Derechos humanos, medio ambiente y petróleo en la Amazonia peruana

Si en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, los caucheros, a fin de enriquecerse con la extracción de una materia prima imprescindible para el crecimiento de la industria, aterrorizaron y esclavizaron a las poblaciones amazónicas, hoy estas son víctimas de múltiples agresiones, también ahora causadas por el deseo de explotar los recursos naturales de la región. La ganadería extensiva, la agricultura, el aprovechamiento de la madera, del oro y otros minerales, de los hidrocarburos y la construcción de infraestructuras tales como carreteras e hidrovías hacen retroceder a la selva y contaminan los suelos y las aguas. Todo ello sin apenas control, sin que las actuaciones se enmarquen en un proyecto coherente de desarrollo, sin que se realicen rigurosos estudios ambientales y sin que se tomen en consideración sus efectos sobre las comunidades locales ni sobre el conjunto del planeta. La Amazonia y sus habitantes son víctimas de una concepción del progreso que, atenta tan solo a la consecución de rápidos rendimientos económicos, no solo esquilma los recursos sin preguntarse por lo que ocurrirá cuando estos se agoten, sino que además se muestra indiferente ante el sufrimiento que su obtención ocasiona.

Hoy día, al contrario de lo que ocurría en la época de los caucheros, sabemos que la Amazonia no es un lugar remoto, sino que su deforestación aumenta la concentración en la atmósfera de gases de efecto invernadero y contribuye a un cambio climático cuyas causas antrópicas solo se obstinan en negar demagogos sin escrúpulos. El problema es gravísimo y las medidas para atajarlo, lentas y tímidas. La extrema derecha hace gala de un populismo negacionista que a estas alturas ya no es posible achacar a la ignorancia, sino al cinismo. Solo este puede explicar intervenciones como la del diputado de Vox, Francisco José Contreras, quien se ha permitido frivolizar afirmando que “si se calienta un poco el planeta se reducirán las muertes por frío”[1].

Las agresiones sufridas por la selva son muchas, por lo que no se pueden abordar en un espacio de tiempo tan breve. Por tanto, la conferencia se centrará tan solo en un aspecto, la explotación de hidrocarburos y se ocupará, salvo alguna breve referencia, de su impacto en el departamento peruano de Loreto. No obstante estas limitaciones, salvando las referencias a cada caso concreto, los problemas que vamos a tratar son en gran medida extrapolables no ya al resto de la Amazonia, sino en general a todas las grandes selvas tropicales, ya se encuentren estas en la cuenca del Congo o en la isla de Borneo, por mencionar algunas a título de ejemplo. Todas ellas se encuentran en retroceso, sometidas a una enorme presión que busca hacer rentable un territorio considerado improductivo. Mientras, nosotros repostamos en la gasolinera, compramos en el supermercado o comemos en el burger, a menudo sin preocuparnos por la procedencia de la gasolina, del aceite de palma o de la carne; y mucho menos por los efectos que su obtención haya podido tener sobre sus territorios de origen y sobre las poblaciones que los habitan.

La Amazonia, con sus aproximadamente 7 000 000 de km2 de los que 783 000 corresponden a Perú, constituye la mayor selva tropical del planeta; una ecorregión de cuya asombrosa biodiversidad da una idea el hecho de que en el bajo Nanay, en los alrededores de Iquitos, se hayan contado en 1988 doscientos setenta y cinco árboles por hectárea o doscientas especies de mamíferos y ciento noventa y cuatro de reptiles[2]. Su enorme extensión la convierte además en un elemento clave en el ciclo del CO2 y, por tanto, en la regulación del clima del planeta.

En la Amazonia peruana habitan además cincuenta y un pueblos indígenas que hablan cuarenta y ocho lenguas y viven en unas diez mil comunidades campesinas[3]. Más concretamente, Loreto, que representa el 55 % de la selva del Perú, alberga a unos veintisiete pueblos indígenas, que conforman el 32 % de la población del departamento[4]. A la enorme diversidad biológica hay que sumar, pues, una gran riqueza cultural.

Durante la época virreinal la presencia española en la Amazonia fue escasa y, tras las primeras exploraciones, la protagonizaron fundamentalmente misioneros jesuitas y franciscanos. Los primeros, que penetraron desde Quito descendiendo por el Napo hasta el Marañón crearon las misiones de Maynas; en tanto que los segundos, desde Lima siguieron los cursos del Huallaga y del Ucayali. Era un territorio selvático, considerado pobre y hostil, que carecía de minas y cuyos habitantes, dedicados a una agricultura de subsistencia, a la caza, la pesca y la recolección, no producían, al contrario de lo que ocurría en los Andes, unos excedentes con los que pudiera mantenerse una clase profesional de administradores y sacerdotes. Los misioneros, por su parte, hicieron cuanto estuvo en su mano por mantener a los blancos alejados de los indios, convencidos de que aquellos, con su rapacidad y violencia, constituían un obstáculo para la evangelización. Como señala Jesús San Román, la vida en las misiones, si bien otorgaba un apreciable grado de protección a los indígenas, implicaba notables cambios en su modo de vida, entre ellos la sedentarización y la reglamentación de las tareas, muchas de ellas nuevas, bajo la dirección de los religiosos. A esto se sumaban a menudo conflictos surgidos de la convivencia entre gentes de diversos grupos étnicos, y la difusión de epidemias, propiciada por el aumento de los contactos en una población más concentrada. De ahí que en los documentos de los misioneros sean frecuentes las referencias a la rebeldía de los indios ante la disciplina, y que en muchos casos estos optaran por retornar a su forma de vida anterior[5]. La actividad de los jesuitas terminó abruptamente con su expulsión en 1769. Ni el clero regular enviado desde Quito, ni los franciscanos fueron capaces de mantener las reducciones de Maynas y todo un sistema trabajosamente erigido se vino abajo.

