Mujeres en el Holocausto: testimonios
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 30 de enero de 2022, durante los actos del día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto.
En esta conferencia nos vamos a ocupar de un asunto que ya traté tiempo atrás en este mismo lugar: la manera en que las mujeres sufrieron el Holocausto. No se trata, sin embargo, de repetir lo ya dicho, sino de enriquecerlo con nuevas perspectivas y escuchando la palabra de otras testigos. Podríamos pensar que, en la medida en que el objetivo fijado por las autoridades nacionalsocialistas era el exterminio total del pueblo judío, no tiene mucho sentido diferenciar entre experiencias masculinas y femeninas. En definitiva, a unos y otras los esperaba la muerte, bien de forma inmediata, acribillados al borde de las inmensas fosas del este o asfixiados en las cámaras de gas de Polonia; o bien diferida, a causa de la subalimentación, el trabajo extenuante y las pésimas condiciones sanitarias. Sin embargo, aunque el destino final fuera el mismo, el sufrimiento de las mujeres presenta unos rasgos específicos a los que es preciso referirse y que se relacionan tanto con el hecho biológico del sexo como con el social del género.
Intentaremos ahora aproximarnos a
las vivencias de diferentes mujeres a lo largo del proceso que desemboca en la
Solución Final, pero antes me parece necesario abordar, aunque sea de manera
sumaria, el papel central de la judeofobia, un término que en este contexto me
parece preferible al de antisemitismo, en la ideología nazi. Esta aparece
expuesta en manera acabada en Mein Kampf, la pretenciosa autobiografía
que Adolf Hitler compuso en la prisión de Landsberg, mientras cumplía en
condiciones nada penosas una condena insólitamente leve como máximo responsable
de la intentona golpista de 1923. Lo que encontramos allí es una amalgama de elementos tales como el racismo
científico, el darwinismo social, la eugenesia y la expansión territorial (Lebensraum).
No es este el momento de detenernos siquiera sea someramente en cada uno de
ellos, pues eso alargaría enormemente la conferencia. Baste pues decir que
todos tienen en común la concepción de que en la sociedad, del mismo modo que
en la naturaleza, se produce una lucha despiadada por la supervivencia en la
que forzosamente los débiles sucumben o se someten a los fuertes. Son ideas que
entonces gozaban de respetabilidad científica y que habían trascendido a la
cultura popular a través de obras de divulgación, novelas y artículos
periodísticos. La tesis de que la humanidad se divide en razas cuyas distintas
capacidades y temperamentos transmitidos por herencia, permiten ordenarlas
jerárquicamente, era en un lugar común aceptado por la inmensa mayoría de los
europeos y norteamericanos e inspiró las políticas migratorias de numerosos
países, así como las leyes que permitieron la esterilización forzosa de quienes
eran considerados genéticamente defectuosos, una categoría que a menudo incluyó
a gitanos y a pueblos originarios: indígenas de América del Norte y del Sur, samis
de los países nórdicos, etc.
Los estudios filológicos establecieron el parentesco entre
el vasto conjunto de lenguas a las que denominamos indoeuropeas, lo que llevó a
suponer que procedían de un antepasado común, el idioma hablado por los
antiguos arios. Estos habrían aportado el elemento vital que fructificó en las
antiguas civilizaciones de la India, Persia, Grecia y Roma, antes de degenerar
debido al mestizaje con poblaciones inferiores. Podemos leer en Mein Kampf:
Si se dividiese la Humanidad en tres
categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura,
tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento
ario. Él estableció los fundamentos y las columnas de todas las creaciones
humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter
peculiar de cada pueblo[1].
En las tierras germánicas, los
arios, en cambio, habrían conservado un mayor grado de pureza, aunque también allí esta se encontraba amenazada y debía ser
defendida. Una misión que para Hitler es la tarea fundamental del Estado, al
que concibe como:
la organización de una comunidad de seres moral y físicamente homogéneos,
con el objeto de mejorar las condiciones de conservación de su raza y así
cumplir la misión que a esta le tiene señalada la Providencia[2].
El nacionalsocialismo no concibe
al judío ¾el
término suele emplearse así, en singular ¾
como una simple raza más entre las muchas otras dotadas de capacidades
inferiores, sino como un ente diabólico provisto de una inteligencia perversa y
sobresaliente, orientada a una única finalidad: corromper a la humanidad para
hacerse con el dominio del mundo. Para ello utiliza toda clase de medios: el
mestizaje y el fomento de la prostitución y de la homosexualidad, la difusión
de ideas democráticas e igualitarias, el control de la prensa y de las
finanzas, la degradación del arte, etc. El liberalismo, el parlamentarismo, la
masonería, el comunismo, el pacifismo y el feminismo no son sino algunas de las
armas de que se vale el judío para erosionar los vínculos jerárquicos asentados
en el respeto y la fidelidad hacia los seres superiores. Frente a la hostilidad
tradicional de índole religiosa que presentaba a los judíos como el pueblo
deicida, el nazismo esgrime un antisemitismo biológico. De la misma manera en
que el bacilo de Koch provoca la tuberculosis, el judío, por su propia
naturaleza, produce la descomposición de pueblos y razas y, en definitiva, la
disolución de la civilización. Fue la incomprensión del problema racial, afirma
Hitler, lo que provocó la caída del II Reich, que no había sido derrotado en el
campo de batalla, sino apuñalado por la espalda en la Revolución de Noviembre
de 1918[3].
Las implicaciones de esta concepción no podían ser más siniestras: el judío
está condenado por el mero hecho de existir sin que sea preciso esgrimir alguna
acusación, siquiera falsa, contra cada judío individual.
El nombramiento de Hitler como
canciller tras las elecciones de noviembre de 1932, en las que el Partido
Nacionalsocialista obtuvo el 33% de los votos, condujo a un rápido
desmantelamiento del Estado de Derecho. El 28 de febrero de 1933 se
suspendieron las libertades de reunión, prensa, asociación y el secreto de las
comunicaciones y el 24 de marzo el Reichstag aprobó la Ley Habilitante, que
otorgaba al gobierno de facultad de legislar en sentido contrario a la
Constitución. Los judíos quedaron sin protección legal frente a la violencia de
las SA, al tiempo que eran objeto de una sucesión de leyes y disposiciones
discriminatorias con las que se pretendía establecer un rígido muro de
separación entre ellos y la población aria, a la vez que empobrecerlos y
humillarlos. Son lo que Saul Friedländer ha llamado los años de la
persecución, entre 1933 y 1939, previos a los años de exterminio
(1939-1945).
