Testimonios femeninos del Holocausto
Conferencia pronunciada en el museo de la Ciudad (Móstoles) el 25 de enero de 2018, con motivo de la conmemoración del Día mundial en recuerdo de las victimas del Holocausto
Pese a la fama y difusión del Diario de Ana Frank, la mayor parte de
los testimonios femeninos del Holocausto permanecen para el público no
especializado en una relativa penumbra, eclipsados por los de, entre otros, Primo
Levi, Imre Kertész o Viktor Frankl. No entra en mi propósito establecer una
comparación ni buscar contrastes entre lo narrado por hombres y mujeres. Una
tarea que me parece por completo carente de sentido. Trato, tan solo, de
recordar una pequeña parte de un horror que afectó a todos por igual, con la
esperanza de que su conocimiento sea el antídoto que impida que algo parecido
vuelva a suceder.
Antes de continuar me parece
necesario establecer algunas precisiones que, a quienes asistieran a la conferencia
que hace un año pronuncié en este mismo lugar les resultarán conocidas. En
primer término, les recuerdo que la palabra Holocausto no es, como ya dije en
aquel momento, de mi agrado. No me extenderé sobre este punto. Baste recordar
que este término, como señala Giorgio Agamben, remite a la traducción al griego
de una de las formas de sacrificio mencionadas en el Levítico y de ahí pasó a significar el sacrificio supremo por una
causa sagrada[1]. En su
lugar, usaré la expresión hebrea Shoá,
(Catástrofe). Una segunda consideración hace referencia al carácter parcial de
los testimonios. Lo que ha llegado hasta nosotros no es la voz de quienes
recorrieron el camino del infierno hasta el final. Incluso cuando escuchemos la
palabra de quienes cayeron asesinadas, de Hélène Berr, Rutka Laskier o Etty
Hillesum, hemos de recordar que, obviamente, su testimonio termina mucho antes
de que se cerrara tras ellas la puerta de la muerte. En otros casos, oiremos a
las supervivientes, a aquellas que vivieron el horror en un grado difícilmente
imaginable, pero que, por algún azar, no descendieron los últimos peldaños:
Hanna Levy-Hass, Simone Veil, Violeta Friedman, Magda Hollander-Lafon o Ana
Novac.
No pretendo, claro está, ofrecer
una lista exhaustiva de los escritos de mujeres víctimas de la Shoá, pues eso desbordaría cualquier
límite razonable para esta conferencia y tampoco entra en mis aspiraciones agobiarlos
a ustedes con un aluvión de datos y citas. Quiero, eso sí, señalar que el
recuerdo de la mayor parte de las víctimas, tanto mujeres como hombres, corre
el riesgo de desvanecerse como el humo en que fueron convertidos sus cuerpos.
En muchos casos no queda de ellas siquiera el dolor de sus familiares, pues
ellos sufrieron su misma suerte y no hubo nadie que las llorara. Por otro lado,
las mujeres a las que hago referencia eran, por decirlo de alguna manera,
miembros de una elite. Procedían de familias que gozaban de una posición
económica desahogada y habían tenido acceso a un nivel de educación muy
superior al habitual en aquellos tiempos. Pero eran una exigua minoría. Al
leerlas hemos de considerar las muchas otras, ese número infinitamente mayor,
de las que fueron gaseadas, fusiladas y esclavizadas, y que carecían del
dominio de la palabra escrita, por lo que su sufrimiento pereció con ellas. Magda
Hollander-Lafon recuerda cómo en Birkenau una moribunda anónima le dio cuatro
pedazos mohosos de pan diciéndole:
Coge. Eres joven, debes vivir para dar
testimonio de lo que ocurre aquí. Debes contarlo para que no vuelva a ocurrir nunca
más en el mundo[2].
Magda tomó el pan y lo comió allí
mismo ante la mujer que se lo había entregado. No sé hasta qué punto nosotros
con nuestros cuerpos bien alimentados, nosotros que sin rubor decimos que
tenemos hambre cuando apenas han pasado seis o siete horas desde nuestro
desayuno, somos capaces de apreciar el gesto de quien, consciente de que su
vida se acaba, renuncia a ese miserable alimento, en el Lager un auténtico tesoro, para que otra persona pueda vivir y
contar lo que allí ha ocurrido. Muchos años después, en 1978, cuando Darquier
de Pellepoix, comisario de Asuntos Judíos del régimen de Vichy, que vivía desde
el fin de la guerra refugiado en España, afirmó en una entrevista que en
Auschwitz solo se gasearon piojos, Magda recordó las palabras de la moribunda y,
llena de indignación, decidió que no podía permanecer en silencio.
Giorgio Agamben explica que en
latín hay dos palabras para referirse al testigo: testis y superstes. Testis es el que se sitúa como tercero
en un proceso o litigio entre dos contendientes, en tanto que superstes es el que ha vivido una
determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está,
pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él[3].
Magda, y con ella todos los que han vivido la experiencia de la Shoá, parece encajar en la categoría de superstes, pero, como nos recuerda Primo
Levi, otro de los testigos, las cosas no son tan sencillas:
Los sobrevivientes somos una minoría anómala
además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad, o
su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona,
no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los “musulmanes”, los
hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido
tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.[4]
Jean Améry describe así al
denominado musulmán en el argot de
los Lager:
El llamado “musulmán”, como designaba la
jerga del campo al prisionero que se abandonaba y era abandonado por sus
camaradas, no poseía ningún resquicio de conciencia donde bien y mal, nobleza y
vulgaridad, espiritualidad y no espiritualidad se pudieran confrontar. Era un
cadáver vacilante, un haz de funciones físicas en su agonía.[5]
Los verdaderos superstes, los que han recorrido el
camino hasta el final, son los musulmanes,
esos seres a los que un sistema infame ha convertido en cadáveres andantes,
pero ellos, cuyo cuerpo aún mantiene un simulacro de vida, por más que el alma
haya muerto, no pueden hablar. También lo son aquellos gaseados nada más llegar
al Lager, esos a quienes un médico,
en una macabra simulación del Juicio Final, tras una somera ojeada, envió a las
cámaras de gas. A la postre, a una muerte rápida quizá menos dolorosa que la de
los seleccionados para la extenuación, el hambre y la humillación. Solo por
mediación de los supervivientes, de “los que no han tocado fondo” podemos
aproximarnos a los auténticos testigos.
Hanna Levy-Hass, maestra prisionera
en Bergen-Belsen, recuerda la ansiedad provocada por el reparto de comida, en
un momento en que la ya de por sí insuficiente ración de sopa se ha reducido en
un tercio, las lágrimas de los que aguardan cuando ven que el perol del reparto
está agotándose y temen no recibir alimento. Se mantiene lo suficientemente
lúcida para anotar en su diario:
Una miseria sin límites, expuesta de un modo
ostentoso, hedionda y chillona. Eso es exactamente lo que querían los nazis.
