María Lejárraga (1874-1974) y la lucha de las mujeres por ocupar el espacio público

Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 10 de marzo de 2016

Introducción

Aunque, entre otros, los esfuerzos de Antonina Rodrigo, Alda Blanco y Patricia O’Connor hayan hecho que María Lejárraga ya no sea esa mujer en la sombra de que hablaba la primera, aún parece faltar mucho para que reciba el reconocimiento que su amplia labor como literata y activista, tanto en defensa de los derechos de la mujer como, en general, de los sectores sociales más desfavorecidos, merece. El cambio en las modas literarias, unido al exilio al que fue empujada por nuestra Guerra Civil no bastan para explicar el olvido que durante décadas cayó sobre ella. A ellos hay que añadir una razón de índole personal cuyas causas apenas podemos vislumbrar, pero cuya realidad es muy ilustrativa de la hostilidad a que debían enfrentarse las mujeres que en los inicios del siglo XX osaban adentrarse en territorios hasta entonces casi exclusivos del varón.
Tradicionalmente los ámbitos de actuación de la mujer y del hombre se han concebido como separados. El lugar de la primera sería el oikos, esto es, el espacio privado del hogar; en tanto que el del segundo sería la polis, el espacio público del ágora. A la mujer le corresponderían las tareas domésticas, incluido naturalmente el cuidado de los hijos, y al hombre, la relación con el exterior: básicamente, la aportación de sustento y la participación en la defensa de la ciudad. Aunque ambos se piensan como igualmente necesarios para la subsistencia y, por tanto, como complementarios, la relación entre ellos no es de igualdad y, de hecho, está sembrada de conflictos que, invariablemente se resuelven mediante la subordinación de lo femenino a lo masculino.
La oposición entre oikos y polis es uno de los temas centrales en la Antígona de Sófocles. ¿Qué hay en esta tragedia para que tantos siglos después de su composición continúe fascinándonos? De ella se han ocupado, ya sea analizándola o recreándola, entre muchos otros Hegel, Hölderlin, Kierkegaard, Anouilh, Brecht o Steiner. Recordemos. A la muerte de Edipo, sus dos hijos varones, Eteocles y Polínices, han de turnarse en el trono, pero el primero se niega a entregarlo a su hermano cuando llega su turno. Ansioso de venganza, Polínices busca la ayuda de otros héroes y marcha sobre Tebas. Ambos hermanos se dan muerte mutuamente en un feroz combate. Creonte, que queda como regente, decide —aquí comienza la obra de Sófocles— que Eteocles sea enterrado con honores, como corresponde a quien ha caído en defensa de la ciudad, en tanto que a Polínices, considerado traidor por haberla atacado, le niega la sepultura. Frente a esta decisión política, se alza Antígona, hermana de ambos. A ella no le importa quién haya luchado en un bando o quién en otro, ni quién sea el agresor, tampoco si las acciones de uno u otro están justificadas. En su corazón solo hay lugar para la piedad y, por eso, en nombre de unos principios familiares anteriores a la política, decide enterrar ritualmente a Polínices, a fin de que su alma encuentre descanso en el inframundo. Con ello quebranta la ley y consecuentemente es condenada a muerte. En macabro paralelismo con su hermano, muerto sin sepultura, ella será sepultada en vida. Creonte, por su parte, quedará privado de familia, pues desesperados se suicidan tanto su hijo Hemón, prometido de Antígona, como su esposa Eurídice.
Aunque el coro concluya exhortando a la piedad, el conflicto entre oikos y polis conlleva ineludiblemente la victoria de la segunda, pues incluso en ese ámbito privado en que se desarrolla la actividad de la mujer, la autoridad le corresponde al varón. Goza este de una preeminencia que solo muchos siglos después será discutida.
El 21 de diciembre de 1879, un teatro de Copenhague estrenó una obra que inmediatamente desató una encendida polémica. Me refiero, naturalmente, a Et dùkkehjem, de Henrik Ibsen, conocida en nuestro idioma con el título de Casa de muñecas. Nos encontramos de nuevo ante una obra teatral de enorme repercusión. No es para menos. Frente a una sociedad en que la mujer continúa, como en la antigua Grecia, relegada al ámbito doméstico, Nora, la protagonista, lanza un formidable grito de rebeldía y abandona a un marido, cuya recién descubierta mezquindad le resulta insufrible. Es una decisión dura, pues implica también la separación de los hijos, ya que, aunque eso, por sabido, no se explicite en el texto, en todos los países europeos la patria potestad correspondía al varón y ningún juez en ningún lugar le hubiera dado la custodia. Hastiada por una moral hipócrita que encasilla a la mujer en el papel de ángel del hogar, Nora rompe con todas las normas y marcha a afrontar el desafío del mundo exterior. En suma, deja la falsa seguridad del oikos por la incertidumbre de la polis. Como se decía en la propaganda estadounidense durante la Guerra Fría: escoge la libertad.
Dos mil doscientos años median entre Antígona y Nora. Un largo período a cuyo final la mujer comienza a adentrarse en un mundo hasta entonces reservado al varón: el de la polis.

