En mi jubilación

Discurso en mi jubilación (22 de diciembre de 2017)

Queridos compañeros y compañeras, hace unos días, al terminar la comida de la jubilación, os dije que no había preparado unas palabras. No era verdad. Tenía unas hojas en el bolsillo, pero no me pareció que aquel fuera el momento de leerlas. Creo que me equivoqué y hoy estoy dispuesto a enmendar mi error, así que no tendréis más remedio que escucharme. Me enfrento al último acto de lo que Arnold van Gennep denominó un rite de passage, lo que ha sido traducido a nuestro idioma como rito de tránsito, una de esas ceremonias con que los seres humanos manifestamos simbólicamente que traspasamos el umbral entre dos de las categorías en que estructuramos nuestra existencia. El problema es que para esta situación no existe un discurso estereotipado que debamos repetir. Faltan incluso unas reglas precisas que nos indiquen cómo debemos proceder, así que, tras muchas dudas, he decidido contaros una historia que, si bien aparentemente no tiene mucho que ver con el asunto que nos ha reunido, habla de maestros y discípulos.

Gustaba el rabino David Bronstein de Chelmno, ciudad ahora polaca, pero entonces perteneciente al Reich y conocida oficialmente con el nombre alemán de Culm, de alejarse del bullicio del barrio judío en las tardes de primavera y de verano para vagar por los bosquecillos próximos en que, entre los robles aparecen algunas, muy pocas, hayas y en que, allá donde los helechos son menos tupidos, asoman rúsulas y chantarelas. Quizá durante un tiempo le impulsó a ello el deseo de gozar de unas horas de soledad, pero pronto comprendió que esta era un don que el Señor le había negado. En respetuoso silencio y a prudente distancia para no importunarlo, le seguía siempre un crecido número de discípulos. Eran en su mayoría humildes artesanos y comerciantes, a los que se sumaban estudiantes venidos de yeshivot incluso lejanas: hasta de Berdichev y otras tierras sometidas al Imperio ruso, donde la siempre presente animadversión contra los judíos estallaba, tras el asesinato del zar Alejandro II, en ultrajes, robos y matanzas que se repetían con la misma monótona regularidad con que caen los granos en un reloj de arena. No faltaban tampoco, aunque su presencia fuera ocasional, abogados, médicos y periodistas llegados de Varsovia y Vilna. Eran personas ilustradas que apenas entendían el yidis y que a menudo olvidaban el cumplimiento de los mitzvot. Muchos de ellos solo en Pésaj o con ocasión del Brit Milá, del Bar Mitzvá, o de la boda de un familiar cercano pisaban la sinagoga. Qué les impulsaba, pues, a buscar a Rav Bronstein. Era una pegunta que este se había hecho repetidamente y para la que creía tener una respuesta. Se trataba de gentes que ya casi no se identificaban con el pueblo de sus padres, del cual a veces parecían incluso avergonzarse. No obstante, por más que lo desearan, tampoco conseguían integrarse en la sociedad gentil, que los miraba con recelo cuando no con indisimulada hostilidad. Carecían, pues, de una identidad clara y eso les producía una inseguridad que frecuentemente vivían con angustia. Algunos se habían hecho bautizar o se habían adherido a movimientos revolucionarios, pero otros erraban por la vida en busca de algo sólido a lo que aferrarse. Naturalmente, solo estos últimos acudían, aunque muy de tarde en tarde, a Rav Bronstein.

Aquel día, como era habitual, Rav Bronstein abandonó la ciudad acompañado por sus discípulos. Se encaminó hacia un amplio prado a la orilla de uno de los arroyos que, entre las colinas, serpentean al encuentro del cercano Vístula, y allí se sentó sobre el tocón de un aliso, justo tras los restos de una cabaña en que, según se contaba, ciento cincuenta años atrás había hecho un alto Israel ben Eliezer, a quien quizá conozcáis con el sobrenombre de Baal Shem Tov, cuando, junto al Maguid de Mezeritch, se dirigía a Vilna con intención de confortar a sus seguidores apesadumbrados por el rechazo del Gaón. Los discípulos se dispusieron en semicírculo a su alrededor en espera de que el maestro con una leve sonrisa diera la señal para que comenzaran a exponerle sus dudas y cuitas. Nunca hasta entonces les habían faltado unas palabras de ánimo y consuelo ni una explicación para sus tribulaciones; tampoco unos consejos sobre la manera en que debían afrontar las penalidades cotidianas y, sobre todo, la esperanza de que estas tendrían un final en que los justos serían recompensados. Sin embargo, en aquella ocasión Rav Bronstein dejó transcurrir el tiempo, como si estuviera sumido en una profunda meditación, en tanto que su semblante adquiría una expresión de infinita tristeza, hasta que finalmente unas lágrimas le brotaron de los ojos y se deslizaron por las mejillas para desaparecer en el espesor de la barba. Nadie sabe cuánto duró aquello, pues en ocasiones los minutos son más largos que las horas, pero de lo que no cabe duda es de que esa pena del maestro, cuya causa nadie llegó a conocer, se contagió a la multitud y pronto todos se abandonaron a un llanto desconsolado e irreprimible, que solo finalizó cuando al unísono, movidos por un impulso cuyo origen eran incapaces de determinar, comenzaron a recitar el kadish. Solo entonces se percataron de los negros nubarrones que ocultaban el sol y notaron que la ropa se les había empapado de lluvia.