¡Exactamente eso! Envilecernos hasta un grado tan infame, humillarnos hasta la
locura y matar en nosotros incluso el recuerdo de haber sido seres humanos[6].
Exactamente eso. Para los nazis,
los judíos no son realmente seres humanos, sino entes malignos, agentes
infecciosos cuya sola existencia pone en peligro a la auténtica humanidad. Por
eso es preciso no solo exterminarlos, sino conseguir que antes de la muerte se muestren
en lo que, en su fanatismo ideológico, consideran su verdadero ser. Los guetos
y los Lager cumplen la misión de
moldearlos a imagen de las repugnantes caricaturas difundidas por Julius
Streicher desde las páginas de Der
Stürmer: sucios, hipócritas, crueles, avarientos, depravados, incapaces de
cualquier sentimiento elevado… Se trata de eliminar en los miembros de la raza
calificada como superior cualquier posible sentimiento de empatía hacia estos
desdichados. ¿Puede acaso un biólogo compadecerse de una cepa de bacterias?
El proceso de deshumanización
afecta primordialmente a los judíos, pero no se limita a ellos. Gitanos,
homosexuales, opositores políticos, prisioneros de guerra y resistentes de los
países ocupados, cuando no caen directamente asesinados, son sometidos a un
trato degradante cuya finalidad es quebrar en ellos todo rastro de conciencia
moral. En suma: terminar con su alma antes de acabar con su cuerpo. Dejemos de
nuevo la palabra a Hanna Lévy-Hass. Habla ahora de su traslado desde Belgrado a
Bergen-Belsen:
Quince días en vagones para ganado. De
cuarenta a sesenta personas amontonadas en cada furgón, hombres, mujeres,
viejos, niños. Herméticamente encerrados, sin aire, sin luz, sin agua, sin
comida… Nos ahogábamos en ese exiguo espacio saturado de suciedad, de sudor, de
vapor, de pestilencia… en medio de la estrechez y de una sed devastadora.
Durante esas dos semanas, solo en dos ocasiones nos repartieron un poco de agua y algunas conservas. Fue mientras atravesábamos Checoslovaquia cuando tuvimos esa “suerte”. La Cruz Roja checa nos obsequió con una sopa caliente. Nos extasiábamos ante ese manjar… Después nos dieron agua. Había que ver la expresión que se dibujaba en los rostros de los checos cuando nos veían pelearnos por cada gota.[7]
Durante esas dos semanas, solo en dos ocasiones nos repartieron un poco de agua y algunas conservas. Fue mientras atravesábamos Checoslovaquia cuando tuvimos esa “suerte”. La Cruz Roja checa nos obsequió con una sopa caliente. Nos extasiábamos ante ese manjar… Después nos dieron agua. Había que ver la expresión que se dibujaba en los rostros de los checos cuando nos veían pelearnos por cada gota.[7]
Detengámonos un momento en la
última frase. Hanna no aclara qué expresión fuera la de la cara de los checos,
pero no nos cuesta imaginarlo. De los vagones salen hombres, mujeres y niños
sucios y malolientes. Seguramente los deslumbra la luz exterior y hacen
extrañas muecas, gritan en una lengua que a oídos ajenos suena indudablemente
bárbara los nombres de sus conocidos, en un intento desesperado de encontrarlos;
se abalanzan ávidos sobre las marmitas de sopa, se empujan y luchan entre sí
temerosos de que aquella se acabe antes de que les llegue su turno. Los
espectadores, testis en este caso
según la distinción de Agamben, no los han acompañado en el tren durante su
largo camino. Ven únicamente un espectáculo repulsivo. Quizá alguno piense que
los deportados son pobres víctimas de los nazis, pero es muy posible que la
mayoría vea simplemente la confirmación de que los judíos no son humanos, sino despreciables
alimañas. No es una exageración retórica. Paula Martos Ardid ha estudiado las
reacciones de los británicos que liberaron el Lager de Bergen-Belsen, ante el espectáculo de aquellos seres,
hombres y mujeres, famélicos y enfermos, que parecían haber perdido toda noción
de lo que nuestra civilización considera un comportamiento mínimamente digno. En
aquel momento, el 15 de abril de 1945, en los dos campos que componían
Bergen-Belsen se apiñaban unos sesenta mil prisioneros, en su mayor parte
judíos, de los que unos veinticinco mil eran mujeres. Junto a ellos, se
amontonaban unos trece mil cadáveres. A fin de documentar las atrocidades
alemanas, los mandos aliados ordenaron la toma de fotografías:
El sargento Midgley, [autor de una de estas
tomas] dejó por escrito la fuerte impresión que le había causado esta imagen: “en
otras partes del campo se esparcían centenares de cuerpos tumbados, en muchos
casos apilados en pisos de cinco y seis. Entre ellos se sentaban mujeres
pelando patatas y cocinando restos de comida.”[8]
Recodemos que quienes han entrado
en el Lager, también ellos testis, son soldados con una larga y
dura campaña a sus espaldas. Seguramente están acostumbrados a la visión de
cadáveres. Sin embargo, la familiaridad y hasta indiferencia ante la muerte de
aquellas mujeres, escapa a su comprensión. No pueden entender que en el Lager se ha borrado la frontera entre
vivos y muertos.
El 8 de noviembre de 1944, Hanna
Levy-Hass anota en su diario: “No estamos muertos, pero somos unos muertos”[9]. En enero de 1945, añade:
Acabamos confundiendo a los vivos con los
muertos. En el fondo, la diferencia es mínima: nosotros, unos esqueletos que
aún siguen en movimiento y ellos, unos esqueletos inmovilizados.
Pero hay además una tercera categoría: los que, tendidos en la cama, sin poder ya moverse, respiran aún un poco. Esperamos que mueran y que dejen sitio a otros. No es extraño que se los confunda con los muertos y haya errores al contarlos.[10]
Pero hay además una tercera categoría: los que, tendidos en la cama, sin poder ya moverse, respiran aún un poco. Esperamos que mueran y que dejen sitio a otros. No es extraño que se los confunda con los muertos y haya errores al contarlos.[10]
Ana Novac escribirá:
Ya no éramos capaces de sufrir, de temer ni
de asombrarnos. La muerte solo asusta a los vivos. Pero ya hacía mucho que no
estábamos vivos.[11]
Pero el proceso se ha iniciado
mucho antes. Desde la promulgación de las leyes de Núremberg en septiembre de
1935, todo judío era, en expresión de Jean Améry, “un muerto en vacaciones”[12].
