llegamos a una laguna glacial, al borde del Vístula. Tenemos que pasar allí diez horas, cavando en las fangosas ciénagas o transportando montones de tierra. No sabemos cómo protegernos del viento, que sopla por todas partes. No tenemos, ni nos dan, nada caliente para comer o beber […] Somos, aproximadamente, mil quinientas trabajadoras. Al llegar la noche nos ordenan de cien en cien. Esperamos la partida durante un espacio de tiempo que nos parece interminable. Luego hay que caminar rápido, cada vez más rápido […] Los perros están amaestrados para mordernos y ladran alrededor. Todo está en mantener el ritmo, en no abandonarse, en no caer […] Llegamos extenuadas. Han traído en camilla a una mujer apaleada hasta morir. Aún tenemos que formar y esperar a que pasen lista durante dos horas. Entonces y solo entonces, a oscuras, nos permiten entrar al Block y nos distribuyen, a la buena de Dios, una sopa que ya no tendremos fuerzas para tomar[37].

Sewerina Szmaglewska, una polaca no judía, recuerda la vuelta al Lager tras el trabajo:

En el suelo, entre los barracones, yacen cuerpos de mujeres en diferentes posturas, la mayoría judías. Sus cuerpos jóvenes tienen un color lívido. Sus rostros están deformados, tienen el rictus de la muerte. Entre los labios ennegrecidos y medio abiertos se pueden ver sus dientes apretados. Para llegar a tu barracón tienes que esquivar los cuerpos, rodearlos o saltar por encima de ellos, ya que obstaculizan el camino por todas partes[38].

Los testimonios coinciden en que a las mujeres se les retiraba la menstruación, algo atribuible al estrés, la fatiga y la desnutrición. Según Ruth Klüger no dejaba de ser una ventaja, dada la escasez de ropa interior[39]. Una opinión compartida por Fania Fénelon:

Es una suerte que así sea, pues para aquellas que al principio tienen todavía la regla su situación es sumamente desagradable; no tienen nada con qué lavarse ni qué ponerse. Como perras. La sangre les corre por los muslos, se escurre entre las piernas. Exigentes con la limpieza, las blockovas las pegan, les obligan a limpiar sus huellas. Otra humillación, otra miseria más[40].

Las mujeres sufrían con mucha mayor frecuencia que los hombres diversas formas de agresión sexual. Para las selecciones o por cualquier otro motivo, debían desnudarse y, como recordaba Margie Oppenheimer, eran objeto de las burlas de sus guardianes:

Cuando llegamos a Stutthof, hubo una selección y eso fue lo más duro. Tuvimos que quedarnos totalmente desnudas y marchar hacia el exterior, a un patio rodeado por guardias. Aquello fue lo peor, lo más humillante, y nunca lo olvidaré ni lo superaré. Hacían comentarios: si había una mujer anciana con la piel fláccida por haber perdido tanto peso, hacían comentarios. O si tenías que inclinarte, decían: «¡Mira qué hemorroides!» o «¡Mira qué varices!»[41].

Fania Fénelon describe algunos de los métodos de selección utilizados en Auschwitz por Tauber, un oficial de las SS:

… todas las mujeres del campo, excepto las arias y las de los bloques especiales como el «Canadá», la costura y la música, todas, afuera, en pelotas, formadas en hileras, y él les va pasando revista, escogiendo a una cincuentena de entre ellas, las más débiles; así se derrumbarán antes; esas mujeres medio muertas tienen por misión excavar una fosa. El punto más delicado del trabajo no es el estudio de la profundidad, sino el de la anchura: ni poca ni mucha; ha de ser difícil, pero no imposible saltar la trinchera. Una vez terminada esta obra de arte, las mujeres, que aguardan desnudas y en posición de firmes, cuando él da la orden tienen que correr y saltar el foso: las que caen irán a parar a la Sonderbehandlung [cámara de gas][42].

En otra ocasión, mientras las mujeres forman desnudas, él pasea entre ellas levantándoles el pecho con la fusta. Si al retirarla le parece que este cae demasiado envía a la prisionera a la cámara de gas.