El territorio quedó abierto a comerciantes que a menudo abusaron de la buena fe y del desconocimiento por los indígenas de las normas y usos de una economía mercantil. De esta forma establecieron con ellos unas relaciones marcadas por la desigualdad, lo que les permitió a menudo multiplicar sus ganancias. Un efecto de este comercio fue la difusión del consumo de alcohol. Podemos imaginar la Amazonia de las décadas finales del siglo XVIII e iniciales del XIX como un territorio de frontera al que apenas llega la autoridad gobierno. Tras la independencia, en Perú, al igual que en la mayor parte de las nuevas repúblicas, se desarrolló el interés por la colonización de unas tierras apenas exploradas a las que se suponía un gran potencial económico y a las que, con arreglo a la mentalidad de la época, se consideraba habitadas por salvajes. En 1830 el Reglamento para Gobernadores de la provincia de Maynas describe a los indígenas amazónicos como reacios al trabajo, motivo por el que

«viven desnudos, entregados al ocio y a la más espantosa miseria de que proviene su ninguna civilización y su desdichada muerte porque se alimentan de reptiles venenosos y frutas montaraces y dañosas…»[6].

Como consecuencia de esta visión, se promulgaron sucesivas leyes para estimular la colonización. La ley de 21 de noviembre de 1832 establecía que se entregarían tierras de forma gratuita a todos los nacionales o extranjeros que se estableciesen en el territorio. Esta sería la tónica de iniciativas posteriores tendentes a hacer la Amazonia atractiva para la inmigración, especialmente la de europeos, a quienes se suponía emprendedores y laboriosos, adornados, en suma, con las virtudes de la civilización, lo que los convertía en el contrapunto del salvaje. Su establecimiento serviría  no solo al objetivo de explotar unos recursos que se consideraban desaprovechados, sino también al de «mejorar la raza», esto es, blanquearla haciendo que disminuyera el componente indígena. El hecho de que esas tierras que se regalaban estuvieran habitadas no constituía un obstáculo para que fueran consideradas vacías, ya que sus pobladores, clasificados como salvajes, no eran tenidos más que como obstáculos en el camino del progreso. Se les podía, por tanto, eliminar o desplazar sin miramientos o, en el mejor de los casos, incorporar a la sociedad en una posición subordinada como fuerza de trabajo barata y fácilmente reemplazable.

No obstante el interés puesto, los resultados de estos incentivos fueron modestos, lo que contrasta con el éxito colonizador, o el desastre si lo miramos desde el lado indígena, de los Estados Unidos o de Argentina. La razón probablemente haya que buscarla en que el clima y las dificultades para establecer explotaciones agrícolas o ganaderas en la selva desanimaban a los posibles pioneros blancos.

Es una situación que solo cambia a partir de 1880 con la explotación del caucho. Era este una materia prima cuya demanda no cesaba de aumentar al ritmo de la industrialización, pero que solo podía obtenerse en las selvas tropicales, donde los árboles que lo producían no formaban bosques uniformes, sino que crecían dispersos entre otros de muy diversas especies. La obtención del caucho atrajo a inversores y aventureros no solo peruanos, sino de muchas naciones europeas y de Estados Unidos. En poco tiempo se hicieron grandes fortunas. Pero era una riqueza amasada con la sangre y el sufrimiento de los indígenas, sometidos a un régimen de terror. Asesinatos, violaciones, mutilaciones, azotes, deudas forzadas e imposibles de saldar, se utilizaron para obligarlos a trabajar en condiciones de auténtica esclavitud. En suma, un trato brutal, cuya crueldad no constituye una excepción en la relación establecida por los blancos civilizados con los habitantes de las tierras colonizadas. Recordemos, por mencionar tan solo algunos ejemplos, la suerte corrida por los nama y los herero en el África del Sudoeste Alemana, la explotación del Congo Belga o la deportación de los pueblos indios en los Estados Unidos.

El caucho consiguió lo que durante tanto tiempo habían intentado alcanzar los gobiernos: el establecimiento de inmigrantes en la Amazonia. También hizo que algunos grupos indígenas huyeran lejos de los ríos principales a lo más profundo de la selva. Pero aquel tiempo pasó. Desde 1910 el caucho silvestre dejó de ser competitivo frente al obtenido en las plantaciones del sudeste asiático. Y entonces se hizo patente que los beneficios de aquel fabuloso negocio no habían revertido en ningún grado en el territorio de origen, sino que se habían dilapidado en la importación de productos europeos y otros gastos suntuarios. La falta de inversiones sumió entonces a los departamentos amazónicos en un largo marasmo.

El presidente Fernando Belaúnde impulsó durante su primer mandato (1963-1968) una serie de ambiciosos proyectos destinados a conectar la Amazonia con el resto del país y promover su colonización. Entre ellos destaca la carretera Marginal de la Selva que sigue el piedemonte oriental de los Andes desde la frontera con Bolivia hasta la de Ecuador. Antes de acceder a la presidencia había expuesto los planteamientos que guiarían su actuación en un libro que significativamente se titula La conquista de la Amazonía por los peruanos. Según Marc Dourojeanni para Belaúnde:

«[La Amazonia era] una tierra inhóspita y vacía pero pletórica de recursos que debían ser explotados para beneficio de los peruanos del resto del Perú. Por eso, su estrategia declarada incluía la conquista, la ocupación y la colonización como medios para hacer realidad la explotación de esa región. Complementaba su ideario amazónico con medidas para aumentar su población mediante la migración y para “incorporar los nativos a la civilización”. Esto era una réplica modernizada del colonialismo europeo del siglo anterior que, precisamente cuando inaugurado el primer gobierno de Belaúnde, estaba viviendo sus últimos días en África antes de ser sustituido por el neocolonialismo. La población indígena amazónica era ignorada o considerada como un estorbo, como “salvajes” cuyas tierras podían ser ocupadas o aprovechadas»[7].

Las vías de comunicación, construidas sin ningún tipo de consideración ambiental, favorecieron la deforestación al hacer más accesible la selva a cultivadores de coca y madereros ilegales. Esto propició choques con los indígenas, como el ocurrido en 1964 cuando un grupo de mayorunas se enfrentó, causándoles dos muertos, a unos madereros que habían invadido su territorio. En represalia helicópteros militares, con apoyo aéreo de los Estados Unidos, ametrallaron y bombardearon con napalm tres aldeas indígenas.

