Testimonios femeninos del Holocausto

Conferencia pronunciada en el museo de la Ciudad (Móstoles) el 25 de enero de 2018, con motivo de la conmemoración del Día mundial en recuerdo de las victimas del Holocausto

Pese a la fama y difusión del Diario de Ana Frank, la mayor parte de los testimonios femeninos del Holocausto permanecen para el público no especializado en una relativa penumbra, eclipsados por los de, entre otros, Primo Levi, Imre Kertész o Viktor Frankl. No entra en mi propósito establecer una comparación ni buscar contrastes entre lo narrado por hombres y mujeres. Una tarea que me parece por completo carente de sentido. Trato, tan solo, de recordar una pequeña parte de un horror que afectó a todos por igual, con la esperanza de que su conocimiento sea el antídoto que impida que algo parecido vuelva a suceder.

Antes de continuar me parece necesario establecer algunas precisiones que, a quienes asistieran a la conferencia que hace un año pronuncié en este mismo lugar les resultarán conocidas. En primer término, les recuerdo que la palabra Holocausto no es, como ya dije en aquel momento, de mi agrado. No me extenderé sobre este punto. Baste recordar que este término, como señala Giorgio Agamben, remite a la traducción al griego de una de las formas de sacrificio mencionadas en el Levítico y de ahí pasó a significar el sacrificio supremo por una causa sagrada[1]. En su lugar, usaré la expresión hebrea Shoá, (Catástrofe). Una segunda consideración hace referencia al carácter parcial de los testimonios. Lo que ha llegado hasta nosotros no es la voz de quienes recorrieron el camino del infierno hasta el final. Incluso cuando escuchemos la palabra de quienes cayeron asesinadas, de Hélène Berr, Rutka Laskier o Etty Hillesum, hemos de recordar que, obviamente, su testimonio termina mucho antes de que se cerrara tras ellas la puerta de la muerte. En otros casos, oiremos a las supervivientes, a aquellas que vivieron el horror en un grado difícilmente imaginable, pero que, por algún azar, no descendieron los últimos peldaños: Hanna Levy-Hass, Simone Veil, Violeta Friedman, Magda Hollander-Lafon o Ana Novac.

No pretendo, claro está, ofrecer una lista exhaustiva de los escritos de mujeres víctimas de la Shoá, pues eso desbordaría cualquier límite razonable para esta conferencia y tampoco entra en mis aspiraciones agobiarlos a ustedes con un aluvión de datos y citas. Quiero, eso sí, señalar que el recuerdo de la mayor parte de las víctimas, tanto mujeres como hombres, corre el riesgo de desvanecerse como el humo en que fueron convertidos sus cuerpos. En muchos casos no queda de ellas siquiera el dolor de sus familiares, pues ellos sufrieron su misma suerte y no hubo nadie que las llorara. Por otro lado, las mujeres a las que hago referencia eran, por decirlo de alguna manera, miembros de una elite. Procedían de familias que gozaban de una posición económica desahogada y habían tenido acceso a un nivel de educación muy superior al habitual en aquellos tiempos. Pero eran una exigua minoría. Al leerlas hemos de considerar las muchas otras, ese número infinitamente mayor, de las que fueron gaseadas, fusiladas y esclavizadas, y que carecían del dominio de la palabra escrita, por lo que su sufrimiento pereció con ellas. Magda Hollander-Lafon recuerda cómo en Birkenau una moribunda anónima le dio cuatro pedazos mohosos de pan diciéndole:

Coge. Eres joven, debes vivir para dar testimonio de lo que ocurre aquí. Debes contarlo para que no vuelva a ocurrir nunca más en el mundo[2].

Magda tomó el pan y lo comió allí mismo ante la mujer que se lo había entregado. No sé hasta qué punto nosotros con nuestros cuerpos bien alimentados, nosotros que sin rubor decimos que tenemos hambre cuando apenas han pasado seis o siete horas desde nuestro desayuno, somos capaces de apreciar el gesto de quien, consciente de que su vida se acaba, renuncia a ese miserable alimento, en el Lager un auténtico tesoro, para que otra persona pueda vivir y contar lo que allí ha ocurrido. Muchos años después, en 1978, cuando Darquier de Pellepoix, comisario de Asuntos Judíos del régimen de Vichy, que vivía desde el fin de la guerra refugiado en España, afirmó en una entrevista que en Auschwitz solo se gasearon piojos, Magda recordó las palabras de la moribunda y, llena de indignación, decidió que no podía permanecer en silencio.

Giorgio Agamben explica que en latín hay dos palabras para referirse al testigo: testis y superstes. Testis es el que se sitúa como tercero en un proceso o litigio entre dos contendientes, en tanto que superstes es el que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él[3]. Magda, y con ella todos los que han vivido la experiencia de la Shoá, parece encajar en la categoría de superstes, pero, como nos recuerda Primo Levi, otro de los testigos, las cosas no son tan sencillas:

Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los “musulmanes”, los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.[4]

Jean Améry describe así al denominado musulmán en el argot de los Lager:

El llamado “musulmán”, como designaba la jerga del campo al prisionero que se abandonaba y era abandonado por sus camaradas, no poseía ningún resquicio de conciencia donde bien y mal, nobleza y vulgaridad, espiritualidad y no espiritualidad se pudieran confrontar. Era un cadáver vacilante, un haz de funciones físicas en su agonía.[5]

Los verdaderos superstes, los que han recorrido el camino hasta el final, son los musulmanes, esos seres a los que un sistema infame ha convertido en cadáveres andantes, pero ellos, cuyo cuerpo aún mantiene un simulacro de vida, por más que el alma haya muerto, no pueden hablar. También lo son aquellos gaseados nada más llegar al Lager, esos a quienes un médico, en una macabra simulación del Juicio Final, tras una somera ojeada, envió a las cámaras de gas. A la postre, a una muerte rápida quizá menos dolorosa que la de los seleccionados para la extenuación, el hambre y la humillación. Solo por mediación de los supervivientes, de “los que no han tocado fondo” podemos aproximarnos a los auténticos testigos.

Hanna Levy-Hass, maestra prisionera en Bergen-Belsen, recuerda la ansiedad provocada por el reparto de comida, en un momento en que la ya de por sí insuficiente ración de sopa se ha reducido en un tercio, las lágrimas de los que aguardan cuando ven que el perol del reparto está agotándose y temen no recibir alimento. Se mantiene lo suficientemente lúcida para anotar en su diario:

Una miseria sin límites, expuesta de un modo ostentoso, hedionda y chillona. Eso es exactamente lo que querían los nazis. ¡Exactamente eso! Envilecernos hasta un grado tan infame, humillarnos hasta la locura y matar en nosotros incluso el recuerdo de haber sido seres humanos[6].