Aunque Rav Bronstein jamás explicó lo que le había sucedido, se extendió la idea de que el maestro había tenido una terrible revelación, una pavorosa visión del futuro sobre la que se le había impuesto la obligación de guardar el más absoluto silencio. Nunca a partir de ese día salió de su domicilio y hay incluso quienes afirman que no volvió a pronunciar una sola palabra. No obstante, los discípulos continuaron visitándolo. En grupos pequeños se les conducía ante el rabino, quien permanecía sentado con los codos apoyados sobre la mesa, en tanto que la cabeza, con los ojos cerrados, descansaba entre las manos. Lentamente alzaba los párpados y entonces, con horror, los presentes contemplaban lo que unánimemente describían luego como la mirada de alguien que ha visto el infierno.

Hoy, cuando conocemos los hechos ocurridos cincuenta años después en Chelmno, el primer campo nazi de exterminio, no podemos evitar preguntarnos si en aquella ocasión no se abrió para el rabino David Bronstein el velo tras el que se oculta el porvenir. Es obvio que racionalmente no podemos responder de manera afirmativa; sin embargo, Hamlet nos recuerda que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que jamás ha soñado nuestra filosofía. No es esta, con todo, la conclusión a que hoy quiero llegar. Comprendo que ya estéis un poco cansados de escucharme, pero aún me queda algo que decir.

La periodista Gitta Sereny, quien había sido miembro de la Resistencia francesa, entrevistó en 1971 durante setenta horas, naturalmente repartidas en diversos períodos, a Franz Stangl, que entonces cumplía condena en la República Federal Alemana como corresponsable del asesinato de novecientas mil, sí me habéis oído bien, novecientas mil personas. Este policía austriaco, un hombre gris de quien nadie hubiera pensado que llegaría a destacar; tras el Anschluss, es decir, la anexión de Austria por la Alemania nazi, participó en la Aktion T4, el programa de eutanasia forzosa para enfermos incurables, niños con taras hereditarias e individuos improductivos, y luego fue sucesivamente comandante de los Lager de Sobibor y de Trebilinka. A mi modo de ver, lo más estremecedor que se desprende de sus declaraciones, corroboradas por su esposa, sus hijas y otros conocidos, es que no se trataba de un sádico o un psicópata, sino de un buen marido y un buen padre. Alguien que cumplía de manera escrupulosa con su trabajo, pero que mientras lo realizaba ansiaba reunirse con su familia, de la que forzosamente había de permanecer separado durante largos períodos. No era un hombre cruel. De hecho, insiste una y otra vez en que no estuvo presente en ningún asesinato; tampoco parece un nazi o un antisemita convencido, aunque en este sentido hemos de tomar en consideración el largo tiempo transcurrido y el afán de exculparse. La imagen que nos queda de él es la de un administrador honrado, encargado de dirigir una factoría a la que llegan numerosos cargamentos que deben ser transformados de la manera más eficiente posible. Es Stangl quien se presenta así. Nosotros sabemos, y él también, que el cargamento son seres humanos y el resultado de la transformación, cadáveres. Gracias a una acertada optimización de los recursos, bajo el mando de Stangl, en Treblinka se alcanzó a gasear a tres mil prisioneros cada dos horas.

Temo que os estoy amargando el aperitivo. No voy a disculparme por ello, pues de hacerlo me comportaría como un hipócrita. Lo anterior no es gratuito. Simplemente he querido recordar que, como señaló Theodor Adorno, la exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Ese es nuestro principal deber: intentar que nunca más un ser humano sea considerado un cargamento.


Muchas gracias y un fuerte abrazo.

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