Concha Méndez: rebeldía y modernidad

Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 3 de noviembre de 2016


Cuando mencionamos la Generación del 27 acuden de inmediato a nuestra mente los nombres de Federico García Lorca, Rafael Alberti y muchos otros poetas: Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Juan José Domenchina, Manuel Altolaguirre, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Pedro Salinas, etc. Me detendré aquí, pues no es mi propósito elaborar una lista exhaustiva, sino simplemente poner de relieve que todos los nombres evocados, digamos que todos los que aparecen en los manuales de literatura, son masculinos. Aunque, a fuer de sinceros, hemos de confesar que la ausencia de mujeres en los movimientos culturales vanguardistas de los años treinta no tiene en principio nada de llamativa. Es muy probable que la mayor parte de nuestros estudiantes terminen el Bachillerato o incluso una carrera universitaria con la idea de que la ciencia, la historia, el arte o la literatura son asuntos en esencia masculinos. Naturalmente habrá alguna excepción: tres o cuatro reinas, dos o tres escritoras, alguna pintora, una científica, entre una pléyade de hombres eminentes. La razón de este hecho es clara. Aún en los tiempos de mi infancia, recuerdo haber oído comentar a algunas madres que harían lo posible para que sus hijos varones fueran a la universidad, pero que las niñas no necesitan tanto estudio. No hablo de una época remota, sino de los años sesenta del siglo XX.
Tradicionalmente se ha pensado el ámbito de la actividad humana dividido en dos esferas: la de la polis, es decir, el espacio público del ágora; y la del oikos, el territorio privado del hogar. La primera era el escenario de la actividad del varón, en tanto que la segunda quedaba reservada a la mujer. Quiero ilustrar esta afirmación con una anécdota leída tiempo atrás en los diarios de Azaña. Es algo que me hizo primero sonreír y más tarde reflexionar.
Cuenta el entonces presidente de la República que en los días finales de noviembre del 36, cuando Madrid se enfrentaba al asalto del ejército sublevado y el gobierno se había trasladado a Valencia, el general Miaja, presidente de la Junta de Defensa, recibió a unos dirigentes sindicales que le plantearon unas peticiones que le parecían inaceptables en un momento de tanto peligro, por lo que las rechazó. Uno de sus interlocutores se exaltó ante la negativa y perdió las formas levantando la voz. Ante ello, el general se pone en pie, le mira fijamente y dice sin alterarse:
–Sepa que no tolero a nadie que me grite, excepto a mi mujer.
Los sindicalistas ríen ante la salida y la crispación desaparece[1].
Recapacitemos: Miaja en aquel momento representa, como Eteocles en Tebas, la autoridad suprema en la polis atacada. Su poder, cual lo exigen la críticas circunstancias, es excepcional y, por tanto, nadie puede discutirlo. En casa, sin embargo, las cosas son distintas, pues es el dominio propio de la mujer. Allí su esposa puede hablar al general en términos que a nadie más le están permitidos. Miaja sabe, al igual que todos los presentes y los lectores, que sus palabras han mezclado deliberadamente los espacios femenino y masculino, aunque no se les escapa que este último es, en definitiva superior, ya que abarca y domina al primero. De no ser así, de situarse ambos en igualdad, la broma carecería de gracia. Aquellos aguerridos varones, dispuestos a sacrificar en nombre de la legalidad, la libertad, la revolución o cualquier otro noble fin, la propia vida y, quizá con más entusiasmo, las ajenas, son galantes caballeros que sonríen condescendientes ante lo que, por utilizar una expresión manida, no han dejado de considerar el sexo débil.
Viven, sin embargo, una época en que una mar gruesa parece a punto de barrer siglos de encasillamientos y prejuicios. Ahora podemos pensar que aquel embate de modernidad no fue capaz de derribar inercias seculares, pero hemos de reconocer que aunque estas resistieron quedaron tan dañadas que su hundimiento era solo cuestión de nuevas marejadas.
Desde las últimas décadas del siglo XIX había tomado paulatinamente fuerza en Europa el movimiento de emancipación femenina, cuya manifestación más conocida es el sufragismo. La lucha por el voto de esas mujeres, a menudo encarceladas o golpeadas, pero sobre todo calumniadas y ridiculizadas fue, no hay que dudarlo, larga y difícil. La película británica de 2015 Suffragette constituye una buena aproximación a las dificultades a que hubieron de enfrentarse.  Un hecho externo y trágico marcó, sin embargo, un hito que afectó antes a las costumbres que a las leyes y a la larga inició un proceso que acabaría por alterar radicalmente el papel de las mujeres en la sociedad.
Me refiero, como quizá hayan sospechado, a la I Guerra Mundial. Ciertamente, si pensamos en la cifra global de bajas producidas por el conflicto, no podemos por menos que horrorizarnos. Pero tras esta inevitable reacción, pido que su pensamiento se dirija primero hacia el frente, para marchar luego hacia la retaguardia. Millones de hombres jóvenes fueron movilizados y un gran número de ellos perdieron de forma absurda la vida, a causa no tan solo de la ineptitud de los generales, sino del desprecio que muchos de ellos, salidos de la alta burguesía o de la aristocracia, sentían por unos soldados de origen campesino o proletario. Simple carne de cañón para la que no cabía mejor destino que caer sacrificada en el altar de la patria. Si han visto la película Paths of glory, en España Senderos de gloria, dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas, captarán plásticamente a qué me refiero. Si no lo han hecho, anótenla, por favor, en su lista de tareas pendientes. Estoy seguro de que no les defraudará.
Bien, decía que hay que mirar también a la retaguardia. Obviamente, los campos y las fábricas tenían que seguir produciendo, y la administración no podía detener su funcionamiento. Mientras cientos de miles de hombres se pudrían en los campos de Verdún, del Somme o del Marne, su lugar hubo de ser ocupado por las mujeres. Eso sin contar a las muchas que sirvieron como enfermeras o en tareas auxiliares. La idea conservadora, que encorsetaba a la mujer en el papel de ángel del hogar, es decir, que la concebía como esposa y madre aureolada por virtudes tales como el pudor, la honestidad, la abnegación, la religiosidad y la disposición al sacrificio, comenzaba a tambalearse ante la fuerza no solo de las reivindicaciones feministas, sino ante la imperiosa realidad de las necesidades bélicas.