Exactamente eso. Para los nazis, los judíos no son realmente seres humanos, sino entes malignos, agentes infecciosos cuya sola existencia pone en peligro a la auténtica humanidad. Por eso es preciso no solo exterminarlos, sino conseguir que antes de la muerte se muestren en lo que, en su fanatismo ideológico, consideran su verdadero ser. Los guetos y los Lager cumplen la misión de moldearlos a imagen de las repugnantes caricaturas difundidas por Julius Streicher desde las páginas de Der Stürmer: sucios, hipócritas, crueles, avarientos, depravados, incapaces de cualquier sentimiento elevado… Se trata de eliminar en los miembros de la raza calificada como superior cualquier posible sentimiento de empatía hacia estos desdichados. ¿Puede acaso un biólogo compadecerse de una cepa de bacterias?

El proceso de deshumanización afecta primordialmente a los judíos, pero no se limita a ellos. Gitanos, homosexuales, opositores políticos, prisioneros de guerra y resistentes de los países ocupados, cuando no caen directamente asesinados, son sometidos a un trato degradante cuya finalidad es quebrar en ellos todo rastro de conciencia moral. En suma: terminar con su alma antes de acabar con su cuerpo. Dejemos de nuevo la palabra a Hanna Lévy-Hass. Habla ahora de su traslado desde Belgrado a Bergen-Belsen:

Quince días en vagones para ganado. De cuarenta a sesenta personas amontonadas en cada furgón, hombres, mujeres, viejos, niños. Herméticamente encerrados, sin aire, sin luz, sin agua, sin comida… Nos ahogábamos en ese exiguo espacio saturado de suciedad, de sudor, de vapor, de pestilencia… en medio de la estrechez y de una sed devastadora.
Durante esas dos semanas, solo en dos ocasiones nos repartieron un poco de agua y algunas conservas. Fue mientras atravesábamos Checoslovaquia cuando tuvimos esa “suerte”. La Cruz Roja checa nos obsequió con una sopa caliente. Nos extasiábamos ante ese manjar… Después nos dieron agua. Había que ver la expresión que se dibujaba en los rostros de los checos cuando nos veían pelearnos por cada gota.[7]

Detengámonos un momento en la última frase. Hanna no aclara qué expresión fuera la de la cara de los checos, pero no nos cuesta imaginarlo. De los vagones salen hombres, mujeres y niños sucios y malolientes. Seguramente los deslumbra la luz exterior y hacen extrañas muecas, gritan en una lengua que a oídos ajenos suena indudablemente bárbara los nombres de sus conocidos, en un intento desesperado de encontrarlos; se abalanzan ávidos sobre las marmitas de sopa, se empujan y luchan entre sí temerosos de que aquella se acabe antes de que les llegue su turno. Los espectadores, testis en este caso según la distinción de Agamben, no los han acompañado en el tren durante su largo camino. Ven únicamente un espectáculo repulsivo. Quizá alguno piense que los deportados son pobres víctimas de los nazis, pero es muy posible que la mayoría vea simplemente la confirmación de que los judíos no son humanos, sino despreciables alimañas. No es una exageración retórica. Paula Martos Ardid ha estudiado las reacciones de los británicos que liberaron el Lager de Bergen-Belsen, ante el espectáculo de aquellos seres, hombres y mujeres, famélicos y enfermos, que parecían haber perdido toda noción de lo que nuestra civilización considera un comportamiento mínimamente digno. En aquel momento, el 15 de abril de 1945, en los dos campos que componían Bergen-Belsen se apiñaban unos sesenta mil prisioneros, en su mayor parte judíos, de los que unos veinticinco mil eran mujeres. Junto a ellos, se amontonaban unos trece mil cadáveres. A fin de documentar las atrocidades alemanas, los mandos aliados ordenaron la toma de fotografías:

El sargento Midgley, [autor de una de estas tomas] dejó por escrito la fuerte impresión que le había causado esta imagen: “en otras partes del campo se esparcían centenares de cuerpos tumbados, en muchos casos apilados en pisos de cinco y seis. Entre ellos se sentaban mujeres pelando patatas y cocinando restos de comida.”[8]

Recodemos que quienes han entrado en el Lager, también ellos testis, son soldados con una larga y dura campaña a sus espaldas. Seguramente están acostumbrados a la visión de cadáveres. Sin embargo, la familiaridad y hasta indiferencia ante la muerte de aquellas mujeres, escapa a su comprensión. No pueden entender que en el Lager se ha borrado la frontera entre vivos y muertos.
El 8 de noviembre de 1944, Hanna Levy-Hass anota en su diario: “No estamos muertos, pero somos unos muertos”[9]. En enero de 1945, añade:

Acabamos confundiendo a los vivos con los muertos. En el fondo, la diferencia es mínima: nosotros, unos esqueletos que aún siguen en movimiento y ellos, unos esqueletos inmovilizados.
Pero hay además una tercera categoría: los que, tendidos en la cama, sin poder ya moverse, respiran aún un poco. Esperamos que mueran y que dejen sitio a otros. No es extraño que se los confunda con los muertos y haya errores al contarlos.[10]

Ana Novac escribirá:

Ya no éramos capaces de sufrir, de temer ni de asombrarnos. La muerte solo asusta a los vivos. Pero ya hacía mucho que no estábamos vivos.[11]

Pero el proceso se ha iniciado mucho antes. Desde la promulgación de las leyes de Núremberg en septiembre de 1935, todo judío era, en expresión de Jean Améry, “un muerto en vacaciones”[12]. Los despojaron de su nacionalidad y de sus propiedades, los despidieron de sus trabajos y los obligaron a realizar las tareas más degradantes, los hacinaron en guetos insalubres y finalmente los condujeron a las cámaras de gas o los convirtieron en esclavos famélicos destinados a morir de agotamiento e inanición.

Intentaremos ahora aproximarnos por medio de los testimonios de las víctimas, al modo en que las mujeres vivieron estos procesos de degradación. Comenzaré por Rutka Laskier. Escribió un diario muy breve. Abarca solo unos meses de 1943, pues lo inició en enero y en agosto la enviaron a Auschwitz, donde fue gaseada de inmediato, al igual que su madre, su abuela y su hermano. Solo el padre sobrevivió. Contaba entonces catorce años. Su escrito ha llegado hasta nosotros porque en previsión de los que pudiera suceder, le confió a una amiga cristiana el lugar en que lo ocultaba. Esta pudo recuperarlo y lo guardó durante años como un recuerdo entrañable.

