Responsabilidad ante el Holocausto

Conferencia pronunciada el 25 de enero de 2017 en el Museo de la Ciudad (Móstoles) en conmemoración de la Shoá

Quiero comenzar esta conferencia con un recuerdo para Jaime Vándor, uno de los más de cinco mil judíos salvados en Budapest por el diplomático español Ángel Sanz Briz y por Giorgio Perlasca, un italiano extraordinario que se autoproclamó cónsul de España y mantuvo abierta la embajada hasta el momento en que la ciudad fue ocupada por el ejército soviético. Tuve el honor de conocer a Jaime hace pocos años en un acto organizado por Casa Sefarad, hoy Centro Sefarad Israel. Contaba ya casi ochenta años y era un reputado filólogo, ensayista y poeta, pero su vida podía haber terminado, como la de tantos otros niños y adultos, mucho tiempo atrás en las cámaras de gas de Auschwitz. Su fallecimiento, en marzo de 2014, nos recuerda que pronto se habrán extinguido los últimos supervivientes de la generación diezmada por el Holocausto, pero el que ocurriera a avanzada edad indica que era posible resistir a la barbarie y que, incluso en las circunstancias más adversas, siempre ha habido seres humanos que han mirado al otro como su prójimo y se han sentido responsables de él.

Esta consideración nos sumerge de lleno en el asunto que hoy nos ocupa, la responsabilidad ante el Holocausto, entendida esta en un doble sentido: primero intentaremos esclarecer la cuestión de la culpabilidad en la matanza, para lo cual será necesario recordar los hechos, y, más adelante, nos interrogaremos sobre nuestro papel como guardianes de la memoria, en suma, como responsables de que el recuerdo de las víctimas no se desvanezca en el olvido. Es un camino que recorreremos de la mano de los supervivientes judíos de los Lager, aunque ocasionalmente también nos acompañará algún deportado no judío.

Se impone en este momento una aclaración terminológica. Para referirme al intento de exterminio de los judíos europeos estoy empleando una palabra que, como a Primo Levi, no me gusta y, como él, la he usado para que pudiéramos entendernos. Comparto, al respecto, las razones expresadas por Giorgio Agamben[1]. El término latino holocaustum transcribe el griego holókaustos, con el que la Septuaginta traduce el hebreo olah, uno de los cuatro tipos fundamentales de sacrificio mencionados en el Levítico. Luego fue utilizado por los Padres latinos de la Iglesia para referirse en general a los sacrificios judíos y de forma metafórica a la muerte de los mártires. A partir de ahí, pasa a significar también el sacrificio supremo por una causa sagrada. Me parece, pues, inadecuado, casi blasfemo, nombrar de esta manera al genocidio judío. En su lugar, usaré la palabra hebrea Shoá (Catástrofe).

Seguidamente, expondré algunas consideraciones que, espero, ayuden a precisar lo anterior y, a la vez, permitan una primera aproximación a algunos de los peligros que históricamente ha debido afrontar el pueblo judío.

No descubriré ningún secreto si afirmo que los judíos tienen una amplia experiencia en lo que respecta a padecer persecuciones. Pensemos primero en la ordenada por Antíoco IV Epífanes, tal como se narra en los dos libros de los Macabeos. El rey quiere imponer el helenismo por la fuerza. Es un hombre sanguinario, pero su objetivo no es asesinar a los judíos, sino hacer que abandonen su religión y con ella su forma de vida. En suma, lo que pretende es la asimilación y solo contra los que se resisten a ella recurre al tormento y a la muerte:

Por entonces escribió el rey a todo su reino, que todos formaran un solo pueblo, abandonando cada uno sus tradiciones. Todos los gentiles aceptaron la orden del rey. A muchos israelitas les pareció bien, sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado.[2]

En cambio, el libro de Ester nos sitúa ante otro tipo de persecución. Hamán persuade al rey Asuero para que decrete el exterminio de los judíos:

Hay un solo pueblo disperso y diseminado entre los pueblos por todas las provincias de tu reino, cuyas leyes son diferentes de las de todo pueblo. Y ellos no observan las leyes del rey. No conviene, pues, al monarca tolerarlos. Si parece bien al rey, díctese orden de destruirlos…[3]

Obsérvese que aquí no se considera la posibilidad de que los judíos cambien sus leyes de manera voluntaria u obligada, sino que se les condena directamente a morir.

Antes de continuar, haré una precisión quizá innecesaria. Las leyes, en el sentido en que se utiliza la palabra en el texto, se refieren a la Torá, la ley entregada por Dios a Moisés en el Sinaí. Es ella la que singulariza a Israel como pueblo. Por eso, los episodios relatados ejemplifican las dos amenazas entre las que ha discurrido a menudo la historia de los judíos: la asimilación y el exterminio. Una y otro los conducían a la desaparición.

Pese a todas las presiones, los judíos se mantuvieron como minoría diferenciada durante siglos. A menudo obligados a vivir en barrios específicos y a vestir ropas distintivas, sometidos al pago de impuestos especiales y envueltos en una hostilidad popular que puede estallar en sangrientos pogromos o desembocar en una expulsión decretada por las autoridades; para los cristianos son el pueblo deicida, aquel que rechazó el mensaje de Cristo y que lo condenó a muerte. En momentos de gran exaltación religiosa, como fueron los de la Primera Cruzada, o en épocas de grave crisis económica y social, como la iniciada a mediados del siglo XIV, en toda Europa surgen predicadores que incitan a la multitud contra los judíos, a quienes responsabilizan de haber atraído la ira de Dios y achacan horribles crímenes. Se difunden los llamados libelos de sangre, en que se les acusa de remedar el sacrificio de Cristo dando muerte en la cruz a niños cristianos. Podríamos citar casos de Alemania, Francia, Suiza o Inglaterra, pero nos limitaremos a mencionar en nuestro país a Dominguito del Val y el Santo Niño de la Guardia. Aunque algunos judíos ocuparon puestos de confianza junto a príncipes que apreciaban su eficiencia como médicos o financieros, su posición fue siempre insegura, expuesta a intrigas cortesanas que podían influir sobre la voluntad del gobernante. La novela de Lion Feuchtwanger, El judío Süss, basada en la vida de un personaje real, evoca de manera sugerente la situación de estos judíos privilegiados que en un abrir y cerrar de ojos podían pasar de la opulencia a la horca. Quizá a alguno de ustedes le haya sorprendido esta referencia literaria, pues en 1940 Veit Harlan, por encargo de Goebbels, dirigió una película ferozmente antijudía con el mismo título. Para su tranquilidad les diré que esta tergiversa totalmente una novela cuyo autor, judío, había sido desposeído de la nacionalidad alemana.