Se me dirá que el trabajo femenino asalariado no era nada nuevo entre obreros y campesinos, cuyas hijas y esposas siempre habían contribuido, miseria obliga, a complementar los parcos ingresos familiares. Se presentan ahora, sin embargo, novedades de calado, ya que la ausencia de hombres abre a las mujeres campos y puestos hasta entonces reservados al varón, y también porque las nuevas trabajadoras proceden en número creciente de la burguesía ilustrada.
Son estas últimas muchachas las que ahora reclaman nuestra atención. Sus madres habían crecido en un mundo en que se esperaba de ellas que a la edad apropiada contrajeran matrimonio con un hombre de su misma condición social y le dieran hijos que pudieran perpetuar el linaje y las riquezas familiares. No se consideraba necesario, antes bien, contrario al recato, que recibieran una formación académica, ya que su campo de actividad se centraría en el hogar; aunque sí se juzgaba de buen tono que adquirieran cierto barniz cultural, que les permitiera actuar como encantadoras anfitrionas al servicio de las carreras de sus maridos. En los años veinte, frente a este arquetipo, que conservará empero su lugar hegemónico, se alza, una vez terminada la guerra, un nuevo modelo de mujer, que suele denominarse con el término inglés flapper. Son muchachas jóvenes de clase acomodada que practican deportes, fuman, conducen automóviles, beben alcohol y, a menudo, escandalizan con su conducta tachada de promiscua a la sociedad biempensante. Scott Fitzgerald retrató magistralmente a este nuevo tipo femenino en la Daisy de El gran Gatsby. También, aunque en un tono que se me antoja menos frívolo, podemos encontrarlo en la Brett de Fiesta, la conocida novela de Hemingway. En una época en que el cine se convierte en espectáculo de masas y se inicia el fenómeno del star-system, la actriz Clara Bow se convierte en el modelo a imitar por estas chicas que ansían romper las cadenas que mantenían sometidas a sus madres.
España, pese a su neutralidad durante la Gran Guerra, no permanece ajena a este movimiento de frescura y alegría juvenil deliberadamente transgresora. En una fecha que no podemos determinar con exactitud, pero sí situar entre 1923 y 1925, Federico García Lorca espera en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, sita en la calle de Alcalá, la salida de su amigo Salvador Dalí. Este llega acompañado de dos condiscípulas, Margarita Manso y Maruja Mallo, y, sin pensarlo dos veces, deciden quitarse los cuatro el sombrero y pasear así, con la cabeza descubierta por la vecina Puerta del Sol. Ahora nos cuesta imaginar que tan ingenua performance, causara un gran escándalo. Y, sin embargo, así fue. No solo los insultaron llamándolos maricones y otras lindezas, sino que algunos llegaron incluso a lanzarles piedras. Si he de ser sincero, no creo que eso les afectara mucho, pues posiblemente era la reacción que deseaban provocar. Ahora bien, ¿por qué el espectáculo de dos hombres y dos mujeres con los cabellos expuestos al sol y al aire suscitó tan airada respuesta?
En los tiempos actuales nos cuesta percibirlo, pero echemos una mirada atrás y pensemos en las representaciones pictóricas y fotográficas de nuestros antepasados. Si prestamos una mínima atención observaremos que muy raramente aparecen en público al aire libre sin algún tipo de tocado. Es más, este refleja el estatus social de quien lo lleva. El sombrero, sea en hombres o en mujeres, denota la pertenencia a sectores acomodados o, al menos, con ciertas pretensiones; en cambio, la castiza parpusa o el pañuelo femenino, tan presentes en las zarzuelas, son signo inequívoco de adscripción a las clases populares. Lo que puede parecernos un capricho inocente o un simple rechazo a una determinada moda, no era tal en aquellos años, sino un  desafío consciente a las convenciones sociales. Pocos años después, ante la progresión del sinsombrerismo, se desató en la prensa una curiosa polémica en la que no faltaron artículos que expresaban los graves riesgos a que exponían su salud quienes prescindían de tan importante prenda, ni otros que denunciaban la ruina que acechaba a una pujante industria de la que dependía el sustento de miles de familias.
De aquel episodio arranca la expresión “las Sinsombrero” con que se ha  venido a conocer a un grupo de mujeres nacidas grosso modo entre 1898 y 1911 y que destacaron en la literatura, las artes plásticas y la filosofía. Baste citar a Concha Méndez, de quien me ocuparé a continuación, a Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, Rosa Chacel, María Teresa León, Maruja Mallo, Remedios Varo o María Zambrano, entre otras. Me he referido anteriormente al ángel del hogar y a la flapper como arquetipos opuestos de mujer. Bien, todas las ahora mencionadas se identifican, al menos en esta etapa juvenil de su vida, con la segunda: comparten el interés por el cinema, como entonces se decía, y el deporte, fuman, beben, alternan con hombres, les encanta el jazz, bailan el charlestón; pero, sobre todo, luchan por abrirse camino en ámbitos tradicionalmente reservados al varón. Por edad, por inquietudes, por dedicación y por amistad pertenecen a la Generación del 27. Sin embargo, la historia apenas ha reparado en ellas y tan solo en los últimos años sus nombres han saltado de los restringidos círculos académicos y han comenzado a llegar al gran público, gracias sobre todo al proyecto Crossmedia Las Sinsombrero.
De entre ellas he elegido para esta charla a Concha Méndez. Podría haberla dedicado a cualquiera de sus compañeras, pues, aunque obviamente con distinta formación y actitud ante la vida y con peripecias vitales que en algunos casos las conducirán por caminos opuestos, todas hubieron de enfrentarse a las trabas que a su desarrollo personal e intelectual oponía una sociedad que excluía a la mujer del espacio público.