Las agresiones sexuales no se limitan a estas vejaciones.  Franz Stangl le contó a la periodista Gitta Sereny que había visitado dos veces Treblinka antes de que lo nombraran comandante del campo. En la segunda de ellas supo que por las noches, antes de enviarlas al día siguiente a la cámara de gas, algunos SS hacían bailar para ellos a jóvenes judías desnudas, algo que a él le pareció asqueroso[43]. No menciona que las violaran, pero el contexto parece apuntar a esa posibilidad. Aunque la relación sexual de un alemán ario con una mujer judía estaba penada como un crimen contra la raza, el hecho de que ellas fueran a morir inmediatamente permitía descartar la posibilidad de que nacieran mestizos. Ese freno, por lo demás, no actuaba sobre los auxiliares de otras nacionalidades.

Helene Holzman recoge el testimonio de Sonja, una de las mujeres a las que ayudó a escapar del gueto de Kaunas, sobre lo ocurrido mientras estuvo detenida en el Fuerte VII:

Entraron partisanos [milicianos lituanos pronazis] desfigurados como bestias por la embriaguez. Alumbraron con linternas a las yacentes y escogieron a las que les gustaron. Las muchachas se resistieron, lloraron e imploraron. De nada sirvió. Fueron arrastradas afuera, y luego oímos en el cuarto de al lado sus gritos de dolor y desesperación. Éramos presa de un terrorífico pánico. Las chicas se escondían entre las mujeres mayores, pero las bestias volvían una y otra vez. Las linternas olfateaban entre las que temblaban de miedo, y se escogían sin piedad nuevas víctimas que se resistían, imploraban clemencia y eran arrancadas de los brazos de sus madres, que gemían de impotencia.

Esos monstruos mataron después de su fechoría a unas veinticinco mujeres y muchachas[44].

También las fugitivas estaban expuestas a la violencia sexual. Janina Bauman que, gracias a la ayuda de una vieja criada cristiana, había podido escapar junto a su madre y su hermana del gueto de Varsovia, sufrió un intento de violación por parte de un extorsionador que amenazaba con denunciarlas a los alemanes[45].

Algún tiempo después de que Fania Fénelon entrara en la orquesta femenina, su directora, Alma Rosé, le contó que a su llegada a Auschwitz la habían enviado durante unos días al bloque experimental y que allí todas las mañanas un SS leía en voz alta una lista de números. Las mujeres a las que correspondían eran conducidas a una puerta del fondo y no volvía a vérselas, pero circulaban rumores de que eran sometidas a intervenciones quirúrgicas sin anestesia. Ella se libró porque la destinaron rápidamente a la orquesta, ya que, como hija de Arnold Rosé, un famoso violinista, y sobrina de Gustav Mahler, poseía una sólida formación musical[46].

Sewerina Szmaglewska también tuvo conocimiento en Auschwitz de los experimentos con mujeres (había otros con hombres) dirigidos por el doctor Josef Mengele:

En el bloque 10 se hacen experimentos médicos con jóvenes prisioneras judías. Todas las pacientes, varios centenares en total, tienen derecho a decidir si prefieren una inyección o una operación de ginecología.

La inyección consiste en un virus que produce una enfermedad, tras lo cual la mayoría de las mujeres muere rápidamente bajo observación médica. La operación consiste en cortar trozos de útero, en extirparles los ovarios y cosas parecidas. Hay prisioneras que consiguen sobrevivir a estas operaciones y que incluso se encuentran bien después, pero la mayoría muere al cabo de un tiempo y entonces los SS van por un nuevo contingente de conejillos de Indias[47].

A continuación proporciona información más concreta:

… junto con otras mujeres empleadas en la lavandería de los SS, hay dos hermanas gemelas. Son judías de Eslovaquia, que llegaron a Oswiecim [nombre polaco de Auschwitz] en el primer transporte de mujeres. Poco después de su llegada fueron sometidas a una intervención, al igual que todas las mujeres de ese transporte que tenían entre 16 y 20 años. Las colocaron entre dos placas de celuloide; una que les cubría el abdomen y otra la región lumbar. El instrumento se parecía a un aparato de rayos X. Cuando se ponía en marcha, la mujer sentía un calor leve en la parte del cuerpo que estaba en contacto con el aparato, un calor que pasaba a ser muy intenso y que al final era un dolor como el de la menstruación, pero más agudo. A continuación sentía una sacudida, como si algún órgano se desprendiera. Al final el experimento dejaba a las mujeres con una sensación de debilidad general.

