Concha Méndez: rebeldía y modernidad
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 3 de noviembre de 2016
Cuando mencionamos la Generación
del 27 acuden de inmediato a nuestra mente los nombres de Federico García
Lorca, Rafael Alberti y muchos otros poetas: Gerardo Diego, Dámaso Alonso,
Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Juan José Domenchina, Manuel Altolaguirre,
Jorge Guillén, Luis Cernuda, Pedro Salinas, etc. Me detendré aquí, pues no es
mi propósito elaborar una lista exhaustiva, sino simplemente poner de relieve
que todos los nombres evocados, digamos que todos los que aparecen en los
manuales de literatura, son masculinos. Aunque, a fuer de sinceros, hemos de
confesar que la ausencia de mujeres en los movimientos culturales vanguardistas
de los años treinta no tiene en principio nada de llamativa. Es muy probable
que la mayor parte de nuestros estudiantes terminen el Bachillerato o incluso
una carrera universitaria con la idea de que la ciencia, la historia, el arte o
la literatura son asuntos en esencia masculinos. Naturalmente habrá alguna
excepción: tres o cuatro reinas, dos o tres escritoras, alguna pintora, una
científica, entre una pléyade de hombres eminentes. La razón de este hecho es
clara. Aún en los tiempos de mi infancia, recuerdo haber oído comentar a
algunas madres que harían lo posible para que sus hijos varones fueran a la
universidad, pero que las niñas no necesitan tanto estudio. No hablo de una
época remota, sino de los años sesenta del siglo XX.
Tradicionalmente se ha pensado el
ámbito de la actividad humana dividido en dos esferas: la de la polis, es
decir, el espacio público del ágora; y la del oikos, el territorio privado del hogar. La primera era el escenario
de la actividad del varón, en tanto que la segunda quedaba reservada a la
mujer. Quiero ilustrar esta afirmación con una anécdota leída tiempo atrás en
los diarios de Azaña. Es algo que me hizo primero sonreír y más tarde
reflexionar.
Cuenta el entonces presidente de
la República que en los días finales de noviembre del 36, cuando Madrid se
enfrentaba al asalto del ejército sublevado y el gobierno se había trasladado a
Valencia, el general Miaja, presidente de la Junta de Defensa, recibió a unos
dirigentes sindicales que le plantearon unas peticiones que le parecían
inaceptables en un momento de tanto peligro, por lo que las rechazó. Uno de sus
interlocutores se exaltó ante la negativa y perdió las formas levantando la
voz. Ante ello, el general se pone en pie, le mira fijamente y dice sin
alterarse:
–Sepa que no tolero a nadie que
me grite, excepto a mi mujer.
Los sindicalistas ríen ante la
salida y la crispación desaparece[1].
Recapacitemos: Miaja en aquel
momento representa, como Eteocles en Tebas, la autoridad suprema en la polis
atacada. Su poder, cual lo exigen la críticas circunstancias, es excepcional y,
por tanto, nadie puede discutirlo. En casa, sin embargo, las cosas son
distintas, pues es el dominio propio de la mujer. Allí su esposa puede hablar
al general en términos que a nadie más le están permitidos. Miaja sabe, al
igual que todos los presentes y los lectores, que sus palabras han mezclado
deliberadamente los espacios femenino y masculino, aunque no se les escapa que
este último es, en definitiva superior, ya que abarca y domina al primero. De
no ser así, de situarse ambos en igualdad, la broma carecería de gracia. Aquellos
aguerridos varones, dispuestos a sacrificar en nombre de la legalidad, la
libertad, la revolución o cualquier otro noble fin, la propia vida y, quizá con
más entusiasmo, las ajenas, son galantes caballeros que sonríen
condescendientes ante lo que, por utilizar una expresión manida, no han dejado
de considerar el sexo débil.
Viven, sin embargo, una época en
que una mar gruesa parece a punto de barrer siglos de encasillamientos y
prejuicios. Ahora podemos pensar que aquel embate de modernidad no fue capaz de
derribar inercias seculares, pero hemos de reconocer que aunque estas resistieron
quedaron tan dañadas que su hundimiento era solo cuestión de nuevas marejadas.
Desde las últimas décadas del
siglo XIX había tomado paulatinamente fuerza en Europa el movimiento de
emancipación femenina, cuya manifestación más conocida es el sufragismo. La
lucha por el voto de esas mujeres, a menudo encarceladas o golpeadas, pero
sobre todo calumniadas y ridiculizadas fue, no hay que dudarlo, larga y
difícil. La película británica de 2015 Suffragette
constituye una buena aproximación a las dificultades a que hubieron de
enfrentarse. Un hecho externo y trágico
marcó, sin embargo, un hito que afectó antes a las costumbres que a las leyes y
a la larga inició un proceso que acabaría por alterar radicalmente el papel de
las mujeres en la sociedad.
Me refiero, como quizá hayan
sospechado, a la I Guerra Mundial. Ciertamente, si pensamos en la cifra global
de bajas producidas por el conflicto, no podemos por menos que horrorizarnos. Pero
tras esta inevitable reacción, pido que su pensamiento se dirija primero hacia
el frente, para marchar luego hacia la retaguardia. Millones de hombres jóvenes
fueron movilizados y un gran número de ellos perdieron de forma absurda la
vida, a causa no tan solo de la ineptitud de los generales, sino del desprecio
que muchos de ellos, salidos de la alta burguesía o de la aristocracia, sentían
por unos soldados de origen campesino o proletario. Simple carne de cañón para
la que no cabía mejor destino que caer sacrificada en el altar de la patria. Si
han visto la película Paths of glory,
en España Senderos de gloria,
dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas, captarán
plásticamente a qué me refiero. Si no lo han hecho, anótenla, por favor, en su
lista de tareas pendientes. Estoy seguro de que no les defraudará.
Bien, decía que hay que mirar también
a la retaguardia. Obviamente, los campos y las fábricas tenían que seguir
produciendo, y la administración no podía detener su funcionamiento. Mientras cientos
de miles de hombres se pudrían en los campos de Verdún, del Somme o del Marne, su
lugar hubo de ser ocupado por las mujeres. Eso sin contar a las muchas que
sirvieron como enfermeras o en tareas auxiliares. La idea conservadora, que
encorsetaba a la mujer en el papel de ángel
del hogar, es decir, que la concebía como esposa y madre aureolada por virtudes
tales como el pudor, la honestidad, la abnegación, la religiosidad y la
disposición al sacrificio, comenzaba a tambalearse ante la fuerza no solo de
las reivindicaciones feministas, sino ante la imperiosa realidad de las
necesidades bélicas.