Paloma Ulacia, nieta de Concha Méndez, un tanto harta de que durante el exilio en México, estudiosos y periodistas visitasen a su abuela, para que les hablara de Buñuel, de Lorca, de Altolaguirre o de Cernuda, pero nunca se interesaran por ella misma, decidió grabar unas conversaciones en las que la anciana desgranaba sus recuerdos. No se trata de una autobiografía, pues la memoria fluye a través del diálogo con la nieta; quien luego se encargó de ordenar cronológicamente esas un tanto desorganizadas remembranzas y suprimió digresiones y comentarios que no le parecieron de interés para el público. El fruto de aquellas cintas fue el libro, hoy lamentablemente casi imposible de conseguir, Concha Méndez, memorias habladas, memorias armadas, publicado en 1990 por la editorial Mondadori.
Concha Méndez, nacida en Madrid en 1898, fue la mayor de once hermanos. Criada en un  ambiente burgués, su padre fue director de la Casa de la Moneda, en el seno de una familia muy tradicional, dio, sin embargo, desde muy niña muestras de un temperamento rebelde y aventurero. En las conversaciones con su nieta cuenta que en una ocasión un amigo de su padre comenzó a preguntar a sus hermanos qué deseaban ser de mayores. Ella se adelantó con un “yo seré capitán de barco”, que se encontró con esta desabrida respuesta: “Las niñas no son nada.” Desde aquel momento, confiesa, odió a ese señor. También comenta que cuando contaba aproximadamente doce años, asistió a una representación de la obra de Ibsen Casa de muñecas, que le produjo una vivísima impresión y de la que salió con la determinación de que nadie más que ella sería artífice de su propia vida. Recuerden que Nora, la protagonista, una mujer perteneciente a una clase media acomodada, un auténtico ángel del hogar que ha vivido siempre para su marido, decide escapar y lanzarse a una vida incierta e independiente, aunque para ello deba renunciar a sus hijos. A Concha Méndez, que se identifica con la protagonista, el destino, que le reservaba otras pruebas, le ahorró esta, a la que sí sometió a otra compañera de generación, María Teresa León.
Una ley de 1910 había abierto a las mujeres el acceso a la universidad, pues anteriormente este solo se concedía en casos excepcionales mediante una autorización expresa de la Dirección General de Instrucción Pública. Una de ellas permitió en 1892 matricularse en la facultad de Filosofía y Letras a María Goyri, tía de la antes mencionada María Teresa León. Con todo, el número de chicas en las facultades continuaba siendo muy escaso. Además, el extremo conservadurismo de los padres de Concha hizo que ni siquiera consideraran la posibilidad de que su hija continuara los estudios tras salir con catorce años del colegio de monjas. Gracias a un vecino, profesor de Literatura que se las prestaba, pudo leer novelas y poesías, pero incluso eso debía hacerlo a escondidas. Ya octogenaria, refiere a su nieta la regañina de su madre cuando una criada al hacer la cama encontró un libro bajo el colchón.
Como otras familias de buena posición, los Méndez marchaban en verano a San Sebastián. Allí Concha imaginaba partir un día a través del mar, como ese capitán de barco que en su infancia había soñado ser. También practicaba el tenis y la natación, deporte en el que llegó a ganar algún campeonato. Fue durante una de esas estancias en la ciudad vasca cuando conoció a Luis Buñuel, con quien mantendría un largo noviazgo entre los años 1919 y 1925. Buñuel vivía por entonces en la Residencia de Estudiantes y hablaba a Concha de sus amigos, en especial de Lorca y Dalí, pero nunca mostró intención de presentárselos. Se diría que él vivía en dos mundos distintos e incomunicados, el un tanto extravagante de la vanguardia artística y el de una relación de tipo tradicional en que los domingos, siempre vigilados por una carabina, él y su novia acudían al cine, paseaban o merendaban en algún local de buen tono. En varias ocasiones hablaron de boda, pero por una u otra razón, posiblemente por las reticencias de los padres de Concha, nunca llegó a concretarse una fecha. Finalmente, en 1925, al crearse en París la Société Internationale de Coopération Intellectuelle, en la que Eugenio d’Ors representaría a España, Buñuel fue elegido para acompañarlo con funciones similares a las de un secretario. Al parecer, planearon  que Concha se reuniera con él en la capital francesa, pero aquel momento nunca llegó.
A poco de estar en París, Buñuel conoció a Jeanne Rucar, con quien se casaría en 1934, y la novia española pronto quedó olvidada. Dado lo que sabemos sobre la relación del cineasta con las mujeres no parece que haya muchos motivos para lamentarlo. Jeanne, que en 1990 publicó sus Memorias de una mujer sin piano, lo retrata como un hombre extraordinariamente machista y posesivo, que la obligó a abandonar la gimnasia, en la que había obtenido una medalla olímpica, ya que le parecía indecente que exhibiera las piernas en público; también la desanimó con el piano: “para tocar como tocas, sería mejor no hacerlo”, y le prohibió que recibiera amigas en casa, en dónde él sí se reunía con sus amigos, exigiéndole a Jeanne que en tanto permaneciera en la habitación o en la cocina.
Jeanne aceptó estas y otras imposiciones y, según confiesa, fue feliz renunciando a todo por amor a su marido. Es en cambio muy dudoso que Concha, dotada de un temperamento rebelde hubiera soportado la convivencia con el genio aragonés, quien ya le había mostrado su disgusto cuando ella le habló de su deseo de escribir poesía.
Con Luis lejos, Concha decidió entrar en ese mundo que solo conocía de oídas, así que un buen día llamó por teléfono a la Residencia de Estudiantes y preguntó por Federico García Lorca. “Soy la novia desconocida de Luis Buñuel”, se presentó y como aquello despertó el interés del poeta, lo invitó a visitarla en su casa. Tras este primer encuentro, asistió poco después a un recital del granadino en el Palacio de Cristal del Retiro. Al finalizar, Concha le entregó un ramo de flores y Lorca le presentó a Alberti y a Maruja Mallo, quienes por entonces eran pareja.