Primeros años

Nació María de la O Lejárraga en San Millán de la Cogolla, la cuna de la lengua castellana, algo que ella siempre recordó con innegable satisfacción. Corría el año 1874 y su padre ocupaba en el pueblo la plaza de médico y debía atender las aldeas vecinas. Podemos imaginarlo acudiendo en plena noche a lomos de una caballería, quizá azotado por la lluvia o por la nieve, a ocuparse de un parto o de cualquier otra urgencia. Un médico rural tenía por fuerza que estar listo para marchar en cualquier circunstancia allá dónde se le necesitara, en ocasiones en competencia con curanderos y saludadores. Era una dedicación absoluta que los aldeanos, a menudo pobres y carentes de la más elemental instrucción, agradecían con lo que podían ofrecerle: trigo, huevos, gallinas, fruta; en fin con los mejores productos de su tierra y de su trabajo; pero, sobre todo, con un profundo respeto. Hablo del último cuarto del siglo XIX, pero, incluso a finales de los años cincuenta del siglo XX, cuando mi suegro ejerció la medicina en algún pueblo de la provincia de Guadalajara, se mantenía sin apenas cambios aquella estampa secular.
La madre era maestra, aunque por entonces, como era habitual en las mujeres casadas, no ejercía su profesión, ocupado por completo su tiempo en las labores del hogar y en la crianza de unos hijos que alcanzaron el crecido número de siete; de los cuales María fue la primogénita. Todos ellos recibieron en casa, por parte de su progenitora, una esmerada educación en la que ocupó un lugar destacado el aprendizaje de la lengua francesa. Muchos años después, en los duros tiempos del exilio, cuando atravesaba una muy difícil situación económica, María buscó trabajo como traductora. Este infortunio nos permite saber que dominaba no solo el francés, sino también el inglés, el italiano, el portugués y el ruso. Además, aunque en ese momento no lo mencione, seguramente porque no esperaba que le reportara ningún ingreso, también conocía el catalán, pues había traducido algunas piezas dramáticas de su amigo Santiago Rusiñol. No debía considerarse, por el contrario, con la suficiente competencia en alemán, pese a que durante algún tiempo había estudiado ese idioma.
La precisión de pensar en el futuro de una prole en rápido crecimiento, empujó al padre a buscar destinos más próximos a Madrid. Así, en 1878, obtuvo plaza en Buitrago y poco después en el todavía pueblo de Carabanchel Bajo. Hemos de entender que, tanto económica como culturalmente, la familia Lejárraga ocupaba un lugar que en la España de entonces se puede calificar, sin lugar a dudas, como privilegiado. Sin ser ricos, aún sometidos a las incertidumbres que en aquellos tiempos acechaban a unas clases medias que no acababan de consolidarse, siempre disfrutaron de unas ventajas y comodidades vetadas a la mayor parte de sus vecinos. María podía jugar con un teatrillo a representar junto a sus hermanos aventuras sugeridas por sus numerosas lecturas, ya fueran estas las novelas de Mayne-Reid, las de Hawthorne o episodios del Quijote; pero también compartía su tiempo con los niños de los múltiples asilos de Carabanchel atendidos por su padre: el de huérfanas, el de ciegos o el de inválidos. De este contacto diario con la miseria y el dolor de los desfavorecidos, surgirá una preocupación social que se manifestará tanto en su labor docente, como en su obra literaria, y que culminará en su compromiso político.
Eran muy pocas en aquellos tiempos las posibilidades educativas, más allá de los primeros niveles, abiertas a las mujeres. María, fuera por vocación, por seguir la tradición de su madre o porque no había mucho donde elegir, decidió cursar estudios de Magisterio en la Escuela Normal de Maestras de Primera Enseñanza. Su coetánea, María Goyri fue la primera mujer que en España realizó la carrera de Filosofía y Letras. Para ello hubo de solicitar autorización a la Dirección General de Instrucción Pública, que se la concedió con una serie de condiciones encaminadas a preservar, así se decía, su integridad moral y a evitar tentaciones a sus compañeros. Entre ellas cabe citar la prohibición de permanecer en los pasillos y entablar conversación con los alumnos varones o sentarse cerca de ellos. Corría el año 1891.
En 1895, María Lejárraga obtuvo por oposición una plaza de maestra en la Escuela Modelo, hoy CEIP Pi y Margall, sita en la plaza del 2 de Mayo de Madrid. Pronto su inquietud la llevó a fundar en ella una biblioteca, cuya dirección asumió y para la que escribiría su primera obra: Cuentos breves, la única aparecida con su propio nombre. Para entonces había ya iniciado con Gregorio Martínez Sierra una relación que comenzó siendo simplemente de colaboración literaria y que en poco tiempo desembocaría en noviazgo y matrimonio. Eran los Martínez Sierra una familia de industriales residentes en Madrid. También ellos con numerosos hijos, veraneaban, por extraño que hoy pueda parecernos, en Carabanchel. Allí se conocieron María y Gregorio. Les unió su común afición por la literatura, en especial por el teatro.