Rutka, confinada con su familia en el gueto de Bedzin (Silesia), se lamenta al pensar que en el verano no va a disfrutar del campo y recuerda el placer con que en años anteriores había recogido flores. Pero ahora todo ha cambiado y ya no puede salir a la calle Malachowska ni al cine por la tarde. Su mundo se hace más y más pequeño, cercado por la muerte. El 6 de febrero anota:

Vi, con mis propios ojos, cómo un soldado arrancaba a un bebé de las manos de la madre y le abría la cabeza a golpes contra un poste de electricidad. Los sesos de la criatura salpicaron la madera. La madre enloqueció.[13]

Sobrecoge tanto horror expresado con tan pocas palabras. Pronto el gueto alcanza la cifra de treinta mil habitantes, debido a la deportación de judíos de otras localidades. Obligados a vivir hacinados en unas pocas calles y cada vez más aislados del exterior, las condiciones de vida se deterioran con gran rapidez. Desde el 1 de marzo, la familia de Rutka dispone de una sola habitación. Ella continúa escribiendo con una lucidez que le impide hacerse ilusiones sobre el futuro. Pero es una adolescente y así, junto a relatos estremecedores como el ya mencionado, deja constancia también de su enfado porque su madre le pregunta por los chicos con los que se ve, de sus dudas sobre si permitirá o no a Janek, uno de ellos por el que se siente atraída, que la bese, y de su repugnancia ante lo que ahora llamamos acoso sexual. Tras el 20 de marzo, a los judíos solo se les permite pasear por dos calles.

Es un agobio, ya que por esas calles salen a dar un garbeo cientos de chicos y chicas adolescentes y hasta el último donjuán del pueblo acude a cazar. Debo pasar por allí cuando voy a ver a Micka y no me encuentro cómoda. Esos fanfarrones desnudan con los ojos a cada una de las chicas que ven pasar y las van puntuando. No puedo eludir los comentarios sobre mis piernas y mi rostro a pesar de que cruzo lo más deprisa posible. Es extremadamente desagradable la sensación de verme examinada como si fuera mercancía de mercadillo. Siento como náuseas, mareos y algo pegajoso…[14]

Rutka vive en un mundo que, con ser terriblemente asfixiante, no es tan claustrofóbico como el de Ana Frank. Ella puede tratar con más gente y moverse por el gueto. A cambio, presencia actos de una brutalidad escalofriante y siente también la agresión del deseo sexual primario y desconsiderado de los hombres. Algo que posiblemente algunas de ustedes hayan también experimentado en más de una ocasión.

Ana Novak, una adolescente cuando fue deportada a Auschwitz, al contrario de Rutka Laskier y de Ana Frank, alcanzó a sobrevivir.  Había nacido en 1929 en la ciudad de Dej, entonces rumana, pero que, con todo el norte de Transilvania, pasaría a soberanía húngara en 1940. En Hungría gobernaba de manera dictatorial el almirante Horthy, aliado de Alemania. El régimen, extremadamente conservador, adoptó leyes que limitaban la presencia judía en las profesiones liberales y en agosto de 1941 deportó a los judíos extranjeros (en su mayor parte refugiados procedentes de Polonia, Checoslovaquia y Ucrania), quienes fueron conducidos a la frontera y entregados a las autoridades alemanas. Los Einsatzgruppen se encargaron de asesinarlos. No obstante, los judíos húngaros, aunque sometidos a una creciente discriminación y a trabajos forzados, estuvieron físicamente a salvo, con excepción de las matanzas de Backa en enero de 1942. El exterminio no comenzó hasta que, en marzo de 1944, la Whermacht invadió Hungría ante la sospecha de que Horthy negociaba en secreto la paz con los aliados. Adolf Eichmann se trasladó entonces a Budapest para coordinar el traslado de los judíos húngaros a Auschwitz.

Ana Novac, cuya obra se titula sarcásticamente Aquellos hermosos días de mi juventud, recuerda el viaje en términos muy similares a los que ya conocemos:

No sé cuántos días ni cuántas noches estuvimos viajando. ¿Tres…, cinco? De comer nos dieron dos veces. No veíamos la luz más que cuando vaciábamos el cubo de los excrementos. Al final no teníamos ni fuerzas para hablar; ni siquiera intentábamos ya entrar en calor. Me faltaba fuerza hasta para imaginarme que llevaba mucho muerta. Cuando por fin se abrió la puerta del vagón, nos desplomamos en el andén tiesas como tablas.[15]

Ana pasó la primera selección en Auschwitz. Ya saben, al bajar de los vagones, los deportados son obligados a formar filas. En una mujeres y niños, en otra, los hombres, y desfilan ante un médico de las SS, allí a menudo Mengele, quien, tras fijar en ellos los ojos durante un instante, los envía a la muerte rápida de las cámaras de gas o a la lenta del trabajo extenuante y la inanición. Algún tiempo después, fue trasladada a Plaszow, donde se vio obligada a cargar piedras de un lado a otro de una colina. En una ocasión presenció cómo durante una inspección del comandante del Lager, Amon Goth, de quien dice que disfrutaba escuchando a Bach y a Mozart, a una de las prisioneras se le cayó la piedra que transportaba. El caballo del comandante, asustado, se encabritó y este, tras dominarlo descargó un latigazo sobre la desdichada, contra la que azuzó inmediatamente a Rex, su bulldog. La mujer intentó huir, pero nada pudo hacer. Concluye el episodio:

Johnny trae en brazos el cuerpo (o lo que queda de él).[16]

En otro momento, al formar descubren que falta una muchacha. Se ha quedado dormida en el barracón. En castigo Otto, uno de los kapos, un alemán condenado por asesinato, la golpea con el látigo hasta la muerte, ante el resto de las prisioneras, obligadas a permanecer en pie hasta que termina el recuento.[17]

Naturalmente, al Lager llegaban mujeres embarazadas, a las que por lo común se enviaba a la cámara de gas en la primera selección. Pero a veces su estado pasaba inicialmente desapercibido. Ana relata uno de estos casos ocurrido en Plaszow. Las presas más veteranas intentan convencer a la recién llegada de que aborte. Incluso buscan a una experta para que se encargue del trabajo. Si no lo hace así, le dicen, los alemanes esperarán al nacimiento y entonces asesinarán a la criatura y a la madre.[18]