Aunque la propaganda nazi se
dirigiera genéricamente contra el judío, la realidad es que, tanto desde
el punto de vista social como desde el ideológico o el religioso, los judíos
distaban de constituir un bloque homogéneo. Peter Hayes indica que en Alemania
aproximadamente dos tercios eran liberales aculturados y laicos, mientras que
el resto se dividía entre ortodoxos y sionistas[4].
En los países ocupados de Europa Occidental la situación era en gran medida
similar, pero en Polonia y otros territorios del este, junto a una minoría
asimilada, existían amplias comunidades jaredíes (ultraortodoxas) ancladas en
un modo de vida tradicional, sometidas a la hostilidad de sus vecinos
cristianos y la mayor parte de cuyos miembros vivían en la pobreza. En la Unión
Soviética, pese a que la revolución había supuesto la emancipación de los
judíos, en amplios sectores de la población persistían profundos prejuicios
antisemitas, prestos a aflorar cuando las circunstancias lo permitieran.
Muchos judíos vivían su identidad
en forma problemática. Janina Levinson, que tras casarse adoptaría el apellido
Bauman de su marido, recordaba la perplejidad que en los inicios de la
adolescencia le producía el hecho de ser judía. Hija de un conocido urólogo de
Varsovia, entre sus tíos había médicos, abogados e ingenieros, y ella no podía comprender
qué tenía en común con los judíos pobres de los shtetl, esos que
aparecen en las narraciones de Isaac Bashevis e Israel Yehoshua Singer, que
hablaban yidis, un idioma que ella no entendía, y vestían de una manera
extraña. Se decía, señala, que los judíos tienen un aspecto peculiar: pelo
oscuro y rizado, ojos negros y narices aguileñas, pero el tío Josef es rubio, yo
misma tengo los ojos verdes y en la familia abundan las narices rectas. Debía
tratarse entonces de la religión “los judíos no iban a la iglesia; nosotros
tampoco. Pero los judíos iban a la sinagoga y nosotros no”. En realidad, de la
religión judía solo les quedaban las magníficas cenas en casa de la bisabuela
en Pésaj y Rosh Hashana[5].
Pronto con la ocupación alemana se resolvieron sus dudas: junto a su madre y su
hermana fue recluida en el gueto de Varsovia.
De hecho el nazismo no fue capaz,
aunque dedicó a ello investigaciones científicas, de determinar qué rasgos biológicos
permiten identificar a los judíos, por lo que, a la espera de encontrarlos, en
septiembre de 1935 las leyes de Núremberg establecieron que se consideraría
judío y se privaría de la nacionalidad alemana a todo aquel cuyos abuelos
hubieran practicado la religión judía.
La expulsión de los niños judíos
de colegios e institutos fue una de las muchas medidas discriminatorias que se
adoptaron, pero incluso antes de que se aprobara, muchos maestros sintieron que
tenían vía libre para marginarlos y humillarlos. Ruth Foster a la llegada de
Hitler al poder era la única estudiante judía de su instituto en la pequeña
ciudad de Lingen (Baja Sajonia):
Hubo una profesora en particular que
me hizo la vida imposible: les decía a las chicas que no hablasen conmigo, y
las chicas con las que yo solía ir a la escuela por la mañana y con las que
quedaba después, de repente me ignoraron por miedo a esa profesora. Y se las
arregló para hacerme sentar al fondo de la clase; había dos filas vacías y yo
me sentaba junto a la pared[6].
En noviembre de 1938, las
autoridades instigaron el pogromo conocido como Kristallnacht. Comercios
y viviendas judías fueron asaltados y se produjeron detenciones y asesinatos,
en general llevados a cabo por miembros de las SA. Hedy Epstein, camino del
colegio en Kippenbeim (Baden-Wurtemberg), reparó en que la vivienda de un
dentista judío tenía los cristales rotos, pero eso no fue todo:
Las clases comenzaron como todos los
días y entonces, una media hora después, entró el director y dio una larga
charla; más tarde, aquel mismo día, ni siquiera podía recordar qué había dicho
realmente, pero en un momento determinado de su discurso me señaló con el dedo
y dijo: «Fuera de aquí, sucia judía»[7].
En 1939 las mujeres constituían
el 60% de la población judía de Alemania, lo que indica que muchos hombres
habían emigrado. Peter Hayes señala que los varones jóvenes en posesión de
conocimientos demandados en el extranjero tuvieron más oportunidades de huir. Las
posibilidades de las mujeres, en cambio, fueron menores, ya que según la
división tradicional de roles solían ser ellas quienes asumían el cuidado de
los familiares ancianos, enfermos o discapacitados[8].
A esto, Dalia Ofer y Lenore Weitzman añaden que al principio la mayor parte de
los judíos creían que los nazis respetarían a las mujeres y a los niños, por lo
que las familias centraron sus esfuerzos en proteger a los hombres, únicos a
los que se solía considerar en verdadero peligro. La propia actuación de las
autoridades había fomentado esta creencia, pues en los primeros años las
detenciones, la recluta para el trabajo forzoso e incluso los asesinatos
durante la Kristallnacht solo habían afectado a varones[9].
Ruth Klügler, nacida en Viena en
1931, recuerda que a los siete años tenía prohibido sentarse en los bancos de
los parques y que nunca pudo ir a la piscina o al cine con sus amigas. En
septiembre de 1942 fue deportada a Theresienstadt, junto con su madre y la
abuela:
Entre los viejos y los enfermos que
murieron allí en masa, estuvo también la abuela Klüger, la madre de mi padre.
Había criado nueve hijos y un hijastro. De los que pudieron emigrar ninguno se
la había llevado con él. Por otra parte, eso no era nada singular. Mi padre
tampoco nos había llevado a nosotras. La vieja idea, o más bien, el viejo
prejuicio de que las mujeres gozan de protección y amparo por parte de los
hombres estaba tan arraigada e interiorizada que no dejaba ver lo que saltaba a
la vista; a saber, cuán expuestos están justamente los débiles y los
socialmente desfavorecidos. Estaba en contra de la ideología racista el que los
nazis hicieran una excepción con las mujeres[10].
En Alemania las medidas
discriminatorias se habían sucedido con rapidez, aunque cabe decir que de
manera escalonada. Al iniciarse la guerra, la economía estaba arianizada, es
decir, los judíos habían perdido sus empresas, habían sido expulsados de sus
trabajos y no podían disponer de sus ahorros. A ello se sumaban multitud de normas
destinadas a humillarlos y hacerles la vida extremadamente difícil: toque de
queda, obligación de comprar solo en determinados lugares y en horario
restringido, también de portar la estrella amarilla, prohibición de conducir,
de montar en bicicleta, de pasear por los parques o caminar por las aceras,
etc. Aislados y empobrecidos, se diría que su futuro no podía ser más sombrío.