El enigma

Llegado este momento se plantea el gran enigma que ha contribuido al oscurecimiento de la figura de María Lejárraga. Esclarecida desde las investigaciones de Patricia O’Connor la verdadera autoría de las obras aparecidas bajo el nombre de Gregorio Martínez Sierra, surge obviamente la pregunta por los motivos que llevaron a María a presentar su obra bajo el nombre de su marido. Algo de por sí extraño y que se torna aún más desconcertante dada la activa militancia feminista de la autora.
Ella misma da algunas pistas en el libro de memorias Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración, aparecido en 1953. Señala la decepción producida por la indiferencia con que sus padres acogieron su primer libro de cuentos. Habría reaccionado prometiéndose que jamás aparecería otra obra en que firmara como María Lejárraga. Parece que nos encontramos ante una rabieta juvenil que fácilmente hubiera pasado con el tiempo, sin dejar otra huella que un desagradable recuerdo. Tampoco pretende María que esta fuera la razón de mayor peso. A ella se suma el hecho de que durante los primeros años de matrimonio, mientras intentaban abrirse camino en el competitivo mundillo teatral madrileño, su sueldo como maestra era el único ingreso fijo con que contaba la familia. Eran tiempos en que los escritores vivían en un ambiente bohemio y noctámbulo dedicando largas horas a discusiones en los cafés. Un modo de pasar el tiempo considerado inapropiado para una mujer y, desde luego, totalmente inaceptable si esta se ocupaba en la educación de los niños. Para unos jóvenes, cuyas ambiciones se orientaban hacia el teatro, la asistencia a aquellas tertulias era algo obligado, pues solo en ellas podían anudar relaciones con autores consagrados que los apadrinaran en el difícil empeño de convencer a un empresario de que se arriesgara a producir la obra de un desconocido. María no solo debía rehuir aquellos ambientes por razones de presión social. Estaba además sujeta a un horario de trabajo que la obligaba a madrugar. Mientras ella acudía a impartir sus clases, Gregorio permanecía en la cama recuperando las horas hurtadas al sueño durante la noche.
Aún queda otro factor. Señala María que ella, como mujer joven profundamente enamorada se daba por satisfecha con que sus obras corrieran por el mundo bajo el nombre de su marido. No hay que desdeñar esta explicación porque, como señala Alda Blanco, los sentimientos en ocasiones nos hacen caer en trampas afectivas. Incluso tras iniciarse la relación de Gregorio con Catalina Bárcena, no se rompió la convivencia de la pareja ni se interrumpió una colaboración que se prolongó más allá de la separación legal en 1922. Se llegó a constituir un  extraño triángulo en que María escribía las obras teatrales que luego Gregorio dirigía y producía, mientras que Catalina, como primera actriz de la compañía Martínez Sierra, se encargaba de representarlas.
María nunca reivindicó para sí la exclusividad de la autoría de las obras firmadas por Gregorio, sino que sostuvo que estas habían sido realizadas en colaboración. Sin embargo, la correspondencia entre ambos, así como el testimonio de actores de su compañía muestran que ella realizaba todo el trabajo literario. Una obra teatral, empero, no es un texto para ser leído y solo alcanza la plenitud artística cuando es representada. Aquí sí que es decisiva la intervención de Gregorio, uno de los más creativos e innovadores directores de escena del primer tercio de nuestro siglo XX. Si no hubiera caído en desuso la terminología del Siglo de Oro se habría dicho que María era el ingenio y Gregorio el autor.
Por más que para el teatro quepa esta matización que justificaría la consideración de Gregorio como colaborador, el hecho es que su firma aparece también en las novelas y, lo que aún resulta más sorprendente, en los ensayos feministas. Es posible que María, por las razones antes expuestas, aceptara en un principio, quizá sin pensar mucho en las consecuencias, que sus obras aparecieran bajo la rúbrica de Gregorio Martínez Sierra y que luego se viera envuelta en un laberinto del que no supo o no quiso salir. De alguna manera, el nombre de su marido se convirtió, según señala Alda Blanco, en su pseudónimo literario. Solo mucho más adelante, ya fallecido Gregorio, firmó con su verdadero nombre de pila, pero aún entonces manteniendo el apellido Martínez Sierra.
También se ha dicho que Gregorio Martínez Sierra fue el nombre comercial de una empresa en que ambos se repartían el trabajo. Él se ocuparía de las relaciones públicas, para las que estaba dotado de indudable talento, y ella de la creación literaria. En cualquier caso, resalta un hecho: por retornar a los términos utilizados al principio de esta conferencia, diré que mientras María trabajaba en la serena intimidad del oikos, Gregorio afrontaba el agitado espacio público de la polis.