Se me dirá que el trabajo
femenino asalariado no era nada nuevo entre obreros y campesinos, cuyas hijas y
esposas siempre habían contribuido, miseria obliga, a complementar los parcos
ingresos familiares. Se presentan ahora, sin embargo, novedades de calado, ya
que la ausencia de hombres abre a las mujeres campos y puestos hasta entonces
reservados al varón, y también porque las nuevas trabajadoras proceden en
número creciente de la burguesía ilustrada.
Son estas últimas muchachas las
que ahora reclaman nuestra atención. Sus madres habían crecido en un mundo en
que se esperaba de ellas que a la edad apropiada contrajeran matrimonio con un
hombre de su misma condición social y le dieran hijos que pudieran perpetuar el
linaje y las riquezas familiares. No se consideraba necesario, antes bien,
contrario al recato, que recibieran una formación académica, ya que su campo de
actividad se centraría en el hogar; aunque sí se juzgaba de buen tono que
adquirieran cierto barniz cultural, que les permitiera actuar como encantadoras
anfitrionas al servicio de las carreras de sus maridos. En los años veinte,
frente a este arquetipo, que conservará empero su lugar hegemónico, se alza,
una vez terminada la guerra, un nuevo modelo de mujer, que suele denominarse
con el término inglés flapper. Son
muchachas jóvenes de clase acomodada que practican deportes, fuman, conducen
automóviles, beben alcohol y, a menudo, escandalizan con su conducta tachada de
promiscua a la sociedad biempensante. Scott Fitzgerald retrató magistralmente a
este nuevo tipo femenino en la Daisy de El
gran Gatsby. También, aunque en un tono que se me antoja menos frívolo,
podemos encontrarlo en la Brett de Fiesta,
la conocida novela de Hemingway. En una época en que el cine se convierte en
espectáculo de masas y se inicia el fenómeno del star-system, la actriz Clara Bow se convierte en el modelo a imitar
por estas chicas que ansían romper las cadenas que mantenían sometidas a sus
madres.
España, pese a su neutralidad
durante la Gran Guerra, no permanece ajena a este movimiento de frescura y
alegría juvenil deliberadamente transgresora. En una fecha que no podemos
determinar con exactitud, pero sí situar entre 1923 y 1925, Federico García
Lorca espera en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, sita en la calle
de Alcalá, la salida de su amigo Salvador Dalí. Este llega acompañado de dos
condiscípulas, Margarita Manso y Maruja Mallo, y, sin pensarlo dos veces,
deciden quitarse los cuatro el sombrero y pasear así, con la cabeza descubierta
por la vecina Puerta del Sol. Ahora nos cuesta imaginar que tan ingenua performance, causara un gran escándalo.
Y, sin embargo, así fue. No solo los insultaron llamándolos maricones y otras
lindezas, sino que algunos llegaron incluso a lanzarles piedras. Si he de ser
sincero, no creo que eso les afectara mucho, pues posiblemente era la reacción
que deseaban provocar. Ahora bien, ¿por qué el espectáculo de dos hombres y dos
mujeres con los cabellos expuestos al sol y al aire suscitó tan airada
respuesta?
En los tiempos actuales nos
cuesta percibirlo, pero echemos una mirada atrás y pensemos en las
representaciones pictóricas y fotográficas de nuestros antepasados. Si
prestamos una mínima atención observaremos que muy raramente aparecen en público
al aire libre sin algún tipo de tocado. Es más, este refleja el estatus social
de quien lo lleva. El sombrero, sea en hombres o en mujeres, denota la
pertenencia a sectores acomodados o, al menos, con ciertas pretensiones; en
cambio, la castiza parpusa o el pañuelo femenino, tan presentes en las
zarzuelas, son signo inequívoco de adscripción a las clases populares. Lo que puede
parecernos un capricho inocente o un simple rechazo a una determinada moda, no era
tal en aquellos años, sino un desafío
consciente a las convenciones sociales. Pocos años después, ante la progresión
del sinsombrerismo, se desató en la prensa una curiosa polémica en la que no
faltaron artículos que expresaban los graves riesgos a que exponían su salud
quienes prescindían de tan importante prenda, ni otros que denunciaban la ruina
que acechaba a una pujante industria de la que dependía el sustento de miles de
familias.
De aquel episodio arranca la
expresión “las Sinsombrero” con que se ha
venido a conocer a un grupo de mujeres nacidas grosso modo entre 1898 y 1911 y que destacaron en la literatura,
las artes plásticas y la filosofía. Baste citar a Concha Méndez, de quien me
ocuparé a continuación, a Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, Rosa
Chacel, María Teresa León, Maruja Mallo, Remedios Varo o María Zambrano, entre
otras. Me he referido anteriormente al ángel del hogar y a la flapper como arquetipos opuestos de
mujer. Bien, todas las ahora mencionadas se identifican, al menos en esta etapa
juvenil de su vida, con la segunda: comparten el interés por el cinema, como
entonces se decía, y el deporte, fuman, beben, alternan con hombres, les
encanta el jazz, bailan el charlestón;
pero, sobre todo, luchan por abrirse camino en ámbitos tradicionalmente
reservados al varón. Por edad, por inquietudes, por dedicación y por amistad
pertenecen a la Generación del 27. Sin embargo, la historia apenas ha reparado
en ellas y tan solo en los últimos años sus nombres han saltado de los restringidos
círculos académicos y han comenzado a llegar al gran público, gracias sobre
todo al proyecto Crossmedia Las Sinsombrero.
De entre ellas he elegido para
esta charla a Concha Méndez. Podría haberla dedicado a cualquiera de sus
compañeras, pues, aunque obviamente con distinta formación y actitud ante la
vida y con peripecias vitales que en algunos casos las conducirán por caminos
opuestos, todas hubieron de enfrentarse a las trabas que a su desarrollo
personal e intelectual oponía una sociedad que excluía a la mujer del espacio
público.