Sin embargo, las calamidades no habían hecho más que empezar. En septiembre de
1939, la invasión de Polonia aumentó enormemente la población judía en
territorios controlados por el Reich y fue ocasión de un salto cualitativo en
la política antisemita: comienzan los años de exterminio.
Para el nazismo, Polonia y los
territorios occidentales de la Unión Soviética constituían el Lebensraum,
el espacio vital que precisaba Alemania para desarrollar todo su potencial. El Generalplan
Ost (Plan General para el Este) preveía la instalación en estos territorios
de colonos alemanes y una disminución radical de la población autóctona. Los
judíos simplemente debían desaparecer, aunque al inicio de la guerra aún no se
tenía claro el procedimiento para conseguirlo; y los eslavos en parte serían
expulsados, y en parte quedarían en el territorio conquistado reducidos a un
estatus servil, como mano de obra barata fácilmente reemplazable, en unas
condiciones que semejan las de los ilotas en la antigua Esparta[11].
La concentración de la población
judía en guetos comenzó ya en octubre de 1939 en Piotrkow Trybunalski y avanzó
de manera progresiva. Por mencionar algunos especialmente grandes, el de Lodz
se estableció en abril de 1942 y el de Varsovia en noviembre de ese mismo año. Su
función no era tan solo la segregación de los judíos, sino también su
explotación sistemática en beneficio del Reich y la disminución de su número
debido a la alimentación insuficiente y las enfermedades infecciosas. Al mismo
tiempo, señala Friedländer, tenían una finalidad psicológica y «educativa»: ofrecer a
los espectadores alemanes «un
escaparate de la miseria y la indigencia judías»[12]. Documentales y
fotografías realizadas en los guetos presentaban a los judíos como los seres abyectos
que poblaban las caricaturas de Der Stürmer.
Helene
Holzman era una medio judía de origen alemán residente en Kaunas (Lituania) que,
tras el establecimiento del gueto, consiguió permanecer en la parte aria de la
ciudad. En los primeros meses de la ocupación había perdido a su marido,
detenido y desaparecido, y a su hija mayor, Marie, fusilada. Junto a otras
mujeres organizó una red clandestina que proporcionó documentación y
alojamiento a judíos que pudieron escapar del gueto y recogió los testimonios
de muchos de ellos. Este es el relato de una tal Beba:
Estuvimos siete
días en la cárcel. Durante este tiempo, no solo no pudimos cambiarnos de ropa…
no teníamos ninguna posibilidad de lavarnos. El aire de los angostos locales
era espantoso. Hacía un calor agobiante y todas estábamos empapadas de sudor. Y
todos los días nuestra visión servía de diversión a los soldados, a los que nos
mostraban como animales repugnantes, pero dignos de ver. Entraban a nuestra
jaula, manifestaban su repugnancia y volvían a irse satisfechos[13].
Las
condiciones de vida en los guetos eran penosas. Establecidos en las zonas más
antiguas y pobres de las ciudades, carentes a menudo de servicios tan básicos
como el agua corriente, la superpoblación hacía que varias familias hubieran de
compartir cada piso, frecuentemente con una sola habitación para cada una. Sus
habitantes debían trabajar de manera forzosa en los talleres y fábricas
establecidos en su interior o hacerlo fuera en batallones de trabajo.
Helga
Weiss, nacida en Praga en 1929 fue deportada a Theresienstadt en diciembre de
1941. A los pocos días escribió en su diario:
Somos veintiuna en
una habitación pequeña. Mamá y yo tenemos 1,20 metros cuadrados[14].
La escasez
de alimentos fue otro de los graves problemas a que hubieron de enfrentarse:
Quiero darle una
sorpresa [a su madre] y conseguir también unas patatas. Se pueden coger entre
las cáscaras, en la sala de abajo, en el portal, donde tiran las basuras de la
cocina. Ya tengo la leche: si consigo también un par de patatas, mamá podría
cocinar un puré de patatas. Ya se me hace la boca agua[15].
Tres años
mayor que Helga, Mary Berg, cuya madre tenía la nacionalidad estadounidense, fue
recluida en el gueto de Varsovia. El 15 de abril de 1940 anotó:
El problema de
conseguir alimentos se hace cada día más grave. Las tarjetas oficiales de
racionamiento dan derecho a un cuarto de libra de pan por día, un huevo por mes
y dos libras de compota de verduras (endulzada con sacarina) por mes. La libra
de patatas cuesta un zloty. Hemos olvidado el sabor de la fruta fresca. Nada
puede ser importado de los distritos arios, aunque allí hay abundancia
de todo. Pero el hambre y el deseo de ganar dinero son más fuertes que todas
las penas con que se amenaza el contrabando, y este se convierte gradualmente
en una importante industria[16].
A mediados
de junio de 1941 calcula que cada día hay de cuarenta a cincuenta
fallecimientos por inanición[17]. El hacinamiento favorece además la propagación de enfermedades
infecciosas:
Todos los pisos del
gueto están colmados y hay un término medio de seis a diez personas por
habitación. A consecuencia de ello hay un serio peligro de epidemias,
especialmente de tifus […]. De todas partes llegan noticias alarmantes acerca
de las víctimas del tifus[18].
En el de Lodz,
la situación no era menos terrible. Jennifer Roy recogió el testimonio de su tía,
Sylva Perlmutter, una de los doce niños supervivientes de un gueto en el que
llegó a haber 160.000 personas:
… luego podremos
cenar sopa con el pan que hemos conseguido. Eso hace feliz a mamá. Siempre
intenta recetas nuevas con tan poca comida[19].
Este
recuerdo corresponde al verano de 1940. Poco después, en otoño, las mujeres del
gueto comienzan a prepararse para el frío invierno polaco:
A veces ayudo a las
mujeres de nuestro edificio encargadas de la ropa. Me dan un viejo jersey lleno
de agujeros y yo me dedico a deshacerlo en hilos. Luego las mujeres aprovechan
esos hilos y los usan con retales viejos para hacer vestidos y más jerséis
porque, según ellas, se acerca el invierno[20].
