El franquismo ante el Holocausto

Conferencia pronunciada el 24 de enero de 2019 en el Museo de la Ciudad de Móstoles

Estimo pertinente comenzar por una aclaración sobre qué debemos entender por judío en el contexto europeo de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Se trata de un concepto que nada tiene que ver con lo religioso, sino que reviste un cariz claramente biológico. Para los ideólogos nazis no es judío el que sigue los preceptos de la Torá, sino aquel cuyos abuelos fueron judíos, aunque él en particular sea cristiano, agnóstico o ateo. Se trata, pues, de una cualidad que se transmite por la sangre. Es esta, según sus teorías raciales, la que los hace ruines, traicioneros, avaros, malvados e incluso feos, mientras que, por el contrario, adorna a los arios con cualidades positivas como la nobleza, el valor y la belleza. Son dos razas en todo opuestas, de tal modo que si el ario encarna lo más sublime de la especie humana, en el judío se da cita todo lo abyecto, hasta el punto de que no puede ser considerado en rigor un ser humano. Triste condición de la que, siempre a ojos de los teóricos del nazismo, participan también los gitanos.
Estamos ahora en condiciones de abordar el objeto de esta conferencia. Como ustedes sin duda saben, tras la derrota alemana, el régimen franquista hizo valer como mérito ante los aliados la labor humanitaria que había desarrollado al salvar a numerosos judíos de los campos de exterminio. Dando relieve a unos hechos y ocultando otros, la propaganda de la dictadura creó una leyenda rosa que se ha prolongado largamente en el tiempo. La realidad es, sin embargo, mucho más compleja de lo que dan a entender interpretaciones simplistas y, junto a indudables luces, presenta amplias e inquietantes áreas de sombra a las que pronto me referiré. Antes conviene que echemos atrás la mirada, hacia la relación histórica entre nuestro país y los judíos, para después acercarnos al presente, a los hechos inmediatos que, interpretados a la luz de una determinada concepción histórica, condicionaron la actitud del franquismo hacia la Shoá.
Desde mediados del siglo XIV había aumentado en toda Europa la presión sobre los judíos, a los que numerosos predicadores presentaban como culpables de las pestes y malas cosechas que afligían a la Cristiandad, o incluso del sacrificio ritual de niños cristianos. En un ambiente cada vez más hostil en que fueron frecuentes los saqueos de las juderías y los asesinatos de sus habitantes, muchos aceptaron el bautismo como medio de escapar a la persecución, en tanto que a otros se les aplicó aquel por la fuerza. Los reinos peninsulares no fueron una excepción, también aquí la creciente animadversión popular, excitada por acusaciones sin fundamento, estalló en sangrientos pogromos entre los que cabe recordar los muy extendidos de 1391. Un siglo después, los Reyes Católicos, con el famoso decreto de expulsión, pusieron fin a una presencia judía que, como mínimo, se remontaba al primer siglo de nuestra era. Quedó, eso sí, una nutrida minoría de conversos, a quienes se dio la designación de cristianos nuevos o, de manera despectiva, marranos. La Inquisición se encargó de vigilar que no continuaran practicando clandestinamente el judaísmo, en tanto que en los decenios siguientes, mediante los estatutos de limpieza de sangre, se les iba cerrando el acceso a los oficios públicos, los colegios mayores universitarios e incluso las órdenes religiosas. Aunque las acusaciones de criptojudaísmo, muy numerosas en los primeros decenios tras la expulsión, disminuyeron a lo largo de los siglos XVI y XVII, todavía en una fecha tan tardía como 1691, en Mallorca, bajo la acusación de judaizar, se ejecutaron treinta y cinco condenas a muerte, de ellas tres a ser quemados vivos. La persecución alcanzó también los territorios americanos, en los que se habían establecido numerosos conversos de origen portugués. Por citar tan solo un ejemplo, recordaré el auto de fe de 1642 en México, siendo virrey provisional el obispo de Puebla, don Juan de Palafox, que concluyó con ciento cincuenta sentencias a la hoguera.
Cabe afirmar que la represión borró todo rastro de judaísmo. No por ello amainó, sin embargo, el odio y la repugnancia ante unos judíos evocados una y otra vez en los oficios de Viernes Santo como responsables de la muerte de Cristo. En algunos lugares, incluso se mantuvo la discriminación legal y social contra los descendientes de los conversos condenados por la Inquisición, cuyos sambenitos, junto a sus nombres, se exponían en las iglesias para vergüenza de sus familias. Solo el deterioro natural de aquellas prendas a causa del tiempo, permitió que ese pasado fuera cayendo en el olvido. Se perpetuó, no obstante, en Mallorca la memoria de los sentenciados en el auto de fe de 1691. Conocidos con el nombre de chuetas, los portadores de sus apellidos, confinados en el barrio del Segell, se vieron excluidos de la mayoría de los gremios, lo que los obligó a dedicarse tan solo a un pequeño número de oficios. Pese a que en 1782, Carlos III les otorgó la libertad para fijar residencia y ordenó que no fueran molestados, la igualdad legal no los alcanzó hasta el triunfo del liberalismo en el siglo XIX, y los prejuicios sociales solo comenzaron a desvanecerse a partir de los años cincuenta del siglo XX, debido a las transformaciones de la economía y de la sociedad isleñas propiciadas por el desarrollo del turismo.
Para la inmensa mayoría de los españoles, el judío quedó convertido en un ser mítico compendio de todos los vicios y pecados, alguien a quien se odiaba, temía y despreciaba, pero cuya existencia real resultaba tan ajena a la experiencia cotidiana como la de ogros, trasgos y lamias. Dos hechos vinieron a cambiar esta situación a mediados del siglo XIX: de un lado, la campaña del general O’Donnell en Marruecos, en los años 1859-1860, y de otro la llegada de algunos empresarios y banqueros judíos.
La intervención en Marruecos puso en contacto al ejército español con una numerosa comunidad sefardí que le brindó una calurosa acogida, pues vio en él a un protector contra las exacciones de los musulmanes y un agente modernizador. Periodistas como Pedro Antonio de Alarcón, quien no obstante los retrata con hostilidad y desprecio, se hicieron eco del encuentro con estos judíos descendientes de los expulsados en 1492 que, a pesar del tiempo transcurrido, mantenían viva una lengua que evocaba la del Siglo de Oro y unas tradiciones que entroncaban directamente con nuestro país. Posteriormente, la intensificación de la presencia española, que desembocaría en 1912 en la creación del Protectorado, y el descubrimiento de comunidades similares en los Balcanes y el Próximo Oriente, dieron lugar a una corriente de opinión conocida como filosefardismo, cuyo principal impulsor fue el doctor Ángel Pulido, quien propugnaba el acercamiento y colaboración con los que llamó españoles sin patria.