Aunque la búsqueda de petróleo en la Amazonia peruana se había iniciado en 1930, los primeros hallazgos fueron de poca entidad y no fue hasta finales de los años sesenta del siglo XX cuando, tras el descubrimiento de yacimientos en Ecuador, el gobierno de Velasco Alvarado decidió impulsar la explotación petrolera. Para ello y a fin de evitar un monopolio extranjero, se creó en 1969 una empresa estatal, Petroperú, dedicada al transporte, el refinado, la distribución y la comercialización de combustibles y otros productos derivados del petróleo.

Otras empresas obtuvieron contratos en que se reconocía al Estado como propietario de las reservas y de la producción. Dado que al comenzar la explotación el petróleo de Loreto debía ser trasladado en barcazas a Brasil, se inició la construcción del oleoducto Norperuano, para dirigirlo a través de los Andes hasta la costa del Pacífico. La obra se financió con un crédito japonés cuyo coste resultó muy elevado[8]. Concluido en 1977, su operación quedó en manos de Petroperú. Desde entonces, debido a diversas deficiencias y a un mantenimiento deficiente, ha sufrido numerosos derrames, ciento sesenta y ocho en el periodo que va de 2011 a 2020[9]. En 1993 durante el mandato de Alberto Fujimori, se fundó otra sociedad estatal, Perúpetro, a la que se encomendó la tarea de gestionar los recursos de hidrocarburos y, por tanto, la concesión de los lotes petrolíferos.

Si bien las constituciones de 1920, 1933 y 1979 habían reconocido la existencia legal de las comunidades indígenas y las dos últimas habían declarado sus tierras inembargables e inalienables, la realidad es que su aplicación se vio a menudo frenada y desvirtuada. Además, estos derechos se referían exclusivamente a la superficie, pues el subsuelo, y con él las reservas mineras y petrolíferas, es según las sucesivas constituciones propiedad del Estado, que puede conceder su usufructo. De hecho, hasta la aprobación en 1974, durante la presidencia de Velasco Alvarado, de la Ley de Comunidades Nativas y de Promoción Agropecuaria de las regiones de Selva y Ceja de Selva,  fue habitual que las empresas petroleras al instalarse en un lugar habitado para iniciar los trabajos de exploración, simplemente exigieran a la población local que se marchara a otro sitio[10]. Esta ley, encaminada a favorecer la colonización concedía títulos de propiedad sobre sus tierras a los pueblos indígenas, pero sin reconocer sus territorios tradicionales. Además de que la titulación avanzó muy lentamente, las tierras comunales quedaron sujetas a servidumbre de paso de gasoductos y oleoductos, e instalaciones para la explotación minera y petrolera (art. 29 b). Cuatro años más tarde, siendo presidente Morales Bermúdez, se promulgó la Ley de Comunidades Nativas y Desarrollo Agrario de la Selva y Ceja de Selva que modificaba en algunos aspectos la anterior. Así, su artículo 11 establece que las tierras de aptitud forestal no serán propiedad de las comunidades nativas, sino cedidas a estas por el Estado.

La Constitución de 1993, aprobada tras el golpe de Estado de Alberto Fujimori, supuso un retroceso en los derechos de los indígenas amazónicos, pues eliminó el carácter inalienable e inembargable de las tierras comunales. Eso no impidió que el 2 de febrero de 1994, Perú ratificara el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales, cuyo artículo 4 apartado 1 establece que deberán adoptarse las medidas especiales que se precisen para salvaguardar las personas, las instituciones, los bienes, el trabajo, las culturas y el medio ambiente de los pueblos interesados; y que reconoce en el artículo 6 el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente. El derecho a la consulta está reconocido también por los artículos 19 y 32 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada en 2007; en tanto que el artículo 29 afirma su derecho a la “conservación del medio ambiente y de la capacidad productiva de sus tierras y territorios y recursos”. El ejercicio de este derecho, sin embargo no quedó regulado hasta la aprobación de la Ley 29785 en septiembre de 2011, siendo presidente Ollanta Humala.

Entre los grupos dirigentes del Perú aún predominaba, sin embargo, la idea de que el país y en particular la Amazonia atesora una inmensa riqueza de la que no se obtienen beneficios debido a las trabas ideológicas y burocráticas con que choca su aprovechamiento. Así lo expresó el presidente Alan García en un artículo publicado el 28 de octubre de

2007 en el diario El Comercio. Tras enumerar los grandes recursos naturales del territorio nacional: forestales, hídricos, pesqueros, mineros, etc., señalaba cómo ideologías anticuadas y preocupaciones medioambientales impedían su óptima utilización, y proponía una política que estimulara las grandes inversiones. Llama especialmente la atención que considerara que la preocupación por el impacto ambiental de las explotaciones mineras es un vestigio del pasado, impropio del siglo actual[11].

De acuerdo con este planteamiento, en 2008 se aprobó una serie de decretos legislativos que, con la finalidad de remover los obstáculos a la inversión privada, limitaban los derechos comunales. Dado que no hubo consulta previa a las comunidades nativas, los decretos incumplían el Convenio 169 de la OIT y la citada declaración de las Naciones Unidas, como señalaron diversas organizaciones, entre ellas el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). En febrero de 2009, la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones (CEACR) de la OIT instó al gobierno a consultar a los pueblos indígenas y denunció la expansión de la minería y de la prospección y explotación de hidrocarburos[12]. La Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP) convocó una serie de movilizaciones que culminaron con las jornadas de protesta del 9 de agosto de 2008 y del 9 de abril de 2009. Durante esta última, los indígenas cortaron carreteras y vías fluviales. La intervención del ejército el 5 de junio para despejar la carretera Fernando Belaúnde, bloqueada por unos tres mil awajún y wampis, se saldó con violentos enfrentamientos que continuaron al día siguiente en las ciudades de Bagua, Bagua Grande y Jaén. Según la Defensoría del Pueblo se produjeron treinta y tres víctimas mortales, de las cuales veintitrés eran policías. Una misión de la Federación Internacional de Derechos Humanos que se desplazó al Perú entre el 16 y el 20 de junio entrevistó a testigos que afirmaron que el número de civiles muertos había sido muy superior a los diez reconocidos, pero no pudo documentar la veracidad de sus testimonios[13].