Durante siglos impera en Europa, pues, una judeofobia de corte religioso y conservador, que sobrevive y en algunos casos incluso se agrava, después de que el liberalismo triunfante emancipara a los judíos y les hiciera salir del gueto. El hecho de que estos, convertidos en ciudadanos de pleno derecho, pudieran acceder a puestos y profesiones que hasta entonces les estaban vetados suscitó el rechazo de los elementos más apegados a los valores tradicionales, como puso de relieve en Francia el affaire Dreyfus. Recordemos, a finales de 1894 el capitán de origen judío Alfred Dreyfus fue acusado de pasar documentos secretos a los alemanes. En consecuencia, un consejo de guerra lo condenó a ser expulsado del ejército y deportado a la isla del Diablo. Pese a que en 1896 se descubrió que el culpable era el comandante Ferdinand Esterhazy, el Estado Mayor se negó a reconsiderar la sentencia. El caso originó una profunda división en Francia, donde los sectores progresistas se unieron en una campaña a favor de Dreyfus, en tanto que los conservadores se oponían a la revisión del proceso, aduciendo que por encima de todo había que mantener a salvo el honor y el prestigio del ejército. Para ellos, el oficial judío, al margen de sus actos, era alguien extraño al cuerpo de la nación y, por tanto, internamente un traidor.

Me he detenido en el affaire Dreyfus porque muestra un nuevo rasgo del antisemitismo, que se superpone, sin anularlo, al tradicional de corte religioso. En Alemania, el nacionalismo romántico había elaborado el concepto de Volksgeist, en castellano espíritu del pueblo, ya presente en las obras de Fichte y de Herder. Frente al universalismo cristiano y el cosmopolitismo de la Ilustración, se esgrimía la idea de que cada nación posee un carácter propio, que la diferencia de las demás y permanece inmutable a lo largo de la historia, de la cual él es en realidad el verdadero sujeto. No otra cosa significa la fórmula recogida en el punto segundo del programa de Falange Española (noviembre de 1934): España es una unidad de destino en lo universal. A lo largo del siglo XIX numerosos investigadores en todos los países europeos se entregarán a la tarea de descubrir lo específico de su nación, aquello que la singulariza. Creerán hallarlo en las tradiciones, costumbres, leyendas y canciones populares, en suma, en el folclore. Observemos que esta palabra, acuñada por el británico William Thoms, contiene el término inglés folk (pueblo) idéntico al alemán volk. Se despertará también el interés por el pasado prerromano y medieval, es decir, por las épocas en que había predominado un particularismo que se concibe como opuesto al imperialismo romano uniformizador y opresor. En tanto, el pueblo judío, disperso entre las naciones, será percibido como ajeno a estas e incluso peligroso, por cuanto su espíritu netamente diferenciado lo convierte en un tumor que amenaza la propia identidad.

El antisemitismo religioso y el nacionalista, por más que tengan distintos orígenes, no se excluyen, sino que en la mentalidad de las gentes se mezclan en proporciones variables. De hecho, en algunas naciones como Francia o España, el catolicismo se entenderá como elemento fundamental del Volksgeist. La complejidad religiosa de Alemania hace que allí, en cambio, no sea tan sencilla esa identificación entre nación y credo. Posiblemente esa sea una de las causas del renacimiento de las creencias paganas y del interés de muchos dirigentes nazis, entre ellos Himmler, por el esoterismo.

No se crea, empero, que el antisemitismo se manifiesta únicamente en los medios religiosos y conservadores. Anida también entre republicanos y anticlericales. Por tomar un ejemplo de nuestro país mencionaré la novela de Vicente Blasco Ibañez, Sónnica la cortesana, publicada en 1901. En ella, ambientada en la destrucción de Sagunto por Aníbal, hay un interesante diálogo entre Acteón y Sónnica, ambos griegos. Allí el héroe, en un contexto en que inequívocamente aparece como portavoz de las ideas del autor, contrapone el racionalismo y la luminosidad del pensamiento helénico a la mezquindad y superstición de Israel y califica a los judíos de hipócritas, rapaces y crueles, para terminar profetizando que si un pueblo como ese alcanzase a dominar el mundo pasarían siglos antes de que los hombres encontraran de nuevo el camino hacia la belleza y la vida[4]. Claramente, los rasgos atribuidos a Israel son los mismos con que en otras obras caracteriza a la iglesia Católica. En esta se habría cumplido la sombría profecía de Acteón. De manera un tanto paradójica, si muchos católicos veían a los judíos como el pueblo deicida, no faltaban furibundos anticlericales que veían en ellos la prefiguración de todos los males que achacaban a la Iglesia.

Si bien la hostilidad popular hacia los judíos se nutría de todos los elementos mencionados, a ellos la ideología nacionalsocialista suma otro que le confiere el carácter radical que caracteriza lo que a menudo se ha denominado antisemitismo moderno y sin el cual difícilmente se hubiera llegado a la aberración de la Shoá. Me refiero, claro está, a las teorías raciales desarrolladas por el francés Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) y el británico nacionalizado alemán Houston Chamberlain en Los fundamentos del siglo XIX (1899), y que sirvieron de inspiración a Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogos del nazismo. Hemos de tener en cuenta que, aunque ahora el racismo nos parezca tan solo una expresión de prejuicios e ideas primitivas, lo que no significa de ninguna manera que haya muerto, en su momento se presentó y fue aceptado como una concepción científica respetable, fundamentada en datos objetivos proporcionados por la antropología, la etnología y la historia. Pocos europeos de la segunda mitad del siglo XIX o inicios del XX dudaban de que su dominio colonial se justificaba por la, para ellos evidente, inferioridad intelectual y moral de asiáticos y africanos. La especie humana se concebía como dividida desde su origen en diferentes razas, cada una de las cuales está dotada de una potencialidad diferente, correspondiendo entre ellas el lugar más alto a unos pretendidos arios o nórdicos que han conservado la pureza de su sangre debido a que, al contrario de los mediterráneos, no se han mezclado con los grupos inferiores.