El modernismo

La boda, celebrada en 1900, no fue del agrado de los padres de María, quienes recelaban de la juventud del novio, seis años menor que ella, y sobre todo de su delicada salud, siempre acechada por la tuberculosis, verdadero azote de su familia, por cuya causa murieron en plena juventud cinco de los ocho hermanos de Gregorio. Se trató, en todo caso, de un momentáneo disgusto que, según parece, se desvaneció sin dejar rastro.
Madrid era entonces un hervidero cultural en que los jóvenes modernistas luchaban denodadamente por abrirse paso en un mundo en que aún se mantenían en plena actividad autores como Galdós y Echegaray, a los que se sumaban los escritores de la generación del 98. Si repasamos la lista de amigos de la pareja en aquellos primeros años de matrimonio, cuando todavía eran unos desconocidos en busca desesperada de editor o de empresario, no podemos evitar, al menos a mí me ocurre, sentir una punzada de envidia. En ella figuran nombres capitales de la vida literaria y musical del primer tercio del siglo XX. Sin pretender una lista completa y mucho menos ordenada, nos encontramos con Juan Ramón Jiménez, Manuel de Falla, Joaquín Turina, Santiago Rusiñol, Jacinto Benavente, Benito Pérez Galdós, los hermanos Álvarez Quintero, Antonio y Manuel Machado. Eran los tiempos de lo que posteriormente se ha convenido en denominar Edad de Plata de la literatura española y en ella María y Gregorio ocuparon un lugar de primordial importancia que luego, desgraciadamente, ha quedado oscurecido, casi olvidado. Su labor no se limitó a la escritura, sino que se abrió en un sinfín de iniciativas que hicieron de ellos, durante las primeras décadas del siglo XX, los grandes animadores de la vida cultural madrileña. Revistas literarias y aventuras teatrales constituyen lo más destacado de una febril actividad.
En 1901 aparece Vida moderna, un primer intento de la pareja de crear una publicación muy cuidada en la apariencia formal, en la que, junto a plumas consagradas, se recogieran colaboraciones de los talentos literarios emergentes. Su vida fue efímera, pero en 1903 le siguió con similar voluntad Helios, cuyos socios fundadores, junto a Gregorio y María, fueron Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala y Pedro González Blanco. Tampoco de esta aparecieron muchos números pues pronto se acabó el dinero. Hemos de considerar que Gregorio, dotado de una gran sensibilidad estética, entendía que la revista, en consonancia con la riqueza de sus contenidos, debía presentar un aspecto elegante y refinado, algo en lo que todos estaban de acuerdo, pero que innegablemente encarecía los costes. Aunque los colaboradores, entre los que figuraron, aparte obviamente de los socios, Rubén Darío, Azorín, Unamuno, Juan Valera, los Machado, los Álvarez Quintero, Salvador Rueda y otras firmas, unas ya famosas y muchas que pronto lo serían, renunciaran a cobrar sus trabajos en aras de la amistad, los gastos eran inasumibles. Helios, no obstante, fue un vehículo de primer orden en la difusión del modernismo en nuestro país.
Al año siguiente, aparece, entre otros trabajos, Sol de tarde, con prólogo de Santiago Rusiñol, buen amigo de la pareja, gran pintor y escritor notable en lengua catalana, algunas de cuyas obras, como ya se ha dicho, traducirá María al castellano.