En paralelo, poco después de 1840 algunas empresas pertenecientes a judíos de Bayona se habían instalado en el País Vasco, y a partir de 1848 la banca Rosthschild abrió sucursales en Madrid y se convirtió pronto en el accionista mayoritario de la compañía ferroviaria MZA, en tanto que los sefardíes hermanos Péreire fundaban la Sociedad General de Crédito Mobiliario Español.  Era gente adinerada que se relacionó desde un primer momento con la alta sociedad. A ellos se sumaron, tras la revolución nacionalista de los Jóvenes Turcos y la Primera Guerra Mundial, refugiados de condición mucho más precaria.
Aunque la colonia judía era muy reducida, su presencia dio lugar a encendidos debates. Grosso modo podemos decir que contó con la simpatía de los sectores laicos y progresistas, frente al rechazo de los más conservadores y particularmente de los católicos tradicionalistas. Unos y otros justificaban su toma de partido en interpretaciones contrapuestas de la historia nacional. Compartían ambos grupos la inquietud por la pérdida de peso internacional de España y por su pobreza y atraso respecto de otras naciones europeas y los Estados Unidos. Sin embargo, mientras que para los para los primeros, la causa de la decadencia se hallaba en la intolerancia religiosa iniciada con el decreto de expulsión de 1492 y continuada por la acción de la Inquisición, que había privado a nuestro país de minorías laboriosas, como judíos y moriscos, y lo había mantenido al margen del desarrollo científico moderno; los segundos miraban hacia los gloriosos años del imperio español, y achacaban el declive a la agresión exterior durante el siglo XVII y, sobre todo, a la difusión durante el XVIII de las ideas ilustradas que, con sus aspiraciones de tolerancia y libertad habían menoscabado el poder de la Iglesia y apartado a los españoles de la raíz católica que caracteriza el espíritu nacional. Así, mientras para unos la solución estaba en la apertura al exterior y la edificación de una sociedad libre y democrática, para otros, por el contrario, se trataba de recuperar el ser histórico de España, el Volksgeist, que la había hecho grande en el pasado y del que el catolicismo tridentino constituía un pilar fundamental.
Esta primera aproximación a las posiciones adoptadas ante los judíos precisa, sin embargo, de algunas matizaciones. En primer lugar, hay que aclarar que a la tradicional hostilidad religiosa comienza a sumarse un rechazo fundamentado en teorías antropológicas tenidas entonces por científicas, que conciben a la especie humana dividida en razas dotadas de diferentes características y potencialidades. Es una concepción biológica cuyo inicio podemos situar en el Essai sur l'inégalité des races humaines, del francés Gobineau, publicado en 1853. En nuestro país aparece nítidamente formulada en un libro aparecido en Barcelona en 1916, obra de César Peiró Menéndez, que lleva por título Arte de conocer a nuestros judíos. El autor pasa revista a los rasgos que en su opinión diferencian a los descendientes de los conversos del resto de los españoles. Entre ellos menciona determinados caracteres físicos: cara ovalada, frente grande, orejas salientes, mal olor, etc. A ellos se suma que son portadores de enfermedades como la histeria, la sífilis y la lepra y, por si no fuera suficiente, los culpa de la pérdida de Cuba y de la difusión del separatismo[1].
Por otra parte, una visión racista está presente también en quienes establecen una distinción entre los judíos de origen español, los sefardíes, y los de Europa Central y Oriental, los asquenazíes. Ya Ángel Pulido había sostenido en 1905 que durante su permanencia en la Península Ibérica, “los judíos se habían mezclado con los españoles y, como resultado, los dos pueblos habían mejorado mutuamente su raza (…) Como resultado de la mezcla racial con los españoles, los judíos sefardíes eran el más bello de todos los pueblos judíos”[2]. Desde un punto de vista muy alejado del anterior y claramente hostil, en Comunistas, judíos y demás ralea, una recopilación de escritos aparecida en 1938, Pío Baroja afirma que los sefardíes se distinguen de los demás judíos por su belleza, prestancia, espíritu abierto y por estar más dotados para las artes que los demás, si bien son también ávidos y rapaces; en contraste, caracteriza a los asquenazíes como rudos, groseros, harapientos y repulsivos[3].
Esta diferenciación permite entender que no siempre el filosefardismo está reñido con el antijudaísmo. Un escritor republicano como Blasco Ibáñez, quien había participado, junto a Galdós, Carmen de Burgos, Cansinos-Assens y políticos como Canalejas y Moret, en la creación, inspirada por Pulido, de una Alianza Hispano-Israelita; si bien en Los muertos mandan (1909), denuncia la discriminación sufrida por los chuetas, en Luna Benamor (1909) ofrece una imagen estereotipada de los judíos: ricos, inteligentes, avaros, intolerantes y feos. Una caracterización similar aparece en un breve pasaje de Sónnica la cortesana (1901). Por el contrario, Galdós en Gloria (1876-1877) había presentado un personaje judío, Daniel Morton, si bien rico, extremadamente generoso, culto y de sentimientos nobles, un auténtico caballero, víctima de la intolerancia.
Además, no a todos los filosefardíes les movía el deseo de reparar un error histórico o poner fin a una injusticia. Entre ellos no faltaban quienes veían en la existencia de esta minoría tan solo un elemento susceptible de ser utilizado con fines políticos y económicos. Pensaban que el estrechamiento de lazos culturales podría servir como base para afianzar la presencia española en Marruecos e iniciar la penetración comercial en los Balcanes. Eran aspiraciones un tanto irreales, por cuanto las comunidades sefardíes del norte de África se encontraban bajo la influencia francesa y las balcánicas, bajo la de Francia e Italia. Desplazar a estos países habría exigido un esfuerzo económico que España no estaba en condiciones de afrontar.
Con la finalidad de explorar las posibilidades de expansión cultural, en 1929 la Oficina de Relaciones Culturales Españolas (ORCE) envió al escritor Ernesto Giménez Caballero a Yugoslavia, Bulgaria, Grecia, Turquía y Rumanía. Un año más tarde, el diplomático José María Doussinague realizó un viaje a la misma zona. En su informe abundan las referencias racistas de corte darwiniano. Por ejemplo, afirma que la mezcla entre españoles y judíos había mejorado a estos, convirtiéndolos en una raza intermedia entre el israelita puro y el castellano. De esta forma, los sefardíes se habían hecho superiores a los asquenazíes[4]. Una misión similar fue encomendada en 1932 al también diplomático Agustín de Foxá. Este, que en diciembre de 1935 sería uno de los autores del himno falangista Cara al sol, evolucionó pronto hacia posturas antisemitas, al igual que Doussinague, quien ocuparía el puesto de director de Política Exterior desde octubre de 1942 hasta junio de 1946 y que, por tanto, desempeñaría un importante papel en las decisiones del gobierno español ante la persecución de los judíos. Un camino parecido, aunque más radical, acorde con su extravagante personalidad, siguió Giménez Caballero, quien tras haber sido uno de los animadores de la vanguardia literaria y artística en los años veinte, pasó del filosefardismo al entusiasmo por Mussolini y a la militancia en las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. En 1938 llegaría a proponer el restablecimiento de los autos de fe para depurar a los judíos infiltrados en el país[5].
