Yo, comandante de Auschwitz
Hace tiempo que me sentía
obligado a leer la autobiografía de Rudolf Höss escrita al final de su vida,
cuando se sabía condenado y aguardaba el momento de la ejecución. Pero aplazaba
a un futuro indeterminado el momento de hacerlo. La repugnancia que me inspira
el personaje actuaba como una barrera ante la cual una y otra vez me detenía
titubeante para al fin retroceder. Pero temo que me estoy expresando mal, que
no alcanzo a precisar lo que sentía, lo que aún siento. He hablado de
repugnancia, pero no me parece que esa sea la palabra adecuada. Es algo mucho
más profundo. Se trata de un temor oscuro, de un vértigo en cierto modo similar
al que he sentido en las contadas ocasiones en que me he aproximado al borde de
un acantilado; del miedo a que mi alma sucumbiera anonadada ante el abismo del mal.
Y, sin embargo, tras su lectura encuentro que no hay en ella nada que a primera
vista pueda justificar mínimamente semejante recelo. Desde luego, no se trata
de un Necronomicón que precipte a sus lectores hacia la locura. Cabe incluso afirmar que
si en ella hay algo extraordinario es únicamente su vulgaridad. Höss,
comandante de Auschwitz, fue sin duda uno de los más grandes criminales que hayan
pisado este atribulado mundo. Pesan sobre él cientos de miles de muertes. Más
de un millón de hombres, mujeres y niños perecieron bajo sus órdenes y en
muchos casos en su presencia. No era un sádico. Parece sincero cuando afirma su
desagrado ante el espectáculo de unas matanzas a las que, sin embargo, asistía
imperturbable, consciente de que cualquier muestra de debilidad repercutiría
negativamente en la moral de unos subordinados a quienes se consideraba
obligado a motivar con el ejemplo. Más extraño se antoja que una y otra vez
alardee de su preocupación por el bienestar de los internos y se exculpe por
las pésimas condiciones del campo, de las que hace responsables a los mandos, que, comenzando por Heinrich Himmler, pasan por alto sus quejas. De creer su
palabra pensaríamos que nos hallamos ante un filántropo que, debido a
circunstancias adversas, fracasa en el intento de organizar un establecimiento
penitenciario modelo. Con monocorde tono burocrático explica que la
superpoblación del campo conlleva un empeoramiento de las condiciones de vida
dado que provoca el hacinamiento y la disminución de las raciones alimenticias.
Él cree conocer la solución para este grave problema. Es sencilla. Se trata tan
solo de que los médicos de las SS que seleccionan a su llegada a Auschwitz a
los judíos que serán destinados al trabajo, realicen su tarea de manera más
rigurosa y aumenten el número de los que envían directamente a las cámaras de
gas. ¿Acaso es útil un esclavo que se debilita rápidamente y al que pronto
habrá que dar muerte si es que esta no le llega antes por hambre o enfermedad?
Pero Himmler no escucha sus argumentos. Se obstina en mantener un número de
trabajadores que Höss juzga excesivo y cuyo rendimiento es a todas luces deficiente.
Pese a estas y otras dificultades, Höss hará cuanto esté en su mano para que
Auschwitz cumpla su misión de manera limpia, ordenada y eficaz. Así, orgulloso
por haber realizado con entrega y lealtad una penosa y, a sus ojos, heroica
tarea, el comandante de Auschwitz, sin que ninguna sobra de culpabilidad turbe
su conciencia, se encuentra listo para afrontar la horca. ¡El horror! ¡El
horror!
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