En medio de
la creciente miseria, entre niños y ancianos muertos en las calles de hambre y
frío, unos pocos parecen prosperar y exhiben impúdicamente su bienestar. En el
gueto de Varsovia, nos dice Mary Berg, el café Hirschfeld era uno de sus
lugares favoritos de reunión:
Allí puede hallarse
todo lo que se desea: los más caros licores, coñac, pescado en escabeche,
conservas, pavos, pollos y patos […]. Este café es el punto de reunión de los
más importantes contrabandistas y sus amantes; allí las mujeres se venden por
una comida. Muchachas de dieciséis años van allí con sus galanes, los pocos
bribones que trabajan para la Gestapo. Esas muchachas no piensan en lo que será
de ellas más adelante; son demasiado jóvenes para pensarlo. Quieren comer bien.
Al día siguiente esas muchachas pueden ser halladas muertas a balazos con sus
amantes. La juventud organizada del gueto no tiene compasión con los traidores[21].
Según
avanzaba 1942, ya en marcha la Solución Final, se incrementaron las ejecuciones
dentro del gueto y las deportaciones a los campos de exterminio, que al
principio afectaron en mayor medida a las mujeres que a los hombres. Para
entonces Mary Berg y su familia, debido a su nacionalidad estadounidense,
permanecían internadas en la prisión de Pawiak a la espera de un posible canje
que, tras muchas dilaciones finalmente se produciría. Allí, pese a la
vigilancia, pudo mantener algún contacto clandestino con el exterior. El 8 de
octubre su amiga Rutka consiguió hacerle llegar una carta:
No veo a ninguno de
nuestros amigos, muchos de los cuales han sido asesinados o deportados.
Trabajamos duramente todo el largo día; cuando volvemos a casa caemos dormidos
como muertos y a las seis de la mañana apenas tenemos fuerzas para levantarnos.
Muchos hombres me han pedido que los acompañe. Eso no debe sorprenderte; todas
las muchachas lo hacen. Han quedado muy pocas mujeres en el gueto y las
jóvenes, especialmente, reciben diariamente propuestas de vivir con hombres que
tienen sus puestos y viviendas cerca de las fábricas[22].
Una semana
antes, Mary había reflexionado sobre este tipo de relación:
Miles de hombres
cuyas familias fueron deportadas procuran eludir el aislamiento y piden a la
primera mujer que encuentran que viva con ellos. Una mujer hace la vida más
fácil al hombre y dos personas juntas se sienten más seguras ante el terror.
Así las personas se unen por casualidad y se consuelan mutuamente[23].
Al hambre,
al frío y a las enfermedades, para las mujeres se sumaba el riesgo de quedarse
embarazadas. Veamos el testimonio de Anna Bergman, una joven judía checa,
internada en Theresienstadt:
Quedé embarazada de
mi primer hijo en Terezin [nombre checo de Theresienstadt]; otras cinco parejas
estaban en la misma situación. Te permitían llegar embarazada o venir con un
niño, pero quedarse embarazada… ¡era un crimen! Al principio quisieron practicar
abortos, pero estábamos demasiado avanzadas. Así que nos hicieron firmar un
papel conforme se llevarían a los niños y utilizaron la palabra «eutanasia»[24].
Pese a las
privaciones y los riesgos, no se desatendió la educación de los niños y se
desarrolló una rica vida cultural. Janina David, una niña judía polaca, recordaba
las clases en el gueto de Varsovia:
Las escuelas
estaban prohibidas, pero los padres organizaban pequeños grupos de niños,
cuatro o cinco de una vez, y por supuesto no faltaban maestros. Nos reuníamos
una o dos veces a la semana en la habitación de alguien, normalmente en una
habitación distinta cada semana porque había pena de muerte para los niños, los
profesores, los padres y de hecho para todo el mundo en la casa si nos
descubrían[25].
Su
testimonio concuerda con el de Mary Berg, quien además indica que el plan de
estudios incluía latín y griego[26]. Estremece de admiración
que entre tanto horror y pese al enorme peligro, aún hubiera madres y padres
que se esforzaran por proporcionar una formación humanística a sus hijos. La
misma emoción sentimos ante esas personas que, incluso allí, organizaban grupos
de teatro y asistían a conciertos y conferencias. Frente a un sistema que los
veía y trataba como agentes infecciosos, ellos, al borde de la muerte, exhibían
con desafiante dignidad su condición humana.
Desde la
invasión de la Unión Soviética se había descendido un nuevo peldaño en el
camino del infierno. Los judíos de los territorios ocupados eran concentrados
en las afueras de las poblaciones y a continuación los Einsatzgruppen
(comandos volantes de ejecución), ayudados por colaboradores locales, los
ametrallaban. De esta manera en dos días, el 29 y el 30 de septiembre de 1941,
fueron asesinados 33 700 judíos en el barranco de Babi Yar, próximo a Kiev. En
una carta a su esposa fechada el 5 de octubre tras la liquidación de gueto de
Maguilov (Bielorrusia), Walter Mattner,
miembro del Einsatzgruppe B, cuenta su participación en la
matanza:
Tomé parte
en la gran matanza en masa [Massensterben] de ayer, mis manos temblaron un poco
en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya
con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos
bebés […]. Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran
parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la
fosa y el agua[27].
Pese a la
naturalidad con que se expresa Mattner, al parecer seguro de que en su conducta
no había nada reprobable, pareció necesario buscar un método de exterminio que,
además de ser rápido y barato, dejara menos secuelas psicológicas en sus
perpetradores. El 20 de enero de 1942 en la Conferencia de Wannsee, Reinhard
Heydrich, director de la Oficina Central de Seguridad del Reich, expuso a los
jerarcas de las SS el proyecto de deportar a Polonia, donde se procedería a su
eliminación, a todos los judíos de los territorios controlados por Alemania. En
los meses siguientes se equiparían con cámaras de gas los campos de exterminio
de Chelmno, Sobibor, Belzec, Majdanek, Treblinka y Auschwitz-Birkenau.
Violeta
Friedman, nacida en Marghita (Transilvania), contaba catorce años cuando fue
deportada a Auschwitz:
A finales de mayo y
una vez reunidos todos los judíos de la provincia nos llevaron a la estación y
nos hicieron subir a un tren muy largo. No era un tren de pasajeros, sino una
interminable fila de vagones para ganado, con unas rejillas minúsculas, lo
justo para que entrara un poco de aire, horriblemente sucios y malolientes. En
cada vagón instalaron a cien o ciento veinte personas, de tal modo que, una vez
bien cerradas las puertas, apenas cabíamos. Aquel viaje hacia el infierno… Los
jóvenes y los niños nos quedábamos durante horas de pie para permitir a los
mayores tener un poco de sitio donde sentarse, alternándose… Tres días y tres
noches, tres larguísimos días y noches… De vez en cuando, en alguna estación,
alguna alma piadosa, al oír nuestros ruegos, nos daba un poco de agua por las rejillas…
Nos acostumbrábamos al olor de nuestros excrementos… Bebés, niños, viejos y
enfermos, todos juntos[28].