Podemos, pues concluir que al antijudaísmo religioso tradicional, propio de sectores identificados con el catolicismo integrista y que hallaba su expresión política en el carlismo y en los sectores más tradicionales del conservadurismo, se le suma desde principios del siglo XX un antisemitismo racial de base pretendidamente científica, capaz de atraer a sectores laicos e incluso anticlericales y a antiguos filosefardíes.
Pese a la heterogeneidad de sus promotores y al oportunismo de algunos de ellos, las campañas filosefardíes consiguieron que en 1909 se modificara el artículo 2 de la Constitución, que prohibía la edificación de sinagogas[6], y que en diciembre de 1924, ya durante la dictadura de Primo de Rivera, se aprobara un decreto por el que, cumpliendo determinadas condiciones, los sefardíes podían acceder a la nacionalidad española.
Para entonces había comenzado a extenderse la idea de un complot judío para dominar el mundo. La obra de Édouard Drumont La France Juive, traducida al español en 1889, tuvo rápidamente una imitación, La España judía de Pelegrín Casabó y Pagés, aparecida en 1891. En ambas se exponía la idea de una conspiración judeo-masónica contra el catolicismo, a la que pronto los periódicos carlistas sumaron a los liberales, los socialistas y los anarquistas[7]. Los Protocolos de los sabios de Sion, aparecidos en Rusia en 1902 y cuya primera versión española data de 1922, recogen las supuestas actas de una reunión secreta de personalidades judías en que estas habrían elaborado un plan para hacerse con el dominio del mundo. Aunque ya en 1921, el periódico inglés The Times aportó pruebas de que se trataba de una falsificación obra de la policía política zarista, eso no impidió una difusión que en medios antisemitas persiste hasta el día de hoy. En España, el dirigente fascista Onésimo Redondo los publicó de nuevo en 1932. Incluso Pío Baroja, aun reconociendo que nada sabe de su autoría, no duda de su autenticidad y aventura la conclusión de que en ellos, en el odio que manifiestan hacia las naciones europeas, se halla la explicación del porqué tantos judíos se han adherido al comunismo[8]. A la popularización de la idea de un complot judeo-bolchevique contribuyó también en gran medida la publicación por el industrial del automóvil Henry Ford de la obra The International Jew, the World's Foremost Problem, traducida al español en 1923. Tres años antes el ideólogo carlista Vázquez de Mella había señalado al judaísmo a la vez como instigador de la revolución universal socialista, comunista y anarquista, y como máximo impulsor del capitalismo[9]. Para el antisemitismo nunca ha sido un obstáculo la falta de coherencia en sus acusaciones.
La proclamación de la República, que conllevó la efectiva separación de la Iglesia y del Estado y el fin de los privilegios que en numerosos órdenes, ente ellos el fiscal y el educativo, aquella había disfrutado, unida a lo que las oligarquías tradicionales percibieron como amenaza revolucionaria a su poder económico y político, suscitó un recrudecimiento del debate sobre la presencia de judíos en nuestro país. Aunque realmente el número de estos, salvo en el Protectorado, era muy escaso (en 1934 la comunidad de Madrid contaba con ciento treinta y cuatro miembros y al año siguiente la de Barcelona con doscientos) las acusaciones lanzadas contra ellos fueron tan copiosas como virulentas. En 1934, Ramiro de Maeztu sostuvo en Defensa de la Hispanidad que España, para recuperar su sentido tradicional, debía llevar a cabo una cruzada contra las fuerzas del Anticristo, representadas por los judíos, los masones y la izquierda, al tiempo que negaba que debiera considerarse válida la conversión de judíos al cristianismo[10]. En el mismo año José María Gil Robles había declarado en una entrevista que el judaísmo es el principal enemigo de la iglesia Católica y, por tanto de la CEDA, la Confederación Española de Derechas Autónomas, de la que él era el principal dirigente[11].
Las nuevas autoridades republicanas realizaron diversos gestos de acercamiento hacia la comunidad judía. Así, el 20 de octubre de 1932, Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública, comunicó a Haïm Weizmann, presidente de la Agencia Judía, y más tarde primer presidente de Israel, que el gobierno español era favorable a un hogar nacional judío en Palestina[12]. Un año antes, cuando ocupaba la cartera de Justicia, había aceptado invitar a maestros de Palestina para que enseñasen hebreo en las escuelas judías del Protectorado[13].
Estas iniciativas lo convirtieron en los años siguientes en blanco de ataques antisemitas. Así, ya iniciada la guerra Civil, el general Queipo de Llano en sus intervenciones radiofónicas se refirió a él como “el más hebreo de todos los hebreos”[14], y la revista Domingo, en artículos aparecidos el 3 de octubre de 1937 y el 22 de mayo de 1938, afirmó que era un marrano ordenado rabino en Ámsterdam con el nombre de Salomón[15]. Acusaciones de judaísmo se vertieron también contra otras personalidades republicanas como Ossorio y Gallardo, Indalecio Prieto o Lluís Companys, aunque posiblemente contra nadie fueran tan feroces como contra Margarita Nelken, quien unía a su condición de miembro de una familia judía, las de mujer dedicada a la política, madre soltera, socialista y, más tarde, comunista. Juan Pujol, a quien recientemente el ayuntamiento de Madrid ha retirado una calle y entonces director de Informaciones, diario subvencionado por la embajada alemana, se refirió a ella como judía roja, polo opuesto de las virtuosas mujeres católicas españolas y serpiente con faldas que se servía de su sexualidad para excitar a las masas viriles extremeñas[16].
Pero nos hemos adelantado unos años en el tiempo y conviene que retrocedamos de nuevo a los tiempos anteriores a la guerra Civil. La llegada de Hitler al poder trajo a España a un cierto número de refugiados judíos, aunque muchos menos de los que emigraron a otros países europeos. También hizo que la embajada alemana se convirtiera en un centro difusor de propaganda antisemita. No solo se distribuían desde ella folletos y otras publicaciones, sino que se pagaba a periodistas para que alabaran los éxitos nacionalsocialistas y defendieran las posiciones del nuevo régimen. Aparte del ya mencionado Juan Pujol, recibían dinero alemán, entre otros, César González Ruano, que sería corresponsal de ABC primero en Roma y más tarde en Berlín y París, y Vicente Gay[17], quien luego ocuparía destacados cargos en los primeros años del régimen franquista y del que cabe recordar que se refirió al campo de concentración de Dachau como “centro educativo”[18].