Los despojaron de su nacionalidad y de sus propiedades, los despidieron de sus
trabajos y los obligaron a realizar las tareas más degradantes, los hacinaron
en guetos insalubres y finalmente los condujeron a las cámaras de gas o los convirtieron
en esclavos famélicos destinados a morir de agotamiento e inanición.
Intentaremos ahora aproximarnos
por medio de los testimonios de las víctimas, al modo en que las mujeres
vivieron estos procesos de degradación. Comenzaré por Rutka Laskier. Escribió
un diario muy breve. Abarca solo unos meses de 1943, pues lo inició en enero y en
agosto la enviaron a Auschwitz, donde fue gaseada de inmediato, al igual que su
madre, su abuela y su hermano. Solo el padre sobrevivió. Contaba entonces
catorce años. Su escrito ha llegado hasta nosotros porque en previsión de los
que pudiera suceder, le confió a una amiga cristiana el lugar en que lo
ocultaba. Esta pudo recuperarlo y lo guardó durante años como un recuerdo
entrañable.
Rutka, confinada con su familia
en el gueto de Bedzin (Silesia), se lamenta al pensar que en el verano no va a disfrutar
del campo y recuerda el placer con que en años anteriores había recogido
flores. Pero ahora todo ha cambiado y ya no puede salir a la calle Malachowska
ni al cine por la tarde. Su mundo se hace más y más pequeño, cercado por la
muerte. El 6 de febrero anota:
Vi, con mis propios ojos, cómo un soldado
arrancaba a un bebé de las manos de la madre y le abría la cabeza a golpes
contra un poste de electricidad. Los sesos de la criatura salpicaron la madera.
La madre enloqueció.[13]
Sobrecoge tanto horror expresado
con tan pocas palabras. Pronto el gueto alcanza la cifra de treinta mil
habitantes, debido a la deportación de judíos de otras localidades. Obligados a
vivir hacinados en unas pocas calles y cada vez más aislados del exterior, las
condiciones de vida se deterioran con gran rapidez. Desde el 1 de marzo, la
familia de Rutka dispone de una sola habitación. Ella continúa escribiendo con
una lucidez que le impide hacerse ilusiones sobre el futuro. Pero es una
adolescente y así, junto a relatos estremecedores como el ya mencionado, deja
constancia también de su enfado porque su madre le pregunta por los chicos con
los que se ve, de sus dudas sobre si permitirá o no a Janek, uno de ellos por
el que se siente atraída, que la bese, y de su repugnancia ante lo que ahora
llamamos acoso sexual. Tras el 20 de marzo, a los judíos solo se les permite
pasear por dos calles.
Es un agobio, ya que por esas calles salen a
dar un garbeo cientos de chicos y chicas adolescentes y hasta el último donjuán
del pueblo acude a cazar. Debo pasar por allí cuando voy a ver a Micka y no me
encuentro cómoda. Esos fanfarrones desnudan con los ojos a cada una de las
chicas que ven pasar y las van puntuando. No puedo eludir los comentarios sobre
mis piernas y mi rostro a pesar de que cruzo lo más deprisa posible. Es
extremadamente desagradable la sensación de verme examinada como si fuera
mercancía de mercadillo. Siento como náuseas, mareos y algo pegajoso…[14]
Rutka vive en un mundo que, con
ser terriblemente asfixiante, no es tan claustrofóbico como el de Ana Frank. Ella
puede tratar con más gente y moverse por el gueto. A cambio, presencia actos de
una brutalidad escalofriante y siente también la agresión del deseo sexual
primario y desconsiderado de los hombres. Algo que posiblemente algunas de
ustedes hayan también experimentado en más de una ocasión.
Ana Novak, una adolescente cuando
fue deportada a Auschwitz, al contrario de Rutka Laskier y de Ana Frank,
alcanzó a sobrevivir. Había nacido en 1929
en la ciudad de Dej, entonces rumana, pero que, con todo el norte de
Transilvania, pasaría a soberanía húngara en 1940. En Hungría gobernaba de
manera dictatorial el almirante Horthy, aliado de Alemania. El régimen,
extremadamente conservador, adoptó leyes que limitaban la presencia judía en las
profesiones liberales y en agosto de 1941 deportó a los judíos extranjeros (en
su mayor parte refugiados procedentes de Polonia, Checoslovaquia y Ucrania),
quienes fueron conducidos a la frontera y entregados a las autoridades
alemanas. Los Einsatzgruppen se
encargaron de asesinarlos. No obstante, los judíos húngaros, aunque sometidos a
una creciente discriminación y a trabajos forzados, estuvieron físicamente a
salvo, con excepción de las matanzas de Backa en enero de 1942. El exterminio
no comenzó hasta que, en marzo de 1944, la Whermacht
invadió Hungría ante la sospecha de que Horthy negociaba en secreto la paz con
los aliados. Adolf Eichmann se trasladó entonces a Budapest para coordinar el
traslado de los judíos húngaros a Auschwitz.