Margarete Buber-Neumann nos cuenta cómo se actuaba en Ravensbrück ante los embarazos. No se trata en esta ocasión de mujeres judías, sino de alemanas que habían tenido relación con extranjeros considerados inferiores, probablemente judíos o polacos:

Un día llegó al campo de concentración un grupo de mujeres embarazadas. Todas ellas habían sido detenidas por ‘relaciones con extranjeros’. En los primeros años se solicitaba la libertad para las embarazadas o el traslado a un hospital. Allí les arrebatarían el niño después del parto y la madre sería devuelta al campo de concentración. Pero con las nuevas embarazadas ocurrió algo diferente. La Gestapo había ordenado que se les hiciera abortar el “fruto de su afrenta de raza”, misión que se encargó al doctor Rosenthal. Muchas de las mujeres estaban ya en el séptimo u octavo mes de embarazo […] La prisionera Gerda Quernheim, enfermera de profesión, ayudaba al doctor Rosenthal en estas maniobras abortivas. Mataba a todos los que nacían vivos, con inyecciones, estrangulándolos o ahogándolos en un cubo de agua.[19]

En este momento, parece oportuno dedicar una breve digresión a Margarete Buber-Neumann. Esta, de familia cristiana, era alemana de nacimiento y desde muy joven había colaborado con organizaciones socialistas. Se afilió al Partido Comunista poco después de su fundación y contrajo matrimonio con Rafael Buber, hijo del filósofo judío Martin Buber. En 1925 se divorciaron y al cabo de un tiempo ella se casó con el dirigente comunista Heinz Neumann, junto a quien escapó a la Unión Soviética tras la llegada de Hitler al poder. En abril de 1937, el NKVD detuvo a Heinz, de quien no volvió a tenerse ninguna noticia, y en 1938 a la propia Margarete. Acusada de trotskismo y actividades contrarrevolucionarias, fue condenada a trabajos forzados y enviada al campo de Karlag en Kazajistán. Allí permaneció hasta que, en 1940, en virtud del pacto germano soviético, fue entregada a las autoridades nazis, junto a muchos otros refugiados alemanes. Cambió así el gulag soviético por el Lager de Ravensbrück. En este lugar entabló una estrecha amistad con Milena Jesenska, quien, aunque es recordada sobre todo por su relación con Kafka, era una famosa periodista de izquierdas, condenada por haber auxiliado a judíos y colaborar con la resistencia checa.

Cuenta Margarete que en una ocasión una testigo de Jehová, procedente de Auschwitz, la llamó y le dijo que había visto como allí arrojaban al fuego a niños judíos vivos. Se lo contaba porque estaba segura de que a ella la iban a matar y quería que se supiese. No pudo creerlo, pero ese mismo día subieron a un camión a las testigos de Jehová y las llevaron fuera del campo. Luego el camión regresó solo con sus ropas. Las habían asesinado por negarse a trabajar en favor de la guerra.[20]

En esta situación de arbitrariedad, violencia extrema, absoluta privación de derechos, hambre, enfermedad, agotamiento y constante presencia de la muerte, las prisioneras acaban por volverse indiferentes ante el sufrimiento.

Magda Hollander-Lafon, a quien ya me he referido anteriormente, había nacido en Hungría. Tenía catorce años cuando se prohibió que los judíos asistieran a la escuela junto a los cristianos y su padre fue enviado a trabajos forzados. Lo peor no había llegado.

Mi vida se detuvo a los dieciséis años, en plena crisis de la adolescencia, en plena crisis con mis padres. En Auschwitz me separé de mi madre y de mi hermana sin una mirada, sin un gesto, y cuando me pregunté sobre su paradero, una kapo polaca me dijo en tono indiferente: “¿Ves la chimenea que arde? Pues ya están todos dentro.”[21]

En poco tiempo ella misma terminó adoptando la misma actitud que la kapo:

Me hice insensible a las emociones, indiferente a los cuerpos sin vida que me rodeaban. El instinto de supervivencia primaba sobre el sufrimiento del otro. El otro estaba ausente.[22]

Escuchemos también a Ana Novac:

… la noticia de que hoy no va a haber pan (se equivocaron al hacer los cálculos en la cocina) nos ha consternado más que el drama del asesinato de una familia polaca completa.[23]

Violeta Friedman, nacida en Marghita (Transilvania), fue deportada junto a su familia en mayo de 1944. En Auschwitz el doctor Mengele envió a la cámara de gas a su madre, su padre, su abuelo y su bisabuela. Solo quedaron con vida ella y su hermana, aunque entonces no comprendieron lo que ocurría.

Todo se hizo muy rápidamente para que no nos diéramos cuenta de nada. Así que, casi en el mismo instante, mi hermana y yo, junto con todo el grupo, fuimos conducidas hacia un lugar donde nos ordenaron desnudarnos totalmente y dejar nuestras cosas. Aún recuerdo el camino. Nos cortaron el pelo y nos afeitaron el vello de todo el cuerpo, nos hicieron pasar a una habitación con duchas de desinfección y después, mojadas y temblorosas, nos tiraron unos harapos y unos zuecos. A algunas las ropas les quedaban enormes, a otras apenas les entraban. Así nos hicieron salir al frío nocturno, un frío terrible en aquella noche de mayo en la Silesia polaca. Sin pelo, cubiertas de harapos, despojadas bruscamente de nuestra personalidad e identidad, nuestro aspecto era tan increíble que a Eva [su hermana] y a mí nos costó mucho reconocernos.[24]  

La privación del cabello y de los vestidos, una norma en los Lager, constituye uno de los elementos del proceso de deshumanización. El mismo trato se aplica a los varones, aunque para estos, por razones culturales derivadas de la imagen convencional de los sexos y que, además, estaban acostumbrados al rapado y la uniformización impuestos por el servicio militar, la experiencia no hubo de ser tan traumática. En el caso de las mujeres, constituye un ataque a su identidad sexual, aunque se limite a signos sociales externos. Pronto la desnutrición, el agotamiento y la convivencia con la muerte afectarán a su conciencia. Al cabo de un tiempo, resulta difícil saber si un cuerpo es masculino o femenino. Tras la liberación de Bergen-Belsen, el sargento Hewitt fotografió el cuerpo desnudo de Margit Schwartz, una mujer judía de treinta y un años. Paula Martos hace este comentario:

Cuando se nos anunciaba que ahí estaba el cuerpo de Margit Schwartz lo que esperábamos encontrar, ante todo, era el cuerpo de una mujer. Pero apenas hay rastro de esa mujer imaginada, anticipada […] no podemos evitar preguntarnos ¿es eso una mujer? Una mujer sin pechos, sin apenas vello, sin carnes, una mujer cuyo cuerpo ha quedado reducido a colgajos, a pellejos, a heridas y huesos ¿sigue siendo una mujer? Pero ¿qué otra cosa si no podría ser? ¿Podría ser un hombre?[25]

Cuenta Violeta Friedman que en algunas ocasiones le preguntan cómo se las arreglaban en el Lager durante la menstruación. La respuesta no puede ser más sencilla:

Lo cierto es que ninguna de nosotras tuvo la menstruación mientras estuvimos allí.[26]

Leverson, uno de los médicos británicos que atendieron a las mujeres de Bergen-Belsen en abril de 1945, coincide con ella:

La mayoría de los internos están anémicos, hasta tal punto llega esto que prácticamente ninguna de las mujeres ha tenido períodos menstruales por varios meses.[27]

A menudo, cuando los médicos y militares del ejército libertador hallaban una mujer que había escapado a la depauperación general, achacaban el hecho a la obtención de privilegios a cambio de favores sexuales. Así lo expresa el testimonio del doctor Tasker sobre Miryan Feder, una prisionera cuyo atractivo resultaba desconcertante en el Lager, por lo que llegó a preguntarle directamente si había ejercido la prostitución. Pese a que ello lo negó, Tasker concluye que, aunque no fuera una profesional, sin duda tenía que haber recurrido a ella ocasionalmente[28]. Desde luego, no faltó violencia sexual en los Lager. Pese a la prohibición de las relaciones entre razas, Vasili Grossman da cuenta de que en Treblinka algunos guardianes apartaban a prisioneras jóvenes recién llegadas y las violaban durante la noche antes de enviarlas al día siguiente a la cámara de gas[29]. También en algunos campos de trabajo se crearon burdeles como medio para recompensar a determinados prisioneros. Los SS utilizaron dos métodos para reclutar prostitutas entre las prisioneras. En ocasiones les ofrecían mejor alimentación y la promesa de una pronta liberación, algo de lo que estaban totalmente excluidas las judías, y en otras, sencillamente tomaban por la fuerza a las que consideraban más adecuadas.[30] Pero los abusos no solo los cometía el personal libre de los Lager. También prisioneros y prisioneras privilegiados, como los kapos, aprovechaban su posición de dominio para satisfacer sus impulsos sexuales a costa de muchachos y muchachas jóvenes. La francesa Simone Veil, futura ministra de Salud y presidenta del Parlamento Europeo, fue detenida en marzo de 1944 y enviada a Auschwitz. Contaba diecisiete años. Escuchémosla:

Los malos tratos seguían siendo el privilegio de los SS, pero estas chicas [las kapos] no dejaban por eso de distribuir bofetadas y golpes. Durante el tiempo que duró mi detención fueron bastante gentiles conmigo, como lo eran en general con las más jóvenes. Pero ahí nos enfrentábamos a otro problema: había que desconfiar cuando se volvían demasiado amistosas. Aunque la mayoría de nosotras éramos muy ingenuas e inocentes, estábamos lo suficientemente alerta. Sabíamos que si una kapo te ofrecía una tostada con manteca y azúcar, no tardaría mucho en decirte: “¡Ah! ¿No sería bueno que durmiéramos aquí juntas?”[31]

En el exterior, aquellas muchachas judías que habían conseguido escapar a la deportación también estaban expuestas a ataques sexuales. Janina Bauman, tras fugarse junto a su madre y a su hermana Sophie del gueto de Varsovia, vivió oculta gracias a la ayuda de una vieja criada cristiana. Pero su situación era angustiosa, obligadas a cambiar a menudo de escondite. Ocultar judíos era un grave delito castigado con la pena de muerte y no todos los que se arriesgaban a desafiar a la Gestapo lo hacían por motivos humanitarios. Muchos veían allí la posibilidad de obtener grandes sumas de dinero, que la criada conseguía vendiendo joyas y otras propiedades de la familia. Había además extorsionadores que, cuando sospechaban que en algún lugar se escondían judíos, se presentaban allí y amenazaban con denunciarlos a menos que les pagaran. En una ocasión uno de ellos le ofreció a Janina, de diecisiete años, seguridad a cambio de que se convirtiera en su amante y al verse rechazado intentó violarla.[32]

Janina pertenecía a una familia acomodada de Varsovia. Su padre era urólogo y entre sus parientes más próximos había otros médicos, abogados e ingenieros. Todos ellos se consideraban polacos y, aunque eran conscientes de sus raíces judías, no tenían especiales sentimientos religiosos. Simplemente, se reunían en casa de la bisabuela para celebrar Pésaj y Ros Hashana, pero también colocaban el árbol de Navidad, no acudían a la sinagoga y desconocían el yidis. Janina se pregunta en la adolescencia, qué tienen en común con aquellos judíos pobres que se expresan en un idioma que ella no comprende. Sin llegar a entender en qué consiste la identidad judía, pronto supo que esta era un obstáculo para seguir la carrera de medicina, algo a lo que se sentía inclinada por gusto y por tradición familiar. En los años anteriores a la guerra, en Polonia los sentimientos antisemitas eran muy fuertes y, aunque la legislación no lo afirmaba explícitamente, de hecho, existían fuertes restricciones para que los judíos accedieran a determinadas carreras universitarias. Ni siquiera importaba que su padre fuera médico y que hubiera servido como oficial en el ejército polaco. De todas maneras, Polonia fue invadida por Alemania el 1 de septiembre de 1939 y por la Unión Soviética, quince días más tarde. Así quedaron enterrados definitivamente los sueños de Janina de estudiar medicina o cualquier otra carrera. Su padre y su tío Jozef cayeron asesinados en Katyn, no a manos de los alemanes por ser judíos, sino de los soviéticos por ser oficiales polacos.