Durante la etapa republicana se multiplicaron las declaraciones y publicaciones antijudías en todos los grupos de la derecha: carlistas, falangistas, monárquicos alfonsinos, cedistas, etc., no siempre dependientes del antisemitismo alemán, sino también muy a menudo del francés. A autores como Édouard Drumont, ya citado, o Maurice Barrès, se sumaron Charles Maurras, Ernest Jouin y Lèon de Poncins. Por no alargar desmesuradamente esta conferencia me limitaré a citar algunas intervenciones especialmente destacadas:
Entre enero y abril de 1934, la revista falangista FE publicó varios artículos en los que se responsabilizaba a los judíos de la creación de la socialdemocracia, el socialismo y el comunismo, se los acusaba de comerciar con el hambre del pueblo y se los calificaba de raza parasitaria[19].
El médico José María Albiñana, líder del Partido Nacional Español, luego integrado en Renovación Española y en el Bloque Nacional impulsado por Calvo Sotelo, acusó a los judíos del desastre de Annual y de ser los impulsores del separatismo catalán[20].
El 10 de enero de 1936, la publicación carlista El siglo futuro, “presagió que si el frente popular judeo-masónico-bolchevique ganaba las elecciones, Margarita Nelken y los judíos franceses serian los nuevos dueños de la República Federal Socialista Soviética de Iberia”[21].
Ya me he referido a declaraciones antisemitas de Onésimo Redondo, Ramiro de Maeztu y José María Gil Robles, por lo que no volveré sobre ellas. Sí mencionaré el ataque en marzo de 1935, bajo el gobierno radical cedista, a los grandes almacenes SEPU de Madrid, propiedad de una familia judía, en el que un grupo de falangistas causó diversos destrozos ante la pasividad de la policía.
Tras la sublevación militar de julio de 1936, subió el tono de la propaganda antijudía en el bando rebelde. Esta aparece no solo en las tan enloquecidas como siniestras alocuciones de Queipo de Llano, sino en numerosas arengas, artículos y folletos ampliamente distribuidos. El policía Mauricio Carlavilla, el sacerdote Juan Tusquets y el barón de Santa Clara (posiblemente un pseudónimo) destacaron por la amplitud de sus publicaciones, en las que recogían las ya consabidas ideas conspirativas, de las que también se hacían eco reiteradamente la prensa y la radio. El 1 de agosto de 1936, el diario falangista Arriba España publicaba: “¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas”[22]; y el 5 de diciembre el general Millán Astray, responsable de la Oficina de Prensa y Propaganda, concluía una intervención en radio Salamanca con las palabras: “¡Viva Franco, que al frente de nuestras tropas acabará con la esclavitud ruso-judía!”[23]. Una octavilla lanzada sobre el territorio republicano tras el nombramiento de Negrín como jefe del Gobierno insistía en la responsabilidad judía en el desencadenamiento de la guerra:
Miliciano:
Los judíos trabajan oscura y cobardemente por la destrucción de la cristiandad. Su consigna es provocar ruinas, guerras y calamidades, colocar frente a frente a compatriotas y hermanos. Ellos han encendido y avivado la guerra de España; en sus manos están los Gobiernos de Rusia y Francia, y manejan a su antojo a Negrín y sus secuaces. Todas las razas del Mundo desprecian a los judíos por su cobardía y maldad y por ser los explotadores de la miseria; son los cuervos humanos.

¿No sentís vosotros vergüenza por dejaros dominar por tales entes?[24]

El propio Franco, que en un artículo publicado en 1926 en la Revista de Tropas Coloniales, titulado “Xauen la triste” había mostrado hacia los sefardíes del Protectorado una actitud paternalista y condescendiente exenta de antisemitismo, denunció en un discurso pronunciado en Madrid el 19 de mayo de 1939 que el espíritu judaico había permitido la alianza del gran capital con el marxismo y desencadenado la revolución española[25].
A referencias similares, incansablemente repetidas por la propaganda franquista, es preciso añadir las exacciones a que fueron sometidos los judíos. Así, en agosto de 1936, la comunidad del Protectorado fue obligada a entregar 500.000 pesetas como “contribución voluntaria” a la causa nacional. Ni que decir tiene que si en esas fechas la autoridad militar o simplemente un grupo de falangistas le solicitaban a alguien un donativo, solo un héroe o un insensato era capaz de responder negativamente. En mayo de 1937 hubo de pagar 50.000 pesetas más y se le obligó además a entregar sus mercancías, en especial comestibles, joyas y oro[26]. El general Queipo de Llano consiguió 138.000 pesetas de la exigua comunidad judía sevillana y en Ceuta los militares exigieron la entrega de 900.000 francos[27].
El hecho de que de los 32.000 voluntarios de las Brigadas Internacionales, de 4.000 a 6.000 fueran judíos es, por el contrario, un testimonio elocuente de la simpatía que aquellos sintieron por la causa republicana. Muchos eran, sin duda, comunistas convencidos, pero la mayoría eran simplemente gentes de ideas progresistas que veían en España una oportunidad de combatir la aterradora marea de intolerancia y odio que amenazaba con anegar Europa.
La combinación de antijudaísmo religioso tradicional y antisemitismo racista moderno, así como el mantra de la conspiración machaconamente repetido, no bastan, con todo, para explicar la política franquista hacia los judíos durante la II Guerra Mundial. Es necesario que atendamos también a los condicionantes internacionales y a las circunstancias internas en que hubo de desenvolverse la dictadura durante esos años. El nuevo régimen se hallaba ideológicamente próximo al fascismo italiano y al nazismo alemán, aunque se diferenciara de ambos en el peso que en su configuración había adquirido la iglesia Católica y en la heterogeneidad y relativa debilidad del partido único. Además la ayuda germano italiana había sido decisiva para la victoria de los sublevados. La precaria situación del país, con serios daños en las infraestructuras y unas gravísimas deficiencias de abastecimientos alimentarios y de materias primas dificultaba, no obstante, una alineación decidida con el Eje. Tras la invasión alemana de Polonia en septiembre de 1939, Franco había optado por la neutralidad, una posición que se mantuvo hasta el hundimiento de Francia y la consiguiente entrada de Italia en la guerra, momento en que fue sustituida por la de “no beligerancia”, adoptada el 12 de junio de 1940. Se trataba de la misma seguida por Italia entre el 1 de septiembre de 1939 y el 10 de junio de 1940. Era un concepto ideado por Mussolini y no recogido por el derecho internacional e implicaba la identificación con uno de los bandos, aunque se aplazara hasta un momento considerado oportuno el inicio de las hostilidades contra el otro. A partir de octubre de 1943, cuando ya se habían producido grandes victorias aliadas en el este, el norte de África e Italia, comienza un retorno hacia la neutralidad.