Paloma Ulacia, nieta de Concha
Méndez, un tanto harta de que durante el exilio en México, estudiosos y
periodistas visitasen a su abuela, para que les hablara de Buñuel, de Lorca, de
Altolaguirre o de Cernuda, pero nunca se interesaran por ella misma, decidió
grabar unas conversaciones en las que la anciana desgranaba sus recuerdos. No
se trata de una autobiografía, pues la memoria fluye a través del diálogo con
la nieta; quien luego se encargó de ordenar cronológicamente esas un tanto
desorganizadas remembranzas y suprimió digresiones y comentarios que no le
parecieron de interés para el público. El fruto de aquellas cintas fue el
libro, hoy lamentablemente casi imposible de conseguir, Concha Méndez, memorias habladas, memorias armadas, publicado en
1990 por la editorial Mondadori.
Concha Méndez, nacida en Madrid
en 1898, fue la mayor de once hermanos. Criada en un ambiente burgués, su padre fue director de la
Casa de la Moneda, en el seno de una familia muy tradicional, dio, sin embargo,
desde muy niña muestras de un temperamento rebelde y aventurero. En las
conversaciones con su nieta cuenta que en una ocasión un amigo de su padre
comenzó a preguntar a sus hermanos qué deseaban ser de mayores. Ella se
adelantó con un “yo seré capitán de barco”, que se encontró con esta desabrida
respuesta: “Las niñas no son nada.” Desde aquel momento, confiesa, odió a ese
señor. También comenta que cuando contaba aproximadamente doce años, asistió a
una representación de la obra de Ibsen Casa
de muñecas, que le produjo una vivísima impresión y de la que salió con la
determinación de que nadie más que ella sería artífice de su propia vida.
Recuerden que Nora, la protagonista, una mujer perteneciente a una clase media
acomodada, un auténtico ángel del hogar que ha vivido siempre para su marido,
decide escapar y lanzarse a una vida incierta e independiente, aunque para ello
deba renunciar a sus hijos. A Concha Méndez, que se identifica con la
protagonista, el destino, que le reservaba otras pruebas, le ahorró esta, a la
que sí sometió a otra compañera de generación, María Teresa León.
Una ley de 1910 había abierto a
las mujeres el acceso a la universidad, pues anteriormente este solo se
concedía en casos excepcionales mediante una autorización expresa de la
Dirección General de Instrucción Pública. Una de ellas permitió en 1892
matricularse en la facultad de Filosofía y Letras a María Goyri, tía de la antes
mencionada María Teresa León. Con todo, el número de chicas en las facultades
continuaba siendo muy escaso. Además, el extremo conservadurismo de los padres
de Concha hizo que ni siquiera consideraran la posibilidad de que su hija
continuara los estudios tras salir con catorce años del colegio de monjas.
Gracias a un vecino, profesor de Literatura que se las prestaba, pudo leer novelas
y poesías, pero incluso eso debía hacerlo a escondidas. Ya octogenaria, refiere
a su nieta la regañina de su madre cuando una criada al hacer la cama encontró
un libro bajo el colchón.
Como otras familias de buena
posición, los Méndez marchaban en verano a San Sebastián. Allí Concha imaginaba
partir un día a través del mar, como ese capitán de barco que en su infancia
había soñado ser. También practicaba el tenis y la natación, deporte en el que
llegó a ganar algún campeonato. Fue durante una de esas estancias en la ciudad
vasca cuando conoció a Luis Buñuel, con quien mantendría un largo noviazgo
entre los años 1919 y 1925. Buñuel vivía por entonces en la Residencia de
Estudiantes y hablaba a Concha de sus amigos, en especial de Lorca y Dalí, pero
nunca mostró intención de presentárselos. Se diría que él vivía en dos mundos
distintos e incomunicados, el un tanto extravagante de la vanguardia artística
y el de una relación de tipo tradicional en que los domingos, siempre vigilados
por una carabina, él y su novia acudían al cine, paseaban o merendaban en algún
local de buen tono. En varias ocasiones hablaron de boda, pero por una u otra
razón, posiblemente por las reticencias de los padres de Concha, nunca llegó a
concretarse una fecha. Finalmente, en 1925, al crearse en París la Société Internationale de Coopération
Intellectuelle, en la que Eugenio d’Ors representaría a España, Buñuel fue
elegido para acompañarlo con funciones similares a las de un secretario. Al
parecer, planearon que Concha se
reuniera con él en la capital francesa, pero aquel momento nunca llegó.
A poco de estar en París, Buñuel
conoció a Jeanne Rucar, con quien se casaría en 1934, y la novia española pronto
quedó olvidada. Dado lo que sabemos sobre la relación del cineasta con las
mujeres no parece que haya muchos motivos para lamentarlo. Jeanne, que en 1990
publicó sus Memorias de una mujer sin
piano, lo retrata como un hombre extraordinariamente machista y posesivo,
que la obligó a abandonar la gimnasia, en la que había obtenido una medalla
olímpica, ya que le parecía indecente que exhibiera las piernas en público;
también la desanimó con el piano: “para tocar como tocas, sería mejor no
hacerlo”, y le prohibió que recibiera amigas en casa, en dónde él sí se reunía
con sus amigos, exigiéndole a Jeanne que en tanto permaneciera en la habitación
o en la cocina.
Jeanne aceptó estas y otras
imposiciones y, según confiesa, fue feliz renunciando a todo por amor a su
marido. Es en cambio muy dudoso que Concha, dotada de un temperamento rebelde
hubiera soportado la convivencia con el genio aragonés, quien ya le había
mostrado su disgusto cuando ella le habló de su deseo de escribir poesía.
Con Luis lejos, Concha decidió
entrar en ese mundo que solo conocía de oídas, así que un buen día llamó por
teléfono a la Residencia de Estudiantes y preguntó por Federico García Lorca.
“Soy la novia desconocida de Luis Buñuel”, se presentó y como aquello despertó
el interés del poeta, lo invitó a visitarla en su casa. Tras este primer
encuentro, asistió poco después a un recital del granadino en el Palacio de
Cristal del Retiro. Al finalizar, Concha le entregó un ramo de flores y Lorca
le presentó a Alberti y a Maruja Mallo, quienes por entonces eran pareja.