En Alemania arraigaron con especial fuerza las ideas racistas, ya presentes en los movimientos völkisch. Estos, surgidos en el siglo XIX, defendían un nacionalismo populista y radical de cariz fuertemente antisemita y se hallaban en pleno auge en las primeras décadas del XX. Para entonces los judíos formaban en Alemania una minoría en gran parte asimilada, muchos de cuyos miembros habían abandonado las prácticas religiosas o incluso se habían convertido al catolicismo o al luteranismo y se dedicaban a toda clase de profesiones, en muchas de las cuales, como política, periodismo, medicina o enseñanza universitaria, algunos habían alcanzado notable éxito. Contra ellos se volcó la propaganda del naciente Partido Nacionalsocialista, que encontró un auditorio extremadamente receptivo en los medios völkisch. Los judíos eran culpados de la derrota en la I Guerra Mundial, que, se repetía una y otra vez, no se había producido en el campo de batalla, sino a consecuencia de una traición: la revolución obrera de noviembre de 1918, en la que habían desempeñado un papel fundamental dirigentes socialistas judíos como Kurt Eisner o Rosa Luxemburgo, ambos asesinados en los primeros meses de 1919. Otros judíos llegaron a alcanzar los más altos puestos políticos, como el rico industrial Walther Rathenau, ministro de Reconstrucción en 1921 y luego de Asuntos Exteriores hasta su asesinato en junio de 1922. La propaganda völkisch mostrará a los judíos como una raza inferior, incluso subhumana, cuya sola presencia es capaz de corromper, como si de un poderoso agente infeccioso se tratara, a los arios. En consecuencia, Alemania solo recuperaría su grandeza cuando alcanzara a librarse de ellos.

Der Stürmer, periódico fundado en 1923 por el militante nazi Julius Streicher, difundió la imagen del judío físicamente repugnante, avaricioso, mezquino y traicionero, sediento de sangre y de poder, y autor de los más horrendos crímenes contra los arios. Se le presentaba simultáneamente como la perversa mente que orquestaba la revolución comunista y como la no menos malvada que controlaba el capital financiero. Unidas ambas en el común afán de acabar con Alemania y destruir la raza aria, como un paso necesario en un vasto plan de dominio del mundo.

Esta feroz hostilidad hacia los judíos no era ningún secreto. Hitler la había expresado sin tapujos en Mein Kampf y, como acabo de señalar, llenaba las páginas de publicaciones que se vendían legalmente. El rearme de Alemania y la expansión hacia el este a costa de los eslavos, tampoco eran planes ocultos. No es mi propósito relatar el camino que llevó al poder al Partido Nacionalsocialista, sino simplemente señalar que tanto sus militantes, como quienes lo apoyaron con sus votos y quienes desde altas responsabilidades políticas favorecieron su ascenso, confiados en que podrían controlarlo y utilizarlo en su propio provecho, tenían sobrados elementos de juicio para saber con quién estaban tratando.

No obstante, habría de pasar un tiempo hasta que se adoptara la llamada “Solución final”, el exterminio del pueblo judío. A esta se llegó por fases una vez definido el objetivo: una Alemania Judenrein, es decir, libre de presencia judía. Una primera dificultad la presentaba la misma definición de judío. Las leyes de Nuremberg, aprobadas por unanimidad en septiembre de 1935 y que llevaban los inequívocos títulos de Ley de ciudadanía del Reich y Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes, establecieron que eran tales quienes contaban con tres abuelos judíos, en tanto que los que tenían dos o uno eran considerados mischlinge,  mestizos. Los judíos quedaban privados de la ciudadanía, reservada desde entonces a quienes tenían sangre aria. Hans Maier, que posteriormente abandonaría su nombre alemán para adoptar el de Jean Améry, señala que él no se sentía vinculado ni cultural ni religiosamente con el judaísmo, pero que cuando en un café vienés leyó las leyes de Nuremberg, comprendió que le concernían a pesar de que, al igual que sus padres, estaba bautizado, asistía a misa, su madre invocaba a la Virgen ante las contrariedades cotidianas y en su casa se celebraba la Navidad en lugar de Janucá:

La sociedad que se identificaba con el estado alemán nacionalsocialista, que el mundo reconocía como representante legítimo del pueblo alemán, me había hecho judío en toda forma y sin ambages.[5]

Desde aquel momento supo que era “un muerto en vacaciones.”[6] Pocos años más tarde, al ser deportado a Auschwitz Monowitz, donde coincidió con Primo Levi, aunque ambos no llegaron a conocerse, las vacaciones parecieron a punto de terminar. Nada más presente en el Lager que la muerte:

La gente casi no se preocupaba de si había que morir, sino de cómo sucedería. Se conversaba sobre cuánto duraría la agonía hasta que el gas hiciera su efecto. Se especulaba sobre la naturaleza dolorosa de la muerte inducida mediante inyecciones de ácido fénico. ¿Era preferible acabar con un golpe sobre el cráneo o tras una lenta extinción por agotamiento en la enfermería?[7]

El miembro no judío de la Resistencia francesa, Robert Antelme, se expresaría en términos no muy diferentes al rememorar su estancia en el Lager de Gandersheim:

… estamos todos aquí para morir. Este es el objetivo que los SS han escogido para nosotros. No nos han fusilado ni colgado, pero cada uno, privado racionalmente de comida, debe convertirse en el muerto previsto, dentro de un tiempo variable.[8]

Anteriormente he afirmado que esta concepción racial con fundamentos que se pretenden científicos arranca de Gobineau y es característica de la judeofobia moderna. Debo añadir, sin embargo, que, como todo en esta vida, tiene precedentes. Estos se hallan desgraciadamente en nuestro país. Los judíos que en 1492, a fin de permanecer en su tierra, eligieron bautizarse se convirtieron en una minoría sospechosa, a quienes los autodenominados cristianos viejos dieron el despectivo nombre de marranos. Pronto, pese a la oposición papal, para acceder a puestos públicos, a colegios mayores o entrar en determinados gremios, se exigieron pruebas de limpieza de sangre, en las que los aspirantes tenían que demostrar que sus cuatro abuelos habían sido cristianos. El concepto de judeidad desborda, pues, lo religioso y apenas difiere del que siglos más tarde se aprobaría en Nuremberg.