Alan García responsabilizó a políticos extremistas de utilizar a los indígenas. Por su parte, al inicio de las protestas, el ministro de Agricultura, Ismael Benavides, había acusado a las ONG de querer mantener a las comunidades indígenas en la pobreza, a fin de recibir mayor financiación internacional[14]. En ambos casos se presenta al indio como si fuera un menor ignorante que se dejara instrumentalizar por organizaciones ajenas a sus auténticos intereses. Se trata de una visión claramente racista, frente a la cual cabe recordar unas palabras del activista awajún Santiago Manuin, fallecido en julio del año pasado por covid y que había sufrido graves heridas en los incidentes de Bagua:

«No estamos en contra del desarrollo ni de la inversión, las necesitamos […] Necesitamos una inversión bien trabajada, un desarrollo pensado desde la selva y a favor de la selva, que también va a ser lo mejor para el Perú […] Deben existir personas conscientes que ayuden a resolver la devastación, la explotación irracional de los recursos naturales, que ayuden a crear un nuevo modelo de desarrollo para nuestras selvas, cómo enriquecer mejor el trabajo de las maderas sin terminar con ellas, cómo usar nuestros recursos sin contaminar nuestros ríos, cómo seguir en nuestras tierras sin vivir en otro lado»[15].

Como ya se ha dicho, el Estado peruano es el propietario del subsuelo y, por lo tanto, está capacitado para otorgar concesiones para su explotación. En la cuenca amazónica esto se traduce en que un 9 % del territorio ha sido destinado a la pequeña y mediana minería, y un 12 % a lotes de hidrocarburos. Estos últimos ocupan unos 11 millones de hectáreas, con 8 lotes en etapa de exploración y 18 en etapa de explotación, superpuestos total o parcialmente a cuatrocientas doce comunidades.

La actividad petrolera se realiza en dos fases, la de exploración y la de explotación. La primera consiste en la búsqueda de hidrocarburos en el subsuelo, para lo cual se realizan estudios geológicos, geofísicos y geoquímicos de prospección. Si los resultados son satisfactorios se pasa a la segunda fase en la que se perforan los pozos, se instalan tuberías y campamentos, se abren caminos, etc. Ambas provocan grandes impactos ambientales consistentes en emisión de contaminantes atmosféricos, incluidos óxidos de nitrógeno, monóxido y dióxido de carbono y óxidos de azufre, en vertido de desechos en forma de lodos y agua caliente salada altamente tóxicos. En cuanto a la deforestación, esta oscila entre moderada y significativa, en cualquier caso inferior a la producida por la actividad maderera o ganadera[16].

En los años 2013 y 2014 el gobierno peruano declaró la emergencia ambiental y sanitaria en las cuencas de los ríos Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón. En este territorio Yaiza Campanario Baqué y Cathal Doyle[17] han estudiado las malas prácticas desarrolladas por la empresa Pluspetrol Norte concesionaria de los lotes 1AB (desde 2013, lote 192) y 8. Entre otras señalan que hasta abril de 2009 la empresa vertió las aguas de producción directamente a los ríos. Se trata de unas aguas presentes en los yacimientos de petróleo que brotan junto con este. Su temperatura es elevada, presentan altas concentraciones de cloruros y suelen contener metales pesados, tales como arsénico, cadmio, cromo, cobre, plomo, mercurio y zinc así como hidrocarburos aromáticos e isótopos de radio. Entre 1984 y 1996 el Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP) encontró altas concentraciones de cobre, plomo, zinc y mercurio en algunas especies de peces, así como cromo, cadmio, arsénico e hidrocarburos solubles en el río Corrientes. Sin embargo, el Estado no adoptó ninguna medida. Aunque desde 2002, tras la caída de Fujimori, la Federación de Comunidades Nativas del río Corrientes (FECONACO) exigió a Pluspetrol que reinyectara las aguas de producción, es decir, que las devolviera al yacimiento, algo que en Estados Unidos estaba regulado desde 1950, el problema persistió, de forma que en 2005 el Ministerio de Salud descubrió que el 98 % de los achuar presentaban altos niveles de plomo y cadmio en la sangre. Incluso después de 2009, cuando ya se reinyectaban todas las aguas de producción, el Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minas (OSINERGMIN) encontró que en algunos pozos de los lotes 1AB/192 y 8 aquella no se realizaba adecuadamente. En 2014 un informe del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) señaló que la compañía no comprobaba la calidad de las aguas reinyectadas ni su impacto en el agua subterránea.

El informe de la OEFA recogió otras irregularidades, entre ellas, falta de impermeabilización en estanques de almacenamiento de hidrocarburos, quema de gas en condiciones no controladas, vertimiento directo de aguas industriales, inadecuado manejo de sustancias químicas y de residuos sólidos, abandono no declarado de instalaciones, suelos contaminados por hidrocarburos y falta de supervisión de aguas subterráneas y superficiales[18].

La explotación del lote 8 afecta a la Reserva Nacional Pacaya Samiria, situada entre los ríos Marañón y Ucayali y territorio ancestral del pueblo kukama. Con 28 000 km2 es el área natural protegida más extensa del Perú.  Se trata de una zona con una gran biodiversidad, pero, según señala un informe de E-Tech publicado en 2014, las aguas superficiales de los humedales están contaminadas, lo que constituye una amenaza para la flora, la fauna y las comunidades humanas.

«se observaron numerosos derrames a lo largo del oleoducto, las líneas de flujo desde los pozos hasta la batería, alrededor de las plataformas de producción (actuales y abandonadas), y los sumideros de desechos. Evidencia de los derrames incluye petróleo crudo que se encuentra en la superficie del suelo o flotando en el agua, al fondo de cochas, y mezclado con la vegetación. Además, se encontró mucho suelo con fuertes olores de combustible, y la presencia de suelo manchado. Los resultados de laboratorio del estado confirman las observaciones»[19].

Entre otras muchas irregularidades, E-Tech señala que el ducto de 17 km para el transporte de diesel desde la batería 3 hasta San Miguel de Saramuro no tiene revestimiento de protección, presenta altos niveles de corrosión y que en algunos tramos está sumergido. La existencia de fugas se evidencia por las películas de petróleo visibles en la superficie del agua[20]. La contaminación se observa también en el suelo y en la vegetación[21].