Al dia siguiente, Concha le mostró a Alberti algunos poemas y este la animó a que continuara escribiendo y se ofreció a aconsejarla. Concha pasaba así a formar parte del grupo de amigos que constituían lo que hemos llamado Generación del 27. Creo que merece la pena que les lea un fragmento de una carta que le dirige a Lorca desde San Sebastián durante el verano de ese año 1925 en que se habían conocido:
El día de la Virgen del Carmen […] hubo en la bahía una gran fiesta de los pescadores. Se celebró misa a bordo de un cañonero. Y yo fui hasta allí nadando. Nadie más que yo asistió a ella de ese modo. Causé extrañeza entre las gentes de las embarcaciones […] También la prensa se ocupó de mí […] Y en el desfile de las embarcaciones, al ir a bendecir el mar un sacerdote, yo, subida en la barca con mi traje de baño, canté con la gente del pueblo […] ¡Qué emocionante mañana pasé! Estuve cuatro horas en la mar[2].
Me pregunto cuál habría sido la reacción de Buñuel ante el comportamiento de la que tan solo unos meses antes era su novia.
Entabló una profunda amistad con Maruja Mallo, a la que sirvió de modelo en algunas pinturas, entre ellas la que ilustra el cartel anunciador de esta conferencia, en el que Concha aparece en bañador y montada en bicicleta. Juntas recorrían los barrios populares y asistían a sus verbenas. Pronto conocería a otras mujeres con similares aspiraciones e inquietudes: Ernestina de Champourcín, María Zambrano o Rosa Chacel. Un mundo nuevo, lleno de atractivos y posibilidades, un territorio de aventura, se ofrecía a aquella muchacha que de niña había soñado ser capitán de barco.
En 1926 publica Inquietudes, su primer poemario, del que más tarde renegaría por considerarlo una obra torpe e inmadura. Es posible que tuviera algo de razón, aunque su juicio fue más duro que el de parte de la crítica; en especial que el de su amiga Ernestina de Champourcín. Refleja en él Concha el tedio de las muchachas de buena posición obligadas a pasar largas horas en casa sin nada en que ocuparse. En cualquier caso, representa un punto importante en su interno proceso de emancipación. Imagino que habrán sospechado que los padres de Concha no veían precisamente con alegría las nuevas ocupaciones de su hija ni sus recientes amistades. Pasaban los años y, tras haber perdido el tiempo en un largo noviazgo finalmente roto, con un joven que no acababa de agradarlos, no solo no se encaminaba hacia la meta que ellos deseaban, sino que cada vez parecía alejarse más de ella. Un día, en San Sebastián, salió de casa con una maleta, pero en la puerta encontró a su madre:
–¿Qué haces? –preguntó la buena mujer.
–Me marcho a Estocolmo.
La madre salió tras ella dando gritos con lo que llamó la atención de un policía. Pese a que la muchacha era ya mayor de edad, el juez decidió confinarla en un hotel hasta la llegada de su padre desde Madrid.
Cuando este se presentó en San Sebastián, la conversación entre ambos hubo de ser muy tensa, pero finalmente y para evitar lo que, sin duda, consideraba un mal mayor, el padre accedió a sufragar la edición de aquel primer libro, a cambio de que Concha desistiera de abandonar el hogar.
Un breve texto inédito conservado en el archivo de la Residencia de Estudiantes y titulado La estrella inquieta permite que nos asomemos a la difícil relación entre Concha y su padre.
Unos personajes enlutados se han reunido a la orilla del mar para lamentar la muerte de Estrella:
Recordábamos a aquella mujer que en este mismo lugar vino a suicidarse porque amaba la libertad, y la libertad es algo que no existe. Dicen que era maravillosa como una estrella; se dijo que era una estrella misma que una noche se desprendió del cielo, de donde fue expulsada por el sol que era su padre; expulsada y maldecida como aquella sirena del mar, porque era una estrella inquieta y perturbaba el ritmo de los demás luceros. Y a la tierra, a este planeta oscuro llegó un día. Era mujer y perseguía su libertad. Ni tesoros, ni amores, ni gloria pudieron encadenarla, y como la libertad, pudo ver que no existe, la dejó de perseguir y se fue hacia la muerte[3].
Sin duda se percibe aquí una vivencia personal, pero también se expresa un conflicto de carácter general, que ha afectado a innúmeras mujeres. Al leer por primera vez el trágico fin de Estrella, la imaginación me la presentó joven, pálida y delicada, todavía asidas unas flores con la mano derecha, tal como John Everett Millais retrató a Ofelia muerta. Tal representación plástica suscita en mi mente múltiples evocaciones. Más allá de la prometida de Hamlet, veo en ella a la Julie Vairon de Doris Lessing y también, cómo no a personajes reales: a Virginia Woolf y Sylvia Plath. Aún más, quizá alguno de entre ustedes haya asistido a mi conferencia anterior sobre María Lejárraga. Es posible entonces que recuerde ese raro episodio en que María en una playa de Barcelona siente un inmenso hastío de vivir y camina hacia las olas, de las que es rescatada por un extraño. Cómo no pensar también en Marga Gil Roësset, la prometedora escultora perteneciente como Concha, al grupo de las Sinsombrero, que se quitó la vida cuando contaba tan solo veinticuatro años; o en Ángeles Santos, quien tras haberse dado a conocer como pintora vanguardista, escribió a su amigo Ramón Gómez de la Serna, entonces en París:
Esta tarde me marcho a un largo paseo. Me bañaré en un río con los vestidos puestos –¡qué contenta estoy de dejar, por fin, el baño civilizado en bañeras blancas!– y después me iré por el campo huyendo de que me quieran convertir en un animal casero[4].
Su padre la encontró desnuda en el bosque profundamente alterada. Como no podía ser de otra manera, la familia decidió ingresarla en un sanatorio. Cuando al cabo del tiempo le dieron el alta, Ángeles abandonó durante años la pintura y, si bien finalmente la retomó, para entonces de su obra había desaparecido todo signo de rebeldía.
No podía faltar en este triste cuadro Alfonsina Storni a quien más adelante me referiré con cierto detalle.
Son todos, destinos trágicos de mujeres que han intentado escapar al lugar que una sociedad patriarcal les asignaba y que han caído en el intento.