Los diarios de Victor Klemperer, que abarcan los años 1933 a 1945 ofrecen un testimonio de cómo día a día la vida de los judíos se hace más opresiva, según se van aprobando nuevas leyes discriminatorias. A diferencia de otros testigos de la Shoá, que escriben una vez liberados, él, como Ana Frank, lo hace al momento, sin saber lo que le reserva el porvenir, reflejando la angustia y el dolor de cada instante. A la llegada de Hitler al poder, Klemperer era un respetado profesor de Filología en la universidad de Dresde. Pronto, sin embargo, le prohíben examinar a alumnos arios. Luego le privan de su cátedra. Los conocidos comienzan a esquivarlo en la calle. Debe abandonar su vivienda recién construida y trasladarse a una Judenhaus, casa de judíos, en la que él y su esposa tienen que compartir el piso con otras familias. Pero la suya no es expropiada, sino que le obligan a alquilarla a un ario por una cantidad simbólica. Como continúa siendo el propietario permanece, por tanto, sujeto al pago de la hipoteca. En cualquier momento la Gestapo entra en la Judenhaus y efectúa registros. Las mascotas son sacrificadas. Incluso las flores están prohibidas. Vendrá también la obligación de portar la estrella amarilla, la limitación en las horas de compra, la prohibición de viajar en transporte público e incluso la de circular por las aceras o pasear por los parques. Pese a las presiones, su esposa, la pianista aria Eva Schlemmer, a la que agentes de la Gestapo llegan a escupir y golpear, permanece junto a él, así como unos pocos, muy pocos, amigos, entre ellos Annemarie Köhler, la mujer que, con riesgo de su vida, esconde en su propio domicilio los diarios, a medida que Eva se los hace llegar.

Estas medidas, cuyo objetivo era establecer una nítida separación entre la comunidad nacional alemana, integrada exclusivamente por arios, y lo que se consideraba una especie de tumor maligno que la corroía y al que había, por tanto, que extirpar, fueron acompañadas de diferentes actos de violencia entre los cuales el más destacado es la Kristallnacht, la Noche de los cristales rotos, el 9 de noviembre de 1938. En una acción, pretendidamente espontánea, aunque en realidad cuidadosamente preparada por los jerarcas nazis, miembros de las SA y afiliados y simpatizantes del NASDP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) asaltaron las sinagogas, comercios y domicilios judíos. El balance, aparte de unos daños al patrimonio económico y cultural difícilmente cuantificables, fueron al menos noventa y dos asesinatos. Según el recientemente fallecido Zygmunt Bauman, es el único episodio de la Shoá que se asemeja a los pogromos tradicionales[9]. El método, como por otra parte ya se había probado en la Europa medieval y en la Rusia zarista, se reveló insuficiente. A ese ritmo pasarían varias generaciones antes de que Alemania quedara Judenrein. Por otra parte, la población alemana, aunque en su conjunto no se opusiera a las medidas discriminatorias, no había respondido con el entusiasmo deseado. Era preciso, pues, adoptar otros caminos.

Durante algún tiempo se barajaron alternativas tales como la deportación de todos los judíos del Reich a Madagascar, que pronto, si es que alguna vez se habían llegado a considerar seriamente, fueron desechadas por irrealizables, y sustituidas por otras a las que forzosamente, por más que el término resulte repugnante aplicado a semejante monstruosidad, debemos calificar como más racionales. La invasión de Polonia en septiembre de 1939 y la ofensiva sobre la Unión Soviética en el verano de 1941 pusieron bajo control del Reich enormes territorios poblados, para la ideología nazi, por razas inferiores: eslavos y judíos. El este se concebía como parte integrante del Lebensraum alemán. Es este un término acuñado por el geógrafo Friedrich Ratzel, que se traduce al castellano como espacio vital. La ocupación de este espacio se concebía como esencial para el futuro del Reich. En él la raza de los señores explotaría sin piedad a una población eslava reducida a la ignorancia y a la esclavitud. Los judíos, muy numerosos, fueron recluidos en guetos aislados por muros y sometidos a una terrible situación de hacinamiento y escasez. En octubre de 1941 comenzó la deportación de los judíos del Reich a los guetos polacos, lo que aún agravó más las condiciones de vida. El hambre y las enfermedades dispararon rápidamente la mortalidad.

El este fue asimismo el terreno de actuación de los Einsatzgruppen, unos equipos de ejecución que avanzaban tras la Wehrmacht, y cuya misión consistía en exterminar a los judíos, a los comisarios políticos y a otros elementos considerados comunistas. Los testimonios recogidos por Ilyá Ehrenburg y Vasili Grossman, agrupados en El libro negro, ofrecen una visión sobrecogedora de los crímenes cometidos en las repúblicas soviéticas por las fuerzas de ocupación. Es una obra cuya elaboración fue alentada desde los medios oficiales y que en lo sustancial estaba concluida en 1946, pero que, sin embargo, no obtuvo el permiso de publicación, aunque sí pudo circular en ámbitos restringidos. Tanto Ehrenburg como Grossman habían acompañado como corresponsales de guerra al Ejército Rojo, lo que les había proporcionado un  conocimiento directo de crueldad nazi. Me referiré brevemente a Grossman para dar cuenta de su tragedia personal. Tras cubrir la batalla de Stalingrado, estuvo presente en la ofensiva sobre Ucrania. Allí, en su ciudad natal, Berdichev, descubrió que los Einsatzgruppen habían asesinado a los treinta mil judíos de la localidad, aproximadamente la mitad de la población[10]. Entre las víctimas se encontraba su propia madre.  Luego fue el primer periodista en entrar en Majdanek y Treblinka, y asistió a la rendición de Berlín. El método de trabajo de los Einsantzgruppen era similar en todos los lugares. Las SS y la Gestapo agrupaban a todos los judíos de la población y durante un tiempo los más vigorosos eran llevados al campo, donde se les obligaba a cavar zanjas. Cuando estas quedaban concluidas se conducía a todos hasta ellas, hombres, mujeres y niños, y, tras despojarlos de sus ropas se les hacía situarse en hilera ante el borde donde se les ametrallaba. Las filas de asesinados iban cayendo unas sobre otras. Los que habían resultado simplemente heridos quedaban sepultados bajo montones de cadáveres. Luego, aquella fosa se cubría con una delgada capa de tierra. En una fase posterior en las grandes ciudades los judíos fueron recluidos durante algún tiempo en guetos, que posteriormente eran vaciados. Allí se utilizaron cámaras de gas ambulantes instaladas en camiones, un método que ya se había aplicado en el Lager de Chelmno.