A la
llegada, se enfrentaban a la primera selección: los ancianos, los enfermos, los
débiles, los niños y las mujeres embarazadas eran enviados directamente a las
cámaras de gas; los restantes, destinados a un trabajo extenuante y
subalimentados, podían prolongar durante algún tiempo su vida.
Nos ordenaron bajar
de los vagones y dejar allí nuestras pertenencias, que más tarde, aseguraban,
serían recogidas en camiones. Nos gritaron que formásemos en filas de a dos,
los hombres a un lado y las mujeres a otro. El recuerdo de aquellos momentos es
para mí imborrable: mi padre y mi abuelo alejándose de nosotras, mi madre
cogiendo a mi abuela del brazo, yo agarrándome a mi vez al de mi hermana… En
una esquina, frente a nosotras, un hombre (el doctor Mengele) observaba con
displicencia la fila que nos precedía y hacía un leve gesto con el brazo ¾izquierda, derecha¾, al que los soldados respondían empujando a los seleccionados hacia
un lado u otro. Cuando llegamos a su altura, nos hicieron detenernos durante
unos segundos. A mi hermana y a mí nos empujaron hacia la izquierda. A mi madre
y a mi abuela hacia la derecha.
Nunca más volví a
verlas. Ni a mi madre, ni a mi abuela, ni a mi padre, ni a mi abuelo, ni
tampoco a mi bisabuela, que se había quedado en el tren con otros ancianos
porque, según nos dijeron, se los llevarían más tarde en camillas. No pude
despedirme de ninguno de ellos. Ni siquiera comprendí realmente que todos
habían muerto hasta mucho después[29].
Odette
Elina, de una familia judía acomodada de París y militante del Partido
Comunista y de la resistencia, calculaba que de las aproximadamente mil
quinientas mujeres deportadas en su convoy, solo noventa y nueve se libraron de
ir directamente a la cámara de gas[30].
Kitty
Hart-Moxon, una joven judía polaca superviviente de Auschwitz, pensaba que el
hecho de que tradicionalmente los hombres se hayan dedicado al trabajo fuera de
casa para sostener a la familia y las mujeres al cuidado de los hijos y del
hogar, lo que ahora llamamos los roles de género, influía en la posibilidad de
sobrevivir, al menos de escapar con vida a la primera selección:
Los hombres jugaban
con una enorme ventaja porque muchos tenían entre veinte y cuarenta años y
tenían profesiones, y los alemanes necesitaban sus aptitudes para el campo;
había cerrajeros, carpinteros, constructores, albañiles, sastres… Los alemanes
los valoraban mucho. También había profesionales: médicos, farmacéuticos… En
cambio, las mujeres eran sobre todo adolescentes; si eran mayores, no podían
entrar en el campo: en primer lugar estaban en edad de procrear, así que tal
vez podían quedarse embarazadas, y a una mujer embarazada no se le permitía
vivir. Además, muchas mujeres llegaban con sus hijos y, puesto que no dejaban
vivir a ningún niño, las mujeres y los niños iban directamente a las cámaras de
gas. Así, la mayoría de las mujeres que entraban en el campo eran adolescentes
sin aptitudes […], las adolescentes eran utilizadas para trabajo manual y por
supuesto la mortalidad era muy alta. Dicho esto, las chicas eran más fuertes
mentalmente, no eran propensas a la depresión, como creo que eran los hombres.
Cuidaban las unas de las otras, formaban pequeñas familias. Yo creía
fervientemente que no podías sobrevivir por ti misma; protegías a tus amigas,
luchabas por ellas, del mismo modo que luchabas por tu propia vida. Los hombres
tenían tendencia a sobrevivir solos, y eso era algo muy difícil de hacer[31].
Hanna
Levy-Hass, una judía sefardí de Sarajevo deportada a Bergen-Belsen en 1944, comparte
la opinión de Kitty Hart-Moxon acerca de la debilidad de los hombres:
Hay algo que me
desconcierta profundamente, y es ver que los hombres son mucho más débiles,
menos resistentes que las mujeres […] Carecen de fuerza para adaptarse con
dignidad. Algunos tienen un aspecto tan lamentable que su desdicha es aún más
penosa para el que los observa. En otros, su falta de disciplina es tal que
raya con la maldad, con la avaricia no disimulada, con una deslealtad absoluta
hacia sus semejantes, en medio de los mayores sufrimientos y desgracias comunes[32].
Pero volvamos
con Violeta Friedman, una vez terminada la selección:
… mi hermana y yo,
junto con todo el grupo, fuimos conducidas hacia un lugar donde nos ordenaron
desnudarnos totalmente y dejar nuestras cosas. Aún recuerdo el camino. Nos
cortaron el pelo y nos afeitaron el vello de todo el cuerpo, nos hicieron pasar
a una habitación con duchas de desinfección y después, mojadas y temblorosas,
nos tiraron unos harapos y unos zuecos. A algunas las ropas les quedaban
enormes, a otras apenas les entraban. Así nos hicieron salir al frío nocturno,
un frío terrible en aquella noche de mayo en la Silesia polaca. Sin pelo,
cubiertas de harapos, despojadas bruscamente de nuestra personalidad e
identidad, nuestro aspecto era tan increíble que a Eva [la hermana] y a mí nos
costó reconocernos[33].
Habían
superado la primera de las muchas selecciones que les aguardaban en el campo,
pero en cualquier momento la debilidad o la enfermedad podían enviarlas a la
cámara de gas. Quedaban además sujetas a la brutalidad de los SS y de los
kapos, a quienes nada impedía darles muerte con cualquier pretexto.
Fania
Fénelon había estudiado en el conservatorio de París y en el momento de su
detención era una cantante conocida, por lo que cuando fue deportada a
Auschwitz, la asignaron a la orquesta femenina, cuyas interpretaciones
acompañaban al amanecer la salida de los batallones de trabajo, y los recibían
de vuelta a la caída de la tarde. En una ocasión en que había permanecido en el
barracón, sus compañeras volvieron terriblemente alteradas. Una de ellas,
Florette, le contó lo ocurrido:
Fania, los perros
han devorado a dos… a dos que iban a orinar o a recoger un poco de hielo para
chuparlo… Los SS han azuzado a los perros para que se les echasen encima… Las
han desgarrado, despedazado. Y esos puercos han obligado a sus camaradas a
recoger los pedazos para arrojarlos sobre el montón de las muertas, y yo las he
visto. ¡Las he visto! Trozos de mujeres, carnaza para perros… que llevaban como
podían, encima de la espalda… Y nosotras seguíamos tocando[34].