También habrá un momento en que Concha, ya en el umbral de la vejez, se sienta tan terriblemente derrotada que intente suicidarse. Pero ahora es una mujer llena de vitalidad que practica el tenis y la natación, conduce su propio coche por las calles de Madrid, escucha jazz y baila el charlestón. Sin embargo, al igual que al resto de las mujeres que intentan abrirse paso en el mundo de las vanguardias artísticas, sus compañeros varones no dejan de tratarla con un benévolo aire de superioridad. Aunque ellas rechazan el término poetisa, al que ven cargado de connotaciones sentimentaloides, cuando La gaceta literaria, la revista dirigida por Ernesto Giménez Caballero donde tienen cabida todas las novedades, decide ocuparse de estas jóvenes que irrumpen en el mundo de la poesía, lo hace dedicándoles dos artículos en números consecutivos, cuyos solos títulos llevan en sí la bandera de la discriminación: Mapa en rosa y Mapa en carmín.
Acabo de mencionar a Ernesto Giménez Caballero, un nombre que quizá alguno de ustedes asocie y con toda razón con el fascismo; así que creo necesario dedicarle una corta digresión. Tras una brillante carrera de Filosofía y Letras, en la que contó, entre otros,  con profesores de la talla de Ortega y Gasset, Américo Castro, Menéndez Pidal y Julián Besteiro, marchó como lector de español a la universidad de Estrasburgo y comenzó a colaborar en diversas publicaciones. En 1927 fundó La Gaceta Literaria, una revista emblemática en la que colaboraron Buñuel, Jarnés, Araquistáin, Alberti, Lorca, Dalí o Moreno Villa. Siempre atento a las vanguardias, escribió obras surrealistas y se vio muy influido por Marinetti, el creador del futurismo. Posiblemente la admiración por el poeta italiano está en el camino que lo llevó al fascismo, del que se declararía abiertamente partidario en 1929 en el prólogo a la traducción de unos textos de Curzio Malaparte, el que luego sería autor de las estremecedoras Kaputt y La piel; quien por entonces militaba en el Partido Fascista italiano, del que después sería expulsado, para terminar su vida en el Partido Comunista. A finales de los años veinte en España, aunque ya se anunciaba la terrible ruptura que desembocaría en la Guerra Civil, todavía era posible la convivencia e incluso la amistad entre personas que pronto formarían en bandos radicalmente enfrentados.
Pero volvamos a Concha tras este breve excurso. En 1926 se había formado en Madrid el Lyceum Club, bajo la dirección de María de Maeztu. Su objetivo era proporcionar a las mujeres un espacio de reunión en que pudieran desarrollar diferentes actividades culturales. A él pertenecieron María Lejárraga y Carmen Baroja, mujeres de la generación anterior, y también las más jóvenes Ernestina de Champourcín, Carmen Conde, Rosa Chacel, Josefina de la Torre y Concha Méndez. Por la sala de conferencias del club desfiló la práctica totalidad de los intelectuales españoles, tanto hombres como mujeres; en algunos casos no sin cierto escándalo, como ocurrió con la intervención de Rafael Alberti titulada Paloma y galápago (no más artríticos), en que el poeta apareció vestido con una enorme levita, un pantalón de fuelle, cuello de pajarita y un diminuto sombrero hongo, podemos decir literalmente que iba de payaso, llevando una jaula con una paloma en una mano y un galápago en la otra. Mientras la mayor parte de las asistentes abandonaron la sala indignadas ante una provocación que no podían comprender, Concha, Ernestina y unas pocas más permanecieron allí y arroparon al conferenciante con sus aplausos. Algo después, en 1929, Concha estrenaría en el Lyceum una obra de teatro infantil, El ángel cartero, para la que realizó los decorados Maruja Mallo.
Antes, en 1927, había publicado un guion de cine, Historia de un taxi, para una película que habría de dirigir Carlos Emilio Nazarí, pero que por diversas circunstancias no llegó a rodarse. Según Juan Pérez de Ayala[5], esta tentativa no obedeció a un capricho artístico, sino a la idea de que en España era posible realizar un cine comercial de calidad, del mismo modo que se hacía en los Estados Unidos o Alemania. De hecho, en un artículo de 1928, El cinema en España, Concha muestra tener unas ideas muy claras sobre lo que pretendía. Un empeño vano, dada la precariedad de la industria cinematográfica en nuestro país.
En ese mismo 1928, publica su segundo poemario, Surtidor. Señala Begoña Martínez Trufero[6] que en este libro se refleja el conflicto de una mujer de mentalidad avanzada encerrada en un momento histórico que coarta sus ansias de libertad; unas ansias que se expresan en ensueños de viajes por mar y tierra, y también en una denuncia de la imposibilidad de alcanzarla. En suma, la melancolía de unas aspiraciones imposibles.
El temperamento de Concha no le permite, sin embargo, someterse a una vida sin ilusión. De improviso, en 1929 decide marchar a Inglaterra. Diríamos que por fin va a realizar un viejo sueño de la infancia. Incluso su amiga Maruja Mallo, tan libre y avanzada, no puede ocultar su sorpresa y temor. Rafael Alberti intenta disuadirla. Todavía no es habitual que una mujer viaje sola y menos a un país extranjero, pero nada puede detenerla. Durante seis meses vivirá en Londres donde se ganará la vida como profesora de español y pronunciará algunas conferencias. Su interés por el cine la lleva a visitar los principales estudios ingleses y, según cuenta en un artículo publicado entonces, es al regresar de uno de ellos, el de Elstree, cuando contagiada por las aspiraciones de un joven actor egipcio, cuyo nombre no menciona, quien deprimido por el clima británico había expresado un ferviente anhelo de trasladarse a Hollywood, en la soleada California, ella toma también la decisión de marchar a América.
Y allí se encaminará tras un breve paso por España. No a los Estados Unidos, como había pensado en un principio, sino a Argentina. No conocemos el motivo de este cambio de destino, aunque es muy probable que se relacione con la apurada situación económica que atravesaba en esos momentos, en que ya no podía esperar la ayuda de su padre. Argentina, aún estaba abierta a los inmigrantes europeos y es precisamente en calidad de tal, con el pasaje más barato, como embarca Concha, ante el escándalo entre otros de don José Ortega y Gasset, quien no puede por menos que censurar tal atrevimiento.