Ana Novac, cuya obra se titula
sarcásticamente Aquellos hermosos días de
mi juventud, recuerda el viaje en términos muy similares a los que ya
conocemos:
No sé cuántos días ni cuántas noches
estuvimos viajando. ¿Tres…, cinco? De comer nos dieron dos veces. No veíamos la
luz más que cuando vaciábamos el cubo de los excrementos. Al final no teníamos
ni fuerzas para hablar; ni siquiera intentábamos ya entrar en calor. Me faltaba
fuerza hasta para imaginarme que llevaba mucho muerta. Cuando por fin se abrió
la puerta del vagón, nos desplomamos en el andén tiesas como tablas.[15]
Ana pasó la primera selección en
Auschwitz. Ya saben, al bajar de los vagones, los deportados son obligados a
formar filas. En una mujeres y niños, en otra, los hombres, y desfilan ante un
médico de las SS, allí a menudo Mengele, quien, tras fijar en ellos los ojos
durante un instante, los envía a la muerte rápida de las cámaras de gas o a la
lenta del trabajo extenuante y la inanición. Algún tiempo después, fue trasladada
a Plaszow, donde se vio obligada a cargar piedras de un lado a otro de una
colina. En una ocasión presenció cómo durante una inspección del comandante del
Lager, Amon Goth, de quien dice que disfrutaba escuchando a Bach y a Mozart, a
una de las prisioneras se le cayó la piedra que transportaba. El caballo del
comandante, asustado, se encabritó y este, tras dominarlo descargó un latigazo
sobre la desdichada, contra la que azuzó inmediatamente a Rex, su bulldog. La
mujer intentó huir, pero nada pudo hacer. Concluye el episodio:
En otro momento, al formar
descubren que falta una muchacha. Se ha quedado dormida en el barracón. En
castigo Otto, uno de los kapos, un
alemán condenado por asesinato, la golpea con el látigo hasta la muerte, ante
el resto de las prisioneras, obligadas a permanecer en pie hasta que termina el
recuento.[17]
Naturalmente, al Lager llegaban mujeres embarazadas, a
las que por lo común se enviaba a la cámara de gas en la primera selección. Pero
a veces su estado pasaba inicialmente desapercibido. Ana relata uno de estos
casos ocurrido en Plaszow. Las presas más veteranas intentan convencer a la
recién llegada de que aborte. Incluso buscan a una experta para que se encargue
del trabajo. Si no lo hace así, le dicen, los alemanes esperarán al nacimiento
y entonces asesinarán a la criatura y a la madre.[18]
Margarete Buber-Neumann nos
cuenta cómo se actuaba en Ravensbrück ante los embarazos. No se trata en esta
ocasión de mujeres judías, sino de alemanas que habían tenido relación con
extranjeros considerados inferiores, probablemente judíos o polacos:
Un día llegó al campo de concentración un
grupo de mujeres embarazadas. Todas ellas habían sido detenidas por ‘relaciones
con extranjeros’. En los primeros años se solicitaba la libertad para las
embarazadas o el traslado a un hospital. Allí les arrebatarían el niño después
del parto y la madre sería devuelta al campo de concentración. Pero con las
nuevas embarazadas ocurrió algo diferente. La Gestapo había ordenado que se les
hiciera abortar el “fruto de su afrenta de raza”, misión que se encargó al
doctor Rosenthal. Muchas de las mujeres estaban ya en el séptimo u octavo mes
de embarazo […] La prisionera Gerda Quernheim, enfermera de profesión, ayudaba
al doctor Rosenthal en estas maniobras abortivas. Mataba a todos los que nacían
vivos, con inyecciones, estrangulándolos o ahogándolos en un cubo de agua.[19]
En este momento, parece oportuno
dedicar una breve digresión a Margarete Buber-Neumann. Esta, de familia
cristiana, era alemana de nacimiento y desde muy joven había colaborado con
organizaciones socialistas. Se afilió al Partido Comunista poco después de su
fundación y contrajo matrimonio con Rafael Buber, hijo del filósofo judío
Martin Buber. En 1925 se divorciaron y al cabo de un tiempo ella se casó con el
dirigente comunista Heinz Neumann, junto a quien escapó a la Unión Soviética
tras la llegada de Hitler al poder. En abril de 1937, el NKVD detuvo a Heinz,
de quien no volvió a tenerse ninguna noticia, y en 1938 a la propia Margarete.
Acusada de trotskismo y actividades contrarrevolucionarias, fue condenada a
trabajos forzados y enviada al campo de Karlag en Kazajistán. Allí permaneció
hasta que, en 1940, en virtud del pacto germano soviético, fue entregada a las
autoridades nazis, junto a muchos otros refugiados alemanes. Cambió así el
gulag soviético por el Lager de
Ravensbrück. En este lugar entabló una estrecha amistad con Milena Jesenska,
quien, aunque es recordada sobre todo por su relación con Kafka, era una famosa
periodista de izquierdas, condenada por haber auxiliado a judíos y colaborar
con la resistencia checa.
Cuenta Margarete que en una
ocasión una testigo de Jehová, procedente de Auschwitz, la llamó y le dijo que
había visto como allí arrojaban al fuego a niños judíos vivos. Se lo contaba
porque estaba segura de que a ella la iban a matar y quería que se supiese. No
pudo creerlo, pero ese mismo día subieron a un camión a las testigos de Jehová
y las llevaron fuera del campo. Luego el camión regresó solo con sus ropas. Las
habían asesinado por negarse a trabajar en favor de la guerra.[20]
En esta situación de
arbitrariedad, violencia extrema, absoluta privación de derechos, hambre,
enfermedad, agotamiento y constante presencia de la muerte, las prisioneras
acaban por volverse indiferentes ante el sufrimiento.
Magda Hollander-Lafon, a quien ya
me he referido anteriormente, había nacido en Hungría. Tenía catorce años
cuando se prohibió que los judíos asistieran a la escuela junto a los
cristianos y su padre fue enviado a trabajos forzados. Lo peor no había llegado.
Mi vida se detuvo a los dieciséis años, en
plena crisis de la adolescencia, en plena crisis con mis padres. En Auschwitz
me separé de mi madre y de mi hermana sin una mirada, sin un gesto, y cuando me
pregunté sobre su paradero, una kapo
polaca me dijo en tono indiferente: “¿Ves la chimenea que arde? Pues ya están
todos dentro.”[21]
En poco tiempo ella misma terminó
adoptando la misma actitud que la kapo:
Me hice insensible a las emociones,
indiferente a los cuerpos sin vida que me rodeaban. El instinto de
supervivencia primaba sobre el sufrimiento del otro. El otro estaba ausente.[22]
Escuchemos también a Ana Novac:
… la noticia de que hoy no va a haber pan
(se equivocaron al hacer los cálculos en la cocina) nos ha consternado más que
el drama del asesinato de una familia polaca completa.[23]
Violeta Friedman, nacida en
Marghita (Transilvania), fue deportada junto a su familia en mayo de 1944. En
Auschwitz el doctor Mengele envió a la cámara de gas a su madre, su padre, su
abuelo y su bisabuela. Solo quedaron con vida ella y su hermana, aunque
entonces no comprendieron lo que ocurría.