Los Einsatzgruppen actuaron también en otros lugares del este. Elie Wiesel, nacido en una piadosa familia judía de Sighet[11], entonces territorio húngaro y hoy rumano, recuerda la incredulidad con que eran acogidas las noticias de las atrocidades nazis. Hungría era un país aliado de Alemania y gobernado de manera dictatorial por el ultraconservador almirante Horthy. Era este un antisemita al viejo estilo. Los judíos estaban discriminados, pero hasta 1944 no pesó sobre ellos la amenaza de exterminio. Con todo, presionado por los alemanes, Horthy ordenó a fines de 1941 la deportación de los judíos extranjeros. Estos, entre ellos Moshé-Shames, fueron encerrados por los gendarmes húngaros en vagones de ganado y enviados hacia la frontera. Pasó el tiempo y los judíos de Sighet continuaron su vida habitual. Pensaban que los extranjeros habían sido enviados a trabajar en algún lugar de Polonia y pronto los olvidaron. Pero un día Moshé-Shames reapareció en la ciudad. Contó que tras cruzar la frontera habían sido entregados a la Gestapo y esta les había obligado a abrir grandes fosas en un claro del bosque. Luego, los dirigieron al borde y les dispararon. Los bebés, arrancados de los brazos de sus madres, eran lanzados al aire y ametrallados mientras caían. Él, herido, había sido dado por muerto y al anochecer pudo escapar del montón de cadáveres. Quienes oyeron su historia pensaron que había perdido el juicio y se compadecieron de él. Nadie le creyó[12]. En mayo de 1944 todos los judíos de Sighet fueron deportados a Auschwitz. La madre y la hermana pequeña de Elie Wiesel acabaron inmediatamente en las cámaras de gas. El padre moriría a causa del hambre y de la extenuación.

Finalmente, los jerarcas nazis llegaron a la conclusión de que el llamado problema judío solo podía solucionarse mediante la aplicación sistemática de métodos científicos de exterminio. Como indica Zygmunt Bauman, se optó, como más racional y económica, por la Solución Final[13]. Auschwitz, Sobibor, Treblinka, Majdanek, Chelmno o Belzec, entre otros, se convirtieron en fábricas de cadáveres. Fue para ello preciso construir cámaras de gas y hornos crematorios, asegurar un adecuado suministro de Zyklon B, hacer llegar hasta allí a los deportados, lo que exigía una cuidadosa regulación de los transportes ferroviarios: en definitiva, se realizó una siniestra hazaña de eficiencia y de organización.

Los prisioneros llegaban a ellos tras un largo y penoso viaje en vagones cerrados de ganado. Hacinados, sin ventilación, sin más comida que la poca que hubieran podido guardar, sin apenas agua, en el mejor de los casos obligados a hacer sus necesidades en un cubo; no todos sobrevivían al camino. De hecho, las autoridades alemanas tenían cálculos que les indicaban el porcentaje de muertos que cabía esperar en el transporte. Una vez llegados al Lager, aturdidos y desorientados, debían pasar una primera selección. Separados hombres y mujeres, desfilaban ante un médico de las SS que tras una somera ojeada indicaba a unos que se dirigieran a la izquierda y a otros a la derecha. Los prisioneros aún no lo sabían, pero como en un atroz remedo del Juicio Final, unos habían sido señalados para la muerte inmediata en la cámara de gas y otros para arrastrar una vida miserable como esclavos subalimentados. En la pintura de Miguel Ángel unos son enviados a la condenación eterna y otros a la gloria. En esta trágica caricatura, en que el hombre usurpa el lugar de Dios, no hay salvación.

Una escudilla de sopa y un pan es todo lo que reciben unos prisioneros obligados a realizar trabajos agotadores expuestos al frío, la lluvia, la nieve o el sol. Cualquier muestra de flaqueza es castigada de inmediato con golpes. A veces estos llegan sin motivo, por simple capricho de un kapo o de un SS. A ello se suman las largas horas en pie para los recuentos. Y de vez en cuando nuevas selecciones en las que los ya demasiado débiles son enviados a las cámaras de gas. Es un sistema perverso que degrada a los seres humanos y que a menudo quiebra su espíritu, aunque el cuerpo aún mantenga una apariencia de vida. Los llamados musulmanes en la jerga de los Lager son seres que tienen la mirada ausente, que, perdida la capacidad de comunicación, no responden a los estímulos exteriores. La muerte física les llegará en la próxima selección si es que no han sucumbido antes al agotamiento o a los golpes, pero su alma se diría que ha sido aniquilada con antelación. Así los describe Jean Améry:

El llamado “musulmán”, como designaba la jerga del campo al prisionero que se abandonaba y era abandonado por sus camaradas, no poseía ningún resquicio de conciencia donde bien y mal, nobleza y vulgaridad, espiritualidad y no espiritualidad se pudieran confrontar. Era un cadáver vacilante, un haz de funciones físicas en su agonía[14].

Pocos internos escaparán a ese destino. Primo Levi comienza su obra Si esto es un hombre con esta declaración:

Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, después de que el gobierno hubiera decidido, a causa de la escasez creciente de mano de obra, prolongar la vida media de los prisioneros que iba a eliminar[15].

