Camino de Auschwitz: singularidad del Holocausto

Buenos días: Un año más, como ya es una tradición, el Ayuntamiento de Móstoles y el Museo de la Ciudad se suman a la Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, cuyo día se celebró el pasado 27 de enero. A ambos les agradezco que de nuevo hayan querido contar conmigo para uno de los actos.

En más de una ocasión he escuchado a gentes no siempre malintencionadas preguntar por qué, tras tantos años transcurridos, continuamos conmemorando a las víctimas del Holocausto. Algunos añaden que lamentablemente las matanzas e incluso los genocidios no son algo insólito en la historia de la humanidad por lo que al poner el foco en uno de ellos desviamos, incluso aunque no lo queramos, la atención de otros no menos execrables. Llevada al extremo es la actitud de quienes cuando mencionamos los crímenes de Hitler aducen que silenciamos los de Stalin. Es una posición extraña, pues parece llevar implícita la afirmación de que Kolimá en algún modo explica a Auschwitz. Temo que aquí ya hemos abandonado claramente el terreno de la ingenuidad o de la ignorancia para adentrarnos en el de la mala fe. Quienes así hablan se hacen eco de la tesis del historiador alemán Ernst Nolte, para quien los campos de exterminio surgieron del temor a la expansión destructiva del comunismo. Tampoco faltan quienes sostienen que la insistencia en el Holocausto es un instrumento al servicio de los intereses de Israel. Incluso en un mundo en que hay gente convencida de que la Tierra es plana y existe una conspiración universal para hacernos creer que es esférica, o que la actual pandemia la ha creado Bill Gates para controlarnos mediante un microchip, no puede extrañarnos que, a despecho de todas las pruebas y testimonios, haya quienes afirmen que las cámaras de gas son un invento de la propaganda sionista. Cuando algún periódico publica una información sobre el nazismo no faltan comentarios de lectores que expresan con vehemencia posiciones negacionistas, que lamentablemente encuentran un amplio canal de difusión en las redes sociales.

Sin embargo, el Holocausto no solo existió, sino que constituye la irrupción en la historia de un elemento nuevo y pavoroso, que nos muestra el más oscuro abismo de la naturaleza humana. Obviamente, es esta una afirmación categórica que precisa de justificación, puesto que, como desgraciadamente sabemos, ha habido, y todo hace temer que habrá, otros genocidios. Es legítimo, por tanto,  que nos preguntemos qué tuvo de singular el Holocausto.

No se trata de la magnitud de la matanza, por más que esta alcance proporciones descomunales; tampoco del sufrimiento de las víctimas, pues este es rigurosamente personal y subjetivo por lo que no se presta a cuantificaciones ni comparaciones. Además, como señala Yehuda Bauer:

«… en lo que concierne a la brutalidad, la voluntad de matar y el sadismo, poco hay de singular acerca de los nazis, excepto  que ellos fueron más lejos que cualquiera de sus predecesores»[1].

Lo que, según Bauer, singulariza al Holocausto es que para los ideólogos nazis, los judíos representan una fuerza demoníaca que debe ser aniquilada en su totalidad[2]. Podemos añadir que esta creencia se articula con otras también de carácter mítico: por un lado, que la lucha de razas es la fuerza que anima los procesos histórico; por otro, una concepción orgánica de la nación o, más exactamente de la Volksgemeinschaft (la comunidad del pueblo). Esta Weltanschauung (cosmovisión) se complementa con teorías como el racismo, el darwinismo social y la eugenesia que en su momento gozaron de respetabilidad científica y tuvieron amplio respaldo más allá de los círculos nacionalsocialistas y fascistas.

La persecución, a diferencia de otros genocidios, no persiguió una finalidad política, militar o económica, sino que buscaba la universal destrucción física de todo un pueblo concebido no como una comunidad cultural o lingüística, sino como una raza, es decir, una entidad biológica cuyos caracteres, fijados genéticamente, se transmiten a la descendencia. A lo largo de esta charla nos adentraremos en los elementos míticos mencionados y en el revestimiento científico que adoptaron, sin olvidar que muchos de ellos no fueron específicamente alemanes, por lo que al tratarlos haremos también referencia a cómo se manifestaron en otros países.

Hitler entendía a la humanidad como dividida en razas, cuyas aptitudes permiten clasificarlas jerárquicamente:

«Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura, tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario. El estableció los fundamentos y las columnas de todas las creaciones humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter peculiar de cada pueblo»[3].