Claudia Grados Bueno y Eduardo Pacheco Riquelme entrevistaron en 2014 a varios comuneros kukama de la Reserva Nacional Pacaya Samiria. Recojo tres de sus testimonios:

«Salimos de esta isla al río y todito el ancho del río nos damos cuenta que era negro. Yo metía mi pie y me daba cuenta que en mis pies se pegaba negro, negro. Y me paro así del bote y veo negro, todito, señorita, todo el ancho del río. Y la gente de Santa Rita ya estaba alarmada, totalmente alarmada. Todito el día, tremendas planchas, ¡negro de verdad!»[22].

«Antes había mucho mijano, tú los escuchabas venir, sonaba como balas en la quebrada. Había doncella, zúngaros, incluso paiches había antes, era solo peces grandes, ahora solo pez chiquitito que tienen otro sabor»[23].

«Teníamos que comerlo, si no qué íbamos a comer; pensábamos que en la carne no estaba el petróleo, pero ya cuando han venido a examinar los técnicos se han dado cuenta de que estaba contaminado»[24].

Les transmito también los testimonios de dos comuneros kichwa de la zona del río Tigre, citados por Cara Clancy y Sarah Kerremans:

«Ya no hay alimentación para nosotros como antes. Ya no produce la tierra como antes, produce, pero las piñas, las coconas, las yucas, son chiquitas. Los pescados también son chicos, tienen un deje feo, ellos también están enfermos»[25].

«Como gritaban a la hora de morir. Todos vomitaban sangre. Acá murieron en menos de dos años 27  personas. De mis hijos se han muerto tres. Nos hemos cansado de llorar»[26].

Pluspetrol Norte es una empresa subsidiaria de Pluspetrol Resources Corporation, que además de en Perú opera en Colombia, Argentina, Venezuela y Bolivia. Fundada en 1976 por las familias argentinas Rey y Poli, desde 1995 está registrada en las Islas Caimán, un conocido paraíso fiscal. Aunque el registro se mantiene allí, en el 2000 la sede se instaló en Amsterdam, donde sorprendentemente cuenta con un solo empleado. En 2003 estableció una alianza estratégica con la Corporación Petrolera Nacional China, que adquirió un 45 % de Pluspetrol Norte. En la explotación de los lotes, junto a Pluspetrol Norte participan mediante contratos de asociación Korea National Oil Corporation, Daewoo International y SK Innovation. Su director ejecutivo es el estadounidense Steve Crowell, pero el control de la empresa, cuya información pública es muy poco clara, parece seguir en manos de las familias fundadoras.[27].

 Pese a todas las evidencias, Pluspetrol no tiene empacho en proclamar en su web su buen hacer medioambiental y su apoyo a las comunidades indígenas:

«implementa mecanismos para el cuidado del agua que incluyen procesos de reutilización y acciones de concientización para sus empleados. También aplica alternativas tecnológicamente apropiadas para el tratamiento del agua residual e implementa controles exhaustivos para garantizar la calidad de los vertidos.

Gran parte de nuestras operaciones se desarrollan en áreas habitadas por comunidades indígenas, de gran riqueza natural y biodiversidad. Impulsamos iniciativas que aseguran el cumplimiento y protección de sus derechos, considerando el contexto socioambiental y cultural.  Estas iniciativas se encuentran inspiradas en los instrumentos de carácter internacional y local en materia de Derechos Humanos y Derechos de los Pueblos Indígenas[28]».

Sin embargo, los hechos muestran, como estamos viendo, que la imagen ecológica y hasta filantrópica que Pluspetrol intenta proyectar es tan solo un recurso publicitario que nada tiene que ver con la realidad de su actuación en la Amazonia.

La concesión del lote 1AB/192 expiró el 29 de agosto de 2015. Para entonces, en cumplimiento del Decreto Supremo 039-2014-EM aprobado en noviembre de 2014, durante la presidencia de Ollanta Humala, debía haber presentado un Plan de Abandono en el que constaran las acciones de descontaminación, restauración, reforestación, retirada de instalaciones, etc. Sin embargo, el plan presentado en enero de 2015 no cumplía los requisitos exigidos. La Dirección General de Asuntos Medioambientales Energéticos, detalló las deficiencias en 125 observaciones, a las que hay que sumar 28 realizadas por la Autoridad Nacional del Agua y 21 del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas. Entre otras cabe destacar que Pluspetrol no asumía el saneamiento de 92 áreas contaminadas, tampoco consideraba asuntos socioculturales y de patrimonio cultural en relación con los pueblos indígenas y no incluía medidas ante reclamaciones de compensación o indemnización por parte de las comunidades ni información sobre la reinyección de aguas de producción y sobre el estado de 200 pozos[29]. Ante el rechazo del Plan, Pluspetrol intentó diversos recursos para  demorar el cumplimiento de sus obligaciones. El Relator Especial de Naciones Unidas sobre Desechos Tóxicos denunció su actuación en su informe de 2016:

«Mientras que algunas empresas actúan de manera responsable y de buena fe, otras se comportan con impunidad. Por ejemplo Occidental Petroleum y Pluspetrol han dejado miles de sitios contaminados en la Amazonía peruana tras unos 40 años de producción de petróleo, contaminando los alimentos y el agua de las comunidades indígenas locales. Pluspetrol abandonó los sitios sin reparar los daños causados por la contaminación, pese a la obligación contractual que había asumido de limpiar la contaminación generada por ambas empresas. Un nuevo operador Pacific Stratus Energy, sigue produciendo petróleo en la región, pese a la seria corrosión de los oleoductos que con frecuencia se rompen y causan grandes derrames de petróleo, que agravan la contaminación»[30].