Al dia siguiente, Concha le
mostró a Alberti algunos poemas y este la animó a que continuara escribiendo y
se ofreció a aconsejarla. Concha pasaba así a formar parte del grupo de amigos
que constituían lo que hemos llamado Generación del 27. Creo que merece la pena
que les lea un fragmento de una carta que le dirige a Lorca desde San Sebastián
durante el verano de ese año 1925 en que se habían conocido:
El día de la Virgen del Carmen […] hubo en
la bahía una gran fiesta de los pescadores. Se celebró misa a bordo de un
cañonero. Y yo fui hasta allí nadando. Nadie
más que yo asistió a ella de ese modo. Causé extrañeza entre las gentes
de las embarcaciones […] También la prensa se ocupó de mí […] Y en el desfile
de las embarcaciones, al ir a bendecir el mar un sacerdote, yo, subida en la
barca con mi traje de baño, canté con la gente del pueblo […] ¡Qué emocionante
mañana pasé! Estuve cuatro horas en la mar[2].
Me pregunto cuál habría sido la
reacción de Buñuel ante el comportamiento de la que tan solo unos meses antes
era su novia.
Entabló una profunda amistad con
Maruja Mallo, a la que sirvió de modelo en algunas pinturas, entre ellas la que
ilustra el cartel anunciador de esta conferencia, en el que Concha aparece en
bañador y montada en bicicleta. Juntas recorrían los barrios populares y
asistían a sus verbenas. Pronto conocería a otras mujeres con similares
aspiraciones e inquietudes: Ernestina de Champourcín, María Zambrano o Rosa
Chacel. Un mundo nuevo, lleno de atractivos y posibilidades, un territorio de
aventura, se ofrecía a aquella muchacha que de niña había soñado ser capitán de
barco.
En 1926 publica Inquietudes, su primer poemario, del que
más tarde renegaría por considerarlo una obra torpe e inmadura. Es posible que
tuviera algo de razón, aunque su juicio fue más duro que el de parte de la
crítica; en especial que el de su amiga Ernestina de Champourcín. Refleja en él
Concha el tedio de las muchachas de buena posición obligadas a pasar largas
horas en casa sin nada en que ocuparse. En cualquier caso, representa un punto
importante en su interno proceso de emancipación. Imagino que habrán sospechado
que los padres de Concha no veían precisamente con alegría las nuevas
ocupaciones de su hija ni sus recientes amistades. Pasaban los años y, tras
haber perdido el tiempo en un largo noviazgo finalmente roto, con un joven que
no acababa de agradarlos, no solo no se encaminaba hacia la meta que ellos
deseaban, sino que cada vez parecía alejarse más de ella. Un día, en San
Sebastián, salió de casa con una maleta, pero en la puerta encontró a su madre:
–¿Qué haces? –preguntó la buena mujer.
–Me marcho a Estocolmo.
–Me marcho a Estocolmo.
La madre salió tras ella dando
gritos con lo que llamó la atención de un policía. Pese a que la muchacha era
ya mayor de edad, el juez decidió confinarla en un hotel hasta la llegada de su
padre desde Madrid.
Cuando este se presentó en San
Sebastián, la conversación entre ambos hubo de ser muy tensa, pero finalmente y
para evitar lo que, sin duda, consideraba un mal mayor, el padre accedió a
sufragar la edición de aquel primer libro, a cambio de que Concha desistiera de
abandonar el hogar.
Un breve texto inédito conservado
en el archivo de la Residencia de Estudiantes y titulado La estrella inquieta permite que nos asomemos a la difícil relación
entre Concha y su padre.
Unos personajes enlutados se han
reunido a la orilla del mar para lamentar la muerte de Estrella:
Recordábamos a aquella mujer que en este
mismo lugar vino a suicidarse porque amaba la libertad, y la libertad es algo
que no existe. Dicen que era maravillosa como una estrella; se dijo que era una
estrella misma que una noche se desprendió del cielo, de donde fue expulsada
por el sol que era su padre; expulsada y maldecida como aquella sirena del mar,
porque era una estrella inquieta y perturbaba el ritmo de los demás luceros. Y
a la tierra, a este planeta oscuro llegó un día. Era mujer y perseguía su
libertad. Ni tesoros, ni amores, ni gloria pudieron encadenarla, y como la
libertad, pudo ver que no existe, la dejó de perseguir y se fue hacia la muerte[3].
Sin duda se percibe aquí una
vivencia personal, pero también se expresa un conflicto de carácter general,
que ha afectado a innúmeras mujeres. Al leer por primera vez el trágico fin de
Estrella, la imaginación me la presentó joven, pálida y delicada, todavía
asidas unas flores con la mano derecha, tal como John Everett Millais retrató a
Ofelia muerta. Tal representación
plástica suscita en mi mente múltiples evocaciones. Más allá de la prometida de
Hamlet, veo en ella a la Julie Vairon de Doris Lessing y también, cómo no a
personajes reales: a Virginia Woolf y Sylvia Plath. Aún más, quizá alguno de
entre ustedes haya asistido a mi conferencia anterior sobre María Lejárraga. Es
posible entonces que recuerde ese raro episodio en que María en una playa de
Barcelona siente un inmenso hastío de vivir y camina hacia las olas, de las que
es rescatada por un extraño. Cómo no pensar también en Marga Gil Roësset, la
prometedora escultora perteneciente como Concha, al grupo de las Sinsombrero,
que se quitó la vida cuando contaba tan solo veinticuatro años; o en Ángeles Santos,
quien tras haberse dado a conocer como pintora vanguardista, escribió a su
amigo Ramón Gómez de la Serna, entonces en París:
Esta tarde me marcho a un largo paseo. Me
bañaré en un río con los vestidos puestos –¡qué contenta estoy de dejar, por
fin, el baño civilizado en bañeras blancas!– y después me iré por el campo
huyendo de que me quieran convertir en un animal casero[4].
Su padre la encontró desnuda en
el bosque profundamente alterada. Como no podía ser de otra manera, la familia
decidió ingresarla en un sanatorio. Cuando al cabo del tiempo le dieron el
alta, Ángeles abandonó durante años la pintura y, si bien finalmente la retomó,
para entonces de su obra había desaparecido todo signo de rebeldía.
No podía faltar en este triste
cuadro Alfonsina Storni a quien más adelante me referiré con cierto detalle.
Son todos, destinos trágicos de
mujeres que han intentado escapar al lugar que una sociedad patriarcal les
asignaba y que han caído en el intento.