A pesar de ello, estima que la vida media de un deportado que no se las ingeniara para obtener alguna ración extra de comida o evitar el trabajo más pesado, no superaba los tres meses[16].

Aún más estremecedora que la suerte del musulmán es la de los prisioneros asignados a los Sonderkommandos. Son ellos los encargados de retirar los cadáveres de las cámaras de gas, arrancar los dientes de oro de las bocas, revisar el ano y la vagina por si en ellos se hubiera escondido alguna joya, y finalmente introducirlos en el horno crematorio. Es el horror más allá de lo que hubiéramos creído imaginable. En palabras de Primo Levi constituye, “el delito más demoníaco del nacionalsocialismo.”[17] A estos desdichados, rigurosamente separados de los demás, se les alimentaba y alojaba mejor que a los deportados destinados a otros trabajos. Su vida, sin embargo, duraba muy poco. Pronto eran asesinados y reemplazados.

Cuando nos enfrentamos con los relatos de la Shoá siempre hemos de tener en cuenta que se trata de testimonios de supervivientes, de personas que no llegaron a recorrer el camino hasta lo más profundo del infierno. Escuchemos de nuevo a Primo Levi:

Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los ‘musulmanes’, los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.[18]

Esta conciencia de que ellos, los supervivientes, no habían vuelto del horror por un merecimiento propio, sino en el mejor de los casos por azar está presente no solo en Levi, sino también en Viktor Frankl: “Los mejores de entre nosotros no regresaron nunca.”[19] Los relatos sirven no solo para narrar lo vivido por su autor, sino también y de manera consciente, para dar voz a los que han sido privados de ella, a aquellos cuya memoria de otro modo, se desvanecería al igual que el humo a que sus cuerpos fueron reducidos.

Hasta ahora hemos abordado los distintos elementos que confluyen en el antisemitismo y la manera en que este toma un nuevo carácter en los albores del siglo XX, luego nos hemos asomado al horror de los Lager. Ha llegado, pues el momento de que abordemos el problema de la responsabilidad.

Una empresa de la magnitud de la Shoá implicó forzosamente a gran parte de la sociedad alemana y a muchos colaboracionistas entusiastas de los países ocupados. No fue obra de unos asesinos que actuaran en secreto. Hitler no ocultó en ningún momento su aspiración a un Reich Judenrein. Al contrario, la proclamó una y otra vez. Goebbels y Streicher sabían muy bien lo que decían y publicaban. No intentaron engañar a sus oyentes y lectores. Todos conocieron las leyes de Nuremberg, todos vieron a los judíos humillados y despreciados, todos supieron que ninguno regresaba tras la deportación. Muchos se aprovecharon de las viviendas que quedaron vacías y de los objetos de valor abandonados.

En su mayoría, los asesinos no eran psicópatas o sádicos embrutecidos. No es que estos faltaran, pero siempre fueron pocos. Casi todos eran buenos ciudadanos, gente corriente que, tras cumplir con su trabajo, podía abrazar a su esposa y ayudar a sus hijos en las tareas escolares. Jean Améry lo expresa con gran plasticidad:

Pero entonces nos quedamos estupefactos al darnos cuenta de que tales tipos no solo llevan abrigos de cuero y pistolas, sino que también muestran rostros; y no son ‘rostros de Gestapo’ con narices de boxeador, mandíbulas prognatas, marcas de viruela y cicatrices de cuchilladas, como puedan aparecer en los libros. Al contrario: rostros comunes. Rostros del montón. Y el conocimiento espantoso de una fase posterior, que de nuevo destruye toda representación abstracta, nos pone de manifiesto cómo los rostros del montón se transforman finalmente en rostros de Gestapo y como el mal se sobrepone y supera la banalidad.[20]

Si para Levinas el prójimo es un ser con rostro, cuya sola presencia nos hace responsables ante él y de él, Améry nos recuerda que el verdugo también tiene rostro. A él no lo torturó el totalitarismo, quién lo colgó con los brazos a la espalda hasta dislocarle los hombros no fue una abstracción, sino el teniente Praust. Pero este no era alguien aislado. Podía actuar así porque sentía que esa era la voluntad no ya de sus superiores, sino del pueblo alemán:

El grupo de los muchos no se nutría de hombres de las SS, sino de obreros, archiveros, técnicos, mecanógrafas −y solo una minoría entre ellos llevaba la insignia del partido. Tomados en su conjunto eran para mí el pueblo alemán. Sabían muy bien lo que pasaba en torno a nosotros y lo que nos hacían, pues al igual que nosotros sentían el olor a chamusquina procedente del campo de exterminio cercano, y algunos exhibían ropas que la víspera aún habían llevado, antes de ser despojadas, las víctimas recién llegadas sobre la rampa de selección […] Estimaban que todo estaba en orden y no me cabe la menor duda de que habrían votado por Hitler y sus cómplices si, a la sazón, en 1943, se hubieran convocado elecciones. Obreros, pequeños burgueses, académicos, bávaros, habitantes del Saar, sajones: se volvían indiscernibles. La víctima se veía empujada, lo deseara o no, a creer que Hitler encarnaba realmente al pueblo alemán.[21]

Voy a citar el testimonio de un miembro no judío de la Resistencia francesa: el español Jorge Semprún. Internado en Buchenwald, cuenta en El largo camino que, tras la liberación del Lager, salió al exterior junto a otros compañeros. Una casa edificada en la ladera de una colina llamó su atención y se dirigió hacia ella. Impulsado por un arrebato llamó a la puerta. Una mujer madura le abrió aterrorizada. Él, armado con una metralleta, escuálido y vestido aún con la ropa de deportado, intentó tranquilizarla. “Solo quiero ver el piso de arriba. No le haré daño”. Subió las escaleras y se encontró en una sala de estar, desde cuya ventana se divisaba el Lager, sobre cuyos barracones destacaba la chimenea del crematorio. “Al atardecer −preguntó−, ¿estaban ustedes aquí?”. “Sí, siempre estábamos en esta habitación”. “Al atardecer ¿veían las llamas del crematorio?”[22] Ya no es en realidad una pregunta, es la constatación de que una familia se reunía allí para cenar, para conversar y hacer proyectos, indiferente al horrible tormento al que ante su vista, se sometía a otros seres humanos.