Mientras que en la cumbre se sitúan los arios, los judíos ocupan el lugar inferior, convertidos en su imagen invertida, en un elemento corruptor al que ni siquiera cabe considerar auténticamente humano. De acuerdo con esta concepción biológica, la función del Estado es mejorar las condiciones de conservación de la raza[4], lo que conduce a unas conclusiones que informarán obsesivamente la política del nazismo. En primer lugar, puesto que la hibridación produce vástagos de características intermedias entre las de sus progenitores, también el mestizaje conducirá al mismo resultado, lo que se traducirá en una degradación de la raza superior, que irá incorporando rasgos de las inferiores[5]. En 1935, las leyes de Núremberg prohibirán en consecuencia las relaciones sexuales entre arios y judíos y más adelante, cuando durante la guerra sean enviados forzosamente a Alemania numerosos trabajadores procedentes de los países ocupados, se establecerán severos castigos, ordinariamente la pena de muerte, para aquellos que mantengan contactos inapropiados con mujeres alemanas. Pero esto no es suficiente. Los mismos alemanes, aunque se suponga que conservan mejor que otros pueblos blancos los caracteres arios, no están exentos de cierta degeneración. Por eso se ve como necesario evitar la reproducción de “todo individuo notoriamente enfermo o atávicamente tarado”[6]. Esto llevará a esterilizaciones forzosas y también al asesinato de pacientes aquejados de dolencias físicas o mentales consideradas incurables. Razones de higiene racial y ahorro económico se aducirán también para quitar la vida sin el consentimiento y ni siquiera el conocimiento de sus padres, a niños nacidos con malformaciones u otros problemas graves. En estas actuaciones, conocidas como Aktion T4, se experimentaron procedimientos que luego se aplicarían en el Holocausto y se formó a una parte del personal encargado de llevarlo a cabo. Junto a estas medidas de eugenesia negativa, se aplicaron otras de eugenesia positiva, destinadas a favorecer la reproducción de aquellos especímenes tenidos por genéticamente más puros, particularmente los miembros de las SS, cuyo matrimonio debía ser aprobado por el Reichsführer Himmler tras un examen racial de las prometidas. En suma, la convicciones raciales nazis llevaron a aplicar a los seres humanos técnicas de selección empleadas en la cría de ganado.

Conviene que nos detengamos ahora en la afirmación de que el Holocausto, a diferencia de otros genocidios no persiguió una finalidad económica, política o militar. Las posesiones de los judíos fueron expropiadas en beneficio no solo de los jerarcas nazis, sino en gran medida del conjunto de la población aria. Pero el proceso de arianización de la economía ya había concluido cuando comenzó la deportación a los campos de exterminio. No se asesinó a judíos ricos para despojarlos, sino a gentes a las que previamente se había reducido a la pobreza al expulsarlos de toda actividad productiva. Eso por lo que hace a los judíos de Europa Central y Occidental, pues en el este, la mayor parte eran campesinos, artesanos o pequeños comerciantes, que a duras penas alcanzaban lo necesario para subsistir, o en la Unión Soviética trabajadores de los koljoses o de las fábricas estatales. Polonia y los territorios occidentales de la Unión Soviética, considerados como el Lebensraum (espacio vital) alemán y que, según el Generalplan Osten (Plan General del Este), debían perder a gran parte de su población eslava que sería reemplazada por colonos alemanes, muestra claramente el diferente trato, aunque en ambos casos genocida, reservado a los distintos grupos étnicos que lo habitaban. Mientras que se perseguía una drástica reducción de la número de eslavos mediante el hambre y las deportaciones, no se contemplaba su desaparición total, pues se pretendía que una parte sobreviviera a fin de que pudiera ser utilizada como mano de obra servil. El 25 de mayo de 1940, Heinrich Himmler presentó a Hitler, quien dio su aprobación, un memorando sobre la educación que debía darse a los pobladores de las tierras conquistadas:

«Para la población no alemana del Este solo debería existir la escuela elemental de cuatro cursos, pero ningún tipo de educación secundaria o superior. En esas escuelas solo se enseñaría lo siguiente: El cálculo básico hasta un máximo de 500; escribir el nombre; la enseñanza de que es un mandamiento divino obedecer a los alemanes y ser honesto, aplicado y dócil. La lectura no la considero necesaria»[7].

Los eslavos orientales supervivientes quedarían convertidos en una casta inferior ignorante y sumisa, en unas condiciones que recuerdan las de los ilotas en la antigua Esparta; pero, a diferencia de los judíos, no serían totalmente aniquilados. Es un crimen abominable cuya finalidad política y económica es clara: la colonización y explotación del territorio.

En el terreno militar, los judíos no solo no constituían una amenaza para el Tercer Reich, sino que los recursos humanos y materiales destinados a su exterminio hubieran podido utilizarse en el esfuerzo de guerra. En este, como en otros aspectos, la ideología condicionó muchas decisiones aparentemente irracionales, que, sin embargo, cobran sentido cuando se consideran las premisas míticas en que se fundamentaron. El 29 de abril de 1945, la víspera de su suicidio, Hitler repetía en su testamento político que el desencadenamiento de la guerra era responsabilidad de los judíos:

«No es cierto que yo o cualquier otro en Alemania hayamos querido la guerra en el año 1939. La quisieron y provocaron exclusivamente aquellos hombres de Estado internacionales que, o bien eran de origen judío, o bien trabajaban para los intereses judíos. He hecho demasiadas propuestas para restringir y limitar el armamento −que la posteridad no será capaz de negar eternamente− como para que pudiera pesar sobre mí la responsabilidad de haber desencadenado esta guerra. Yo nunca quise que, después de la funesta Primera Guerra Mundial, estallara aún una segunda contra Inglaterra o siquiera contra América. Pasarán siglos, pero de entre las ruinas de nuestras ciudades y monumentos artísticos siempre seguirá reavivándose el odio contra ese pueblo, el responsable en último término, al que tenemos que agradecer todo esto: el judaísmo internacional y sus colaboradores»[8].