Todo se hizo muy rápidamente para que no nos
diéramos cuenta de nada. Así que, casi en el mismo instante, mi hermana y yo,
junto con todo el grupo, fuimos conducidas hacia un lugar donde nos ordenaron
desnudarnos totalmente y dejar nuestras cosas. Aún recuerdo el camino. Nos
cortaron el pelo y nos afeitaron el vello de todo el cuerpo, nos hicieron pasar
a una habitación con duchas de desinfección y después, mojadas y temblorosas,
nos tiraron unos harapos y unos zuecos. A algunas las ropas les quedaban
enormes, a otras apenas les entraban. Así nos hicieron salir al frío nocturno,
un frío terrible en aquella noche de mayo en la Silesia polaca. Sin pelo, cubiertas
de harapos, despojadas bruscamente de nuestra personalidad e identidad, nuestro
aspecto era tan increíble que a Eva [su hermana] y a mí nos costó mucho reconocernos.[24]
La privación del cabello y de los
vestidos, una norma en los Lager,
constituye uno de los elementos del proceso de deshumanización. El mismo trato
se aplica a los varones, aunque para estos, por razones culturales derivadas de
la imagen convencional de los sexos y que, además, estaban acostumbrados al
rapado y la uniformización impuestos por el servicio militar, la experiencia no
hubo de ser tan traumática. En el caso de las mujeres, constituye un ataque a
su identidad sexual, aunque se limite a signos sociales externos. Pronto la
desnutrición, el agotamiento y la convivencia con la muerte afectarán a su
conciencia. Al cabo de un tiempo, resulta difícil saber si un cuerpo es
masculino o femenino. Tras la liberación de Bergen-Belsen, el sargento Hewitt
fotografió el cuerpo desnudo de Margit Schwartz, una mujer judía de treinta y
un años. Paula Martos hace este comentario:
Cuando se nos anunciaba que ahí estaba el
cuerpo de Margit Schwartz lo que esperábamos encontrar, ante todo, era el
cuerpo de una mujer. Pero apenas hay rastro de esa mujer imaginada, anticipada […]
no podemos evitar preguntarnos ¿es eso una mujer? Una mujer sin pechos, sin
apenas vello, sin carnes, una mujer cuyo cuerpo ha quedado reducido a colgajos,
a pellejos, a heridas y huesos ¿sigue siendo una mujer? Pero ¿qué otra cosa si
no podría ser? ¿Podría ser un hombre?[25]
Cuenta Violeta Friedman que en
algunas ocasiones le preguntan cómo se las arreglaban en el Lager durante la menstruación. La
respuesta no puede ser más sencilla:
Leverson, uno de los médicos
británicos que atendieron a las mujeres de Bergen-Belsen en abril de 1945,
coincide con ella:
La mayoría de los internos están anémicos,
hasta tal punto llega esto que prácticamente ninguna de las mujeres ha tenido
períodos menstruales por varios meses.[27]
A menudo, cuando los médicos y
militares del ejército libertador hallaban una mujer que había escapado a la
depauperación general, achacaban el hecho a la obtención de privilegios a
cambio de favores sexuales. Así lo expresa el testimonio del doctor Tasker
sobre Miryan Feder, una prisionera cuyo atractivo resultaba desconcertante en
el Lager, por lo que llegó a
preguntarle directamente si había ejercido la prostitución. Pese a que ello lo
negó, Tasker concluye que, aunque no fuera una profesional, sin duda tenía que
haber recurrido a ella ocasionalmente[28].
Desde luego, no faltó violencia sexual en los Lager. Pese a la prohibición de las relaciones entre razas, Vasili
Grossman da cuenta de que en Treblinka algunos guardianes apartaban a
prisioneras jóvenes recién llegadas y las violaban durante la noche antes de
enviarlas al día siguiente a la cámara de gas[29].
También en algunos campos de trabajo se crearon burdeles como medio para
recompensar a determinados prisioneros. Los SS utilizaron dos métodos para
reclutar prostitutas entre las prisioneras. En ocasiones les ofrecían mejor
alimentación y la promesa de una pronta liberación, algo de lo que estaban totalmente
excluidas las judías, y en otras, sencillamente tomaban por la fuerza a las que
consideraban más adecuadas.[30]
Pero los abusos no solo los cometía el personal libre de los Lager. También prisioneros y prisioneras
privilegiados, como los kapos, aprovechaban
su posición de dominio para satisfacer sus impulsos sexuales a costa de
muchachos y muchachas jóvenes. La francesa Simone Veil, futura ministra de Salud
y presidenta del Parlamento Europeo, fue detenida en marzo de 1944 y enviada a
Auschwitz. Contaba diecisiete años. Escuchémosla:
Los malos tratos seguían siendo el
privilegio de los SS, pero estas chicas [las kapos] no dejaban por eso de distribuir bofetadas y golpes. Durante el
tiempo que duró mi detención fueron bastante gentiles conmigo, como lo eran en
general con las más jóvenes. Pero ahí nos enfrentábamos a otro problema: había
que desconfiar cuando se volvían demasiado amistosas. Aunque la mayoría de
nosotras éramos muy ingenuas e inocentes, estábamos lo suficientemente alerta.
Sabíamos que si una kapo te ofrecía
una tostada con manteca y azúcar, no tardaría mucho en decirte: “¡Ah! ¿No sería
bueno que durmiéramos aquí juntas?”[31]
En el exterior, aquellas
muchachas judías que habían conseguido escapar a la deportación también estaban
expuestas a ataques sexuales. Janina Bauman, tras fugarse junto a su madre y a
su hermana Sophie del gueto de Varsovia, vivió oculta gracias a la ayuda de una
vieja criada cristiana. Pero su situación era angustiosa, obligadas a cambiar a
menudo de escondite. Ocultar judíos era un grave delito castigado con la pena
de muerte y no todos los que se arriesgaban a desafiar a la Gestapo lo hacían
por motivos humanitarios. Muchos veían allí la posibilidad de obtener grandes
sumas de dinero, que la criada conseguía vendiendo joyas y otras propiedades de
la familia. Había además extorsionadores que, cuando sospechaban que en algún
lugar se escondían judíos, se presentaban allí y amenazaban con denunciarlos a
menos que les pagaran. En una ocasión uno de ellos le ofreció a Janina, de diecisiete
años, seguridad a cambio de que se convirtiera en su amante y al verse
rechazado intentó violarla.[32]
Janina pertenecía a una familia
acomodada de Varsovia. Su padre era urólogo y entre sus parientes más próximos
había otros médicos, abogados e ingenieros. Todos ellos se consideraban polacos
y, aunque eran conscientes de sus raíces judías, no tenían especiales
sentimientos religiosos. Simplemente, se reunían en casa de la bisabuela para
celebrar Pésaj y Ros Hashana, pero también colocaban el árbol de Navidad, no acudían
a la sinagoga y desconocían el yidis. Janina se pregunta en la adolescencia,
qué tienen en común con aquellos judíos pobres que se expresan en un idioma que
ella no comprende. Sin llegar a entender en qué consiste la identidad judía,
pronto supo que esta era un obstáculo para seguir la carrera de medicina, algo
a lo que se sentía inclinada por gusto y por tradición familiar. En los años
anteriores a la guerra, en Polonia los sentimientos antisemitas eran muy
fuertes y, aunque la legislación no lo afirmaba explícitamente, de hecho,
existían fuertes restricciones para que los judíos accedieran a determinadas
carreras universitarias. Ni siquiera importaba que su padre fuera médico y que
hubiera servido como oficial en el ejército polaco. De todas maneras, Polonia
fue invadida por Alemania el 1 de septiembre de 1939 y por la Unión Soviética,
quince días más tarde. Así quedaron enterrados definitivamente los sueños de
Janina de estudiar medicina o cualquier otra carrera. Su padre y su tío Jozef cayeron
asesinados en Katyn, no a manos de los alemanes por ser judíos, sino de los
soviéticos por ser oficiales polacos.