Concha desembarcó en Buenos Aires en la Nochebuena de 1929. Carecía de dinero, pero, en cambio, portaba numerosas cartas de presentación que propiciaron una buena acogida en los círculos literarios. Gracias a ellas entabló pronto conocimiento con Alfonso Reyes, Norah Borges, Alfonsina Storni, Guillermo de Torre, Consuelo Berges y Ramón Gómez de la Serna. También pudo colaborar en la prensa y pronunciar diversas conferencias, así como publicar su tercer libro, Canciones de mar y tierra. Apareció este en junio de 1930, prologado por Consuelo Berges e ilustrado por Norah Borges.
Merece la pena que dediquemos por un momento nuestra atención a tres mujeres con las que Concha entabló en aquellos meses hondas relaciones de amistad. Comenzaré con Norah Borges. Quizá por un instante teman que he sucumbido a la tentación de presentarla en función de los hombres con quienes se relacionó, pero por otra parte creo que les hurtaría una información de interés si ocultara que era hermana de Jorge Luis Borges y esposa de Guillermo de Torre. Más allá de este apunte familiar, fue una destacada artista plástica que partiendo de un estilo naïf, se aproximó al cubismo y al surrealismo. Durante la II Guerra Mundial se integró en un grupo feminista antifascista, la Junta de la Victoria y algo más tarde pasó brevemente por la cárcel, debido a sus actividades en la oposición al general Perón. En cuanto a Alfonsina Storni, esta había sido muy joven camarera, mesera como dicen los argentinos, en el café familiar, pero descontenta con esta vida consiguió un empleo como actriz. Fue luego una destacada poeta que acabaría suicidándose en 1938, al arrojarse desde la escollera del Club Argentino de Mujeres en Mar del Plata. Este hecho inspiró la canción de Ariel Ramírez y Félix Luna, Alfonsina y el mar, que posiblemente ustedes conozcan. Interpretada por múltiples artistas, quizá la versión más difundida en nuestro país sea la de Mercedes Sosa. Por su parte, Consuelo Berges era una maestra española, que colaboró en diversos periódicos, siempre exponiendo ideas radicales y polémicas. Durante la dictadura de Primo de Rivera terminó por exiliarse, primero en Perú y luego en Argentina. Acompañada por Concha Méndez regresó tras proclamarse la República y escribió en publicaciones de la CNT, la FAI y Mujeres Libres. Al terminar la Guerra Civil, huye a Francia, donde es internada en dos ocasiones aunque en ambas consigue huir, pero finalmente, en 1943 es detenida por la Gestapo, que la entrega a las autoridades franquistas. Tras un tiempo en un campo de concentración, queda en libertad gracias a la intervención de influyentes amigos, pero no podrá ejercer como maestra, ni publicar con su propio nombre. Conseguirá, eso sí, ganarse la vida traduciendo libros del francés.
Cuenta Concha que en una ocasión estaba en un café de Buenos Aires en compañía de Consuelo Berges y de Alfonsina Storni[7]. El camarero les entregó una nota de un caballero de una mesa vecina, con estas palabras: “Se ruega a las señoras que no fumen”. La reacción de Concha fue quemar de manera desafiante el papel con la misma cerilla con la que en ese momento encendía los cigarrillos. “¡Qué era aquello de que los hombres nos prohibieran fumar!” exclama al recordarlo ante su nieta. Aún estaban muy lejos los tiempos de las leyes antitabaco y podemos suponer, sin temor a errar, que muchos de los señores presentes en el local, quizá incluso el mismo que las recriminó, aspiraban con deleite el humo de sus habanos.
En Canciones de mar y tierra, el sujeto poético es ya una mujer libre, deportista, políglota y aventurera[8], aunque no falte en alguno de ellos la añoranza de los años felices de la infancia. Begoña Martínez Trufero aprecia incluso el deseo de retomar la relación con los padres, una vez desaparecido todo lazo de dependencia. De hecho, tras su matrimonio con Manuel Altolaguirre, aquella mejoró notablemente.
Concha regresó a España, acompañada por Consuelo Berges, en 1932, ya proclamada la República. Se encontró un país en ebullición donde el estatus legal de la mujer experimentaba un rápido progreso. Nunca fue miembro de organizaciones feministas, a menos que consideremos como tal al Lyceum Club. Tampoco militó en ningún partido político. La razón la había apuntado ella misma en una entrevista de 1928:
¿La opinión mía sobre feminismo? Empezaré por decirle que yo no sé si soy feminista o no. Toda idea que encierre un sentido colectivo me repugna moralmente. Yo soy: individualidad, personalidad. Ahora bien, en cuestión de derechos también pido la igualdad ante la ley. O lo que es lo mismo: pasar de calidad de cosa a calidad de persona, que es lo menos que se puede pedir ya en esta época.[9]
Concha no es una revolucionaria, sino una rebelde y eso le impide afiliarse a una organización donde inevitablemente habrá de estar sujeta a una disciplina. No puede aceptar órdenes que, en nombre de un bien superior, la obliguen a actuar contra lo que en cada momento le dictan sus convicciones y su conciencia. Apoya naturalmente los logros republicanos, gracias a los cuales, la mujer ha pasado, como dice de la condición de cosa a la de persona. En este momento, parece oportuno recordar su fascinación por Casa de muñecas. La Nora inicial, devota esposa sacrificada al bienestar de su marido, se transforma en la Nora final que rompe todas las cadenas. De alguna manera, la legislación republicana ha abierto el camino para que las Noras y las Conchas sean dueñas de su destino.