Incluso en los meses finales de la guerra, cuando los ejércitos alemanes retrocedían en todos los frentes, continuó la labor de exterminio. Todavía eran muchos los que creían en una imposible victoria y mantenían una fe ciega en Hitler. Victor Klemperer, que, aunque en penosas condiciones, todavía vivía en Dresde debido a que Eva, su esposa, era, como ya se indicó, aria, recibió, en la tarde del martes 13 de febrero de 1945, al igual que los restantes judíos que aún residían en la ciudad, todos ellos de familias mixtas, la orden de presentarse el viernes en la estación para un largo viaje. Ninguno ignoraba lo que eso significaba. Sin embargo, por un extraño azar, esa misma noche se inició el bombardeo que a lo largo de tres días reduciría Dresde a escombros y causaría un número de muertos cercano a los treinta mil. Gracias al caos subsiguiente Victor, pudo arrancarse la estrella amarilla y huir junto con Eva. Al cabo de unos días de vagar por distintos pueblos fueron acogidos por un viejo amigo en la rebotica de su farmacia. Scherner, tal era su nombre, se jugaba la vida, ya que, aunque a nadie le extrañaba la presencia de refugiados, si alguien reconocía a Klemperer como judío, ambos serían inmediatamente asesinados. Trabajaba allí como auxiliar una joven que en una ocasión se lamentó de que los alemanes la trataban como inferior por el hecho de que su abuela era lituana. Victor se atrevió entonces a mencionar la situación de los judíos. Ella respondió sin inmutarse: “En cuanto a los judíos puede que tengan razón, sin duda es algo diferente.” Victor le preguntó si conocía a alguno, a lo que ella contestó: “No, no, siempre los he evitado, me resultan siniestros.”[23]

Esto me recuerda un viejo chiste judío. Durante una entrevista un político afirma: Cuando alcancemos el poder, terminaremos con los judíos y los ciclistas. ¿Y con los ciclistas por qué?, pregunta el periodista.

Ya a mediados de abril, dos semanas antes del suicidio de Hitler, Victor y Eva coincidieron en una carretera de Baviera con un hombre que amablemente les ayudó a transportar la maleta. Durante el camino, habló con entusiasmo de la ofensiva que inmediatamente lanzaría la Wehrmacht contra los aliados occidentales y los rusos. Hitler, afirmaba, los había dejado penetrar en territorio alemán para encerrarlos en una trampa que los aniquilaría.[24]

Los generales de la Wehrmacht no podían ignorar la acción de los Einsatzgruppen. Incluso si las atrocidades hubieran sido cometidas exclusivamente por las SS y la Gestapo, algo que no es cierto; ellos las toleraron. Ninguno dimitió en protesta por el trato dado a los judíos. Los altos mandos militares que participaron en la conspiración contra Hitler de julio de 1944, no lo hicieron para proteger a judíos o gitanos, sino para salvar a Alemania de la catástrofe a que le conducía una prolongación insensata de la guerra.

Fueron muchas las empresas alemanas que se beneficiaron de la explotación inhumana de la mano de obra esclava constituida por judíos, por miembros de la resistencia, prisioneros de guerra y trabajadores desplazados de manera forzosa desde países ocupados. Se trata de un hecho sobradamente conocido por el gran público gracias al éxito de la película La lista de Schindler. Los acontecimientos narrados en ella son reales y Oskar Schindler ha sido reconocido como Justo entre las naciones, pero el suyo es un caso singular. La inmensa mayoría de los empresarios se limitaron a beneficiarse de una mano de obra tan gratuita como desechable. El gran conglomerado de industrias químicas IG-Farben, formado por la fusión de Agfa, Hoechst, Bayer, BASF y otras empresas, producía el Zyklon B utilizado en las cámaras de gas. Poseía además en Auschwitz Monowitz una fábrica de caucho sintético en la que trabajaban fundamentalmente judíos que habían pasado la primera selección, lo que les había evitado la muerte inmediata en Auschwitz Birkenau. Pero junto a ellos había también técnicos alemanes libres, que, con alguna excepción, no se comportaban menos brutalmente que los SS. Tras la derrota, trece de sus directivos fueron condenados a penas de entre uno y ocho años de prisión. La sociedad Topf construyó los enormes crematorios de los Lager. Sin duda un contrato lucrativo. Hugo Boss, que fabricó los uniformes de las SS, también dispuso del trabajo forzado de mujeres judías. Luego los tribunales de la República Federal Alemana lo castigarían con una multa de ochenta mil marcos.  

Se podría concluir que la Shoá, a la que habría que sumar el exterminio de los gitanos, fue responsabilidad colectiva del pueblo alemán. No faltaron desde luego alemanes que pagaron con la vida su oposición al nazismo. Al tratar de Victor Klemperer, he señalado que algunos amigos arios, como Annemarie Köhler o Hans Scherner, le fueron fieles hasta el final. Pero la inmensa mayoría, aunque no participara directamente en la carnicería no se opuso a ella. Quizá no conocían en detalle la brutalidad de las matanzas en el este, pero sí compartían la aspiración a un Reich Judenrein. En cuanto a los procedimientos para satisfacerla, es posible que prefirieran no preguntarse mucho por ellos. Hitler era para la inmensa mayoría un ser providencial en el que realmente el Volskgeist alemán se había hecho carne para habitar entre su pueblo. Una oscura conexión mística legitimaba su poder y convertía su voluntad en la primera fuente del Derecho.

Pero no fueron solo los alemanes. En casi todos los países ocupados, incluso en aquellos del este habitados por gentes que en la escala racial nazi apenas estaban unos pocos puntos por encima de los judíos, hubo colaboradores. Tampoco faltaron en Francia, donde escritores destacados como Louis-Ferdinand Céline o Robert Brasillach escribieron repugnantes panfletos antisemitas, y funcionarios como Maurice Papon participaron en la deportación de judíos a los campos de exterminio.