Europa

1905 es el año del primer viaje al extranjero. María obtiene una beca para ampliar estudios, otorgada por la Escuela Normal Central. En octubre, tras un breve paso por Burdeos, el joven matrimonio llega a París, donde compartirán el tiempo con Rusiñol y conocerán a Isaac Albéniz. Ni qué decir tiene que por aquel entonces los españoles, al menos los de mentalidad progresista, miraban a la capital francesa con un arrobamiento al que no faltaba un poso de envidia. Ante unas conciencias abatidas por el aún reciente desastre de 1898 y entregadas a una dolorosa introspección, París aparecía como la tierra del progreso y de la libertad. Aquellos que tenían inquietudes intelectuales no podían dejar de admirar extasiados la ebullición estética que animaba la colina de Montmartre. Claro está que no todo eran luces. Francia aún no había superado, quizá todavía no lo haya hecho, la conmoción del affaire Dreyfus, y se encaminaba inconsciente a la orgía destructiva de la guerra del 14, pero pocos extranjeros alcanzaban a percibir sombrías nubes en el radiante cielo de la Ville Lumière. Permanecieron un mes en la ciudad bohemia por excelencia, pues en noviembre Gregorio regresó a Madrid y María continuó sola hacia Bruselas.
Acaso ahora no veamos en esto nada de sorprendente, pero en la España de hace un siglo no era en ningún modo habitual esta situación en que la esposa continúa un viaje por el extranjero, en tanto que el marido vuelve a España. Tampoco lo era, claro está, el que tan solo ella aportara un ingreso regular a la familia.
Vinieron, por tanto, para María meses de soledad, en los que dedicó el tiempo al estudio del sistema educativo belga. De inmediato quedó gratamente sorprendida. En las escuelas  encontró a alumnos bien alimentados y adecuadamente vestidos, muy diferentes de aquellos suyos de Madrid, que con frecuencia faltaban a clase los días lluviosos y fríos de invierno por carecer de un calzado apropiado. Se entusiasmó al comprobar que en las escuelas se impartían clases sobre asuntos tan útiles como enviar correos certificados o reembolsos y abrir cuentas bancarias o extender cheques, y mereció también su aprobación la importancia dada a la educación física. Hagamos un inciso para señalar que cuando meses después regresó a España, imbuida de ideas renovadoras, las autoridades educativas le hicieron ver que no estaban dispuestas a amparar sus ensoñaciones. Pero volvamos a Bélgica. Pese a que pronto Aimé Rutot, conservador del museo de Historia Natural de Bruselas y hombre hondamente preocupado por los problemas sociales, le mostró que tras esa capa de bienestar que ella percibía, se ocultaba una realidad menos amable, nació en este tiempo en el corazón de María un amor por Bélgica que la acompañaría el resto de su vida.