Junto a su madre y su hermana, Janina hubo de trasladarse al gueto, en tanto que la vivienda familiar era entregada a un tal Richter, antiguo chófer del abuelo. Las tres hubieron de compartir una sola habitación, algo que incluso puede considerarse un lujo, pues lo habitual era que en cada una se apiñaran alrededor de trece personas. En estas condiciones, los habituales roces de las adolescentes con sus madres no tardaron en manifestarse:

Ayer tuve una discusión con madre. El asunto era insignificante: todos los vestidos de verano se me han quedado pequeños, me quedan muy cortos y ajustados. No hay duda: están hechos para una niña de trece años sin pecho. Madre insistía en que me pusiera el único en el que entro porque es suelto, el rojo sedoso. Siempre lo he odiado […]. Pero no pude hacer cambiar a madre de opinión solo diciendo que no me gustaba. Así que le dije que si iba por la calle toda de rojo intenso me podría ver fácilmente ese alemán loco que viene al gueto cada día en su moto para matar a tiros a unos pocos judíos entre la multitud. Este argumento funcionó de inmediato; madre dejó de darme la lata y me dio uno de sus vestidos, el gris precioso, de lino. Ahora estoy guapísima y me odio[33].

La deportación hacia Auschwitz comenzó el 22 de julio de 1942. Gracias al tío Julian, que se había unido a la policía judía, Janina y los suyos pudieron permanecer momentáneamente a salvo. También él consiguió ponerse en contacto con María, la antigua criada de quien antes he hablado, quien les consiguió un refugio en el exterior, y así pudieron organizar la fuga.

El tío Julian se mueve en lo que Primo Levi ha llamado la zona gris[34], ese espacio en que las víctimas comienzan a confundirse con los verdugos. Como miembro de la policía judía su trabajo consiste en mantener el orden dentro del gueto, lo que dispensa a los alemanes de tener que encargarse por sí mismos de esa tarea. Su posición privilegiada le permite actuar en favor de su familia y de otros conocidos. Sin embargo, para salvar a unos ha de entregar a otros. Janina lo juzga en principio muy duramente, pero más tarde, cuando se entera de que ha muerto en combate durante el levantamiento del gueto, siente dudas y se abstiene de condenarlo.

Hélène Berr, nacida en 1921, era en el momento de la ocupación una destacada estudiante de literatura en la universidad de la Sorbona. Pronto, como los demás judíos, se ve obligada a llevar la estrella amarilla y luego se le impide asistir a clase. Su padre, un importante empresario, es detenido, aunque al cabo de un tiempo lo ponen en libertad. El 10 de julio de 1942, se prohíbe a los judíos atravesar los Campos Elíseos y entrar en teatros y restaurantes. Pocos días después, el 16 de julio, comienza la redada du Vel d`hiv (del Velódromo de Invierno).

En París fueron detenidos miles judíos. Unos fueron conducidos a la prisión de Drancy y otros al Velódromo de Invierno. Allí permanecieron durante cinco días sin comida y casi sin agua a la espera de ser deportados a campos de exterminio de Polonia. Hélène refleja en su diario las noticias que le llegan:

…quince mil hombres, mujeres y niños en Vél d’Hiv, en cuclillas de tan apretujados, se pisan unos a otros. Ni una gota de agua, los alemanes han cortado el agua y el gas. Caminan por una charca pegajosa y viscosa. Hay enfermos desalojados del hospital, tuberculosos con la pancarta “contagioso” colgada del cuello. Las mujeres dan a luz. Ningún cuidado. Ni un medicamento ni una venda […]La señora Carpentier vio el jueves en Drancy dos trenes de mercancías donde habían hacinado como animales, sin paja siquiera, a mujeres y a hombres para deportarlos.[35]

Hélène da por sentado que los prisioneros están custodiados por alemanes. Al leer sus notas se diría que no puede creer que sean gendarmes franceses los encargados de esa tarea y que también hayan sido ellos los responsables de gran parte de las detenciones. Sin embargo, en Francia el antisemitismo estaba muy extendido y personajes como Darquier de Pellepoix, a quien he mencionado al principio de esta conferencia, Maurice Papon, Louis-Ferdinand Céline o Robert Brasillach, distaban de constituir casos aislados. Simone Veil, que vivió durante un tiempo en Niza, ciudad ocupada por Italia, asegura que los judíos, aunque discriminados, estaban allí más seguros no solo que en la Francia gobernada directamente por los alemanes, sino también que en la zona controlada por Vichy. De hecho, hasta la caída de Mussolini y la consiguiente ocupación alemana, estuvieron a salvo de la deportación.

En el diario de Hélène, estos hechos se intercalan con anotaciones sobre su noviazgo con Jean Morawiecki, un joven cristiano que a finales de noviembre de 1942 escapa de París para unirse en el norte de África a las Fuerzas Francesas Libres del general De Gaulle, y que, tras la liberación, desarrollará una brillante carrera diplomática. Hélène, entre tanto, entra en la UGIF (Unión General de Israelitas de Francia), una organización creada por los ocupantes. Allí trabaja como asistente social, atendiendo a las familias de los deportados y, en especial, a niños que han quedado desamparados y cuya vida, aunque aún pueda alargarse algún tiempo, concluirá inexorablemente en las cámaras de gas. Hélène es consciente de que su actividad es vista con recelo. De nuevo nos encontramos en la zona gris.

Sabíamos lo que ocurría; cada nueva medida, cada deportación nos arrancaba un pedazo adicional de dolor. Nos acusaban de colaboradores [como trabajadores de la UGIF] porque los que acudían a nosotros acababan de presenciar la detención de un miembro de su familia, y era natural que tuviesen esta reacción al vernos. Oficina de explotación de la miseria ajena. Sí, comprendo que hayan pensado esto. Desde fuera tenía un poco ese aspecto. Ir a trabajar allí todas las mañanas, como a una oficina, pero donde nos visitaban personas que venían a saber si tal o cual persona había sido detenida o deportada, donde las fichas y las cartas que se clasificaban eran el nombre de mujeres, de niños, de ancianos, de hombres cuyo destino era tan atroz.[36]

Sin duda, se siente atormentada hasta lo más profundo del alma:

¿Por qué entré a trabajar allí? Para poder hacer algo, para estar muy cerca de la desdicha. Y, al servicio de los internados, hacíamos lo que podíamos. Los que nos conocen bien nos comprendían y nos juzgaban con justicia.[37]

Hélène y sus padres fueron detenidos el 7 de marzo de 1944. Deportados a Auschwitz, la madre fue gaseada el 30 de abril y el padre asesinado a finales de septiembre. Hélène, trasladada a Bergen-Belsen, murió a comienzos de abril de 1945.

