Vargas Llosa y los votos buenos

Tras su sonada intervención en la convención del Partido Popular, Vargas Llosa ha estimado conveniente aclarar qué entiende por votar bien y votar mal. No me voy extender en un análisis del artículo que con tal finalidad publicó el pasado 17 de octubre en el diario El País, pero sí me parece necesario puntualizar algunas de sus referencias, ya que, a mi entender, no se ajustan a la realidad. Cito textualmente: "¿No hubiera sido mejor que los alemanes no se entregaran en cuerpo y alma a Hitler, ganando las elecciones en 1932, con los millones de muertos de la II Guerra Mundial que derivó del convencimiento que tenía el líder nazi de derrotar a la URSS, dominar Europa y firmar un tratado de paz con Inglaterra? Los italianos que lo hacían por Mussolini, y los españoles por Franco en España, ¿votaban “bien”?".

En cuanto a Franco, sobra decir que nunca se sometió a unas elecciones, sino que llegó al poder tras una sublevación que desembocó en una cruenta guerra civil y que desde él reprimió con extrema dureza todo movimiento democrático. Por lo que hace a Mussolini, su acceso al poder no se produjo como consecuencia de unas elecciones sino de la Marcha sobre Roma. Aunque la movilización no alcanzó el éxito esperado, el rey le encargó que formara gobierno, pese a que su partido solo contaba con 37 diputados en un parlamento de 535. Sobre Hitler, es preciso recordar que el Partido Nacionalsocialista obtuvo en las elecciones de noviembre de 1932, las últimas celebradas con garantías, aunque en un ambiente muy violento, el 33% de los votos. Ciertamente fue el vencedor, pero su resultado, 196 escaños de un total de 584, no bastaba para que pudiera formar gobierno.

Si los partidos clásicos de la derecha hubieran optado por defender el sistema parlamentario, fascistas y nacionalsocialistas habrían permanecido alejados del poder. Prefirieron, en cambio, apoyar a los radicales decididos a terminar con la democracia. Lo hicieron impulsados no solo por el temor a una revolución socialista, sino por el rechazo a toda reforma que pudiera erosionar la preeminencia económica y social de las elites tradicionales. Las escuadras fascistas habían conseguido con sus métodos terroristas devolver a los terratenientes el control del valle del Po y poner fin a las ocupaciones de fábricas por los trabajadores. Frente al internacionalismo socialista esgrimían un orgullo nacional herido, fundamentado en la visión mítica de un pasado cuya gloria contrastaba con la postración presente, fruto de la actividad disolvente de enemigos externos e internos. Aunque el catálogo y la jerarquía de estos experimentó variaciones al ritmo de las circunstancias, incluía a potencias extranjeras, masones, socialistas y judíos; hay que señalar, por ejemplo, que el fascismo italiano se mantuvo, al menos durante sus primeros años, alejado de la obsesión antijudía del nazismo, en tanto que en este, la raza, un concepto biológico, vino a desplazar a la nación como referente clave de la identidad colectiva. El antiguo esplendor, manifestación de una comunidad armónicamente unida, solo podía recuperarse mediante la aniquilación de los elementos corruptores; lo que exigía una acción rápida y violenta. Los partidos de la derecha aceptaron compartir el  gobierno con la alegre muchachada fascista confiados en que esta haría rápida y eficazmente el trabajo sucio de destrucción, en tanto que ellos seguirían controlando los resortes efectivos del poder. No fueron las urnas, sino la connivencia de la derecha tradicional lo que encumbró a fascistas y nacionalsocialistas.


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