Gregorio se reunió con ella a principios de febrero. En el ínterin, María ha mantenido una nutrida correspondencia con Juan Ramón Jiménez, en la que ambos se tratan con sorprendente familiaridad. Las cartas, de las que Antonina Rodrigo reproduce amplios fragmentos, revelan una profunda intimidad y camaradería. Ambos intercambian en tono inequívocamente afectuoso confidencias, recomendaciones, pequeñas bromas y suaves reproches. Pero nada hay que permita suponer que la relación fuera más allá de una honda amistad. De hecho, Juan Ramón trató con asiduidad al matrimonio y su noviazgo con Zenobia Camprubí se inició en la casa madrileña de los Martínez Sierra. Por otro lado, no cabe la menor duda de que María estaba profundamente enamorada de Gregorio. Nos encontramos en todo caso ante un rasgo característico de su personalidad: la capacidad para entablar íntima amistad con hombres de gran sensibilidad estética. Entre ellos se cuentan Manuel de Falla, Joaquín Turina, José María Usandizaga o Santiago Rusiñol. Precisamente este, cuya profunda misoginia le llevaba a rehuir en lo posible la compañía femenina, se encargó durante una de sus estancias en París de ir con ella, un día en que Gregorio debía ausentarse, al museo de Cluny. Cuando más tarde Gregorio les preguntó cómo lo habían pasado, Rusiñol respondió: “María no es una mujer, es un amigo.”
Tras un recorrido por los Países Bajos y Renania, visitaron de nuevo París, donde compartieron pensión con Eugenio D’Ors, y de allí marcharon a Londres. Del relato precedente quizá alguien saque la impresión de que nuestros personajes gozaban de una situación económica acomodada. Se trataría de una visión alejada de la realidad. La beca de María no era muy cuantiosa por lo que, aunque obtenía algún dinero extra gracias a traducciones encargadas por la editorial francesa Garnier, se veían obligados a economizar en alojamiento, transporte y alimentación. Ocasionalmente realizaban algún dispendio. Así, en Colonia pudieron asistir en las localidades más baratas a una representación de Los maestros cantores de Nüremberg. Sin embargo, pese a la modestia a que se veían obligados, las cartas de presentación de algunos de sus ya famosos amigos españoles, les abrieron las puertas de la vida intelectual europea y les granjearon relaciones con numerosos e influyentes personajes. Gracias a ellas, la estancia en Londres, como la anterior en Bruselas, fue rica y gratificante. Muchos años después, María recordaría con cariño la hospitalidad con que habían sido acogidos en la capital británica, y la honradez y generosidad de los ingleses. En sus visitas a las escuelas quedó impresionada por la importancia dada a la educación en ciertos valores, como la lealtad. Pero sabedora de que había en la vida londinense aspectos menos risueños, quiso conocer las barriadas pobres en las que trabajadores sin cualificación y desempleados se hacinaban en viviendas insalubres. También recorrió el barrio judío, unas calles que evoca como miserables y con el aire viciado, pero habitadas por unas gentes de firme voluntad y llenas de esperanza; una característica que, según afirma, encontró en todas las comunidades israelitas.
Como anteriormente se ha señalado, al regreso de su viaje comprendió de inmediato que nunca podría aplicar las ideas pedagógicas adquiridas en aquellos meses. Quizá esta razón influyera en el hecho de que en 1907 solicitara la excedencia como maestra para dedicarse por entero a la creación literaria; actividad que ya le reportaba, siempre escudada en el nombre de Gregorio, un aceptable nivel de ingresos.