También habrá un momento en que
Concha, ya en el umbral de la vejez, se sienta tan terriblemente derrotada que
intente suicidarse. Pero ahora es una mujer llena de vitalidad que practica el
tenis y la natación, conduce su propio coche por las calles de Madrid, escucha jazz y baila el charlestón. Sin embargo,
al igual que al resto de las mujeres que intentan abrirse paso en el mundo de
las vanguardias artísticas, sus compañeros varones no dejan de tratarla con un
benévolo aire de superioridad. Aunque ellas rechazan el término poetisa, al que
ven cargado de connotaciones sentimentaloides, cuando La gaceta literaria, la revista dirigida por Ernesto Giménez
Caballero donde tienen cabida todas las novedades, decide ocuparse de estas
jóvenes que irrumpen en el mundo de la poesía, lo hace dedicándoles dos
artículos en números consecutivos, cuyos solos títulos llevan en sí la bandera
de la discriminación: Mapa en rosa y Mapa en carmín.
Acabo de mencionar a Ernesto
Giménez Caballero, un nombre que quizá alguno de ustedes asocie y con toda razón
con el fascismo; así que creo necesario dedicarle una corta digresión. Tras una
brillante carrera de Filosofía y Letras, en la que contó, entre otros, con profesores de la talla de Ortega y Gasset,
Américo Castro, Menéndez Pidal y Julián Besteiro, marchó como lector de español
a la universidad de Estrasburgo y comenzó a colaborar en diversas
publicaciones. En 1927 fundó La Gaceta
Literaria, una revista emblemática en la que colaboraron Buñuel, Jarnés,
Araquistáin, Alberti, Lorca, Dalí o Moreno Villa. Siempre atento a las vanguardias,
escribió obras surrealistas y se vio muy influido por Marinetti, el creador del
futurismo. Posiblemente la admiración por el poeta italiano está en el camino
que lo llevó al fascismo, del que se declararía abiertamente partidario en 1929
en el prólogo a la traducción de unos textos de Curzio Malaparte, el que luego
sería autor de las estremecedoras Kaputt
y La piel; quien por entonces
militaba en el Partido Fascista italiano, del que después sería expulsado, para
terminar su vida en el Partido Comunista. A finales de los años veinte en
España, aunque ya se anunciaba la terrible ruptura que desembocaría en la
Guerra Civil, todavía era posible la convivencia e incluso la amistad entre
personas que pronto formarían en bandos radicalmente enfrentados.
Pero volvamos a Concha tras este
breve excurso. En 1926 se había formado en Madrid el Lyceum Club, bajo la dirección
de María de Maeztu. Su objetivo era proporcionar a las mujeres un espacio de
reunión en que pudieran desarrollar diferentes actividades culturales. A él
pertenecieron María Lejárraga y Carmen Baroja, mujeres de la generación
anterior, y también las más jóvenes Ernestina de Champourcín, Carmen Conde,
Rosa Chacel, Josefina de la Torre y Concha Méndez. Por la sala de conferencias
del club desfiló la práctica totalidad de los intelectuales españoles, tanto
hombres como mujeres; en algunos casos no sin cierto escándalo, como ocurrió con
la intervención de Rafael Alberti titulada Paloma
y galápago (no más artríticos), en que el poeta apareció vestido con una
enorme levita, un pantalón de fuelle, cuello de pajarita y un diminuto sombrero
hongo, podemos decir literalmente que iba de payaso, llevando una jaula con una
paloma en una mano y un galápago en la otra. Mientras la mayor parte de las
asistentes abandonaron la sala indignadas ante una provocación que no podían
comprender, Concha, Ernestina y unas pocas más permanecieron allí y arroparon
al conferenciante con sus aplausos. Algo después, en 1929, Concha estrenaría en
el Lyceum una obra de teatro infantil, El
ángel cartero, para la que realizó los decorados Maruja Mallo.
Antes, en 1927, había publicado
un guion de cine, Historia de un taxi,
para una película que habría de dirigir Carlos Emilio Nazarí, pero que por
diversas circunstancias no llegó a rodarse. Según Juan Pérez de Ayala[5],
esta tentativa no obedeció a un capricho artístico, sino a la idea de que en
España era posible realizar un cine comercial de calidad, del mismo modo que se
hacía en los Estados Unidos o Alemania. De hecho, en un artículo de 1928, El cinema en España, Concha muestra
tener unas ideas muy claras sobre lo que pretendía. Un empeño vano, dada la
precariedad de la industria cinematográfica en nuestro país.
En ese mismo 1928, publica su segundo
poemario, Surtidor. Señala Begoña
Martínez Trufero[6] que en
este libro se refleja el conflicto de una mujer de mentalidad avanzada
encerrada en un momento histórico que coarta sus ansias de libertad; unas
ansias que se expresan en ensueños de viajes por mar y tierra, y también en una
denuncia de la imposibilidad de alcanzarla. En suma, la melancolía de unas
aspiraciones imposibles.
El temperamento de Concha no le
permite, sin embargo, someterse a una vida sin ilusión. De improviso, en 1929
decide marchar a Inglaterra. Diríamos que por fin va a realizar un viejo sueño de
la infancia. Incluso su amiga Maruja Mallo, tan libre y avanzada, no puede
ocultar su sorpresa y temor. Rafael Alberti intenta disuadirla. Todavía no es
habitual que una mujer viaje sola y menos a un país extranjero, pero nada puede
detenerla. Durante seis meses vivirá en Londres donde se ganará la vida como
profesora de español y pronunciará algunas conferencias. Su interés por el cine
la lleva a visitar los principales estudios ingleses y, según cuenta en un
artículo publicado entonces, es al regresar de uno de ellos, el de Elstree,
cuando contagiada por las aspiraciones de un joven actor egipcio, cuyo nombre
no menciona, quien deprimido por el clima británico había expresado un
ferviente anhelo de trasladarse a Hollywood, en la soleada California, ella
toma también la decisión de marchar a América.
Y allí se encaminará tras un
breve paso por España. No a los Estados Unidos, como había pensado en un
principio, sino a Argentina. No conocemos el motivo de este cambio de destino,
aunque es muy probable que se relacione con la apurada situación económica que
atravesaba en esos momentos, en que ya no podía esperar la ayuda de su padre.
Argentina, aún estaba abierta a los inmigrantes europeos y es precisamente en
calidad de tal, con el pasaje más barato, como embarca Concha, ante el
escándalo entre otros de don José Ortega y Gasset, quien no puede por menos que
censurar tal atrevimiento.
Concha desembarcó en Buenos Aires
en la Nochebuena de 1929. Carecía de dinero, pero, en cambio, portaba numerosas
cartas de presentación que propiciaron una buena acogida en los círculos literarios.