Un informe de la Defesoría del Pueblo señaló en 2018 que la población del área de influencia del lote 1AB/192 se hallaba en riesgo por la exposición a metales pesados y por los constantes derrames de petróleo. Además instó al Estado a que atendiera las demandas de las comunidades relacionadas con servicios básicos como agua y saneamiento y a la remediación ambiental de las fuentes de agua y alimentación[31]. Tras ello y ante los incumplimientos de Pluspetrol, cuatro federaciones indígenas representativas de los pueblos achuar del río Corrientes, kichwa del Tigre, quechua del Pastaza y kukama del Marañón presentaron en marzo de 2020 una denuncia en los Países Bajos, donde, como se ha señalado, tiene su sede la empresa[32]. En diciembre de ese mismo año, tras el rechazo por el Ministerio de Energía y Minas de su tercer Plan de Abandono, que no detallaba cómo remediaría 373 sitios contaminados ni atendía las 1199 infracciones notificadas por la OEFA, Pluspetrol Norte anunció su liquidación. Tras ello, según una información de Juan Saldarriaga publicada el 21 de enero de este año en el diario El Comercio, la compañía estatal Petroperú podría hacerse cargo del lote 8 abandonado por Pluspetrol Norte y que sumaría al 192 y al 64, así como al oleoducto Norperuano[33].

Otro ejemplo de un lote de hidrocarburos en un área protegida lo constituye la Reserva Comunal Amarakaeri, situada en Madre de Dios, un departamento por otra parte especialmente castigado por la minería ilegal. Se creó esta mediante Decreto Supremo el 9 de mayo de 2002 con el objetivo de mantener y desarrollar los valores culturales de las comunidades nativas harakbut y proteger un centro de gran diversidad biológica, por ser un refugio de variadísimas especies de flora y fauna[34]. Eso no impidió que en 2006 el gobierno entregara la concesión del lote 76, que ocupa toda la superficie de la reserva, a la estadounidense Hunt Oil Company of Perú, la cual vendió el 50 % de sus acciones a la española Repsol[35].

Los efectos de la explotación petrolera no se limitan a la deforestación, la emisión de gases de efecto invernadero y la contaminación de aguas y suelos. Frederica Barclay sintetiza el impacto de las fases de exploración y de construcción del oleoducto en las zonas rurales de Loreto. En un primer momento estos trabajos requirieron un gran aporte de mano de obra, lo que llevó a un abandono de las actividades agrarias por lo que los alimentos llegaron a escasear y los precios subieron. Posteriormente, ya a finales de la década de los setenta, debido a que muchas prospecciones fueron abandonadas al no obtenerse los resultados esperados y a que otras entraron en fase de explotación, lo que redujo la demanda de mano de obra no cualificada, se produjo un éxodo masivo de la población rural hacia las ciudades, en especial a Iquitos[36]. El caso del lote 1AB/192 al que en tantas ocasiones me he referido, nos permite ejemplificar estas palabras. Se asienta este en el límite con Ecuador a lo largo de los ríos Pastaza, Corrientes y Tigre. Según cuenta Doris Buu-Sao en un artículo publicado en 2018[37] para acceder allí desde Lima era preciso combinar distintos medios de transporte: avión, carro, avioneta y canoa, lo que hacía que el viaje pudiera durar hasta cuatro días. Ciertamente el lote cuenta con aeropuerto, pero en él solo operaban los vuelos que trasladaban a los empleados de Pluspetrol. Se trata, pues, de un territorio aislado dentro del ya de por sí lejano Loreto, un departamento cuya capital, Iquitos, carece de enlace por carretera con el resto del Perú. La puesta en marcha de la explotación exigió la construcción de grandes infraestructuras: pozos, tanques, estaciones de bombeo, carreteras entre las instalaciones, aeropuerto, a las que hay que añadir el oleoducto Norperuano. Parece obvio que la realización de tales trabajos precisó de una gran aportación de mano de obra, gran parte de la cual quedaría desempleada a su finalización.

Dado lo remoto de su emplazamiento, algo que se repite en otros lotes petroleros, el sistema de funcionamiento generalmente utilizado consistía en que los trabajadores cualificados, no la mano de obra local, permanecían tres semanas en las instalaciones y luego disfrutaban de una semana de descanso, que solían aprovechar para visitar a sus familias. Durante los períodos de trabajo el tiempo libre lo pasaban en Andoas, la mayor comunidad nativa de las inmediaciones, lo que propició que en esta aparecieran establecimientos hosteleros y burdeles e indujo la monetarización de la economía, el consumo de alcohol, la multiplicación de embarazos no deseados y la propagación de enfermedades de transmisión sexual[38].

La actuación de empresas extractivas en territorios indígenas genera economías de enclave, es decir, regidas por unos mecanismos económicos ajenos al territorio en que se establecen, poco articuladas con la economía nacional y que solo benefician marginalmente al país. Yaiza Campanario y Cathal Baqué[39] señalan que en los lotes controlados por Pluspetrol se ha establecido una relación de marcada dependencia económica entre la población local y la empresa, facilitada por la débil presencia del Estado en la zona y en general en la Amazonia. Esto se traduce en que el Estado, aparte de no realizar un control adecuado de las actividades desarrolladas por aquella, renunció a ofrecer a la población servicios básicos como la salud, cuya satisfacción quedó al albur de la buena voluntad de la empresa. Así, en muchos lugares no hay más médicos que los que trabajan para ella y solo ella dispone de medios aéreos para trasladar a los enfermos graves. Queda, pues, en manos de la empresa la decisión sobre la atención que debe darse a los pacientes. Además, debido al deterioro ambiental, no solo disminuyen las cosechas y escasea la pesca, sino que tanto el agua como las plantas y animales tradicionalmente consumidos presentan altos niveles de hidrocarburos y de metales pesados. Esto obliga a comprar productos llegados de fuera, cuyos precios son elevados, lo que se agrava por el hecho de que al margen de la empresa hay pocas posibilidades de acceder a ingresos monetarios. Estas circunstancias han propiciado el surgimiento de empresas comunales a las que Pluspetrol contrata para actividades de escasa cualificación y mal pagadas, tales como desmonte y limpieza de derrames y de chatarra, que a menudo se realizan sin medidas de seguridad. Este sistema es utilizado por la petrolera como un medio de control de la población local, ya que le permite sancionar a los elementos críticos dejándolos fuera de los contratos. Así se expresa un monitor ambiental kukama:

«En la parte social [la empresa] ha alterado la cultura de las comunidades de la zona de Saramuro. Ahora ha cambiado la forma de vida. Antes la comunidad se caracterizaba por la costumbre que es de nosotros compartir entre ellos. Ahora todo es negocio, han aumentado los bares, la prostitución y la pobreza. Más pobreza porque solamente la empresa tiene algunas personas que trabajan, los más allegados, solo ellos trabajan, y a la gente más pobre no les dan trabajo. Más pobreza porque ya no tiene pesca ni para que coma ni para que pueda vender y no tiene alimentación y no le dan trabajo. La gente roba de los basureros de la empresa. Eso es lo más lamentable».[40]

En su relación con los indígenas, Pluspetrol ha evitado la negociación con sus federaciones, pese a que estas están reconocidas como entidades representativas y son interlocutoras del Estado. Por el contrario, ha buscado desprestigiar a sus dirigentes con la acusación de que utilizaban sus puestos en beneficio propio y ha intentado, en cambio, alcanzar acuerdos con las comunidades locales, que, al contrario que las federaciones, carecen de asesores y abogados, lo que acentúa el desequilibrio en el trato con la empresa.

Así, pese a lo establecido en el Convenio 169 de la OIT, en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y en la Constitución, las comunidades indígenas han sufrido que sin consultarlas se les impusiera un modelo de desarrollo que las condena a la pobreza, pone en grave riesgo su salud y amenaza su identidad cultural.

Ante esta situación las federaciones indígenas han respondido con numerosas movilizaciones, fruto de las cuales fueron la mencionada declaración de Emergencia Ambiental en las cuencas de los ríos Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón y la creación en 2014 de una Mesa de Desarrollo para las Cuatro Cuencas, de la que son miembros el Estado, las federaciones indígenas y Pluspetrol. El organismo quedó, sin embargo, lastrado desde su inicio dado que Pluspetrol se negó a llegar a acuerdos al ver rechazada su exigencia de derecho a veto sobre las decisiones adoptadas[41].

Situaciones conflictivas se dan también en otras explotaciones petroleras. En el lote 95, operado por la canadiense Petrotal, el 8 de agosto de 2020 un grupo de unos setenta kukamas intentó entrar en las instalaciones de la empresa en demanda de medicamentos y de una indemnización por el uso de su territorio. En el curso de la protesta la policía disparó con armas de fuego causando la muerte a tres manifestantes. Sin relación con la explotación petrolera, pero sí con la defensa del medio ambiente y de las tierras de los pueblos originarios, hay que añadir los  repetidos asesinatos de dirigentes indígenas y activistas medioambientales. Por mencionar solo los últimos casos, cinco en 2020 y dos en lo que llevamos de 2021.

En octubre de 2019, el documento final del Sínodo Especial para la Amazonia[42] enumeró las amenazas a que se enfrenta este territorio:

«… apropiación y privatización de bienes de la naturaleza, como la misma agua; las concesiones madereras legales y el ingreso de madereras ilegales; la caza y la pesca predatorias; los megaproyectos no sostenibles (hidroeléctricos, concesiones forestales, talas masivas, monocultivos, carreteras, hidrovías, ferrocarriles y proyectos mineros y petroleros» (10).

La presión sobre sus tierras y la falta de oportunidades provocan el desplazamiento de familias indígenas, ribereñas, campesinas y afrodescencientes (29). El campo se despuebla y sus habitantes, en especial los jóvenes, acuden a las ciudades, donde la realidad que encuentran defrauda a menudo sus expectativas y los aboca a situaciones de

«pobreza, violencia, prostitución infantil, explotación sexual, uso y tráfico de drogas, embarazo precoz, desempleo, depresión, trata de personas, nuevas formas de esclavitud, tráfico de órganos, dificultades para acceder a la educación, salud y asistencia social» (30).

Esta población desplazada se asienta en zonas insalubres carentes en muchos casos de servicios tan básicos como el agua potable y el alcantarillado, Miguel Ángel Cadenas, entonces vicario regional de los Agustinos en Iquitos, comentaba en un artículo publicado el pasado 28 de abril una sentencia judicial sobre una demanda de los habitantes de dos asentamientos en Punchana (uno de los distritos en que se estructura Iquitos).  Ambos se hallan atravesados por un caño a cielo abierto por el que descargan aguas residuales directamente al Amazonas y los vecinos simplemente pedían la construcción de alcantarillas. Aunque en principio obtuvieron una sentencia favorable, en la vista del recurso presentado por las municipalidades de Punchana y Maynas, a las que correspondería sufragar la obra, los jueces fallaron en su contra. Hay que decir que no de manera unánime, pues la magistrada Roxana Chabela Carrión Ramírez emitió un voto particular en el que argumentaba que esas aguas residuales no solo son dañinas para el medio ambiente sino que contienen elementos patógenos extremadamente peligrosos para la salud humana[43]. Su solitaria dignidad evoca la de los jueces Rómulo Paredes y Carlos Valcárcel quienes ciento diez años atrás intentaron procesar al cauchero Julio César Arana por crímenes contra los indígenas.

El anterior es tan solo un ejemplo de las deplorables condiciones de vida que padecen muchos habitantes de la ciudad. Recomendaciones para evitar el contagio de covid, tales como lavarse las manos con frecuencia o mantener la distancia social, no pueden sonar más que como una burla a oídos de quienes carecen de agua potable, ocupan viviendas precarias en asentamientos informales y no tienen empleo regular. La pandemia sobrecarga además un sistema sanitario débil y ya sometido a presión por la epidemia de dengue que, iniciada en octubre de 2019, afecta especialmente a los departamentos amazónicos.