Junto a su madre y su hermana,
Janina hubo de trasladarse al gueto, en tanto que la vivienda familiar era
entregada a un tal Richter, antiguo chófer del abuelo. Las tres hubieron de
compartir una sola habitación, algo que incluso puede considerarse un lujo,
pues lo habitual era que en cada una se apiñaran alrededor de trece personas. En
estas condiciones, los habituales roces de las adolescentes con sus madres no
tardaron en manifestarse:
Ayer tuve una discusión con madre. El asunto
era insignificante: todos los vestidos de verano se me han quedado pequeños, me
quedan muy cortos y ajustados. No hay duda: están hechos para una niña de trece
años sin pecho. Madre insistía en que me pusiera el único en el que entro
porque es suelto, el rojo sedoso. Siempre lo he odiado […]. Pero no pude hacer
cambiar a madre de opinión solo diciendo que no me gustaba. Así que le dije que
si iba por la calle toda de rojo intenso me podría ver fácilmente ese alemán
loco que viene al gueto cada día en su moto para matar a tiros a unos pocos
judíos entre la multitud. Este argumento funcionó de inmediato; madre dejó de
darme la lata y me dio uno de sus vestidos, el gris precioso, de lino. Ahora
estoy guapísima y me odio[33].
La deportación hacia Auschwitz
comenzó el 22 de julio de 1942. Gracias al tío Julian, que se había unido a la
policía judía, Janina y los suyos pudieron permanecer momentáneamente a salvo.
También él consiguió ponerse en contacto con María, la antigua criada de quien
antes he hablado, quien les consiguió un refugio en el exterior, y así pudieron
organizar la fuga.
El tío Julian se mueve en lo que
Primo Levi ha llamado la zona gris[34],
ese espacio en que las víctimas comienzan a confundirse con los verdugos. Como
miembro de la policía judía su trabajo consiste en mantener el orden dentro del
gueto, lo que dispensa a los alemanes de tener que encargarse por sí mismos de
esa tarea. Su posición privilegiada le permite actuar en favor de su familia y
de otros conocidos. Sin embargo, para salvar a unos ha de entregar a otros. Janina
lo juzga en principio muy duramente, pero más tarde, cuando se entera de que ha
muerto en combate durante el levantamiento del gueto, siente dudas y se
abstiene de condenarlo.
Hélène Berr, nacida en 1921, era
en el momento de la ocupación una destacada estudiante de literatura en la universidad
de la Sorbona. Pronto, como los demás judíos, se ve obligada a llevar la
estrella amarilla y luego se le impide asistir a clase. Su padre, un importante
empresario, es detenido, aunque al cabo de un tiempo lo ponen en libertad. El
10 de julio de 1942, se prohíbe a los judíos atravesar los Campos Elíseos y
entrar en teatros y restaurantes. Pocos días después, el 16 de julio, comienza
la redada du Vel d`hiv (del Velódromo
de Invierno).
En París fueron detenidos miles
judíos. Unos fueron conducidos a la prisión de Drancy y otros al Velódromo de
Invierno. Allí permanecieron durante cinco días sin comida y casi sin agua a la
espera de ser deportados a campos de exterminio de Polonia. Hélène refleja en
su diario las noticias que le llegan:
…quince mil hombres, mujeres y niños en Vél
d’Hiv, en cuclillas de tan apretujados, se pisan unos a otros. Ni una gota de
agua, los alemanes han cortado el agua y el gas. Caminan por una charca
pegajosa y viscosa. Hay enfermos desalojados del hospital, tuberculosos con la
pancarta “contagioso” colgada del cuello. Las mujeres dan a luz. Ningún
cuidado. Ni un medicamento ni una venda […]La señora Carpentier vio el jueves
en Drancy dos trenes de mercancías donde habían hacinado como animales, sin
paja siquiera, a mujeres y a hombres para deportarlos.[35]
Hélène da por sentado que los
prisioneros están custodiados por alemanes. Al leer sus notas se diría que no
puede creer que sean gendarmes franceses los encargados de esa tarea y que
también hayan sido ellos los responsables de gran parte de las detenciones. Sin
embargo, en Francia el antisemitismo estaba muy extendido y personajes como
Darquier de Pellepoix, a quien he mencionado al principio de esta conferencia,
Maurice Papon, Louis-Ferdinand Céline o Robert Brasillach, distaban de
constituir casos aislados. Simone Veil, que vivió durante un tiempo en Niza,
ciudad ocupada por Italia, asegura que los judíos, aunque discriminados, estaban
allí más seguros no solo que en la Francia gobernada directamente por los alemanes,
sino también que en la zona controlada por Vichy. De hecho, hasta la caída de
Mussolini y la consiguiente ocupación alemana, estuvieron a salvo de la
deportación.
En el diario de Hélène, estos
hechos se intercalan con anotaciones sobre su noviazgo con Jean Morawiecki, un
joven cristiano que a finales de noviembre de 1942 escapa de París para unirse
en el norte de África a las Fuerzas Francesas Libres del general De Gaulle, y
que, tras la liberación, desarrollará una brillante carrera diplomática. Hélène,
entre tanto, entra en la UGIF (Unión General de Israelitas de Francia), una
organización creada por los ocupantes. Allí trabaja como asistente social,
atendiendo a las familias de los deportados y, en especial, a niños que han
quedado desamparados y cuya vida, aunque aún pueda alargarse algún tiempo, concluirá
inexorablemente en las cámaras de gas. Hélène es consciente de que su actividad
es vista con recelo. De nuevo nos encontramos en la zona gris.
Sabíamos lo que ocurría; cada nueva medida,
cada deportación nos arrancaba un pedazo adicional de dolor. Nos acusaban de
colaboradores [como trabajadores de la UGIF] porque los que acudían a nosotros
acababan de presenciar la detención de un miembro de su familia, y era natural
que tuviesen esta reacción al vernos. Oficina de explotación de la miseria
ajena. Sí, comprendo que hayan pensado esto. Desde fuera tenía un poco ese
aspecto. Ir a trabajar allí todas las mañanas, como a una oficina, pero donde
nos visitaban personas que venían a saber si tal o cual persona había sido
detenida o deportada, donde las fichas y las cartas que se clasificaban eran el
nombre de mujeres, de niños, de ancianos, de hombres cuyo destino era tan
atroz.[36]
Sin duda, se siente atormentada
hasta lo más profundo del alma:
¿Por qué entré a trabajar allí? Para poder
hacer algo, para estar muy cerca de la desdicha. Y, al servicio de los
internados, hacíamos lo que podíamos. Los que nos conocen bien nos comprendían
y nos juzgaban con justicia.[37]
Hélène y sus padres fueron
detenidos el 7 de marzo de 1944. Deportados a Auschwitz, la madre fue gaseada
el 30 de abril y el padre asesinado a finales de septiembre. Hélène, trasladada
a Bergen-Belsen, murió a comienzos de abril de 1945.