Era una acusación que ya había formulado en numerosas ocasiones y que el aparato de propaganda dirigido por Goebbels reiteraba machaconamente. El 6 de noviembre de 1941 en una reunión con veteranos del fallido golpe de 1923, Hitler había manifestado su preocupación por el hecho de que tras la guerra estaba «el judío internacional», que «había envenenado a los pueblos a través de su control de la prensa, la radio, el cine y el teatro» y se beneficiaba del rearme y de la guerra. Eran los judíos quienes gracias a su control de los gobiernos del Reino Unido y de la Unión Soviética habían impulsado una coalición mundial contra Alemania[9]. Ese mismo año, el 12 de diciembre, tras la declaración de guerra a Estados Unidos, ante un auditorio de Reichsleiter y Gauleiter (responsables regionales del partido), había asegurado,  con palabras a las que siempre dio un valor profético, que la guerra mundial tendría como consecuencia la aniquilación de los judíos[10]. La idea de que al invadir Polonia, Francia o la Unión Soviética, Alemania no hacía sino defenderse de una agresión judía no era nueva.  Los miembros de los Einsatzgruppen recurrían a ella para justificar sus acciones. Así lo expresa, por ejemplo,  Walter Mattner en una carta a su esposa fechada el 5 de octubre de 1941, tras la liquidación del gueto de Moguilov (Bielorrusia):

«Tomé parte en la gran matanza en masa [Massensterben] de ayer, mis manos temblaron un poco en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. Al décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés, consciente de que yo mismo tengo dos en casa, con los que estas hordas actuarían de igual modo, incluso quizá diez veces peor. La muerte que nosotros les hemos causado ha sido breve y hermosa comparada con los sufrimientos infernales de los miles y miles [de personas] en las cárceles de la GPU [policía secreta soviética]. Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua. Hay que acabar con estos brutos que han traído la guerra a Europa y que todavía hoy, andan por América»[11].

Aún más que la atrocidad narrada por Mattner estremece la naturalidad con que la cuenta. Nada en sus palabras sugiere el más leve atisbo de culpabilidad. Tampoco parece albergar la más leve duda de que su mujer aprobará su conducta. Nos encontramos ante un asesino con buena conciencia, ante un buen hombre convencido de que al matar mujeres a y niños indefensos protege a sus propios hijos. Al contrario de Mattner, Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, confiesa haberse sentido conmovido por el espectáculo de niños judíos conducidos a las cámaras de gas:

«Una vez vi a dos niños tan enfrascados en sus juegos que ni la madre era capaz de llevárselos. Los judíos del Sonderkommando tampoco se atrevían. Jamás olvidaré la mirada de aquella madre que imploraba piedad, consciente de la suerte que les esperaba. Los que ya se encontraban en la cámara de gas empezaban a alborotarse: había que actuar. Todos me miraban, y yo hice una señal al Unterführer de servicio. Este tomó en sus brazos a los niños, que forcejeaban violentamente mientras se los llevaba a la cámara, seguido por la madre, llorando hasta partir el alma. Sobrecogido de piedad, habría preferido desaparecer, pero no me estaba permitido manifestar la menor compasión» [12].

Höss se esfuerza por hacernos creer que experimenta sentimientos de empatía hacia las víctimas, pero su relato se centra en su propio sufrimiento al dar la orden de que los niños sean asesinados junto a su madre y al resto de los deportados. Ya no nos hallamos ante un simple criminal con buena conciencia, sino ante un héroe que para cumplir con su deber, del mismo modo que otros vencen el miedo, domina sus impulsos humanitarios. Los jerarcas nazis temían, sin duda, que sus hombres flaquearan ante la orden de matar a mujeres y niños. Sin embargo, aquellos superaron la prueba de manera satisfactoria. Al menos así lo manifestó Himmler en un discurso ante los Reichsleiter y los Gauleiter pronunciado en Posen el 6 de noviembre de 1943:

 «Se ha planteado la siguiente cuestión: “¿Qué hacer con las mujeres y los niños”. He tomado una decisión y he encontrado una respuesta evidente. No me sentía, en efecto, en el derecho de exterminarlos −digamos, si lo preferís, de matarlos o hacerlos matar [a los hombres]− y de dejar crecer a sus descendientes, que se vengarían en nuestro hijos y en nuestros descendientes. Ha habido que tomar la decisión de borrar a este pueblo de la faz de la Tierra. Lo cual ha supuesto para la organización encargada de cumplir esta tarea la cosa más dura que le haya sido dado conocer. Creo poder decir que se ha llevado a cabo sin que nuestros hombres y nuestros oficiales hayan sufrido en su corazón o en su alma»[13].

El Reichsführer-SS tiene motivos para el orgullo, pues la organización que dirigía había sido capaz de afrontar con éxito la más ingrata de las tareas. Como indica Emil Fackenheim:

«El hombre ideal de las SS tenía que “torturar y aniquilar” para “hacerse grande soportando el sufrimiento ajeno”. En una era marcada por la tortura en muchos países, la tortura nazi aparecía, no obstante, como única»[14].

Los testimonios citados presentan, pues, la matanza como una labor defensiva y hasta heroica que solo concluiría cuando los judíos, considerados el verdadero enemigo, fueran eliminados de “la faz de la tierra”. El objetivo no era alcanzar un Reich étnica y culturalmente homogéneo, sino el exterminio total de un pueblo. Esto lo diferencia del genocidio cometido contra los armenios por el régimen de los Jóvenes Turcos entre 1915 y 1917. Buscaban estos una Turquía libre de armenios, pero al nazismo no le bastaba con una Alemania Judenrein (libre de judíos), sino que, llevado por su interpretación de la historia como lucha de razas, aspiraba a borrarlos del mundo, pues solo de esa manera sería completa la victoria de los arios. Al igual que estos, representantes del elemento luminoso y creador, los judíos, su reverso oscuro y destructor, aspiraban al dominio universal. Con esta finalidad  se valían de todos los medios para debilitar a la Volksgemeinschaft introduciendo en ella la discordia y la desconfianza, y corrompiendo su sangre. Mediante la masonería habían promovido la democracia y el parlamentarismo, en que la mayoría de los mediocres e ignorantes se impone por el número a los espíritus superiores; se habían hecho también con el control de la economía sometiendo al pueblo al yugo del capital financiero, a la vez que promovían los sindicatos y la socialdemocracia, que supuestamente luchaban por mejorar la condición de los trabajadores; obra suya era también la revolución bolchevique que, según afirma Hitler, había destruido a Rusia:

«Hacía siglos que Rusia se había mantenido gracias al núcleo germánico de sus esferas superiores, núcleo del cual se puede decir que hoy está exterminado completamente. En su lugar, se ha impuesto el judío; pero así como es imposible que el pueblo ruso sacuda por sí solo el yugo israelita, no es menos imposible que los judíos logren sostener, a la larga, bajo su poder el gigantesco organismo ruso. El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del Este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia, será al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado. Estamos predestinados a ser testigos de una catástrofe que constituirá la prueba más formidable para la verdad de nuestra teoría racista»[15]. 

Sostenía también que dominaban la prensa, el teatro y el cine, de los que se servían para propagar sus ideas disolventes y silenciar a los artistas enraizados en la tradición alemana en tanto que ensalzaban a las vanguardias promotoras de un arte degenerado. Se hallaban asimismo que tras toda clase de actividades delictivas, entre las que se hacía hincapié en las de índole sexual, presentadas como crímenes contra la raza. Cabe concluir que en su opinión, de alguna manera, el barón Rothschild, Rosa Luxemburg, Freud, Einstein, Wittgenstein, Chagall, los rebbes jasídicos y el resto de los judíos actuaban de consuno para destruir a los arios y conquistar el mundo.

La historia, como ya se ha señalado, se convierte para los nazis en un combate mítico entre la raza aria y la judía, en el que la primera encarna el cosmos luminoso y jerárquicamente ordenado, mientras que la segunda representa el caos tenebroso e informe. Es una lucha titánica en que la victoria solo puede alcanzarse mediante la aniquilación del adversario. Esto no impide, sin embargo, que el nazismo adopte elementos filosóficos y científicos envueltos en un aura de prestigio y ampliamente difundidos entre las élites intelectuales y políticas europeas y americanas.

 La división de la humanidad en razas y la superioridad aria había sido expuesta a mediados del siglo XIX por el francés Joseph Arthur de Gobineau en el Essai sur l'inégalité des races humaines, aunque sus precedentes se remontan a la obra del marqués de Boulainvilliers a principios del siglo XVIII. Este había defendido los privilegios de los nobles con el argumento de que descendían de una raza superior, la de los conquistadores germánicos; en tanto que el resto de los franceses lo hacía de los sometidos galos. La expansión colonial durante el siglo XIX afianzó la idea de la inferioridad de las poblaciones asiáticas y africanas, cuyo retraso científico, técnico e incluso moral (manifiesto este último en que se regían por normas distintas de las victorianas), se atribuyó a menudo a limitaciones biológicas. Como ejemplo de la actitud de las autoridades coloniales, cabe citar el Código Negro promulgado por el español Juan Prim en 1848, cuando era capitán general de Puerto Rico, en el que, tras un preámbulo en que se hace referencia a la “estúpida ferocidad de la raza africana”, se establecen penas especialmente severas para los negros, incluso aunque fueran libres.

Entre la guerra Franco Prusiana y la I Guerra Mundial, Europa vivió lo que conocemos como Belle Époque, ese período que Stefan Zweig rememora en El mundo de ayer, caracterizado por la paz, el desarrollo científico, el crecimiento económico y la primera legislación laboral, impulsada por la creciente extensión de las organizaciones obreras. Entonces las capas superiores de la burguesía se fundían con una aristocracia que aún mantenía en muchas naciones gran parte de sus privilegios, y adoptaban un estilo de vida cosmopolita, facilitado por la mejora de las comunicaciones gracias a la progresiva extensión de la red ferroviaria y a la navegación a vapor. En tanto que se difundía la convicción optimista de que el progreso resolvería los problemas humanos y se alcanzaría una época en que nada turbaría la paz y la seguridad, máxima aspiración de las gentes de orden que regían los destinos del continente; en el Congo, explotado como una propiedad personal del rey de los belgas, Leopoldo II, los indígenas eran sometidos a una política de terror, con unos pavorosos costes humanos; en el África Sudoccidental Alemana, los herero y los nama eran empujados a un desierto cuyos pozos habían sido envenenados; los indígenas de la Amazonia sufrían una esclavitud de facto a manos de los caucheros y alimentaban con su sufrimiento la pujante industria de los países desarrollados; los aborígenes de los Estados Unidos, expulsados de sus tierras, eran confinados en reservas estériles a menudo situadas a cientos, incluso miles, de kilómetros de su lugar de origen, a las que debían llegar tras largas y extenuantes marchas a pie; o en Cuba, todavía bajo dominio español, el general Weyler, para privar a los insurgentes del apoyo local, obligaba a los campesinos a desplazarse a las ciudades controladas por el ejército, donde se los recluía en campos de concentración, en los que el insuficiente suministro de alimentos y las precarias condiciones sanitarias hacían que la mortalidad se dispara hasta extremos espeluznantes. Esa era la única cara de la civilización occidental visible para los habitantes de gran parte del mundo. Pero todo eso ocurría en territorios lejanos y no alcanzaba a turbar la satisfecha conciencia de la superioridad blanca.