También
debían tocar cuando tras una selección que les había resultado particularmente fatigosa,
algunos SS deseaban relajarse escuchando música. En estas ocasiones, Josef Kramer, comandante de Birkenau, se
emocionaba a menudo hasta las lágrimas con la Réverie de Schuman[35].
En el
horror del Lager las mujeres de la orquesta podían considerarse
privilegiadas. Su alimentación no era mejor que la del resto, pero cuando las
otras partían al trabajo, ellas retornaban a su barracón para ensayar al abrigo
de las inclemencias exteriores. Se libraban así del frío y del calor, y de un
esfuerzo físico extenuante. Otro tanto cabe decir de las destinadas a lo que en
el argot del Lager se llamaba el Canadá, el gran almacén donde las
pertenencias de los deportados se clasificaban y se preparaban para su envío a
Alemania. Debían examinar cuidadosamente las ropas por si en ellas se habían
ocultado objetos valiosos. También llegaban allí las piezas de oro extraídas de
la boca de los cadáveres y las joyas que en ocasiones aparecían escondidas en
el ano o la vagina.
Kitty
Hart-Moxon trabajó durante un tiempo en el Canadá:
Recuerdo una vez
que estaba seleccionando corsés de señora y en nada llené un cubo con joyas.
Después de esto las chaquetas o los corsés se tenían que doblar en fardos
(había un cupo que tenías que hacer en un tiempo determinado). Estaba dispuesto
que podíamos coger ropa ordinaria de tercera que no querían transportar a
Alemania y llevárnosla al campo, y al mismo tiempo pasábamos de contrabando
objetos de valor que sabíamos que podían servir para trocar o para salvar la
vida de alguna persona[36].
Pero la
jornada de la inmensa mayoría se asemeja más a la descrita por Odette Elina:
Cada día tenemos
que hacer doce kilómetros por el lodo para llegar a nuestro trabajo […]
Llegamos a una laguna glacial, al borde del Vístula. Tenemos que pasar allí
diez horas, cavando en las fangosas ciénagas o transportando montones de
tierra. No sabemos cómo protegernos del viento, que sopla por todas partes. No
tenemos, ni nos dan, nada caliente para comer o beber […] Somos,
aproximadamente, mil quinientas trabajadoras. Al llegar la noche nos ordenan de
cien en cien. Esperamos la partida durante un espacio de tiempo que nos parece
interminable. Luego hay que caminar rápido, cada vez más rápido […] Los perros
están amaestrados para mordernos y ladran alrededor. Todo está en mantener el
ritmo, en no abandonarse, en no caer […] Llegamos extenuadas. Han traído en
camilla a una mujer apaleada hasta morir. Aún tenemos que formar y esperar a
que pasen lista durante dos horas. Entonces y solo entonces, a oscuras, nos
permiten entrar al Block y nos distribuyen, a la buena de Dios, una sopa
que ya no tendremos fuerzas para tomar[37].
Sewerina
Szmaglewska, una polaca no judía, recuerda la vuelta al Lager tras el
trabajo:
En el suelo, entre
los barracones, yacen cuerpos de mujeres en diferentes posturas, la mayoría
judías. Sus cuerpos jóvenes tienen un color lívido. Sus rostros están
deformados, tienen el rictus de la muerte. Entre los labios ennegrecidos y
medio abiertos se pueden ver sus dientes apretados. Para llegar a tu barracón
tienes que esquivar los cuerpos, rodearlos o saltar por encima de ellos, ya que
obstaculizan el camino por todas partes[38].
Los
testimonios coinciden en que a las mujeres se les retiraba la menstruación,
algo atribuible al estrés, la fatiga y la desnutrición. Según Ruth Klüger no
dejaba de ser una ventaja, dada la escasez de ropa interior[39]. Una opinión compartida
por Fania Fénelon:
Es una suerte que
así sea, pues para aquellas que al principio tienen todavía la regla su
situación es sumamente desagradable; no tienen nada con qué lavarse ni qué
ponerse. Como perras. La sangre les corre por los muslos, se escurre entre las
piernas. Exigentes con la limpieza, las blockovas las pegan, les obligan
a limpiar sus huellas. Otra humillación, otra miseria más[40].
Las mujeres
sufrían con mucha mayor frecuencia que los hombres diversas formas de agresión
sexual. Para las selecciones o por cualquier otro motivo, debían desnudarse y,
como recordaba Margie Oppenheimer, eran objeto de las burlas de sus guardianes:
Cuando llegamos a
Stutthof, hubo una selección y eso fue lo más duro. Tuvimos que quedarnos
totalmente desnudas y marchar hacia el exterior, a un patio rodeado por
guardias. Aquello fue lo peor, lo más humillante, y nunca lo olvidaré ni lo
superaré. Hacían comentarios: si había una mujer anciana con la piel fláccida
por haber perdido tanto peso, hacían comentarios. O si tenías que inclinarte,
decían: «¡Mira qué hemorroides!» o «¡Mira qué varices!»[41].
Fania
Fénelon describe algunos de los métodos de selección utilizados en Auschwitz
por Tauber, un oficial de las SS:
… todas las mujeres
del campo, excepto las arias y las de los bloques especiales como el «Canadá»,
la costura y la música, todas, afuera, en pelotas, formadas en hileras, y él
les va pasando revista, escogiendo a una cincuentena de entre ellas, las más
débiles; así se derrumbarán antes; esas mujeres medio muertas tienen por misión
excavar una fosa. El punto más delicado del trabajo no es el estudio de la
profundidad, sino el de la anchura: ni poca ni mucha; ha de ser difícil, pero
no imposible saltar la trinchera. Una vez terminada esta obra de arte, las
mujeres, que aguardan desnudas y en posición de firmes, cuando él da la orden
tienen que correr y saltar el foso: las que caen irán a parar a la Sonderbehandlung
[cámara de gas][42].
En otra
ocasión, mientras las mujeres forman desnudas, él pasea entre ellas
levantándoles el pecho con la fusta. Si al retirarla le parece que este cae
demasiado envía a la prisionera a la cámara de gas.
Las agresiones
sexuales no se limitan a estas vejaciones.