Gracias a ellas entabló pronto conocimiento con Alfonso Reyes, Norah Borges, Alfonsina
Storni, Guillermo de Torre, Consuelo Berges y Ramón Gómez de la Serna. También
pudo colaborar en la prensa y pronunciar diversas conferencias, así como
publicar su tercer libro, Canciones de
mar y tierra. Apareció este en junio de 1930, prologado por Consuelo Berges
e ilustrado por Norah Borges.
Merece la pena que dediquemos por
un momento nuestra atención a tres mujeres con las que Concha entabló en
aquellos meses hondas relaciones de amistad. Comenzaré con Norah Borges. Quizá
por un instante teman que he sucumbido a la tentación de presentarla en función
de los hombres con quienes se relacionó, pero por otra parte creo que les
hurtaría una información de interés si ocultara que era hermana de Jorge Luis
Borges y esposa de Guillermo de Torre. Más allá de este apunte familiar, fue
una destacada artista plástica que partiendo de un estilo naïf, se aproximó al cubismo y al surrealismo. Durante la II Guerra
Mundial se integró en un grupo feminista antifascista, la Junta de la Victoria
y algo más tarde pasó brevemente por la cárcel, debido a sus actividades en la
oposición al general Perón. En cuanto a Alfonsina Storni, esta había sido muy
joven camarera, mesera como dicen los argentinos, en el café familiar, pero
descontenta con esta vida consiguió un empleo como actriz. Fue luego una
destacada poeta que acabaría suicidándose en 1938, al arrojarse desde la
escollera del Club Argentino de Mujeres en Mar del Plata. Este hecho inspiró la
canción de Ariel Ramírez y Félix Luna, Alfonsina
y el mar, que posiblemente ustedes conozcan. Interpretada por múltiples
artistas, quizá la versión más difundida en nuestro país sea la de Mercedes
Sosa. Por su parte, Consuelo Berges era una maestra española, que colaboró en
diversos periódicos, siempre exponiendo ideas radicales y polémicas. Durante la
dictadura de Primo de Rivera terminó por exiliarse, primero en Perú y luego en
Argentina. Acompañada por Concha Méndez regresó tras proclamarse la República y
escribió en publicaciones de la CNT, la FAI y Mujeres Libres. Al terminar la
Guerra Civil, huye a Francia, donde es internada en dos ocasiones aunque en
ambas consigue huir, pero finalmente, en 1943 es detenida por la Gestapo, que
la entrega a las autoridades franquistas. Tras un tiempo en un campo de
concentración, queda en libertad gracias a la intervención de influyentes amigos,
pero no podrá ejercer como maestra, ni publicar con su propio nombre.
Conseguirá, eso sí, ganarse la vida traduciendo libros del francés.
Cuenta Concha que en una ocasión
estaba en un café de Buenos Aires en compañía de Consuelo Berges y de Alfonsina
Storni[7].
El camarero les entregó una nota de un caballero de una mesa vecina, con estas
palabras: “Se ruega a las señoras que no fumen”. La reacción de Concha fue
quemar de manera desafiante el papel con la misma cerilla con la que en ese
momento encendía los cigarrillos. “¡Qué era aquello de que los hombres nos
prohibieran fumar!” exclama al recordarlo ante su nieta. Aún estaban muy lejos
los tiempos de las leyes antitabaco y podemos suponer, sin temor a errar, que
muchos de los señores presentes en el local, quizá incluso el mismo que las
recriminó, aspiraban con deleite el humo de sus habanos.
En Canciones de mar y tierra, el sujeto poético es ya una mujer libre,
deportista, políglota y aventurera[8],
aunque no falte en alguno de ellos la añoranza de los años felices de la
infancia. Begoña Martínez Trufero aprecia incluso el deseo de retomar la
relación con los padres, una vez desaparecido todo lazo de dependencia. De
hecho, tras su matrimonio con Manuel Altolaguirre, aquella mejoró notablemente.
Concha regresó a España,
acompañada por Consuelo Berges, en 1932, ya proclamada la República. Se
encontró un país en ebullición donde el estatus legal de la mujer experimentaba
un rápido progreso. Nunca fue miembro de organizaciones feministas, a menos que
consideremos como tal al Lyceum Club. Tampoco militó en ningún partido
político. La razón la había apuntado ella misma en una entrevista de 1928:
¿La opinión mía sobre feminismo? Empezaré
por decirle que yo no sé si soy feminista o no. Toda idea que encierre un
sentido colectivo me repugna moralmente. Yo soy: individualidad, personalidad.
Ahora bien, en cuestión de derechos también pido la igualdad ante la ley. O lo
que es lo mismo: pasar de calidad de cosa a calidad de persona, que es lo menos
que se puede pedir ya en esta época.[9]
Concha no es una revolucionaria,
sino una rebelde y eso le impide afiliarse a una organización donde inevitablemente
habrá de estar sujeta a una disciplina. No puede aceptar órdenes que, en nombre
de un bien superior, la obliguen a actuar contra lo que en cada momento le
dictan sus convicciones y su conciencia. Apoya naturalmente los logros
republicanos, gracias a los cuales, la mujer ha pasado, como dice de la condición
de cosa a la de persona. En este momento, parece oportuno recordar su
fascinación por Casa de muñecas. La
Nora inicial, devota esposa sacrificada al bienestar de su marido, se
transforma en la Nora final que rompe todas las cadenas. De alguna manera, la
legislación republicana ha abierto el camino para que las Noras y las Conchas
sean dueñas de su destino.
Ahora en Madrid, asiste a las
tertulias de los cafés y a las reuniones de La
revista de Occidente. Publica también una obra teatral escrita en
Argentina, El personaje presentido.
Por entonces, García Lorca le presenta a un poeta andaluz, Manuel Altolaguirre.
Pronto surge entre ellos el enamoramiento y rápidamente, en junio de 1932, el
matrimonio. Contraviniendo las costumbres de la época, aunque de una manera que
a Concha le pareció muy apropiada, dado su compromiso con la vanguardia
estética, los novios acudieron vestidos de verde, portando ella, en lugar del
clásico ramo de flores, un manojo de perejil. En la ceremonia religiosa
firmaron como testigos, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca,
José Moreno Villa y Jorge Guillén. En la civil, lo hicieron Luis Cernuda y
Sánchez Cuesta. En este año publica también Vida
a vida. Ahora aparece en su obra el gozo por el placer sexual, unido a la
incertidumbre e inquietud producidas por la otredad del ser amado. Aunque el
recitar nunca haya sido mi fuerte, voy a permitirme leer una de sus poesías:
¡Qué rizada mar de oro
tu cabello entre mis manos!