El darwinismo social, propugnado por el británico Herbert Spencer, defendía que los individuos y colectividades humanas se rigen por los principios de la selección natural y se enfrentan, por tanto, en una lucha por la vida en la que sobreviven los más aptos. La situación de los pueblos colonizados y de los grupos desfavorecidos en las metrópolis no eran, pues, la manifestación de una injusticia, sino el simple efecto de unas leyes de la naturaleza en cuyo curso no se debe interferir, so pena de debilitar a la raza y a la especie.

Relacionado con esta teoría, el eugenismo, formulado por el también británico Francis Galton, proponía la mejora de la raza mediante el control de la procreación. Guiados por esta idea, que tuvo defensores tan prestigiosos como el naturalista alemán Ernst Haeckel, fueron numerosos los países europeos y americanos que adoptaron leyes de esterilización forzosa para determinadas categorías de enfermos e individuos considerados degenerados. Las poblaciones indígenas americanas y en Europa minorías como los gitanos o los sami (lapones) fueron a menudo víctimas de intervenciones de este tipo hasta muy avanzado el siglo XX, incluso en países tan democráticos como Suecia y Finlandia[16]. En este aspecto, las políticas nazis a las que anteriormente se hizo referencia llevaron hasta el extremo tendencias que en alguna medida estaban presentes en muchos países de cultura occidental.

El nazismo es una variante del fascismo y como este, según Roger Griffin, constituye «una forma palingenésica de ultranacionalismo populista», una ideología que se articula en torno a un mito utópico central:

«El mito central, construido de acuerdo con el tipo ideal, consiste en que un “pueblo” orgánico, que forma una “ultra-nación”, está en crisis y necesita ser salvado de su actual estado de desintegración y decadencia por una vanguardia formada por quienes son muy conscientes de las fuerzas que en ese momento la amenazan y están dispuestos a luchar para combatirlas»[17].

El término palingenesia se forma mediante la unión de dos palabras griegas, palin (de nuevo) y génesis (nacer) e implica la idea de que se saldrá del estado de postración mediante un nuevo nacimiento. Pero este no acaecerá espontáneamente, sino que será fruto de la acción de la minoría consciente capaz de identificar la auténtica amenaza y utilizar todos los medios para combatirla. En cuanto a la idea de un pueblo orgánico, es decir, la concepción de este a imagen de un organismo vivo, entronca con la noción de Volksgeist (espíritu del pueblo) desarrollada por los filósofos románticos. Frente al universalismo cristiano y el cosmopolitismo de la Ilustración, se esgrimía la idea de que cada nación posee un carácter propio, que la diferencia de las demás y permanece inmutable a lo largo de la historia, de la cual él es en realidad el verdadero sujeto.

Mientras que el ultranacionalismo fascista mussoliniano descansaba sobre el mito fundacional de que los italianos actuales son descendientes de los antiguos romanos, el hitleriano remontaba los orígenes alemanes a una supuesta raza aria, lo que le daba un carácter racista pretendidamente científico mucho más acentuado y peligroso[18]. Para el nazismo, la ultranación aria se halla sumida en una profunda crisis de la que considera responsables a los judíos como raza y cuyos aspectos más visibles son la capitulación en la Gran Guerra, la oleada revolucionaria que la siguió (que en Alemania se plasmó fundamentalmente en la insurrección espartaquista y en la efímera República Socialista de Baviera), las duras condiciones impuestas por los vencedores en el tratado de Versalles y la hiperinflación de comienzos de los años veinte. Una década que suele asociarse a la idea de felicidad, quizá más que por méritos propios, porque la anterior y las dos siguientes fueron mucho peores.

Los elementos míticos mencionados revestidos por un armazón en su momento tenido por científico configuran lo que Saul Friedländer ha denominado “antisemitismo redentor”[19]: la creencia de que una vez exterminados los judíos, la humanidad accedería a una edad utópica bajo el dominio de la raza aria.

Naturalmente, una ideología de este tipo solo podía brotar en un terreno abonado por siglos de antisemitismo. Este, en efecto, tenía profundas raíces en Europa, donde los judíos, señalados como pueblo deicida, habían sufrido durante siglos expulsiones y matanzas, y por lo general habían sido obligados a vivir segregados de la mayoritaria población cristiana, habitando en guetos y  portando vestimentas distintivas. A menudo, sobre todo cuando el hambre o las epidemias hacían aún más precarias las ya de por sí generalmente difíciles condiciones de vida, circulaban libelos de sangre en los que se les acusaba de raptar niños y asesinarlos ritualmente. En esos casos, multitudes azuzadas por predicadores populares asaltaban las juderías y se entregaban a saqueos y matanzas. En España los casos más conocidos son los de Santo Dominguito de Val y el Santo Niño de la Guardia, pero rumores similares se difundieron por todos los países con parecidas consecuencias. Ni que decir tiene que las fake news y los hechos alternativos son muy anteriores a las redes sociales. Incluso en el siglo XIX y principios del XX, los pogromos muchas veces alentados por las autoridades fueron frecuentes en la Europa Oriental, especialmente en los territorios del imperio Ruso. Israel Yehoshua Singer recuerda que en su infancia el rumor, difundido por un campesino resentido, de que los judíos habían sacrificado a un niño cristiano estuvo a punto de provocar una matanza en el shtetl de Lentshin (próximo a Varsovia)[20]. Pero aunque los episodios más brutales tuvieran lugar en el este, la judeofobia estaba también muy difundida en Europa Central y Occidental. Baste mencionar el affaire Dreyfus y la áspera división que produjo en la sociedad francesa, cuyos sectores más conservadores, incluidos los mandos superiores del ejército y destacados intelectuales como Maurice Barrès y Charles Maurras, presionaron para que se condenara al oficial judío, e intentaron que permaneciera en prisión, aún después de que se hallara al verdadero culpable. Incluso en España, donde no había presencia judía desde la expulsión de 1492, se mantenía un antisemitismo que, aunque originariamente religioso, había adquirido un cariz claramente racista. Así, la desconfianza ante la sinceridad de las conversiones había llevado no solo a que la Inquisición vigilase estrechamente a los denominados cristianos nuevos, sino también a que se establecieran los estatutos de limpieza de sangre, que vetaban el acceso a los colegios mayores y a gran número de empleos e incluso a las órdenes religiosas a quienes contaran entre sus abuelos a un judío o un musulmán. Hasta mediados del siglo XX se ha mantenido en Mallorca la discriminación contra los chuetas, como se denomina a los descendientes de los condenados por criptojudaísmo en 1691.