Todas las chicas de ese grupo dejaron de tener la menstruación y todas, excepto las dos gemelas, enfermaron y murieron poco después[48]

En los últimos meses de la guerra, a medida que el Ejército Rojo hacía retroceder a los alemanes, los campos del este fueron desalojados. Se formaron largas columnas de deportados, hombres y mujeres agotados y famélicos, a quienes se obligó a marchar hacia el oeste. El camino quedó sembrado por los cadáveres de los débiles, de quienes agotadas ya todas sus fuerzas físicas y mentales, se sentaban a la espera de que el disparo de un SS terminara con su vida. Bergen-Belsen fue uno de los campos en que se concentraron los supervivientes. Hanna Lévy-Hass es testigo de aquellos días de marzo en Bergen-Belsen en que parecían haberse borrado las diferencias entre vivos y muertos:

Los cadáveres se quedan tendidos en las camas, junto a los vivos o a los moribundos. Vivos y muertos… todo se mezcla. No hay casi nada que separe a unos de otros, nada que los distinga […] Ahora, después de las fiebres tifoideas que, por milagro, he superado, pero que han acabado con mis últimas fuerzas, no espero vivir más de diez o quince días:

Y esta semiexistencia que aún me queda la comparto con otros fantasmas, vivos o muertos. Los cadáveres, las auténticos siguen aquí, con nosotros, en nuestras literas. No hay quien los retire. Ni sitio para ponerlos. El barracón está lleno hasta los topes. En los patios también se amontonan los cuerpos, las pilas de cadáveres. Cada vez más altas. El crematorio no da abasto para quemarlos a todos.

Ya no nos llega la comida. De vez en cuando un bidón de sopa gris. A veces, cogemos hierbas y las hervimos. Cáscaras de patatas de los cubos de basura. Los traidores aún tienen alguna provisión, pero ellos tampoco son inmunes al contagio, a la agonía y la muerte[49]

Y por fin llegó la liberación. Así la recordaba Zdenka Ehrlich:

Mi hermana estaba muerta, todos los amigos que me rodeaban estaban muertos. Yo era uno de los trescientos que estábamos en el suelo, algunos vivos y algunos muertos; ya no se podía distinguir al que respiraba del que no […] Corrió un rumor: el ejército británico estaba aquí. ¿Cómo nos sentimos? Igual. Podría haber bajado un ángel del cielo, podría haber venido cualquiera. Era demasiado tarde. No nos quedaban fuerzas ni para comprender la noticia… ya nada importaba[50]

Nuestra dolorosa excursión toca a su fin. Hemos acompañado a unas pocas mujeres en el camino hacia el infierno, hemos intentado acercarnos a sus padecimientos atendiendo a aquellos rasgos que los diferencian de los sufrimientos de los hombres. Son solo unas pocas entre los millones de seres humanos, de hombres, mujeres y niños, cuya voz se apagó sin que nadie la escuchara. No podemos permitir que la enorme cantidad de víctimas nos abrume hasta el punto de que olvidemos que cada una de ellas fue un ser humano, alguien único, que tuvo madre y padre, quizá pareja, a menudo hijos e hijas, también amigos y compañeros; alguien que amó y que sufrió, que tuvo ilusiones y proyectos, alguien cuyo rostro fue acariciado por la brisa y azotado por el viento. Muchos dejaron este mundo sin que nadie llorara su pérdida, pues quienes los amaban se desvanecieron con ellos en el humo de los crematorios. Los supervivientes tuvieron que rehacer sus vidas. Se encontraron a menudo sin hogar al que volver y sin familia o amigos que los acogieran.

Al llegar a Auschwitz, a quienes no se les enviaba directamente a la muerte se les tatuaba un número. A eso querían reducirlos: a algo así como un aparato identificado con un número de serie, algo que desechamos cuando se avería o dejamos de necesitarlo. Frente a ese intento deshumanizador tenemos la obligación moral de recordar la individualidad de cada uno a fin de evitar que los verdugos obtengan un último triunfo. Nuestro principal deber es impedir que algo así pueda ocurrir de nuevo y para ello es imperativo mantener viva la memoria. Es una necesidad acuciante hacer frente a los revisionistas que pretenden blanquear el nazismo y otras dictaduras del pasado. Debemos precavernos ante el resurgimiento de mitos nacionales identitarios y la difusión de mensajes racistas y xenófobos cargados de odio. El mundo ha cambiado, pero renace con fuerza la tentación de definir un «nosotros», de sentirnos miembros de una comunidad del pueblo, una Volksgemeinschaft, atacada por «ellos», unos enemigos externos e internos de los que, se dice, precisamos defendernos. Es una grave amenaza ante la que en ningún momento podemos permitirnos olvidar que lo que una vez sucedió como tragedia puede repetirse y no precisamente como farsa.