Ante la eventualidad de que España entrara en la guerra el Reino Unido había elaborado diversos planes de intervención, pero hasta el momento en que aquella se produjera optó de un lado por presionar a la dictadura amenazando con su capacidad para, con el apoyo de los Estados Unidos, bloquear el abastecimiento marítimo del país, y, de otro, por tranquilizarla transmitiendo la idea de que, a menos que se viera forzado, no intervendría en los asuntos internos españoles. Al respecto, debemos recordar que en el catastrófico invierno de 1940-1941, el gobierno español se vio obligado a solicitar a los aliados que le permitieran importar trigo argentino[28]. Esta estrategia se completó, por iniciativa del embajador Samuel Hoare, con el pago de cuantiosos sobornos a destacados militares, entre ellos los monárquicos alfonsinos Kindelán y Galarza, el carlista Varela e incluso Nicolás Franco, hermano del dictador, a cambio de que utilizaran su influencia para mantener a España alejada del conflicto[29].  Franco, por su parte, esperaba que, en pago de facilidades para una operación contra Gibraltar, Hitler le recompensara con al menos parte de los territorios franceses en Marruecos y Argelia, en los que veía el Lebensraum español. Algo a lo que el dictador alemán no estaba dispuesto, pues era consciente de que tal medida haría que las autoridades coloniales francesas, fieles hasta entonces a Vichy, se pasaran en masa a las fuerzas de De Gaulle. Tampoco deseaba Hitler, siempre poco generoso con sus aliados, facilitar suministros de combustible o alimentos a España a fin de suplir los que esta dejaría de recibir de los países neutrales si los aliados la bloqueaban. En consecuencia, la entrada en la guerra, con excepción del envío a la Unión Soviética de la División Azul, se fue retrasando hasta que en noviembre de 1942, el desembarco aliado en el norte de África arruinó por completo los ensueños imperiales del Caudillo y la hizo poco menos que imposible. Para entonces, la enemistad entre las facciones que componían el partido único FET de las JONS había culminado en el atentado de Begoña, cuando el 16 de agosto de 1942, a la salida de un acto carlista presidido por el ministro del Ejército José Enrique Varela, un grupo de falangistas atacó con granadas a los asistentes. El hecho, interpretado por Varela como un atentado contra su persona, permitió a Franco proceder a un reajuste ministerial en el que salieron del gobierno por un lado su cuñado Ramón Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y uno de los principales valedores del Eje, y de otro, los aliadófilos Varela y Galarza, ministro de la Gobernación. Exteriores pasó al general Gómez Jordana, proclive a los aliados, en tanto que el Ejército quedó en manos del germanófilo Asensio Cabanillas y Gobernación fue para Blas Pérez. Pese a que de esta forma se intentaba mantener el equilibrio entre las fuerzas del régimen, lo cierto es que la caída de Serrano Suñer debilitó a los falangistas y, con ellos, a los más firmes defensores de la participación en la guerra.
A la hora de examinar la política seguida por el franquismo respecto de los judíos durante la guerra, es conveniente que tratemos por separado de distintos grupos: en primer lugar, los residentes en España; a continuación, los refugiados; seguidamente aquellos poseedores de la nacionalidad española, que permanecieron en territorios ocupados por Alemania, y, por último, los que no quedan incluidos en ninguna de las categorías anteriores.
España, al contrario que Italia, Hungría, Bulgaria y otros países aliados del Reich no adoptó leyes raciales. Hubo discriminación, pero esta fue de tipo religioso, ya que, salvo en el Protectorado, se prohibió el ejercicio público de cultos distintos del católico. No obstante, el 5 de mayo de 1941 la Dirección General de Seguridad ordenó a los gobernadores civiles que recogieran información sobre los judíos residentes en sus provincias. Debían especificar sus actividades económicas, tendencias políticas y grado de peligrosidad, con especial atención a los sefardíes, ya que estos, se afirmaba, podían ser fácilmente confundidos con españoles. Ya anteriormente, en diciembre de 1939, el gobierno civil de Barcelona había creado un archivo de los judíos residentes en la ciudad y había entregado una copia a la Gestapo[30]. Además, Jacobo Israel Garzón y Alejandro Bauer apuntan indicios de que se realizó un registro de la chuetas mallorquines[31]. Por su parte, Danielle Rozenberg señala que los consulados italiano y alemán realizaron investigaciones sobre ellos y añade que en 1942 un proyecto falangista que no se llevó a cabo debido a la oposición del obispo de Palma, proponía deportarlos a la isla de Cabrera[32].
Ante la llegada de refugiados no solo judíos tras la capitulación de Francia, España, reaccionó con sucesivos cierres y reaperturas de la frontera e incluso entregó a algunos fugitivos a las autoridades alemanas y de Vichy. Las devoluciones cesaron pronto, sin embargo, ante la presión británica y comenzaron a emitirse visados de tránsito que permitían atravesar el país, pero no permanecer en él. Para otorgarlos se exigía como requisito que los solicitantes contaran previamente con un visado de tránsito o de inmigración en Portugal, aunque pronto se añadieron primero la necesidad de un billete de barco para un tercer país y finalmente un visado de salida de las autoridades de Vichy. El 8 de octubre de 1940 un decreto prohibió además a los cónsules conceder visados por propia iniciativa. A partir de entonces debían comunicar telegráficamente a Madrid todas las solicitudes y solo podían responderlas afirmativamente tras autorización expresa. Como es fácil de comprender tal cúmulo de obstáculos burocráticos hacía la huida extremadamente difícil y costosa. La anulación en julio de 1942 por Vichy de los visados de salida para judíos franceses y extranjeros complicó aún más su situación. No obstante, el comienzo en el verano de 1942 de la deportación al este de los judíos de Holanda, Bélgica y Francia y luego la invasión alemana de la zona de Vichy en noviembre, hicieron que aumentara la llegada ilegal, a través de caminos de montaña, de refugiados judíos y también de políticos y militares que deseaban unirse a la Francia Libre. Los detenidos en el caso de los varones eran trasladados al campo de concentración de Miranda de Ebro, en tanto que las mujeres eran internadas junto con los niños en prisiones provinciales. Allí debían permanecer hasta que algún país aceptara acogerlos. Las condiciones de vida eran penosas, aunque no peores que las sufridas por los presos republicanos españoles[33].