A su llegada a Viena en 1907, Hitler se sintió atraído por dos políticos de ideas muy distintas: Georg Ritter von Schönerer, anticatólico y pangermanista, defendía la incorporación de Austria a Alemania (Anschluss); Karl Lueger, fundador del partido socialcristiano y alcalde de la ciudad, era, por el contrario, partidario del mantenimiento del imperio de los Habsburgo. Coincidían, sin embargo, en su hostilidad hacia los judíos, a quienes Lueger se refirió en público como «animales de presa con forma humana» de cuya dominación se proponía «liberar al pueblo cristiano»[21]. Fue en estos tiempos cuando, según él mismo afirma, Hitler se convirtió en un «antisemita fanático»[22]. Ha de tenerse en cuenta que en el lenguaje del nazismo el término «fanático» tenía connotaciones positivas.

La derrota alemana en 1918, la oleada revolucionaria, la crisis económica y la difusión de una cultura calificada de degenerada y cosmopolita se presentaban a los ojos de Hitler y de sus seguidores como etapas de un vasto plan mediante el cual los judíos pretendían hacerse con el dominio del mundo. No cabe duda de que Alemania en los años treinta se enfrentaba a una situación grave y compleja. Algo que, como suele ocurrir en tales casos, abonaba el terreno para la difusión de teorías conspirativas. Estas resultan atractivas ya que ofrecen explicaciones sencillas y señalan a un culpable, lo que crea la ilusión de que eliminando a este se resolverán los problemas. La misma imposibilidad de encontrar pruebas tangibles de la conspiración es para los adeptos a estas ideas una demostración no de su falsedad, sino de la astucia y el poder de unos enemigos que en la sombra manejan a los gobiernos y controlan los medios de comunicación. Quienes las siguen participan además de la íntima satisfacción de haber penetrado una verdad que permanece oculta al común de los mortales. Se les impone, pues, la gloriosa tarea de, convertidos en apóstoles, difundir la buena nueva. Los seguidores del nazismo experimentaron además el orgullo de pertenecer a la raza superior.

Un libelo aparecido en Rusia a principios del siglo XX con el título Protocolos de los sabios de Sion, se presentaba como las actas de una reunión secreta de líderes judíos en la que se había adoptado un plan para hacerse con el dominio del mundo. Después de 1917, de la mano de exiliados rusos la obra alcanzó una gran difusión en Occidente, pese a que ya en 1921 el diario The Times aportó pruebas de que se trataba de una falsificación en que se recogían partes sustanciales de un panfleto satírico francés de 1864 dirigido contra Napoleón III, a quien le atribuía el proyecto de controlar el mundo. La publicación había sido en realidad elaborada por la Ojrana, la policía política zarista. Sin embargo, eso no afectó a su popularidad y aún hoy sigue circulando en medios islamistas y de extrema derecha. Los protocolos fueron también ampliamente comentados en El judío internacional, una obra violentamente antisemita del magnate estadounidense de la industria automovilística Henry Ford, publicada en 1920, que ejerció gran influencia en los círculos nazis. La hostilidad contra los judíos constituía asimismo uno de los elementos característicos del Círculo de Bayreuth, un grupo de allegados a Richard Wagner que, alrededor de su viuda Cósima y de su yerno, el británico nacionalizado alemán, Houston Stewart Chamberlain, se erigió en administrador de la herencia cultural del compositor. Chamberlain, había publicado en 1899 Los fundamentos del siglo XIX en que defendía la necesidad de liberar a Alemania de la corruptora influencia judeocristiana, y en 1915 Cosmovisión aria, donde presentaba la guerra mundial como una lucha por la liberación de Alemania del dominio judío. Muerto en 1927, en su funeral, al que asistió Hitler, desfilaron las SA con amplio despliegue de esvásticas.

Estas y otras publicaciones, como las del francés Drumont, popularizaron la idea de la conspiración judía, que llegó a gozar de aceptación incluso fuera de los medios de extrema derecha. En España, por ejemplo, Pío Baroja afirmó que, aunque no se supiera quién era realmente el autor de los protocolos, no le cabía duda de que estos provenían de medios judíos[23].