Esa riqueza supuestamente inmensa de la Amazonia marcha lejos y a sus habitantes, como en la época del caucho, no les queda más que pobreza y sufrimiento. La contaminación y la deforestación los afectan a ellos en el momento presente, pero también las sufrirán sus hijos y sus nietos; y nosotros porque los gases de la atmósfera y el agua de los océanos no se atienen a fronteras, ni pueden erigirse muros para contener su circulación. Ahora sabemos que las emisiones contaminantes y la deforestación alteran el clima, que el Ártico cada invierno tarda más en helarse, que enormes plataformas de hielo se desprenden de la Antártida, que los glaciares retroceden y que se hacen más frecuentes los episodios atmosféricos extremos. Urge adoptar medidas antes de que sea demasiado tarde. No faltan, sin embargo, políticos que quitan importancia al problema o niegan sus causas antrópicas; que se resisten a adoptar cualquier medida que limite la actuación de las empresas y con ella las posibilidades de enriquecimiento de sus accionistas. Son los mismos que ante la legítima angustia que nos oprime ante un futuro incierto, en lugar de afrontar los problemas, esgrimen consignas identitarias y excluyentes del tipo “nosotros primero” y señalan como culpables a los calificados como “otros”, es decir,  los que no pertenecen a nuestro grupo,  azuzando contra ellos el miedo y el odio.

Horkheimer y Adorno indicaron que «la historia real se halla entretejida de sufrimientos reales»[44]. Hoy he querido que entreviéramos el sufrimiento de las poblaciones amazónicas, en especial el de los pueblos originarios, víctimas de una idea del progreso y del desarrollo económico que les ha sido impuesta desde fuera. Una concepción que ve a la naturaleza como una fuente inagotable de recursos prestos a entregarse a quienes con inteligencia, valor y determinación se muestren capaces de explotarlos. La Europa eufórica de la revolución industrial, orgullosa de sus descubrimientos científicos y sus avances técnicos, dominadora, en fin, del mundo, imaginó la sociedad como un ámbito en que los individuos, las empresas, las naciones y las razas se enfrentan en una lucha por la vida en la que triunfan los más aptos. El hecho de que los europeos y sus descendientes se hubieran impuesto a las poblaciones locales en todos los continentes se consideró prueba indiscutible de su superioridad; el mismo argumento permitió justificar en las metrópolis la riqueza y el poder de los grupos dirigentes. Los trabajadores, sometidos a jornadas extenuantes a cambio de una mísera remuneración, se encontraban en esta situación debido a su capacidad inferior. Eran, en definitiva, los “perdedores”, pues de haber tenido iniciativa y carácter, de haber sido emprendedores, habrían escalado hasta los más altos puestos. Desde entonces los europeos hemos arrastrado al mundo a las dos guerras más terroríficas que haya conocido la humanidad y hemos perpetrado el Holocausto y diversos genocidios. Quizá debiera ser razón suficiente para que nos acercáramos a otras culturas con una actitud menos arrogante que la de nuestros antepasados. Lamentablemente el darwinismo social continúa firmemente arraigado y florecen con fuerza el racismo y la xenofobia.

Para finalizar solo me queda expresar mi agradecimiento a dos religiosos agustinos, Manolo Berjón y Miguel Ángel Cadenas, a quien anteriormente he mencionado. Ambos vivieron un tiempo en nuestra ciudad y luego, hace ya muchos años, marcharon a la Amazonia peruana. Allí acompañan a las comunidades locales, comparten sus problemas y esperanzas y trabajan incansablemente por la justicia. Ellos han contribuido a que se despertara en mí el interés por la Amazonia y me han proporcionado una gran cantidad de información. El nombramiento hace apenas unos días, el 15 de mayo, de Miguel Ángel como obispo de Iquitos me ha llenado de alegría. Considero que es una excelente noticia para los loretanos y para todos los que amamos a la Amazonia y nos sentimos inquietos por su futuro.

Notas

[1] Intervención en la Comisión para la transición ecológica y reto demográfico. Congreso de los Diputados de España. Diario La Vanguardia, 8-4-2021.

[2] Salas-Gismondi, Rodolfo; Flynn, Jhon; Baby, Patrice; Tejada-Lara, Julia y Antoine, Pierre-Olivier (2014

), p. 93.

[3] Hallazi Méndez, Luis A. (2020, p. 58.

[4] Clancy, Cara y Kerremans, Sarah (2016).

[5] San Román, Jesús O.S.A. (1994), p. 86.

[6] Citado por San Román, Jesús O.S.A. (1994), p. 119.

[7] Dourojeanni, Marc J. (2017)..

[8] Barclay, Frederica (2011 p. 3..

[9] Hallazi Méndez, Luis A. (2020), p. 59.

[10] Barclay, Frederica (2011), p. 4.

[11] García Pérez, Alan (2007).

[12] FIDH (2009) ,p. 21.

[13] FIDH (2009), p. 43.

[14] FIDH (2009), p. 39.

[15] FIDH (2009), p. 34.

[16] Cardoso, Andrea Soledad (2018), p. 130.

[17] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 59 y siguientes.

[18] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 67-70.

[19] E-Tech international  (2014),p. 25.

[20] E-Tech international (2014), p. 13.

[21] E-Tech international (2014), p. 25.

[22] Grados Bueno, Claudia V. y Pacheco Riquelme, Eduardo M. (2016), p. 45.

[23] Grados Bueno, Claudia V. y Pacheco Riquelme, Eduardo M. (2016), p. 48.

[24] Grados Bueno, Claudia V. y Pacheco Riquelme, Eduardo M. (2016), p. 54.

[25] Clancy, Cara y Kerremans, Sarah (2016), p. 3.

[26] Clancy, Cara y Kerremans, Sarah (2016), p. 3.

[27] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 158.

[28] http://www.pluspetrol.net/peru/ppn.php

, Vista el 17 de mayo de 2021.

[29] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 97.

[30] Citado en Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 108.

[31] Carrillo Rojas, Jorge (2020)..

[33] Saldarriaga, Juan (2021).

[34] https://www.sernanp.gob.pe/amarakaeri. Visto el 19 de mayo de 2021.

[35] Cardoso, Andrea Soledad (2018), p. 125.

[36] Barclay, Frederica (2011), p. 5

[37] Buu-Sao, Doris (2018) p. 107.

[38] Buu-Sao, Doris (2018), p. 109.

[39] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 113 y ss.

[40] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 115.

[41] Campanario Baqué, Yaiza y Doyle, Cathal (2017), p. 125.

[43] Vicariato Regional de los Agustinos en Iquitos (2021).

[44] Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. (1998), Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, p. 93.


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