Dado que las leyes raciales habían convertido a muchos judíos en apátridas, era muy difícil hallar países dispuestos a admitirlos, por lo que su estancia en los campos y prisiones podía prolongarse indefinidamente. No obstante, las presiones aliadas consiguieron que el gobierno español consintiera la actuación de organizaciones humanitarias americanas y judías, entre ellas el Joint Distribution Comittee y el American Relief Organizations, que lograron que a muchos de ellos se les permitiera vivir en Madrid o Barcelona en libertad vigilada mientras gestionaban su salida[34]. No ha sido hasta ahora posible calcular con un mínimo grado de aproximación el número de judíos salvados de esta manera, aunque Bern Rother baraja un amplio margen entre 20.000 y 35.000[35].
Nos ocuparemos ahora de la suerte corrida por los judíos de nacionalidad española atrapados en los territorios ocupados por Alemania. En París había unos 2.000 en esta situación, muchos de ellos procedentes de los Balcanes y beneficiarios del decreto de Primo de Rivera de 1924. Cuando el 27 de septiembre de 1940 se les ordenó presentarse en comisaría para su registro y el de sus propiedades, el cónsul Bernardo Rolland de Miotta protestó ante las autoridades de ocupación aduciendo que, por tratarse de españoles no podía aplicárseles la legislación racial. Esta actuación no fue secundada, sin embargo, por el embajador en Vichy José Félix de Lequerica (quien señalaremos incidentalmente que fue responsable de la entrega a España de destacados republicanos, entre ellos Julián Zugazagoitia y Lluís Companys, ambos fusilados) ni por el ministro de Exteriores Serrano Suñer, quien desautorizó al cónsul al ordenarle que no pusiera obstáculos a las medidas adoptadas por los alemanes. Más interés que por las personas mostró el cuñadísimo por sus bienes, pues alarmado por la posibilidad de que fueran confiscados por los nazis, llegó a un acuerdo para que quedaran bajo la administración de españoles no judíos. No obstante, el cónsul no modificó su actitud. Así, en junio de 1941 solicitó sin éxito la puesta en libertad de catorce sefardíes, internados en el campo de Drancy y el 10 de septiembre informó al ministerio de Asuntos Exteriores de su temor a que el resto también fueran apresados. Días después propuso que todos, incluidos los ya detenidos, fueran trasladados al Marruecos español, pero ni las autoridades alemanas ni las españoles consideraron oportuno responder[36]. En contraste con la actitud Serrano Suñer y de Lequerica, el primer secretario de la embajada Eduardo Propper de Callejón facilitó la huida de numerosos judíos emitiendo visados, pese a carecer de autorización para hacerlo, hasta que en marzo de 1941 fue cesado y trasladado a un puesto de menor responsabilidad en Marruecos. Aunque pudo continuar la carrera diplomática nunca fue ascendido al rango de embajador.
En enero de 1943 los jerarcas nazis reunidos en Wansee decidieron la liquidación de la población judía. Como gesto de buena voluntad hacia los países aliados y neutrales establecieron un plazo que según los casos concluía entre marzo y junio de ese año, para que aquellos pudieran repatriar a sus ciudadanos afectados. A partir de esas fechas, los que aún permanecieran en territorios ocupados por el Reich serían deportados al este, es decir, a los campos de exterminio. Mientras que Suecia, Suiza, Finlandia e incluso la Italia de Mussolini acogieron a todos sus súbditos judíos, el gobierno español adoptó una actitud titubeante y dilatoria. En un primer momento propuso enviarlos a Grecia o Turquía, algo que se reveló imposible, y posteriormente resolvió que pudieran pasar por España siempre que tuvieran visado de entrada en un tercer país. Una propuesta que fue rechazada por Alemania. El Responsable de Asuntos Judíos en el ministerio alemán de Asuntos Exteriores, Everhard von Thadden, expresó así su desconcierto:
Me resulta incomprensible la razón por la que el gobierno de España, por un lado, dice que se trata de españoles, y por el otro, sin embargo, declara que estos españoles no deben entrar en España[37].
José María Doussinague, director general de política exterior a quien ya he mencionado, había señalado, sin embargo, con toda claridad la causa de los recelos franquistas, al afirmar que “su raza, su dinero, su amistad con Inglaterra y su vinculación con la masonería los convertían en espías potenciales”[38]
El gobierno español obtuvo, con todo, sucesivas ampliaciones del plazo y Rolland consiguió organizar setenta y siete repatriaciones, que culminaron cuando él ya había sido sustituido por Alfonso Fiscowich. Ante una pregunta del nuevo cónsul, Gómez Jordana, ya ministro de Asuntos Exteriores, respondió que solo se permitiría el paso por España de aquellos judíos que pudieran aportar pruebas completas de su nacionalidad española, lo que excluía a muchos que habían iniciado los trámites, pero no habían podido concluirlos antes de que en 1930 expirara el plazo fijado en el decreto de Primo de Rivera[39].
En agosto de 1943 el gobierno español estableció una serie de condiciones para la repatriación, entre ellas, que aquella se efectuaría por lotes de doscientos cincuenta y que no se admitiría uno nuevo hasta que el anterior hubiera salido por completo del país, que los beneficiarios debían cumplir todos los requisitos establecidos en 1924 y abandonar España en el plazo más breve posible. Además, las organizaciones internacionales de ayuda tenían que correr con todos los gastos de estancia y de visados a terceros países.
En Rumanía, país aliado de Alemania, donde ejercía el poder desde septiembre de 1940 el dictador Ion Antonescu, se habían adoptado pronto medidas antisemitas que afectaban a la minoría sefardí. Consciente del peligro de que esta fuera deportada, el embajador José Rojas Moreno había solicitado el 24 de septiembre de 1941 permiso, que le fue denegado, para expedir visados de entrada sin consultar con Madrid. Tampoco se autorizó la repatriación en grupo[40].
Bulgaria, otra aliada de Hitler, había permitido la deportación de los judíos en la Tracia griega y la Macedonia yugoslava incorporadas en 1941, pero la oposición popular, apoyada por la iglesia Ortodoxa impidió que esta se aplicara en el resto del territorio nacional. No obstante, el rey Boris III, quien gobernaba de manera dictatorial, puso en vigor normas discriminatorias, tales como la obligación de la estrella amarilla, el toque de queda, el arresto domiciliario, etc. Ante ello, el representante español en Sofía, Julio Palencia Tubau, denunció el 14 de septiembre de 1942 en una comunicación al ministerio español de Asuntos Exteriores la persecución desatada contra los judíos e intervino ante el gobierno búlgaro y la embajada alemana para proteger los derechos de ciento cincuenta sefardíes. También intercedió por la vida del judío León Arie y, aunque no pudo evitar su ejecución, consiguió adoptar a sus dos hijos, gracias a lo cual estos pudieron salir del país y reunirse con su madre. Finalmente fue declarado persona non grata y hubo de volver a España, donde recibió una amonestación[41].