Años de triunfo

Estos meses en el extranjero no solo ampliaron los horizontes de María, sino que en ellos se gestaron dos de los que serían sus grandes éxitos literarios. En su transcurso, escribe la novela Tú eres la paz, publicada en 1909, y también concibe el argumento del drama Canción de cuna, que se estrenará en 1911.
Sucede en estos años de triunfo un extraño incidente que Antonina Rodrigo no duda en calificar de intento de suicidio, en unas circunstancias que evocan la muerte de Virginia Woolf. En la primavera de 1909 Gregorio propuso que realizaran un viaje a Italia, idea que encantó a María. Comenzaron, pues, los preparativos, pero cuando ya faltaban pocos días para la partida él pretextó que importantes asuntos lo forzaban a quedar en Madrid, por lo que acordaron reunirse al cabo de dos semanas e inició ella el camino en solitario. En Barcelona María, según ella misma relata, viéndose obligada a esperar tres horas la salida del tren hacia Francia, paseó sin rumbo hacia una playa solitaria y allí, fascinada por las olas, comenzó a caminar ensimismada hacia ellas, invadida por un insoportable tedio de vivir. La intervención de un desconocido alarmado por su comportamiento puso fin al raro episodio. Al parecer, las excusas de Gregorio para permanecer en Madrid encubrían el deseo de quedar a solas con la joven actriz Catalina Bárcena con quien posiblemente había iniciado ya lo que sería una larga relación amorosa. La sospecha de la infidelidad o simplemente el desapego de Gregorio explicarían el comportamiento de María.
Con veintiún años Catalina ya se había dado a conocer en el mundo teatral y era celebrada por su belleza y por la hermosura de su voz. Ante ella, Gregorio asumió el papel de protector encargado de conducir su carrera. Por lo demás, como queda patente en una entrevista publicada en 1928, se trataba de una mujer de escasa cultura y nula inquietud intelectual. En suma, el polo opuesto a María. Esta abrigó aún durante mucho tiempo la esperanza de recuperar a Gregorio, con quien siguió conviviendo. Solo en la primavera de 1916, según confiesa en carta a Manuel de Falla, comprendió que la situación era irreversible. Con todo, el matrimonio no se separó hasta 1922, cuando Catalina dio a luz a un hijo de Gregorio. Sorprendentemente, no aprovecharon luego la legislación republicana para divorciarse.
Los problemas matrimoniales no impidieron que María continuara escribiendo para su esposo. Este se había embarcado en 1916 en la aventura del Teatro del Arte, que, con sede en el teatro Eslava, afrontó la renovación de las artes escénicas en España. Allí, con él como director artístico y Catalina Bárcena como actriz joven, se representaban las obras escritas por María, junto a las de Bernard Shaw, Ibsen, autores clásicos como Shakespeare o Molière, y también talentos que comenzaban a abrirse paso: García Lorca, Concha Espina, Alberto Insúa y muchos más. Todas ellas con una escenografía innovadora y extremadamente cuidada. Esta labor se complementaba con las publicaciones, también impulsadas por Gregorio, quien ya había lanzado anteriormente la editorial Renacimiento y ahora continuaba con las muy esmeradas Colección Estrella y Colección de la Esfinge, en las que aparecieron obras maestras de la literatura universal, tanto clásica como moderna, y en las que María colaboró como traductora. Estas empresas desempeñaron también un papel político clandestino ya que, según cuenta Amaro del Rosal, uno de los fundadores en 1920 del Partido Comunista Español, surgido de las Juventudes Socialistas (al año siguiente, una escisión del PSOE daría lugar al Partido Comunista Obrero Español. Ambos se unirían a fines de 1921, dando lugar al Partido Comunista de España), las editoriales de Martínez Sierra se utilizaron, gracias a la intervención de María, para hacer llegar a la joven organización dinero procedente de la III Internacional.
María colaboró también con algunos de los grandes músicos de la época. Ya se ha mencionado su estrecha amistad con Manuel de Falla. Para él escribió el libreto de El amor brujo  (1915-1916). Antes ya había trabajado con José María Usandizaga en Las golondrinas (1914) y con Joaquín Turina en Margot (1914). Por Usandizaga sintió un cariño casi maternal. El compositor que, enfermo de tuberculosis, moriría en 1915 a la edad de veintiocho años, se alojó durante semanas en casa de los Martínez Sierra. María intentó en ese tiempo velar por él, pero el joven donostiarra saboreaba el éxito en Madrid y no estaba dispuesto a sacrificar las salidas nocturnas y las veladas en los cafés. Con Joaquín Turina, además de en la obra ya citada, colaboró en la ópera de ambiente oriental Los moros y la pastora, para cuya preparación ambos realizaron un viaje a Tánger en abril de 1915.