¡Qué luz de vida en mi vida
la luz de tus ojos claros!
¡Qué caricias tus caricias!
Y el silencio de esta noche
¡qué silencio tan profundo!
Me parece estar contigo
en las entrañas del mundo.[10]
tu cabello entre mis manos!
¡Qué luz de vida en mi vida
la luz de tus ojos claros!
¡Qué caricias tus caricias!
Y el silencio de esta noche
¡qué silencio tan profundo!
Me parece estar contigo
en las entrañas del mundo.[10]
La pareja comenzó a editar una
revista de poesía, Héroe, en una
pequeña imprenta que ellos mismos habían adquirido. De esta época se conservan
fotografías de Concha vestida con mono de mecánico, pues no contaban con
empleados y ellos mismos realizaban todo el trabajo. Pronto, sin embargo, la
felicidad se ve turbada por la muerte, al nacer, del primer hijo. Una
experiencia dolorosa que traspasará el poemario, Niño y sombras, aparecido en 1936.
En 1934, el matrimonio se
desplazó a Londres, donde Manuel había obtenido una pensión para ampliar sus
conocimientos de tipografía En la capital británica fueron muy bien acogidos
por el embajador, el escritor Ramón Pérez de Ayala, quien les presentó a
numerosas personalidades, entre las que Concha recuerda con especial cariño al
director del Museo Británico. Allí publicaron una nueva revista poética
bilingüe en español e inglés, 1616, y
nació Paloma, su segunda hija. Fue su padrino Vicente Aleixandre y la bautizó
Dom Luigi Sturzo. Quizá a alguno de ustedes este último nombre no le diga
mucho, por lo que me permitiré algunas palabras sobre él. Se trataba de un
sacerdote italiano muy interesado en promover la participación de los católicos
en la vida política. Con esta finalidad había creado en 1919 el Partido Popular
Italiano, que, tras la II Guerra Mundial, daría origen a la Democracia
Cristiana. Su oposición al fascismo lo llevó a exiliarse en 1924, primero en
Londres y más adelante en Nueva York. Tras su retorno a Italia en 1946 sería
nombrado senador vitalicio de la nueva república.
En 1936 Concha y Manuel
regresaron a España. En tanto habían prestado su domicilio a Luis Cernuda, con
quien mantenían una estrecha amistad y que había dedicado a la niña Paloma su
libro Invitación a la poesía. Como ya
tenían por costumbre, fundaron una nueva revista, Caballo verde para la poesía, de cuya dirección se encargó Pablo
Neruda.
Al comenzar la guerra, ante el
rápido avance de los sublevados, Concha, en una reacción quizá poco heroica,
pero perfectamente comprensible, solo pensó en poner a salvo a su hija; así que
partió con ella hacia París. Pasó un año entre esta ciudad, Londres, Oxford y
Bruselas; en tanto que Manuel se alistaba en las fuerzas republicanas y más
tarde era nombrado director de La barraca.
A poco de marchar, recibió de su marido una carta que califica de enloquecida.
En ella le contaba que una bomba había caído durante la madrugada sobre la cuna
vacía de la niña.
El matrimonio se reunió de nuevo
en Barcelona, donde Concha intentó colaborar con las fuerzas republicanas, algo
que le resultó imposible. Incapaz de soportar la crueldad de la guerra, marchó
de nuevo a Londres. Manuel, en cambio, permaneció en España hasta la caída de
Barcelona en enero de 1939, momento en que entre una inmensa columna de fugitivos
pasó a Francia. Atravesaba por entonces una profunda depresión. No solo la
República se hundía de manera irremediable. Dos de sus hermanos, Luis y
Federico, habían sido fusilados por los milicianos sin que él, un respetado
intelectual republicano, pudiera hacer nada por salvarlos. Internado en un
campo de refugiados desde el que lo enviaron a un sanatorio psiquiátrico, transcurrió
algún tiempo antes de que sus muchos amigos consiguieran que pudiera reunirse
con Concha en París.
Tras un breve paso por esta
ciudad, en la fueron acogidos por el poeta Paul Éluard y contaron con la ayuda
de Pablo Picasso y Max Ernst, Concha y
Manuel marcharon a Cuba, donde permanecieron cuatro años. Allí se reencontraron
con María Zambrano, con quien mantuvieron una buena relación de amistad, y
otros republicanos españoles y se ocuparon en ayudar a otros exiliados. También
montaron una imprenta en la que de nuevo editaron algunos tomos de poesía. En
Cuba contaron con la ayuda de María Luisa Gómez Mena, una millonaria amante del
arte, de la que Manuel se enamoraría y por la que dejaría a Concha en 1944, a
poco de que la familia se instalara en México. Llama la atención el hecho de
que esta en un artículo autobiográfico publicado en 1967 y titulado Concha Méndez, menciona la muerte de
Altolaguirre, debida a un accidente de tráfico ocurrido en 1959 durante un
viaje a España, sin nombrar a María Luisa, que lo acompañaba y que también
falleció. El lector que no disponga de otras informaciones no percibirá que el
matrimonio se había roto quince años atrás. Por otra parte, Paloma, la hija de
ambos, señaló muchos años después que su madre, una vez superado el difícil
momento inicial, continuó amando siempre a su padre. Prueba de ello son también
las poesías que dedicó a su memoria.
En este tiempo Concha había publicado:
Lluvias enlazadas (1939) y Poemas. Sombras y sueños (1944), una
obra teatral, La caña y el tabaco, y
un auto sacramental, El solitario. En
ellos se manifiesta primero la felicidad y la esperanza producto del nacimiento
de su hija, y más tarde la tristeza por la desaparición de tantas cosas que ha
amado y por las que ha luchado. Como señala Begoña Martínez Trufero:
Es poesía donde el amor, el desengaño, las
alegrías y las penas se mezclan con la denuncia de la insolidaridad del ser
humano, la reflexión sobre el hecho de estar viva o sencillamente es un claro
homenaje a sus poetas preferidos; la poesía no es invención, es su vida, a
menudo, la rememoración nostálgica de episodios autobiográficos. […] El amor, la maternidad, la soledad, la
muerte y el dolor de vivir son los ejes temáticos estructuradores de este […] período lírico.[11]
Una breve poesía nos permite evocar
sus sentimientos de aquellos años:
Antes me asomaba al mar
y el corazón en el pecho
se me ponía a cantar.
y el corazón en el pecho
se me ponía a cantar.