Grecia desde finales de abril de 1941 había quedado dividida en tres zonas de ocupación: búlgara, alemana e italiana. Como ya me he referido a la primera, me centraré ahora en las otras dos, en las que vivía una nutrida colonia sefardí. En la primavera de 1943 se produjo la deportación a Auschwitz-Birkenau de 48.000 judíos de Salónica, en la zona alemana. Para entonces acababa de llegar a Atenas con el cargo de cónsul general Sebastián Romero Radigales, quien inmediatamente informó al ministerio y propuso la repatriación de los que poseían la nacionalidad española o, si aquella parecía inconveniente, que se los trasladara al menos al Protectorado de Marruecos. El 17 de julio, con los preparativos ya iniciados, se le comunicó que solo se permitiría la repatriación en casos excepcionales, lo que le obligó a abandonar la operación. Intentó, no obstante, trasladar de forma clandestina a Atenas, en la zona italiana, al mayor número posible de sefardíes de Salónica, lo que consiguió para unos ciento cincuenta. Del resto, trescientos sesenta y seis fueron apresados el 29 de julio, aunque como deferencia al gobierno español, en lugar de a Auschwitz, donde habrían sido gaseados, fueron trasladados a Bergen Belsen a la espera de que se aceptara finalmente su repatriación. El 5 de agosto, el ministerio de Asuntos Exteriores propuso que se los evacuara en grupos de veinticinco, lo que no fue aceptado por los alemanes. Tras una negociación se acordó que se formaran dos lotes de ciento ochenta personas. Al igual que en el caso de Francia, del que ya hemos hablado, la llegada del segundo grupo quedaba condicionada a la previa salida de España del primero. A Romero Radigales que había conseguido, por otra parte, que no se confiscaran los bienes de estos deportados, se le presentó Inmediatamente un nuevo problema. La votación contra Mussolini en el Gran Consejo Fascista del 24 de julio, seguida por el nombramiento al día siguiente del mariscal Badoglio como jefe del gobierno y el 8 de septiembre por el anuncio de la rendición italiana, desencadenaron que la Wehrmacht invadiera Italia y los territorios que esta aún controlaba, entre ellos su zona de ocupación en Grecia. Ante ello, el cónsul solicitó a España la repatriación de los sefardíes españoles de Atenas, así como una interpretación generosa de la nacionalidad para que pudiera beneficiarse el mayor número posible. Tampoco en esta ocasión consiguió una respuesta afirmativa, y ciento cincuenta y cinco ciudadanos españoles fueron enviados a Bergen Belsen en las mismas condiciones que los de Salónica. Para entonces el ministro Gómez Jordana ya le había recriminado su exceso de celo[42].
Los diplomáticos de los que hasta ahora se ha hablado, centraron su labor en la defensa de los sefardíes de nacionalidad española. Ahora me ocuparé de dos casos que escapan a este marco.
José Ruiz Santaella llegó a la embajada española en Berlín en 1942 como agregado agrícola, acompañado por su esposa alemana Waltraud Schraeder, quien había cambiado su nombre de pila por el de Carmen al abandonar el protestantismo por el catolicismo antes de la boda. En su residencia, próxima a Berlín, trabajó como costurera Gertrud Neumann, una judía que había conseguido ocultarse de los nazis. Ella los puso en contacto con Ruth Arndt, quien se hallaba en las mismas circunstancias y la que contrataron como niñera. Poco después acogieron en calidad de cocinera a la madre de Ruth, Lina. Aunque la situación, con tres judías escondidas en su vivienda bajo identidad falsa, era muy peligrosa, no fueron descubiertos y todos sobrevivieron a la guerra.
Hungría, donde el almirante Miklos Horthy en el poder desde 1920 había establecido una dictadura fuertemente conservadora, participó como aliada de Alemania en la invasión de Yugoslavia en 1940 y en el ataque a la Unión Soviética en 1941. Como en el resto de los países de la órbita del Eje, se adoptaron medidas contra los judíos, entre ellas la expulsión del ejército, la imposición, al igual que a otras minorías como los gitanos, de un régimen de trabajos forzados y la obligación de portar la estrella amarilla. Además, en agosto de 1941, entregó a los judíos de Rutenia, quienes no gozaban de la nacionalidad húngara, a las fuerzas alemanas, que fusilaron a unos 16.000. Los que habitaban en otros territorios, aunque discriminados y sometidos a constantes vejaciones, se mantuvieron a salvo del exterminio hasta que el 19 de marzo de 1944, ante el temor de que Hungría, al igual que Italia, se rindiera a los aliados, la Wehrmacht ocupó el país, aunque por el momento mantuvo a Horthy como regente. En apenas tres semanas, entre mayo y junio, más de 400.000 judíos fueron enviados a Auschwitz-Birkenau, en una operación coordinada por Adolf Eichmann. El 25 de agosto, el regente llegó a un acuerdo con los alemanes quienes aceptaron paralizar la deportación que aún no había afectado a Budapest. Para entonces, Horthy negociaba en secreto con los aliados occidentales y más tarde con la Unión Soviética, cuyo ejército se hallaba ya cerca de la frontera. Finalmente, el 16 de octubre, ante el anuncio el día anterior de la firma de un armisticio, la Cruz Flechada, partido nazi local dirigido por Ferenc Szálasi, expulsó al regente del poder con ayuda del ejército alemán.
Ya en mayo, Miguel Ángel de Muguiro, encargado de negocios en Budapest había informado al ministerio de Asuntos Exteriores de que muy probablemente los deportados eran asesinados. Había conseguido también salvar a quinientos niños al lograr que se aceptara su evacuación a Tánger. Dos meses después, su sucesor, Ángel Sanz Briz comunicó de nuevo al ministerio el peligro que corrían los judíos. También se unió a la protesta de los representantes de los países neutrales impulsada por el nuncio monseñor Rotta, y comenzó a extender documentos de protección. Amparándose en el decreto de Primo de Rivera, obtuvo que se le permitiera entregar doscientos pasaportes provisionales a sefardíes españoles, pero, dado que el número de estos en Budapest era muy bajo, pronto comenzó a facilitarlos también a asquenazíes, al mismo tiempo que en lugar de extenderlos a título individual comenzaba a hacerlo por familias, lo que le permitió multiplicar el número de beneficiarios. Además, emitió diferentes series añadiendo una letra, de tal manera que en ninguno aparecía un número superior al autorizado. Los protegidos, ya fuera con pasaportes ordinarios, provisionales o cartas de protección, fueron alojados en nueve inmuebles alquilados en cuyas fachadas Sanz Briz hizo ondear la bandera española y fijó carteles con el texto: “Anejo a la Legación de España. Edificio extraterritorial”. En esta labor contó con la colaboración de todo el personal de la embajada y de Giorgio Perlasca, un comerciante italiano, antiguo combatiente en nuestra guerra como miembro del Corpo Truppe Volontarie. Pero este esfuerzo estuvo a punto de revelarse inútil cuando, ante el avance soviético, Sanz Briz recibió el 30 de noviembre la orden de trasladarse a Suiza. La embajada, sin embargo, continuó abierta, pues Perlasca, a quien había facilitado documentación española con el nombre de Jorge, hizo creer a las autoridades húngaras que la ausencia del encargado de negocios era temporal y que, en tanto regresara, quedaba él en calidad de cónsul, a cargo de la legación. Para cuando los soviéticos ocuparon Budapest el 16 de enero, Sanz Briz y Perlasca habían salvado de la muerte a 5.200 judíos.