En suma, judeofobia, racismo y conspiracionismo se conjugan en un imaginario que se difunde más allá de las fronteras alemanas, y cuya expresión más radical es el antisemitismo redentor característico del nazismo. Las pretensiones científicas de este, que intentaba fundamentar su frontal rechazo al pueblo judío en razones de orden genético, presentaban, sin embargo, dificultades difíciles de soslayar, pues hacían precisa una clara identificación de los caracteres observables que singularizaban a la pretendida raza judía.

Janina Levinson, que tras su matrimonio con Zygmunt Bauman adoptaría el apellido de este, recordaba la perplejidad que en los inicios de la adolescencia le producía su identidad judía. No alcanzaba a entender qué tenía ella en común, hija de un urólogo renombrado y sobrina de médicos, abogados e ingenieros, con esas gentes pobres de los shtetls que vestían de una manera extraña y hablaban en yidis, un idioma que le resultaba incomprensible:

«De alguna manera aprendí que se podía reconocer a los judíos simplemente por su aspecto: pelo oscuro rizado, ojos negros y narices aguileñas. Pero esto tampoco funcionaba. El tío Josef era rubio, mis propios ojos eran de color verde claro y había muchas narices rectas en mi familia. Entonces ¿qué?

Puede ser que tuviera algo que ver con la iglesia y la religión. Los judíos no iban a la iglesia; nosotros tampoco. Pero los judíos iban a la sinagoga y nosotros no. Como el resto del mundo, siempre teníamos un árbol de Navidad en casa. Pero a diferencia de ellos también hacíamos esas cenas fabulosas en casa de mi bisabuela dos veces al año. Se llamaban Pesaj (Pascua), en primavera, Y Ros Hashana (Año Nuevo judío) en otoño»[24].

Cuando tras la liberación de Auschwitz Primo Levi coincidió en la estación de Lviv con unas muchachas que regresaban a Minsk  tras haber pasado la guerra evacuadas en Uzbekistán, estas no podían creer que él también fuera judío, pues a sus ojos no se diferenciaba en nada de los italianos cristianos que lo acompañaban[25].

El problema de determinar las características raciales que permitieran identificar con rigor científico a los judíos, parecía tan arduo como lo hubiera sido el de establecer las de los arios a partir de los rasgos de Hitler, Himmler, Goebbels y Göring. Por esa razón, las leyes de Núremberg hubieron de recurrir a una definición en que la clasificación según la sangre remite a elementos religiosos. Desde su aprobación el 15 de septiembre de 1935, quedó establecido que sería judío todo aquel que tuviera tres o cuatro abuelos judíos. De esta manera, si bien la consideración como judío de un individuo era independiente de la religión que él mismo profesara, dependía de la que hubieran seguido sus abuelos. Quienes se hallaban en esta situación no formaban parte de la Volksgemeinschaft y en consecuencia se veían privados de la ciudadanía alemana y se les prohibía el matrimonio y toda relación sexual con alemanes. En breve otras leyes los expulsaron del funcionariado, la docencia, el ejercicio profesional, etc., en una cascada de medidas encaminadas a humillarlos y a segregarlos totalmente del resto de la población. Así se les vedó la entrada a los parques, se limitaron las horas en que podían realizar sus compras, sus mascotas fueron sacrificadas, se les obligó a portar la estrella de David como distintivo…, hasta que finalmente se decidió su muerte.

El que se impusiera el antisemitismo redentor se debió, al menos en gran parte, al amplio respaldo de que gozaba un antisemitismo que en contraste cabe calificar de moderado. Muchas personas que en 1933 hubieran rechazado horrorizadas la sugerencia de matar a todos los judíos, niños incluidos, eran, sin embargo, partidarias de reducir la presencia judía en la vida pública y aplaudían que se restringiera su acceso a la administración, la universidad o las profesiones liberales. En realidad, eran muchos los que fuera del ámbito nazi, no consideraban a los judíos como auténticos alemanes y, por tanto, no se opusieron a que se les privara de la ciudadanía. Ahora bien, una vez que se acepta que cierta categoría de habitantes del país debe ver anulados sus derechos, comienza la caída por una pendiente progresivamente resbaladiza. Desde el acceso al poder de Hitler, los medios de comunicación, conforme a las órdenes de Goebbels, se emplearon a fondo en fomentar los sentimientos antisemitas, asociando siempre a judíos con toda clase de hechos que pudieran calificarse de negativos. Algo similar ocurrió con la educación, donde ya antes de 1933 el nazismo contaba con numerosos seguidores entre los maestros. Así, en un proceso bastante rápido muchos de quienes habían aprobado las primeras medidas discriminatorias aceptaron sin problemas que estas se radicalizaran. La guerra, que, como anteriormente se ha dicho, fue presentada como un acto de defensa frente a una agresión judía, facilitó los pasos siguientes. No parece que fueran muchos quienes se cuestionaran la legitimidad de los asesinatos masivos. Como señala Ian Kershaw, la preocupación por los familiares y amigos destinados al frente, el miedo a los bombardeos y la tensión por una cada vez más difícil vida diaria, hacen poco probable que se mostrara interés por un grupo social poco estimado y, tras las medidas discriminatorias, totalmente aislado del conjunto de la población alemana:

«Para la mayoría, “el judío” había pasado a ser una imagen completamente despersonalizada. La abstracción del judío había ido superando cada vez más al judío “real”, quien, por mucha animosidad que hubiera causado, había sido una persona de carne y hueso. La despersonalización del judío había sido el gran éxito de la política nazi y de la propaganda sobre la Cuestión Judía»[26].