Y cuando el mar no veía,
era la tierra el pretexto
para vivir mi alegría.
era la tierra el pretexto
para vivir mi alegría.
Y otras veces, era el cielo,
o una canción, o unos ojos
lo que me alzaba del suelo.
o una canción, o unos ojos
lo que me alzaba del suelo.
Ahora cuando veo la mar,
escucho mi corazón
y se me pone a llorar.[12]
escucho mi corazón
y se me pone a llorar.[12]
La derrota republicana implica la
pérdida de aquellas conquistas legales que habían abierto a las mujeres el
horizonte de la igualdad. Puertas entreabiertas que vuelven a cerrarse.
Incluso, aunque el arquetipo sea sustancialmente el mismo, en la retórica
belicista del fascismo la mujer ya no será a menudo tanto el ángel del hogar como el descanso del guerrero.
Concha, como tantos otros
españoles, se beneficia de la generosa acogida del presidente Lázaro Cárdenas y
del pueblo mexicano, pero la realidad es triste. A la nostalgia por la patria
perdida se suma la decepción por el abandono del hombre amado. El futuro se ha
truncado de manera irremediable.
Viene luego una larga etapa de
silencio, rota por la publicación de un nuevo poemario, Villancicos, en 1967. Le siguen en 1979 Vida o río, en 1981 Entre el
soñar y el vivir, y ya póstumo, Con
el alma en vilo (1986). Pese a sus intenciones, Concha no se ha integrado
bien en el país de acogida y se ha mantenido alejada de los círculos literarios
mexicanos. Se siente marginada por su condición de extranjera y de mujer. La
reflexión sobre su esfuerzo por mantener una vida libre, por pasar de la
condición de cosa a la de persona, la lleva ya en la vejez a plantearse la
desoladora pregunta de si ha valido la pena. Los desengaños parecen haber
quebrado su espíritu. La boda y la maternidad de Paloma, la llevan a refugiarse
en el hogar, a ocuparse en el cuidado de la casa y de los nietos. No deja de
escribir, pero lo hace en la intimidad sin manifestar durante años ninguna
intención de publicar. Si, como hemos señalado al principio de esta
conferencia, Concha en su juventud había luchado por salir del ámbito privado
del oikos, para que su voz resonara
en el espacio público de la polis; ahora, derrotada, se ha replegado a la
seguridad doméstica. Hay momentos oscuros en que abrumada medita sobre la
muerte e incluso un intento de suicidio mediante la ingestión de pastillas.
Será la criada quien la halle exangüe en la cama y dé la voz de alarma a la
familia. La rápida intervención de los médicos pudo salvarle la vida.
Al menos en el fracaso cuenta con
la atención de amigos, como María Zambrano, que se preocupan por ella y la
aconsejan. Sobre todo destaca la presencia de Luis Cernuda, a quien Concha
acoge primero de manera esporádica y desde 1953 permanente, en su casa de Coyoacán.
Este, que siempre sintió un cariño especial por Paloma, recordemos que le había
dedicado un libro cuando todavía era un bebé, acabó haciendo el papel de abuelo
para sus hijos. Los recogía del colegio, los ayudaba en las tareas escolares,
les compraba regalos de Reyes. Se ha dicho que allí, en aquella vivienda
compartida con Concha, Paloma, el marido de esta, Manuel Ulacia, y los cuatro
hijos de ambos, Cernuda disfrutó del único hogar que conoció a lo largo de su
vida. Allí, el 5 de noviembre de 1963, Paloma, extrañada de que no hubiera
bajado a desayunar, subió a su habitación y lo encontró muerto. Había fallecido
durante la noche de un ataque al corazón. Con él Concha perdía el último
vínculo con su generación, esa Generación del 27 con la que su nombre nunca es mencionado.
Ya solo le quedaban la familia y los recuerdos. Esa mujer que en su juventud
había dado un ejemplo de rebeldía y de modernidad se habría borrado totalmente,
como tantas otras, de la memoria colectiva, de no haberlo impedido el amor y la
dedicación de su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre.
[1]
AZAÑA, Manuel (1981) p. 374
[2]
MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 69
[3]MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 45
[4]
BALLÓ, Tània (2016) p. 138
[5]
PÉREZ DE AYALA, Juan: “Historia de un taxi (1927). La aventura cinematográfica
de Concha Méndez” en VALENDER, James (ed) (2001) p. 146
[6] MRTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 93
[7]
VALENDER, James “Concha Méndez en el Río de la Plata” en VALENDER, James (ed)
(2001) p. 161
[8] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 170
[9] ITURRALDE,
Gamito, “Campeona de natación y poetisa. Concha Méndez del Lyceum Club” en VALENDER,
James (ed) (2001) p. 35
[10] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 245
[11] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 570
[12] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 338
Bibliografía:
BALLÓ,
Tánia (2016). Las Sinsombrero.
Espasa, Madrid
MARTÍNEZ
TRUFERO, Begoña (2011), La construcción
identitaria de una poeta del 27: Concha Méndez Cuesta (1898-1986), UNED,
Madrid
MÉNDEZ,
Concha (2008) Poesía completa. Diputación Provincial de Málaga
MERLO,
Pepa (ed) (2010) Peces en la tierra.
Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27. Fundación José
Manuel Lara, Sevilla)
VALENDER,
James (ed (2001). Una mujer moderna.
Concha Méndez en su mundo (1898-1986). Residencia de Estudiantes, Madrid
ULACIA
ALTOLAGUIRRE, Paloma (1990), Concha
Méndez, memorias habladas, memorias armadas, Mondadori, Madrid
El apellido de la investigadora de Concha Méndez es MARTÍNEZ TRUFERO no GÓMEZ TRUFERO.
ResponderEliminarRogaría que lo corrigiera.
Le agradezco la corrección. En el cuerpo del artículo había citado bien el apellido, así como en la bibliografía; sin embargo, en las notas se había deslizado de manera que me resulta incomprensible el error que usted señala. Creo que ya está totalmente corregido.
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