Etty Hillesum, nacida en los Países Bajos, contaba veintiséis años en el momento de la ocupación. Tras diplomarse en jurisprudencia, estudiaba lenguas eslavas y sentía un gran interés por la filosofía. Era una mujer extremadamente brillante e independiente, aunque en ocasiones parece abrumada por su propia inteligencia. Así, escribe el 14 de agosto de 1941:

A veces cuando veo en la calle a una mujer, hermosa, cuidada, muy femenina y algo tonta, entonces pierdo el equilibrio por completo. En ese momento siento mi cerebro, mi lucha, mi sufrimiento como algo que me oprime, como algo feo, poco femenino, y entonces me gustaría ser solo guapa y tonta, un trozo de juguete anhelado por el hombre. Es muy típico que una siempre quiera ser deseada por un hombre, que sea siempre la reafirmación más grande para nosotras: ser una mujer, a pesar de ser algo muy primitivo.[38]

Naturalmente, no se trata de que realmente desee encerrarse en el papel de una mujer tradicional. No es esa la conclusión que extrae de esos sentimientos:

Quizá tenga que empezar todavía la verdadera y auténtica emancipación de la mujer. Aún no somos auténticas personas, somos hembras. Estamos atadas y ancladas a tradiciones milenarias; todavía tenemos que nacer como personas, aún le queda a la mujer una gran tarea por hacer.[39]

Etty, al igual que Hélène Berr, se vio empujada por los acontecimientos a tomar una difícil decisión. Solicitó trabajar como mecanógrafa para el Consejo Judío, una institución creada por los ocupantes, a semejanza de la UGIF francesa, cuya función era actuar como intermediaria entre las autoridades nazis y la población judía. La relación, sobra decirlo, no se establecía de igual a igual, y los consejos judíos no eran sino instrumentos de los que se valían las SS y la Gestapo para imponer sus designios, ahorrándose destinar personal a trabajos burocráticos y comprometiendo a las propias víctimas en la gestión de su destrucción. Es una estrategia que en los Lager se mantiene con la figura de los kapos y que alcanza el culmen de la maldad en los Sonderkommandos, los grupos de prisioneros encargados de los hornos crematorios. Constituyen estos, afirma Primo Levi, el delito más demoníaco del nacionalsocialismo:

… se trataba de descargar en otros, y precisamente en las víctimas, el peso de la culpa, de manera que para su consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes.[40]

A medida que las condiciones de vida se hacen más opresivas para los judíos, el diario de Etty se transforma en una oración. Escribe el 15 de julio de 1942:

Solo se puede rezar para que otro tenga la fuerza para soportar lo peor.[41]

Y el 19 de julio:

Y a pesar de todo he sido elegida por ti, Señor, para participar intensamente de todo en esta vida y para recibir suficiente fuerza para soportarlo todo. Espero que mi corazón sepa soportar también unos sentimientos tan grandes e importantes […] hoy he vivido grandes cosas, de día y de noche. Señor; te doy gracias por haber podido soportarlo todo ...[42]

A Etty no le satisface su trabajo burocrático para el Consejo Judío, así que en agosto marcha voluntariamente al campo de Westerbork, para ayudar a los deportados como enfermera. Desde allí aún puede escribir unas cartas que revelan una espiritualidad en continua profundización:

Esperaré pacientemente hasta que las palabras hayan crecido dentro de mí. Con ellas podré dar testimonio de todo aquello de lo que estoy convencida que hay que dar testimonio, Dios: de que es bueno y bonito vivir en tu mundo, a pesar de todo lo que el ser humano se hace el uno al otro.[43]

Finalmente, Etty, sus padres y sus hermanos fueron deportados a Auschwitz el 7 de septiembre de 1943. El 10, los padres fueron gaseados, Etty murió el 30 de noviembre, su hermano Mischa, el 31 de marzo de 1944 y el otro, Jaap, el 17 de abril de 1945, poco después de la liberación.

En la zona gris no solo se difuminan las fronteras entre la vida y la muerte, sino que incluso la separación entre el bien y el mal se torna borrosa, y los verdugos consiguen que las víctimas carguen también con la responsabilidad de su desgracia. El nazismo no solo destruye los cuerpos, sino que envilece todo lo que toca. Si Etty Hillesum o Hélène Berr, quizá también el tío Julian, se prestan a este juego que, a nosotros, en la pacífica y bienalimentada Europa Occidental, puede parecernos equívoco, lo hacen simplemente en un intento de aliviar el sufrimiento ajeno. Puede que se equivocaran, pero nosotros no tenemos ninguna autoridad para juzgarlas. Sabemos que en cualquier caso su esfuerzo era inútil, ya que todos los judíos estaban condenados a muerte, pero eso es algo que ellas, aunque lo sospecharan, incluso aunque racionalmente lo supieran, no podían aceptar. Mientras las interrogara la mirada de un niño, de un anciano, o sencillamente de cualquiera de esos seres a los que una ideología perversa había excluido de la humanidad, sentían la obligación de darles lo único que tenían: su propia mirada y en ella el reconocimiento como prójimos. Y esta actitud es un grito de rebeldía, pues encierra la rotunda negativa a aceptar la condición subhumana que han pretendido imponerles. Los matarán, pero no habrán eliminado a monstruos moldeados a imagen de las caricaturas de Streicher, sino que habrán asesinado a seres humanos.