Franz Stangl le contó a la periodista Gitta Sereny que había visitado
dos veces Treblinka antes de que lo nombraran comandante del campo. En la
segunda de ellas supo que por las noches, antes de enviarlas al día siguiente a
la cámara de gas, algunos SS hacían bailar para ellos a jóvenes judías desnudas,
algo que a él le pareció asqueroso[43]. No menciona que las
violaran, pero el contexto parece apuntar a esa posibilidad. Aunque la relación
sexual de un alemán ario con una mujer judía estaba penada como un crimen
contra la raza, el hecho de que ellas fueran a morir inmediatamente permitía
descartar la posibilidad de que nacieran mestizos. Ese freno, por lo demás, no
actuaba sobre los auxiliares de otras nacionalidades.
Helene
Holzman recoge el testimonio de Sonja, una de las mujeres a las que ayudó a
escapar del gueto de Kaunas, sobre lo ocurrido mientras estuvo detenida en el
Fuerte VII:
Entraron partisanos
[milicianos lituanos pronazis] desfigurados como bestias por la embriaguez.
Alumbraron con linternas a las yacentes y escogieron a las que les gustaron.
Las muchachas se resistieron, lloraron e imploraron. De nada sirvió. Fueron
arrastradas afuera, y luego oímos en el cuarto de al lado sus gritos de dolor y
desesperación. Éramos presa de un terrorífico pánico. Las chicas se escondían
entre las mujeres mayores, pero las bestias volvían una y otra vez. Las
linternas olfateaban entre las que temblaban de miedo, y se escogían sin piedad
nuevas víctimas que se resistían, imploraban clemencia y eran arrancadas de los
brazos de sus madres, que gemían de impotencia.
Esos monstruos
mataron después de su fechoría a unas veinticinco mujeres y muchachas[44].
También las
fugitivas estaban expuestas a la violencia sexual. Janina Bauman que, gracias a
la ayuda de una vieja criada cristiana, había podido escapar junto a su madre y
su hermana del gueto de Varsovia, sufrió un intento de violación por parte de
un extorsionador que amenazaba con denunciarlas a los alemanes[45].
Algún
tiempo después de que Fania Fénelon entrara en la orquesta femenina, su
directora, Alma Rosé, le contó que a su llegada a Auschwitz la habían enviado
durante unos días al bloque experimental y que allí todas las mañanas un SS
leía en voz alta una lista de números. Las mujeres a las que correspondían eran
conducidas a una puerta del fondo y no volvía a vérselas, pero circulaban
rumores de que eran sometidas a intervenciones quirúrgicas sin anestesia. Ella
se libró porque la destinaron rápidamente a la orquesta, ya que, como hija de
Arnold Rosé, un famoso violinista, y sobrina de Gustav Mahler, poseía una
sólida formación musical[46].
Sewerina
Szmaglewska también tuvo conocimiento en Auschwitz de los experimentos con
mujeres (había otros con hombres) dirigidos por el doctor Josef Mengele:
En el bloque 10 se
hacen experimentos médicos con jóvenes prisioneras judías. Todas las pacientes,
varios centenares en total, tienen derecho a decidir si prefieren una inyección
o una operación de ginecología.
La inyección
consiste en un virus que produce una enfermedad, tras lo cual la mayoría de las
mujeres muere rápidamente bajo observación médica. La operación consiste en
cortar trozos de útero, en extirparles los ovarios y cosas parecidas. Hay
prisioneras que consiguen sobrevivir a estas operaciones y que incluso se
encuentran bien después, pero la mayoría muere al cabo de un tiempo y entonces
los SS van por un nuevo contingente de conejillos de Indias[47].
A
continuación proporciona información más concreta:
… junto con otras
mujeres empleadas en la lavandería de los SS, hay dos hermanas gemelas. Son
judías de Eslovaquia, que llegaron a Oswiecim [nombre polaco de Auschwitz] en
el primer transporte de mujeres. Poco después de su llegada fueron sometidas a
una intervención, al igual que todas las mujeres de ese transporte que tenían
entre 16 y 20 años. Las colocaron entre dos placas de celuloide; una que les
cubría el abdomen y otra la región lumbar. El instrumento se parecía a un
aparato de rayos X. Cuando se ponía en marcha, la mujer sentía un calor leve en
la parte del cuerpo que estaba en contacto con el aparato, un calor que pasaba
a ser muy intenso y que al final era un dolor como el de la menstruación, pero
más agudo. A continuación sentía una sacudida, como si algún órgano se
desprendiera. Al final el experimento dejaba a las mujeres con una sensación de
debilidad general.
Todas las chicas de
ese grupo dejaron de tener la menstruación y todas, excepto las dos gemelas,
enfermaron y murieron poco después[48]
En los
últimos meses de la guerra, a medida que el Ejército Rojo hacía retroceder a
los alemanes, los campos del este fueron desalojados. Se formaron largas columnas
de deportados, hombres y mujeres agotados y famélicos, a quienes se obligó a
marchar hacia el oeste. El camino quedó sembrado por los cadáveres de los
débiles, de quienes agotadas ya todas sus fuerzas físicas y mentales, se
sentaban a la espera de que el disparo de un SS terminara con su vida.
Bergen-Belsen fue uno de los campos en que se concentraron los supervivientes. Hanna
Lévy-Hass es testigo de aquellos días de marzo en Bergen-Belsen en que parecían
haberse borrado las diferencias entre vivos y muertos:
Los cadáveres se
quedan tendidos en las camas, junto a los vivos o a los moribundos. Vivos y
muertos… todo se mezcla. No hay casi nada que separe a unos de otros, nada que
los distinga […] Ahora, después de las fiebres tifoideas que, por milagro, he
superado, pero que han acabado con mis últimas fuerzas, no espero vivir más de
diez o quince días:
Y esta semiexistencia
que aún me queda la comparto con otros fantasmas, vivos o muertos. Los
cadáveres, las auténticos siguen aquí, con nosotros, en nuestras literas. No
hay quien los retire. Ni sitio para ponerlos. El barracón está lleno hasta los
topes. En los patios también se amontonan los cuerpos, las pilas de cadáveres.
Cada vez más altas. El crematorio no da abasto para quemarlos a todos.