Etty Hillesum, nacida en los
Países Bajos, contaba veintiséis años en el momento de la ocupación. Tras
diplomarse en jurisprudencia, estudiaba lenguas eslavas y sentía un gran
interés por la filosofía. Era una mujer extremadamente brillante e
independiente, aunque en ocasiones parece abrumada por su propia inteligencia.
Así, escribe el 14 de agosto de 1941:
A veces cuando veo en la calle a una mujer,
hermosa, cuidada, muy femenina y algo tonta, entonces pierdo el equilibrio por
completo. En ese momento siento mi cerebro, mi lucha, mi sufrimiento como algo
que me oprime, como algo feo, poco femenino, y entonces me gustaría ser solo
guapa y tonta, un trozo de juguete anhelado por el hombre. Es muy típico que
una siempre quiera ser deseada por un hombre, que sea siempre la reafirmación
más grande para nosotras: ser una mujer, a pesar de ser algo muy primitivo.[38]
Naturalmente, no se trata de que
realmente desee encerrarse en el papel de una mujer tradicional. No es esa la
conclusión que extrae de esos sentimientos:
Quizá tenga que empezar todavía la verdadera
y auténtica emancipación de la mujer. Aún no somos auténticas personas, somos
hembras. Estamos atadas y ancladas a tradiciones milenarias; todavía tenemos
que nacer como personas, aún le queda a la mujer una gran tarea por hacer.[39]
Etty, al igual que Hélène Berr,
se vio empujada por los acontecimientos a tomar una difícil decisión. Solicitó
trabajar como mecanógrafa para el Consejo Judío, una institución creada por los
ocupantes, a semejanza de la UGIF francesa, cuya función era actuar como
intermediaria entre las autoridades nazis y la población judía. La relación,
sobra decirlo, no se establecía de igual a igual, y los consejos judíos no eran
sino instrumentos de los que se valían las SS y la Gestapo para imponer sus
designios, ahorrándose destinar personal a trabajos burocráticos y
comprometiendo a las propias víctimas en la gestión de su destrucción. Es una
estrategia que en los Lager se
mantiene con la figura de los kapos y
que alcanza el culmen de la maldad en los Sonderkommandos,
los grupos de prisioneros encargados de los hornos crematorios. Constituyen
estos, afirma Primo Levi, el delito más demoníaco del nacionalsocialismo:
… se trataba de descargar en otros, y
precisamente en las víctimas, el peso de la culpa, de manera que para su
consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes.[40]
A medida que las condiciones de
vida se hacen más opresivas para los judíos, el diario de Etty se transforma en
una oración. Escribe el 15 de julio de 1942:
Y el 19 de julio:
Y a pesar de todo he sido elegida por ti,
Señor, para participar intensamente de todo en esta vida y para recibir
suficiente fuerza para soportarlo todo. Espero que mi corazón sepa soportar
también unos sentimientos tan grandes e importantes […] hoy he vivido grandes
cosas, de día y de noche. Señor; te doy gracias por haber podido soportarlo
todo ...[42]
A Etty no le satisface su trabajo
burocrático para el Consejo Judío, así que en agosto marcha voluntariamente al
campo de Westerbork, para ayudar a los deportados como enfermera. Desde allí
aún puede escribir unas cartas que revelan una espiritualidad en continua
profundización:
Esperaré pacientemente hasta que las
palabras hayan crecido dentro de mí. Con ellas podré dar testimonio de todo
aquello de lo que estoy convencida que hay que dar testimonio, Dios: de que es
bueno y bonito vivir en tu mundo, a pesar de todo lo que el ser humano se hace
el uno al otro.[43]
Finalmente, Etty, sus padres y
sus hermanos fueron deportados a Auschwitz el 7 de septiembre de 1943. El 10,
los padres fueron gaseados, Etty murió el 30 de noviembre, su hermano Mischa,
el 31 de marzo de 1944 y el otro, Jaap, el 17 de abril de 1945, poco después de
la liberación.
En la zona gris no solo se difuminan las fronteras entre la vida y la
muerte, sino que incluso la separación entre el bien y el mal se torna borrosa,
y los verdugos consiguen que las víctimas carguen también con la
responsabilidad de su desgracia. El nazismo no solo destruye los cuerpos, sino
que envilece todo lo que toca. Si Etty Hillesum o Hélène Berr, quizá también el
tío Julian, se prestan a este juego que, a nosotros, en la pacífica y bienalimentada
Europa Occidental, puede parecernos equívoco, lo hacen simplemente en un
intento de aliviar el sufrimiento ajeno. Puede que se equivocaran, pero
nosotros no tenemos ninguna autoridad para juzgarlas. Sabemos que en cualquier
caso su esfuerzo era inútil, ya que todos los judíos estaban condenados a
muerte, pero eso es algo que ellas, aunque lo sospecharan, incluso aunque
racionalmente lo supieran, no podían aceptar. Mientras las interrogara la
mirada de un niño, de un anciano, o sencillamente de cualquiera de esos seres a
los que una ideología perversa había excluido de la humanidad, sentían la
obligación de darles lo único que tenían: su propia mirada y en ella el
reconocimiento como prójimos. Y esta actitud es un grito de rebeldía, pues
encierra la rotunda negativa a aceptar la condición subhumana que han
pretendido imponerles. Los matarán, pero no habrán eliminado a monstruos
moldeados a imagen de las caricaturas de Streicher, sino que habrán asesinado a
seres humanos.
Han transcurrido más de setenta
años desde la caída del nazismo y quizá alguien se pregunte por el motivo de
que sigamos hablando de sus crímenes, cuando en el mundo ha habido y hay otras
guerras y matanzas. La razón es simple. El intento de exterminio del pueblo
judío, y también, no lo olvidemos, del gitano, es un fruto de nuestra
civilización. Desde el siglo XVIII fue imponiéndose en Occidente la idea de que
la humanidad, aunque expuesta a pasajeros contratiempos, avanza hacia un futuro
de creciente bienestar. Se suponía que el ser humano, al dominar la naturaleza
y ponerla a su servicio, se libraría de las cadenas de la necesidad y de la
superstición. La ciencia y la organización industrial nos conducirían a una
Edad de Oro en que la injusticia y la miseria no serían sino un recuerdo del
pasado. Se trataba, lo sabemos, de un optimismo infundado, que cerraba los ojos
ante la situación de los trabajadores y que despreciaba el inmenso sufrimiento
que, quienes afirmaban llevarles la luz del progreso, infligían a las
poblaciones indígenas de los países sojuzgados. Esta concepción se combina con
otras dos. De un lado, la idea de raíz romántica, según la cual cada nación
posee un Volkgeist, un espíritu del
pueblo, que la individualiza frente a las demás y permanece inmutable a lo
largo de la historia. De otro, lo que se ha dado en llamar darwinismo social,
una extrapolación de las teorías evolucionistas al campo de las sociedades
humanas. En estas, al igual que en la naturaleza, se produciría una lucha
constante en la que sobrevivirían los más aptos. La situación de los pueblos
colonizados y de los grupos desfavorecidos no es en esta óptica manifestación
de una injusticia, sino un fenómeno tan inevitable como la muerte de un león
desdentado. Para Hitler es absurdo destinar recursos a mantener con vida a
enfermos psiquiátricos o incurables, o a niños con taras físicas o psíquicas.