Han transcurrido más de setenta años desde la caída del nazismo y quizá alguien se pregunte por el motivo de que sigamos hablando de sus crímenes, cuando en el mundo ha habido y hay otras guerras y matanzas. La razón es simple. El intento de exterminio del pueblo judío, y también, no lo olvidemos, del gitano, es un fruto de nuestra civilización. Desde el siglo XVIII fue imponiéndose en Occidente la idea de que la humanidad, aunque expuesta a pasajeros contratiempos, avanza hacia un futuro de creciente bienestar. Se suponía que el ser humano, al dominar la naturaleza y ponerla a su servicio, se libraría de las cadenas de la necesidad y de la superstición. La ciencia y la organización industrial nos conducirían a una Edad de Oro en que la injusticia y la miseria no serían sino un recuerdo del pasado. Se trataba, lo sabemos, de un optimismo infundado, que cerraba los ojos ante la situación de los trabajadores y que despreciaba el inmenso sufrimiento que, quienes afirmaban llevarles la luz del progreso, infligían a las poblaciones indígenas de los países sojuzgados. Esta concepción se combina con otras dos. De un lado, la idea de raíz romántica, según la cual cada nación posee un Volkgeist, un espíritu del pueblo, que la individualiza frente a las demás y permanece inmutable a lo largo de la historia. De otro, lo que se ha dado en llamar darwinismo social, una extrapolación de las teorías evolucionistas al campo de las sociedades humanas. En estas, al igual que en la naturaleza, se produciría una lucha constante en la que sobrevivirían los más aptos. La situación de los pueblos colonizados y de los grupos desfavorecidos no es en esta óptica manifestación de una injusticia, sino un fenómeno tan inevitable como la muerte de un león desdentado. Para Hitler es absurdo destinar recursos a mantener con vida a enfermos psiquiátricos o incurables, o a niños con taras físicas o psíquicas. De ahí que se les aplique la eutanasia forzosa. En otro sentido, la ideología vökisch, de la que se nutre el nazismo, considera a judíos y gitanos como un cuerpo ajeno a la nación alemana a la que contaminan con el simple hecho de su existencia. Su frecuente comparación con parásitos y bacterias obedece al designio de deshumanizarlos para hacer admisible ante la opinión pública su desaparición, y, además, es reveladora del gusto nazi por las metáforas biológicas. Otra noción tomada de la biología se cruza con las anteriores, la de raza, muy ligada en la cosmovisión hitleriana a la de nación. Hoy el término raza ha quedado desterrado del lenguaje de las ciencias sociales (incluso el procesador de textos me sugiere que lo cambie), pero durante gran parte del siglo XX, su uso en estas era habitual. Nadie dudaba de que la especie humana se divide en razas. Por poner un ejemplo muy alejado de toda ideología racista o derechista, recordaré que el doctor Juan Negrín, como saben eminente médico y presidente del gobierno de la II República Española, en los famosos trece puntos publicados el 30 de abril de 1938, propuestos como base sobre la que negociar con el bando franquista, incluía en noveno lugar el “mejoramiento cultural, físico y moral de la raza”. Ni siquiera la gradación en las capacidades de las razas era específica del nazismo. Pocos occidentales blancos cuestionaban entonces su superioridad frente a otros pueblos. En todo caso, lo original era la radicalidad con que esta idea fue expresada y las consecuencias prácticas que de ella se siguieron: exterminio de judíos y gitanos, y esclavización de los eslavos orientales.

En suma, el nazismo no es el resurgir de un bárbaro atavismo, sino un hijo legítimo, aunque monstruoso, de nuestra civilización. Por eso, si lo olvidamos aparecerá de nuevo. De hecho, en Europa y Estados Unidos asistimos en los momentos actuales al crecimiento de grupos supremacistas y xenófobos, marcados por un fuerte discurso identitario. Al mismo tiempo, mucha gente da crédito a escritos negacionistas e incluso en 2009, el diario El Mundo permitió que en sus páginas el escritor revisionista David Irving exonerara a Hitler de toda responsabilidad en la Shoá. Marx se equivocó al decir que los hechos históricos ocurren dos veces, una como tragedia y otra como farsa[44]; al contrario, lo que sucedió como tragedia, si lo olvidamos, se repetirá como tragedia.

Llegados a este punto, solo me queda concluir, como hace un año, rogándoles que el próximo día 27, aniversario de la liberación de Auschwitz, enciendan una vela en recuerdo de las víctimas de la Shoá y cuando sus hijos o nietos les pregunten por qué lo hacen, les cuenten, de manera adecuada a su edad, lo ocurrido.




[1] AGAMBEN, Giorgio (2009) Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia, Pre-Textos p. 28-31
[2] HOLLANDER-LAFON, Magda (2017) Cuatro mendrugos de pan. De las tinieblas a la alegría, Cáceres, Periférica, p. 75
[3] AGAMBEN, Giorgio (2009) op..cit. p. 15
[4] LEVI, Primo (2005) Los hundidos y los salvados. Trilogía de Auschwitz, Barcelona. El Aleph p. 542
[5] AMÉRY, Jean (2004) Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Valencia, Pre-Textos p. 63
[6] LÉVY-HASS, Hanna (2006) Diario de Bergen-Belsen 1944-1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 64
[7] Ibidem, p. 67
[8] MARTOS ARDID, Paula,(2016) Sobrevivir sin género en la zona gris: la deshumanización en los campos de concentración nazis en perspectiva feminista, Madrid, Universidad Complutense, p. 134
[9] LÉVY-HASS, Hanna, op. cit. p. 95
[10] Ibidem, p. 113
[11] NOVAC, Ana, Aquellos hermosos días de mi juventud, (2010), Barcelona, Destino, p. 146
[12] AMÉRY, Jean op. cit. p. 172
[13] LASKIER, Rutka, El cuaderno de Rutka (2008), Madrid, Suma de letras
[14] Ibidem, p. 65
[15] NOVAC, Ana, op. cit. p. 46
[16] Ibidem, p. 92
[17] Ibidem, p. 138
[18] Ibidem, p.142
[19] BUBER-NEUMANN, Margarete (2005), Prisionera de Stalin y Hitler, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 313
[20] Ibidem, p. 329
[21] HOLLANDER-LAFON, Magda, op. cit. p. 84
[22] Ibidem, p. 87
[23] NOVAC, Ana, op. cit. p. 66
[24] FRIEDMAN, Violeta (2015), Mis memorias, Madrid, FIBGAR Catarata, p. 38-39
[25] MARTOS ARDID, Paula, op. cit. p. 265
[26] FRIEDMAN, Violeta, op. cit. p. 45
[27] MARTOS ARDID, Paula, op. cit. p. 276
[28] Ibidem, p. 311
[29] GROSSMAN, Vasili y EHRENBURG, Ilyá (2012), El libro negro, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 1014
[30] MARTOS ARDID, Paula, op. cit. p. 310
[31] VEIL, Simone (2011), Una vida, Madrid, Clave Intelectual
[32] BAUMAN, Janina (2008) Más allá de estos muros. Huyendo del gueto de Versovia, Madrid, Kailas, p. 230
[33] Ibidem, p. 84
[34] LEVI, Primo, op. cit. p. 497 y ss.
[35] BERR, Hélène (2009) Diario 1942-1944, Barcelona, Anagrama, p. 109
[36] Ibidem, p. 220
[37] Ibidem, p. 221
[38] HILLESUM, Etty, Una vida conmocionada. Diario 1941-1943, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 30
[39] Ibidem, p. 31
[40] LEVI, Primo, op. cit. p. 513
[41] HILLESUM, Etty, p. 148
[42] Ibidem, p. 150
[43] Ibidem, p. 164
[44] MARX, Karl, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en MARX, Karl y ENGELS, Friedrich, Obras escogidas de Marx y Engels, Tomo I 1977) Madrid, Fundamentos, p. 250

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