Cabe que nos preguntemos por los sentimientos de la esposa de Walter Mattner al leer la carta en que su marido le contaba cómo había reventado en el aire a bebés que salían despedidos de los brazos de sus madres. Como ella fueron muchos los alemanes que forzosamente hubieron de recibir noticias de lo que ocurría en el este, pero no hubo movimientos de protesta, como sí los había habido contra la Aktion T4. Para la mayoría, el judío, si no el ser mítico encarnación del mal de la propaganda nazi, se había convertido al menos en alguien lejano e irreal, totalmente extraño a las inquietudes cotidianas.

Parece difícil no concluir como Kershaw, que la Solución Final no habría sido posible sin la progresiva exclusión de los judíos de la sociedad alemana. Algo que se realizó de forma legal y pública. Todo el mundo conoció las Leyes de Núremberg, y también toda la normativa que las siguió. Todos pudieron ver a los judíos señalados con la estrella amarilla. Supieron que se les arrebataban sus empresas y se les echaba de sus puestos de trabajo. A medida que aumentaba la discriminación, los alemanes arios dejaron de saludar a sus vecinos y amigos judíos, evitaron cruzarse con ellos y si el encuentro era inevitable, fingieron no conocerlos. Antes de desparecer de la vista, el judío desapareció de la conciencia de los alemanes. Luego, su asesinato no fue más que la conclusión lógica de un proceso iniciado mucho antes.

Han pasado tres cuartos de siglo desde entonces y el número de supervivientes es ya muy reducido. Pronto nos habrán abandonado todos, pero el recuerdo de lo ocurrido debe permanecer entre nosotros. Se lo debemos a los millones seres humanos que perecieron en las cámaras de gas o cayeron víctimas de los Einsatzgruppen, condenados sin apelación por el hecho de que sus abuelos fueron judíos. Pero nos lo debemos también a nosotros mismos, a nuestros hijos y a nuestros nietos, porque solo el conocimiento del horror nos ayudará a evitar que de nuevo el infierno se desate sobre la tierra. Nunca debemos olvidar que si las víctimas fueron seres humanos como nosotros, Mattner, Höss, Himmler o Hitler, también lo fueron. En estos tiempos en que, por medio de las redes sociales, el antisemitismo, el supremacismo blanco, el ultranacionalismo populista y las teorías conspirativas llevan a todos los lugares sus mensajes de odio, debemos mantenernos alerta, porque la llama puede prender en sectores de la población que, amenazados por la incertidumbre económica y ahora también sanitaria, miran el futuro con temor.

  



[1] Bauer, Yehuda (2013), Reflexiones sobre el Holocausto, Jerusalén, E.D.Z. Nativ Ediciones, p. 34

[2] Bauer, Yehuda (2013), p. 63-67

[3] Hitler, Adolf (1935), Mi lucha, Barcelona, Araluce, p. 137. Sobre esta edición, Casquete, J. (2019), “La primera edición española de Mein Kampf”. Revista de Estudios Políticos, 184, 197-223, doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.184.07.

[4] Hitler, Adolf (1935), p. 78.

[5] Hitler, Adolf (1935), p. 136.

[6] Hitler, Adolf (1935), p. 177.

[7] Longerich, Peter (2009), Heinrich Himmler, biografía, Barcelona, RBA, p. 420.

[8] En Goebbels, Joseph (2000), Diario de 1945, Madrid, La esfera de los libros, p. 414.

[9] Kershaw, Ian (2002) Hitler (2) 1936-1945, Barcelona, Península, p. 662.

[10] Kershaw, Ian, (2002), p. 663.

[11] Ingrao, Christian (2017), p. 338.

[12] Höss, Rudolf (2009) Yo, comandante de Auschwitz. Barcelona. Ediciones B, p. 149.

[13] Ingrao, Christian (2017), p. 331.

[14] Fackenheim, Emil L. (2008), Reparar el mundo. Fundamentos para un pensamiento judío futuro, p. 161.

[15] Hitler, Adolf (1935), p. 296.

[16] Vila, Nuria, “Hacerse perdonar por los sami”, La Vanguardia, 4 de marzo de 2020, https://www.lavanguardia.com/internacional/20200304/473962241691/sami-pueblo-finlandia-perdon.html. Consultado el 21 de enero de 2021.

[17] Griffin, Roger (2019), Fascismo, Madrid, Alianza Editorial, p. 70.

[18] Griffin, Roger (2019), p. 99.

[19] Friedländer, Saul (2016), El Tercer Reich y los judíos. Los años de la persecución (1933-1939), Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 109-161.

[20] Singer, Israel Yehoshua (2020), De un mundo que ya no está, Barcelona, Acantilado, p. 53-60.

[21] Kershaw, Ian, Hitler 1889-1936 (2000), Barcelona, Península, p. 59.

[22] Hitler, Adolf (1935), p. 40.

 [23] Baroja, Pio (1939), Comunistas, judíos y demás ralea, Valladolid, Cumbre, p. 68.

[24] Bauman, Janina (2008), Más allá de estos muros. Huyendo del gueto de Varsovia, Madrid, Kailas, p. 17

[25] Levi, Primo (2005), La tregua, Trilogía de Auschwitz, Barcelona, El Aleph, p. 363.

[26] Kershaw, Ian (2009), Hitler, los alemanes y la solución final, Madrid, La esfera de los libros, p. 324.

 

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