De ahí que se les aplique la eutanasia forzosa. En otro sentido, la ideología vökisch, de la que se nutre el nazismo,
considera a judíos y gitanos como un cuerpo ajeno a la nación alemana a la que
contaminan con el simple hecho de su existencia. Su frecuente comparación con
parásitos y bacterias obedece al designio de deshumanizarlos para hacer
admisible ante la opinión pública su desaparición, y, además, es reveladora del
gusto nazi por las metáforas biológicas. Otra noción tomada de la biología se
cruza con las anteriores, la de raza, muy ligada en la cosmovisión hitleriana a
la de nación. Hoy el término raza ha quedado desterrado del lenguaje de las
ciencias sociales (incluso el procesador de textos me sugiere que lo cambie),
pero durante gran parte del siglo XX, su uso en estas era habitual. Nadie
dudaba de que la especie humana se divide en razas. Por poner un ejemplo muy
alejado de toda ideología racista o derechista, recordaré que el doctor Juan
Negrín, como saben eminente médico y presidente del gobierno de la II República
Española, en los famosos trece puntos publicados el 30 de abril de 1938, propuestos
como base sobre la que negociar con el bando franquista, incluía en noveno
lugar el “mejoramiento cultural, físico y moral de la raza”. Ni siquiera la
gradación en las capacidades de las razas era específica del nazismo. Pocos
occidentales blancos cuestionaban entonces su superioridad frente a otros
pueblos. En todo caso, lo original era la radicalidad con que esta idea fue
expresada y las consecuencias prácticas que de ella se siguieron: exterminio de
judíos y gitanos, y esclavización de los eslavos orientales.
En suma, el nazismo no es el
resurgir de un bárbaro atavismo, sino un hijo legítimo, aunque monstruoso, de
nuestra civilización. Por eso, si lo olvidamos aparecerá de nuevo. De hecho, en
Europa y Estados Unidos asistimos en los momentos actuales al crecimiento de grupos
supremacistas y xenófobos, marcados por un fuerte discurso identitario. Al
mismo tiempo, mucha gente da crédito a escritos negacionistas e incluso en 2009,
el diario El Mundo permitió que en sus
páginas el escritor revisionista David Irving exonerara a Hitler de toda
responsabilidad en la Shoá. Marx se
equivocó al decir que los hechos históricos ocurren dos veces, una como
tragedia y otra como farsa[44];
al contrario, lo que sucedió como tragedia, si lo olvidamos, se repetirá como
tragedia.
Llegados a este punto, solo me
queda concluir, como hace un año, rogándoles que el próximo día 27, aniversario
de la liberación de Auschwitz, enciendan una vela en recuerdo de las víctimas
de la Shoá y cuando sus hijos o
nietos les pregunten por qué lo hacen, les cuenten, de manera adecuada a su
edad, lo ocurrido.
[1] AGAMBEN,
Giorgio (2009) Lo que queda de Auschwitz.
El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia, Pre-Textos p. 28-31
[2]
HOLLANDER-LAFON, Magda (2017) Cuatro
mendrugos de pan. De las tinieblas a la alegría, Cáceres, Periférica, p. 75
[3]
AGAMBEN, Giorgio (2009) op..cit. p. 15
[4]
LEVI, Primo (2005) Los hundidos y los
salvados. Trilogía de Auschwitz, Barcelona.
El Aleph p. 542
[5]
AMÉRY, Jean (2004) Más allá de la culpa y
la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia,
Valencia, Pre-Textos p. 63
[6]
LÉVY-HASS, Hanna (2006) Diario de
Bergen-Belsen 1944-1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 64
[7]
Ibidem, p. 67
[8]
MARTOS ARDID, Paula,(2016) Sobrevivir sin
género en la zona gris: la deshumanización en los campos de concentración nazis
en perspectiva feminista, Madrid, Universidad Complutense, p. 134
[9] LÉVY-HASS,
Hanna, op. cit. p. 95
[10] Ibidem, p. 113
[11] NOVAC,
Ana, Aquellos hermosos días de mi
juventud, (2010), Barcelona, Destino, p. 146
[12] AMÉRY,
Jean op. cit. p. 172
[13] LASKIER,
Rutka, El cuaderno de Rutka (2008),
Madrid, Suma de letras
[14] Ibidem, p. 65
[15] NOVAC,
Ana, op. cit. p. 46
[16] Ibidem, p. 92
[17] Ibidem, p. 138
[18] Ibidem, p.142
[19] BUBER-NEUMANN,
Margarete (2005), Prisionera de Stalin y
Hitler, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 313
[20] Ibidem, p. 329
[21]
HOLLANDER-LAFON, Magda, op. cit. p. 84
[22] Ibidem, p. 87
[23] NOVAC,
Ana, op. cit. p. 66
[24] FRIEDMAN,
Violeta (2015), Mis memorias, Madrid,
FIBGAR Catarata, p. 38-39
[25] MARTOS
ARDID, Paula, op. cit. p. 265
[26] FRIEDMAN,
Violeta, op. cit. p. 45
[27] MARTOS
ARDID, Paula, op. cit. p. 276
[28] Ibidem, p. 311
[29] GROSSMAN,
Vasili y EHRENBURG, Ilyá (2012), El libro
negro, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 1014
[30] MARTOS
ARDID, Paula, op. cit. p. 310
[31] VEIL,
Simone (2011), Una vida, Madrid,
Clave Intelectual
[32] BAUMAN,
Janina (2008) Más allá de estos muros.
Huyendo del gueto de Versovia, Madrid, Kailas, p. 230
[33] Ibidem, p. 84
[34] LEVI,
Primo, op. cit. p. 497 y ss.
[35] BERR,
Hélène (2009) Diario 1942-1944,
Barcelona, Anagrama, p. 109
[36] Ibidem, p. 220
[37] Ibidem, p. 221
[38] HILLESUM,
Etty, Una vida conmocionada. Diario
1941-1943, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 30
[39] Ibidem, p. 31
[40] LEVI,
Primo, op. cit. p. 513
[41] HILLESUM,
Etty, p. 148
[42] Ibidem, p. 150
[43] Ibidem, p. 164
[44] MARX,
Karl, El 18 Brumario de Luis Bonaparte,
en MARX, Karl y ENGELS, Friedrich, Obras
escogidas de Marx y Engels, Tomo I 1977) Madrid, Fundamentos, p. 250
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