Ya no nos llega la
comida. De vez en cuando un bidón de sopa gris. A veces, cogemos hierbas y las
hervimos. Cáscaras de patatas de los cubos de basura. Los traidores aún tienen
alguna provisión, pero ellos tampoco son inmunes al contagio, a la agonía y la
muerte[49]
Y por fin
llegó la liberación. Así la recordaba Zdenka Ehrlich:
Mi hermana estaba
muerta, todos los amigos que me rodeaban estaban muertos. Yo era uno de los
trescientos que estábamos en el suelo, algunos vivos y algunos muertos; ya no
se podía distinguir al que respiraba del que no […] Corrió un rumor: el
ejército británico estaba aquí. ¿Cómo nos sentimos? Igual. Podría haber bajado
un ángel del cielo, podría haber venido cualquiera. Era demasiado tarde. No nos
quedaban fuerzas ni para comprender la noticia… ya nada importaba[50]
Nuestra
dolorosa excursión toca a su fin. Hemos acompañado a unas pocas mujeres en el
camino hacia el infierno, hemos intentado acercarnos a sus padecimientos
atendiendo a aquellos rasgos que los diferencian de los sufrimientos de los
hombres. Son solo unas pocas entre los millones de seres humanos, de hombres,
mujeres y niños, cuya voz se apagó sin que nadie la escuchara. No podemos
permitir que la enorme cantidad de víctimas nos abrume hasta el punto de que
olvidemos que cada una de ellas fue un ser humano, alguien único, que
tuvo madre y padre, quizá pareja, a menudo hijos e hijas, también amigos y
compañeros; alguien que amó y que sufrió, que tuvo ilusiones y proyectos,
alguien cuyo rostro fue acariciado por la brisa y azotado por el viento. Muchos
dejaron este mundo sin que nadie llorara su pérdida, pues quienes los amaban se
desvanecieron con ellos en el humo de los crematorios. Los supervivientes
tuvieron que rehacer sus vidas. Se encontraron a menudo sin hogar al que volver
y sin familia o amigos que los acogieran.
Al llegar a Auschwitz, a quienes
no se les enviaba directamente a la muerte se les tatuaba un número. A eso
querían reducirlos: a algo así como un aparato identificado con un número de
serie, algo que desechamos cuando se avería o dejamos de necesitarlo. Frente a
ese intento deshumanizador tenemos la obligación moral de recordar la
individualidad de cada uno a fin de evitar que los verdugos obtengan un último
triunfo. Nuestro principal deber es impedir que algo así pueda ocurrir de nuevo
y para ello es imperativo mantener viva la memoria. Es una necesidad acuciante
hacer frente a los revisionistas que pretenden blanquear el nazismo y otras dictaduras
del pasado. Debemos precavernos ante el resurgimiento de mitos nacionales
identitarios y la difusión de mensajes racistas y xenófobos cargados de odio. El
mundo ha cambiado, pero renace con fuerza la tentación de definir un «nosotros», de sentirnos miembros de una
comunidad del pueblo, una Volksgemeinschaft, atacada por «ellos», unos enemigos externos e
internos de los que, se dice, precisamos defendernos. Es una grave amenaza ante
la que en ningún momento podemos permitirnos olvidar que lo que una vez sucedió
como tragedia puede repetirse y no precisamente como farsa.
[2] Hitler, Adolf (1935), p. 78.
[3] Hitler, Adolf (1935), p. 135.
[4] Hayes, Peter (2018), Las razones del mal ¿Qué fue realmente el Holocausto?, Barcelona, Crítica, p. 117.
[5] Bauman, Janina (2008), Más allá de estos muros. Huyendo del gueto de Varsovia, Madrid, Kailas (p. 17)
[6] Smith, Lyn (2005), Las voces olvidades del Holocausto, (con la colaboración del Museo Imperial de la Guerra de Londres) Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores (p. 43)
[7] Smith, Lyn (2005), p. 73.
[8] Hayes, Peter (2018), p. 120.
[9] Ofer, D. / Weitzman, L. (2004) Mujeres en el Holocausto. Fundamentos teóricos para un análisis de género del Holocausto. Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM, México D. F., p. 21.
[10] Klüger, Ruth (1997), Seguir viviendo, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, p. 88.
[11] Ingrao, Christian (2017), Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS, Barcelona, Acantilado, p. 254-275.
[12] Friedländer, Saul (2016), El Tercer Reich y los judíos (1939-1945), Los años del exterminio, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 80.
[13] Holzman, Helene (2005), Esta niña debe vivir. Tres cuadernos 1941-1944, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 131)
[14] Weiss, Helga (2013), El diario de Helga. Testimonio de una niña en un campo de concentración, México D.F., Sexto Piso, p. 65.
[15] Weiss, Helga (2013), p. 71.
[16] Berg, Mary (2012), El gueto de Varsovia. Diario, 1939-1944, Madrid, Sefarad Editores, p. 39.
[17] Berg, Mary (2012), p. 66.
[18] Berg, Mary (2012), p. 71.
[19] Roy, Jennifer (2009), Estrella amarilla, Barcelona, Ámbar, p. 30.
[20] Roy, Jennifer (2009), p. 36)
[21] Berg, Mary (2012), p. 86.
[22] Berg, Mary (2012), p. 185.
[23] Berg, Mary (2012), p. 181.
[24] Smith, Lyn (2005), p. 185.
[26] Berg, Mary (2012), p. 31.
[27] Ingrao, Christian (2017), p. 338.
[28] Friedman, Violeta (2015), Mis memorias, Madrid, FIBGAR, Catarata, p. 32.
[29] Friedman, Violeta (2015, p. 36-37.
[30] Elina, Odette (2008), Sin flores ni coronas. Auschwitz-Birkenau, 1944-1945, Cáceres, Periférica, p. 17.
[31] Smith, Lyn (2005), p. 226.
[32] Lévy-Hass, Hanna (2006), Diario de Bergen-Belsen 1944-1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 51.
[33] Friedman, Violeta (2015), p. 38-39.
[34] Fénelon, Fania (1981) Tregua para la orquesta. Testimonio recogido por Marcelle Routier, Barcelona, Noguer, p. 178.
[35] Fénelon, Fania (1981), p. 138.
[36] Smith, Lyn (2005), p. 228.
[37] Elina, Odette (2008), p. 55.
[38] Szmaglewska, Sewerina (2006), Una mujer en Birkenau, Barcelona, Alba, p. 43,
[39] Klüger, Ruth (1997), p. 152.
[40] Fénelon, Fania (1981), p. 133.
[41] Smith, Lyn (2005), p. 285.
[42] Fénelon, Fania (1981), p. 232.
[43] Sereny, Gitta (2009), Desde aquella oscuridad. Conversaciones con el verdugo: Franz Stangl, comandante de Treblinka, Barcelona, p. 229.
[44] Holzman, Helene (2005), p. 134.
[45] Bauman, Janina (2008) p. 230.
[46] Fénelon, Fania (1981), p. 174.
[47] Szmaglewska, Sewerina (2006), p. 333.
[48] Szmaglewska, Sewerina (2006), p. 334.
[49] Lévy-Hass, Hanna (2006), p. 128.
[50] Smith, Lyn (2005), p. 349.
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