 [1] Hitler, Adolf (1935), Mi lucha, Barcelona, Araluce, p. 137.

[2] Hitler, Adolf (1935), p. 78.

[3] Hitler, Adolf (1935), p. 135.

[4] Hayes, Peter (2018), Las razones del mal ¿Qué fue realmente el Holocausto?, Barcelona, Crítica, p. 117.

[5] Bauman, Janina (2008), Más allá de estos muros. Huyendo del gueto de Varsovia, Madrid, Kailas (p. 17)

[6] Smith, Lyn (2005), Las voces olvidades del Holocausto, (con la colaboración del Museo Imperial de la Guerra de Londres) Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores (p. 43)       

[7] Smith, Lyn (2005), p. 73.

[8] Hayes, Peter (2018), p. 120.

[9] Ofer, D. / Weitzman, L. (2004) Mujeres en el Holocausto. Fundamentos teóricos para un análisis de género del Holocausto. Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM, México D. F., p. 21.

[10] Klüger, Ruth (1997), Seguir viviendo, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, p. 88.

[11] Ingrao, Christian (2017), Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS, Barcelona, Acantilado, p. 254-275.

[12] Friedländer, Saul (2016), El Tercer Reich y los judíos (1939-1945), Los años del exterminio, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 80.

[13] Holzman, Helene (2005), Esta niña debe vivir. Tres cuadernos 1941-1944, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 131)

[14] Weiss, Helga (2013), El diario de Helga. Testimonio de una niña en un campo de concentración, México D.F., Sexto Piso, p. 65.

[15] Weiss, Helga (2013), p. 71.

[16] Berg, Mary (2012), El gueto de Varsovia. Diario, 1939-1944, Madrid, Sefarad Editores, p. 39.

[17] Berg, Mary (2012), p. 66.

[18] Berg, Mary (2012), p. 71.

[19] Roy, Jennifer (2009), Estrella amarilla, Barcelona, Ámbar, p. 30.

[20] Roy, Jennifer (2009), p. 36)

[21] Berg, Mary (2012), p. 86.

[22] Berg, Mary (2012), p. 185.

[23] Berg, Mary (2012), p. 181.

[24] Smith, Lyn (2005), p. 185.

[26] Berg, Mary (2012), p. 31.

[27] Ingrao, Christian (2017), p. 338.

[28] Friedman, Violeta (2015), Mis memorias, Madrid, FIBGAR, Catarata, p. 32.

[29] Friedman, Violeta (2015, p. 36-37.

[30] Elina, Odette (2008), Sin flores ni coronas. Auschwitz-Birkenau, 1944-1945, Cáceres, Periférica, p. 17.

[31] Smith, Lyn (2005), p. 226.

[32] Lévy-Hass, Hanna (2006), Diario de Bergen-Belsen 1944-1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 51.

[33] Friedman, Violeta (2015), p. 38-39.

[34] Fénelon, Fania (1981) Tregua para la orquesta. Testimonio recogido por Marcelle Routier, Barcelona, Noguer, p. 178.

[35] Fénelon, Fania (1981), p. 138.

[36] Smith, Lyn (2005), p. 228.

[37] Elina, Odette (2008), p. 55.

[38] Szmaglewska, Sewerina (2006), Una mujer en Birkenau, Barcelona, Alba, p. 43,

[39] Klüger, Ruth (1997), p. 152.

[40] Fénelon, Fania (1981), p. 133.

[41] Smith, Lyn (2005), p. 285.

[42] Fénelon, Fania (1981), p. 232.

[43] Sereny, Gitta (2009), Desde aquella oscuridad. Conversaciones con el verdugo: Franz Stangl, comandante de Treblinka, Barcelona, p. 229.

[44] Holzman, Helene (2005), p. 134.

[45] Bauman, Janina (2008) p. 230.

[46] Fénelon, Fania (1981), p. 174.

[47] Szmaglewska, Sewerina (2006), p. 333.

[48] Szmaglewska, Sewerina (2006), p. 334.

[49] Lévy-Hass, Hanna (2006), p. 128.

[50] Smith, Lyn (2005), p. 349.

 

Bibliografía

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