Lo dicho basta a mi juicio, para desechar la muy repetida idea de que el régimen franquista protegió a los judíos perseguidos por el nazismo. Es cierto que muchos se salvaron huyendo a España o gracias a la acción de algunos diplomáticos, pero nunca se elaboró una política coherente de ayuda. Los vencedores de la Guerra Civil veían a los judíos a través de un prisma ideológico en que se mezclaban en proporciones variables el antijudaísmo religioso tradicional, muy fuerte en los carlistas, y el antisemitismo racial moderno, más presente entre los falangistas. En consecuencia, los consideraban un elemento peligroso, ajeno al Volkgeist español, y responsable de la decadencia de nuestro país, en el que habían introducido por medio de la masonería ideas democráticas y socialistas. Esta hostilidad de base que no llegó a cuajar en una legislación racista, aunque se dieran algunos pasos, como el registro de judíos, que parecían apuntar en esa dirección, hubo de adaptarse a unas complejas circunstancias internacionales y una difícil situación interior que hacían a España, pese a que gran parte de su gobierno simpatizaba con el Eje, vulnerable ante las presiones de los aliados. Las luces no deben deslumbrarnos hasta impedirnos apreciar las sombras. Hemos visto como las autoridades franquistas se negaron a repatriar a los sefardíes de nacionalidad española, algo que contrasta negativamente incluso con la actuación de la Italia fascista. También, como los diplomáticos que intentaron protegerlos lo hicieron a menudo interpretando de manera muy amplia sus instrucciones y extralimitándose en el ejercicio de sus atribuciones, lo que en algunos casos les valió desautorizaciones, recriminaciones y destituciones por parte del ministerio de Asuntos Exteriores. Se salvaron vidas, pero de no haber imperado la desconfianza y el temor, se podría haber hecho mucho más.
No quiero terminar sin dedicar un recuerdo a todos aquellos hombres y mujeres que en unos momentos excepcionalmente peligrosos ayudaron a los refugiados procedentes de Francia a cruzar los Pirineos por difíciles sendas de montaña y a quienes los acogieron y auxiliaron ya en nuestro país. Eran gentes sencillas, muy alejadas de los círculos de poder y sus nombres apenas comienzan a salir del olvido. Son personas como las hermanas Lola, Julia y Amparo Touza, que desde su trabajo en el quiosco de la estación de Ribadavia, próxima a la frontera, ayudaron a pasar a Portugal a unos quinientos judíos fugitivos[43].
Concluiré con el ruego, ya realizado en años anteriores, de que el próximo domingo, 27 de enero, Día Mundial de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, enciendan una vela y cuando sus hijos o nietos les pregunten por qué lo hacen, les cuenten, de manera apropiada a su edad, lo ocurrido.






[1] PULIIDO, Ángel, Españoles sin patria, Cit. en ROHR, Isabelle (2010), La derecha española y los judíos, 1898-1945. Antisemitismo y oportunismo. Valencia, Publicacions de la Universistart de Valéncia, p. 57
[2] Cit. en ROHR, Isabelle (2010), p. 36
[3] BAROJA, Pío (1939), Comunistas, judíos y demás ralea, Valladolid, Cumbre, p. 75
[4] ROHR, Isabelle (2010), p. 56
[5] Domingo, 11 de diciembre de 1938, cit. ROHR, Isabelle (2010), p. 122
[6] ROZENBERG, Danielle (2010) La España contemporánea y la cuestión judía, Madrid, Casa Sefarad Israel, Marcial Pons, p. 127
[7] DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945, Madrid, Marcial Pons, p. 64
[8] BAROJA, Pío (1939), p. 68
[9] ROHR, Isabelle (2010), p. 62
[10] ROHR, Isabelle (2010), p. 86
[11] Jewish Chronicle, 23 de marzo de 1934, cit. ROHR, Isabelle (2010), p. 88
[12] ROZENBERG, Danielle (2010), p. 58
[13] ROHR, Isabelle (2010), p. 74
[14] DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 227
[15] ROHR, Isabelle (2010), p. 118
[16] ROHR, Isabelle (2010), p. 121
[17] ROHR, Isabelle (2010), p. 91
[18] NÚÑEZ SEIXAS, Xosé Manoel (2015). «Falangismo, nacionalsocialismo y el mito de Hitler en España (1931-1945)». Revista de estudios políticos, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, (169), p. 13-43.
[19] ROZENBERG, Danielle (2010), p. 105
[20] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 83-85
[21] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 97
[22] DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 181
[23] DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 163
[24] DOMÍNGUEZ ARRIBAS, Javier (2009), p. 214
[25] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 105
[26] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 131
[27] ROZENBERG, Danielle (2010), p. 153
[28] ROTHER, Bernd (2005), Franco y el Holocausto, Madrid, Marcial Pons, p. 86
[29] VIÑAS, Ángel (2016), Sobornos. De cómo Churchill y Marx compraron a los generales de Franco. Barcelona, Crítica
[30] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 148
[31] GARZÓN, Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007). España y el Holocausto (1939-1945). Historia y testimonios. Madrid, Federación de Comunidades Judías de España, Hebraica Ediciones, p. 22
[32] ROZENBERG, Danielle (2010), p. 187
[33] ROTHER, Bernd (2005), Franco y el Holocausto, Madrid, Marcial Pons, p. 29
[34] ROTHER, Bernd (2005), p. 30
[35] ROTHER, Bernd (2005), p. 158
[36] ROHR, Isabelle (2010), p. 121, p. 162-163
[37] GARZÓN, Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 44
[38] ROTHER, Bernd (2005), p. 198
[39] ROTHER, Bernd (2005), p. 235-236
[40] GARZÓN, Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 53
[41] GARZÓN, Jacobo Israel y BAER, Alejandro (Eds.) (2007), p. 52
[42] ROTHER, Bernd (2005), p. 263 ss.
[43] MONTERO, May (2018), «Las hermanas ‘Schindler’ gallegas que salvaron a 500 judíos del Holocausto» El País, 27 de abril de 2018.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Por caminos de progreso

La degradación del bosque amazónico: una amenaza global

El octavo círculo: la orquesta de mujeres de Auschwitz