Ahora en Madrid, asiste a las tertulias de los cafés y a las reuniones de La revista de Occidente. Publica también una obra teatral escrita en Argentina, El personaje presentido. Por entonces, García Lorca le presenta a un poeta andaluz, Manuel Altolaguirre. Pronto surge entre ellos el enamoramiento y rápidamente, en junio de 1932, el matrimonio. Contraviniendo las costumbres de la época, aunque de una manera que a Concha le pareció muy apropiada, dado su compromiso con la vanguardia estética, los novios acudieron vestidos de verde, portando ella, en lugar del clásico ramo de flores, un manojo de perejil. En la ceremonia religiosa firmaron como testigos, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, José Moreno Villa y Jorge Guillén. En la civil, lo hicieron Luis Cernuda y Sánchez Cuesta. En este año publica también Vida a vida. Ahora aparece en su obra el gozo por el placer sexual, unido a la incertidumbre e inquietud producidas por la otredad del ser amado. Aunque el recitar nunca haya sido mi fuerte, voy a permitirme leer una de sus poesías:
¡Qué rizada mar de oro
tu cabello entre mis manos!
¡Qué luz de vida en mi vida
la luz de tus ojos claros!
¡Qué caricias tus caricias!
Y el silencio de esta noche
¡qué silencio tan profundo!
Me parece estar contigo
en las entrañas del mundo.[10]
La pareja comenzó a editar una revista de poesía, Héroe, en una pequeña imprenta que ellos mismos habían adquirido. De esta época se conservan fotografías de Concha vestida con mono de mecánico, pues no contaban con empleados y ellos mismos realizaban todo el trabajo. Pronto, sin embargo, la felicidad se ve turbada por la muerte, al nacer, del primer hijo. Una experiencia dolorosa que traspasará el poemario, Niño y sombras, aparecido en 1936.
En 1934, el matrimonio se desplazó a Londres, donde Manuel había obtenido una pensión para ampliar sus conocimientos de tipografía En la capital británica fueron muy bien acogidos por el embajador, el escritor Ramón Pérez de Ayala, quien les presentó a numerosas personalidades, entre las que Concha recuerda con especial cariño al director del Museo Británico. Allí publicaron una nueva revista poética bilingüe en español e inglés, 1616, y nació Paloma, su segunda hija. Fue su padrino Vicente Aleixandre y la bautizó Dom Luigi Sturzo. Quizá a alguno de ustedes este último nombre no le diga mucho, por lo que me permitiré algunas palabras sobre él. Se trataba de un sacerdote italiano muy interesado en promover la participación de los católicos en la vida política. Con esta finalidad había creado en 1919 el Partido Popular Italiano, que, tras la II Guerra Mundial, daría origen a la Democracia Cristiana. Su oposición al fascismo lo llevó a exiliarse en 1924, primero en Londres y más adelante en Nueva York. Tras su retorno a Italia en 1946 sería nombrado senador vitalicio de la nueva república.
En 1936 Concha y Manuel regresaron a España. En tanto habían prestado su domicilio a Luis Cernuda, con quien mantenían una estrecha amistad y que había dedicado a la niña Paloma su libro Invitación a la poesía. Como ya tenían por costumbre, fundaron una nueva revista, Caballo verde para la poesía, de cuya dirección se encargó Pablo Neruda.
Al comenzar la guerra, ante el rápido avance de los sublevados, Concha, en una reacción quizá poco heroica, pero perfectamente comprensible, solo pensó en poner a salvo a su hija; así que partió con ella hacia París. Pasó un año entre esta ciudad, Londres, Oxford y Bruselas; en tanto que Manuel se alistaba en las fuerzas republicanas y más tarde era nombrado director de La barraca. A poco de marchar, recibió de su marido una carta que califica de enloquecida. En ella le contaba que una bomba había caído durante la madrugada sobre la cuna vacía de la niña.
El matrimonio se reunió de nuevo en Barcelona, donde Concha intentó colaborar con las fuerzas republicanas, algo que le resultó imposible. Incapaz de soportar la crueldad de la guerra, marchó de nuevo a Londres. Manuel, en cambio, permaneció en España hasta la caída de Barcelona en enero de 1939, momento en que entre una inmensa columna de fugitivos pasó a Francia. Atravesaba por entonces una profunda depresión. No solo la República se hundía de manera irremediable. Dos de sus hermanos, Luis y Federico, habían sido fusilados por los milicianos sin que él, un respetado intelectual republicano, pudiera hacer nada por salvarlos. Internado en un campo de refugiados desde el que lo enviaron a un sanatorio psiquiátrico, transcurrió algún tiempo antes de que sus muchos amigos consiguieran que pudiera reunirse con Concha en París.
Tras un breve paso por esta ciudad, en la fueron acogidos por el poeta Paul Éluard y contaron con la ayuda de Pablo Picasso y Max Ernst,  Concha y Manuel marcharon a Cuba, donde permanecieron cuatro años. Allí se reencontraron con María Zambrano, con quien mantuvieron una buena relación de amistad, y otros republicanos españoles y se ocuparon en ayudar a otros exiliados. También montaron una imprenta en la que de nuevo editaron algunos tomos de poesía. En Cuba contaron con la ayuda de María Luisa Gómez Mena, una millonaria amante del arte, de la que Manuel se enamoraría y por la que dejaría a Concha en 1944, a poco de que la familia se instalara en México. Llama la atención el hecho de que esta en un artículo autobiográfico publicado en 1967 y titulado Concha Méndez, menciona la muerte de Altolaguirre, debida a un accidente de tráfico ocurrido en 1959 durante un viaje a España, sin nombrar a María Luisa, que lo acompañaba y que también falleció. El lector que no disponga de otras informaciones no percibirá que el matrimonio se había roto quince años atrás. Por otra parte, Paloma, la hija de ambos, señaló muchos años después que su madre, una vez superado el difícil momento inicial, continuó amando siempre a su padre. Prueba de ello son también las poesías que dedicó a su memoria.
En este tiempo Concha había publicado: Lluvias enlazadas (1939) y Poemas. Sombras y sueños (1944), una obra teatral, La caña y el tabaco, y un auto sacramental, El solitario. En ellos se manifiesta primero la felicidad y la esperanza producto del nacimiento de su hija, y más tarde la tristeza por la desaparición de tantas cosas que ha amado y por las que ha luchado. Como señala Begoña Martínez Trufero:
Es poesía donde el amor, el desengaño, las alegrías y las penas se mezclan con la denuncia de la insolidaridad del ser humano, la reflexión sobre el hecho de estar viva o sencillamente es un claro homenaje a sus poetas preferidos; la poesía no es invención, es su vida, a menudo, la rememoración nostálgica de episodios autobiográficos. […] El amor, la maternidad, la soledad, la muerte y el dolor de vivir son los ejes temáticos estructuradores de este […] período lírico.[11]
Una breve poesía nos permite evocar sus sentimientos de aquellos años:
Antes me asomaba al mar
y el corazón en el pecho
se me ponía a cantar.