Zygmunt Bauman llama la atención sobre el hecho de que la Shoá se ideó y realizó en nuestra avanzada y civilizada sociedad moderna, en un momento culminante de nuestra cultura. Por tanto, “es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura”[25]. Pudo no haber sido “una aberración o la antítesis de la civilización moderna, sino un rostro distinto de ella”[26]. No debemos olvidar que fue un logro tecnológico de la sociedad industrial y de la organización burocrática. Etiquetarla, entonces, como un fenómeno específicamente alemán sería una trampa para exonerar a los demás y posibilitar que se presenten limpios de culpa.

Hay otra trampa. Tras la guerra no faltaron voces en la propia Alemania que reconocían la culpabilidad colectiva del pueblo alemán. Recurramos una vez más al testimonio de Jean Améry:

Se hablaba mucho de la culpa colectiva de los alemanes. Mentiría descaradamente si en este punto no reconociera sin ambages que yo también asumía esta acusación. Me parecía haber sufrido los crímenes como injusticia colectiva: el funcionario con camisa parda y esvástica sobre el brazalete no me inspiraba menos temor que el simple soldado raso. Además no conseguía olvidar a aquellos alemanes que contemplaban sobre un pequeño andén cómo se descargaban y apilaban los cadáveres transportados en el vagón de ganado de nuestro tren de deportación, sin que jamás asomara sobre alguno de esos rostros petrificados una sola expresión de horror.[27]

Pero como el mismo Améry señala más adelante, la culpa colectiva debe entenderse como una suma de culpas individuales. Solo en ese sentido la culpa de cada alemán individual, responsable de lo que hizo y de lo que omitió, se transforma en “culpa global de todo un pueblo”[28]. En cualquier otro sentido, la idea da culpabilidad colectiva es una trampa que permite escamotear las responsabilidades individuales. Así lo expresa Primo Levi en un debate de 1961:

La misma expresión ‘culpa colectiva’ adolece de una contradicción interna y es de cuño nacionalsocialista. Cada hombre es responsable singularmente de sus obras: son plenamente culpables los alemanes (y los no alemanes) que pusieron mano en las matanzas; son culpables parcialmente sus cómplices, entre los que no sería justo olvidar a los ilustres firmantes del Manifiesto de la Raza italiana: culpables en menor medida, pero siempre despreciables, los muchos que consintieron a sabiendas y los muchísimos que evitaron saber por hipocresía o poquedad de ánimo.[29]

Desde la Ilustración, en los medios liberales de Occidente había imperado la convicción de que el devenir histórico conduce a progresivas cotas de bienestar y de libertad. La Shoá asesta un golpe demoledor a esta visión optimista. Ahora sabemos que los avances científicos, el progreso técnico y el desarrollo organizativo pueden llevar directamente al infierno. Pero también sabemos que nuestro destino está en nuestras manos, que el camino a seguir no está predeterminado. Nuestra responsabilidad es conservar la memoria del horror, no permitir que se desvanezca el recuerdo de las víctimas, pues si algún día esto llegara a ocurrir, ellas morirían por segunda vez y se abriría la posibilidad de que de nuevo se construyeran fábricas de cadáveres. No olvidemos jamás la famosa exhortación de Theodor W. Adorno: “La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en educación.”[30]

Quiero terminar con una petición. El próximo viernes, día 27 de enero, aniversario de la liberación de Auschwitz, conmemoramos el Día Internacional de Recuerdo del Holocausto. Les ruego que enciendan una vela en memoria de las víctimas y que, cuando sus hijos o sus nietos les pregunten por qué lo hacen, les cuenten, considerando su edad, lo ocurrido.





[1] AGAMBEN, Giorgio (2009) Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia, Pre-Textos p. 28-31
[2] 1 Mac 1, 41-43
[3] Est 3, 8-9
[4] BLASCO IBAÑEZ, Vicente (1959) Obras completas, Madrid, Aguilar, vol 1, p. 731
[5] AMÉRY, Jean (2004) Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Valencia, Pre-Textos p. 171
[6] Ibid. p. 171
[7] Ibid. p. 76
[8] ANTELME, Robert (2001) La especie humana, Madrid, Arena Libros p. 43
[9] BAUMAN, Zygmunt (2008) Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur p. 114
[10] GROSSMAN, Vasili y EHRENBURG, Ilyá (2012) El libro negro, Galaxia Gutenberg Círculo de lectores p. 82-98
[11] Hoy Sighetu-Marmatiei
[12] WIESEL, Elie (2013) La noche. Trilogía de la noche, Barcelona, El Aleph p. 15
[13] BAUMAN, Zygmunt op. cit. p.38
[14] AMÉRY, Jean op. cit. p.63
[15] LEVI, Primo (2005) Si esto es un hombre. Trilogía de Auschwitz, Barcelona. El Aleph p. 27
[16] Ibid, p. 120
[17] LEVI, Primo (2005) Los hundidos y los salvados. Trilogía de Auschwitz, Barcelona. El Aleph p. 502
[18] Ibid, p. 542
[19] FRANKL, Viktor (2004) El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, p. 30
[20] AMÉRY, Jean op. cit. p. 87
[21] Ibid. p. 156-157
[22] SEMPRÚN, Jorge (1998) El largo viaje. Barcelona, Planeta p. 157-160
[23] KLEMPERER, Victor (2001) LTI. La lengua del Tercer Reich, Apuntes de un filólogo, Barcelona, Minúscula p. 261
[24] Ibid. p. 162
[25] BAUMAN, Zygmunt op. cit. p. 14
[26] Ibidem, p. 28
[27] AMÉRY, Jean op. cit. p. 143
[28] Ibid. p. 154
[29] LEVI, Primo (2009) Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha Decay p. 156
[30] ADORNO, Theodor W. (1966) La educación después de Auschwitz, https://docs.google.com/viewer?a=v&pid=sites&srcid=ZGVmYXVsdGRvbWFpbnxwcm9ibGVtYXNkZWxhY2l2aWxpemFjaW9ufGd4Ojc5ODgyYzdiY2EyYzczYzU Consultado el 22 de enero de 2017.

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