Y cuando el mar no veía,
era la tierra el pretexto
para vivir mi alegría.

Y otras veces, era el cielo,
o una canción, o unos ojos
lo que me alzaba del suelo.

Ahora cuando veo la mar,
escucho mi corazón
y se me pone a llorar.[12]
La derrota republicana implica la pérdida de aquellas conquistas legales que habían abierto a las mujeres el horizonte de la igualdad. Puertas entreabiertas que vuelven a cerrarse. Incluso, aunque el arquetipo sea sustancialmente el mismo, en la retórica belicista del fascismo la mujer ya no será a menudo tanto el ángel del hogar como el descanso del guerrero.
Concha, como tantos otros españoles, se beneficia de la generosa acogida del presidente Lázaro Cárdenas y del pueblo mexicano, pero la realidad es triste. A la nostalgia por la patria perdida se suma la decepción por el abandono del hombre amado. El futuro se ha truncado de manera irremediable.
Viene luego una larga etapa de silencio, rota por la publicación de un nuevo poemario, Villancicos, en 1967. Le siguen en 1979 Vida o río, en 1981 Entre el soñar y el vivir, y ya póstumo, Con el alma en vilo (1986). Pese a sus intenciones, Concha no se ha integrado bien en el país de acogida y se ha mantenido alejada de los círculos literarios mexicanos. Se siente marginada por su condición de extranjera y de mujer. La reflexión sobre su esfuerzo por mantener una vida libre, por pasar de la condición de cosa a la de persona, la lleva ya en la vejez a plantearse la desoladora pregunta de si ha valido la pena. Los desengaños parecen haber quebrado su espíritu. La boda y la maternidad de Paloma, la llevan a refugiarse en el hogar, a ocuparse en el cuidado de la casa y de los nietos. No deja de escribir, pero lo hace en la intimidad sin manifestar durante años ninguna intención de publicar. Si, como hemos señalado al principio de esta conferencia, Concha en su juventud había luchado por salir del ámbito privado del oikos, para que su voz resonara en el espacio público de la polis; ahora, derrotada, se ha replegado a la seguridad doméstica. Hay momentos oscuros en que abrumada medita sobre la muerte e incluso un intento de suicidio mediante la ingestión de pastillas. Será la criada quien la halle exangüe en la cama y dé la voz de alarma a la familia. La rápida intervención de los médicos pudo salvarle la vida.
Al menos en el fracaso cuenta con la atención de amigos, como María Zambrano, que se preocupan por ella y la aconsejan. Sobre todo destaca la presencia de Luis Cernuda, a quien Concha acoge primero de manera esporádica y desde 1953 permanente, en su casa de Coyoacán. Este, que siempre sintió un cariño especial por Paloma, recordemos que le había dedicado un libro cuando todavía era un bebé, acabó haciendo el papel de abuelo para sus hijos. Los recogía del colegio, los ayudaba en las tareas escolares, les compraba regalos de Reyes. Se ha dicho que allí, en aquella vivienda compartida con Concha, Paloma, el marido de esta, Manuel Ulacia, y los cuatro hijos de ambos, Cernuda disfrutó del único hogar que conoció a lo largo de su vida. Allí, el 5 de noviembre de 1963, Paloma, extrañada de que no hubiera bajado a desayunar, subió a su habitación y lo encontró muerto. Había fallecido durante la noche de un ataque al corazón. Con él Concha perdía el último vínculo con su generación, esa Generación del 27 con la que su nombre nunca es mencionado. Ya solo le quedaban la familia y los recuerdos. Esa mujer que en su juventud había dado un ejemplo de rebeldía y de modernidad se habría borrado totalmente, como tantas otras, de la memoria colectiva, de no haberlo impedido el amor y la dedicación de su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre.



[1] AZAÑA, Manuel (1981) p. 374
[2] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 69
[3]MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 45
[4] BALLÓ, Tània (2016) p. 138
[5] PÉREZ DE AYALA, Juan: “Historia de un taxi (1927). La aventura cinematográfica de Concha Méndez” en VALENDER, James (ed) (2001) p. 146
[6] MRTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 93
[7] VALENDER, James “Concha Méndez en el Río de la Plata” en VALENDER, James (ed) (2001) p. 161
[8] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 170
[9] ITURRALDE, Gamito, “Campeona de natación y poetisa. Concha Méndez del Lyceum Club” en VALENDER, James (ed) (2001) p. 35
[10] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 245
[11] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 570
[12] MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011) p. 338

Bibliografía:

BALLÓ, Tánia (2016). Las Sinsombrero. Espasa, Madrid
MARTÍNEZ TRUFERO, Begoña (2011), La construcción identitaria de una poeta del 27: Concha Méndez Cuesta (1898-1986), UNED, Madrid
MÉNDEZ, Concha  (2008) Poesía completa. Diputación Provincial de Málaga
MERLO, Pepa (ed) (2010) Peces en la tierra. Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27. Fundación José Manuel Lara, Sevilla)
VALENDER, James (ed (2001). Una mujer moderna. Concha Méndez en su mundo (1898-1986). Residencia de Estudiantes, Madrid
ULACIA ALTOLAGUIRRE, Paloma (1990), Concha Méndez, memorias habladas, memorias armadas, Mondadori, Madrid

Comentarios

  1. El apellido de la investigadora de Concha Méndez es MARTÍNEZ TRUFERO no GÓMEZ TRUFERO.
    Rogaría que lo corrigiera.

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  2. Le agradezco la corrección. En el cuerpo del artículo había citado bien el apellido, así como en la bibliografía; sin embargo, en las notas se había deslizado de manera que me resulta incomprensible el error que usted señala. Creo que ya está totalmente corregido.

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