Feminismo

A estos trabajos, María añade una activa militancia feminista, que se traduce en la publicación de varios libros, paradójicamente firmados con el nombre de Gregorio, y también en la participación activa en diversas organizaciones. Entre los primeros hay que recordar Cartas a las mujeres de España (1916), Feminismo, feminidad y españolismo (1917), La mujer moderna (1920), La mujer española ante la República (1931) y Nuevas cartas a las mujeres de España (1932). En ellas lucha contra el extendido estereotipo de las feministas como marimachos resentidas, reclama el acceso de la mujer a todos los grados educativos y su plena participación en la vida laboral. Frente a quienes argumentan que de esta forma se arruinaría la familia, sostiene que, al contrario, un matrimonio fundado sobre la igualdad entre ambos cónyuges y la independencia de la mujer ofrecerá para la educación y desarrollo de los hijos un marco mucho más rico y adecuado que aquel basado en la ignorancia y la sumisión femenina. En los escritos de los años treinta, a estas consideraciones se les añade la idea, ahora explícita, de que los diferentes roles asignados a los sexos no resultan de ningún orden natural, sino que son una construcción social y cultural, obra de los hombres; algo que la convierte en una de las teóricas del feminismo más avanzadas del momento.
Es la defensa de los derechos de la mujer, lo que conducirá finalmente a María al ámbito público de la polis, sin ocultarse ya tras el nombre de su marido, aunque continúe usando este como extraño pseudónimo en sus publicaciones. En 1919 es elegida para el puesto de secretaria del comité español de la Alianza para el Sufragio Femenino y al año siguiente encabeza la exigua delegación española en el VIII congreso de la Alianza, celebrado en Ginebra. Entre 1926 y 1936 participa en el Lyceum Club, una iniciativa dirigida por María de Maeztu, cuyos objetivos principales, recogidos por Alda Blanco, eran reformar la situación legal de la mujer, crear jardines de infancia para los hijos de las mujeres trabajadoras y poner a disposición de las mujeres madrileñas un espacio público donde reunirse y desarrollar actividades culturales. Su sala de conferencias acogió a personajes tan destacados como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel de Unamuno o Benjamín Jarnés. También, claro está, mujeres como nuestra María Lejárraga, que ya anteriormente había intervenido en la Casa del Pueblo de Madrid y en la Residencia de Señoritas, Zenobia Camprubí, María Teresa León o Victoria Kent. El Lyceum Club hubo de hacer frente a los recelos e incluso abierta hostilidad de una buena parte de la sociedad madrileña. Llamado burlonamente “el club de las maridas” para dar a entender que allí las mujeres no hacían otra cosa que repetir las opiniones que habían escuchado a sus maridos, o despachado con despectiva ironía, como hizo Jacinto Benavente, quien cuando le pidieron que pronunciara en él una conferencia, respondió con dudoso ingenio que “no le gustaba hablar a tontas y a locas”; ocupó, pese a todo, un importante lugar en la vida cultural madrileña. Carmen Baroja, quien a menudo se lamentó de que sus padres no le hubieran dado la misma educación que a sus hermanos Pío, el novelista, y Ricardo, el pintor, testimonia las dificultades y contradicciones a que hubieron de hacer frente aquellas pioneras. En sus memorias, tituladas Recuerdos de una mujer de la Generación del 98, señala dolorida que tras pronunciar sus conferencias en el Lyceum Club debía regresar precipitadamente a casa, sin dar lugar al coloquio, pues su marido, el editor Rafael Caro Raggio, se enfurecía si ella se retrasaba para la cena.
Pero María era consciente de que el club era una organización elitista integrada por mujeres pertenecientes a las clases medias ilustradas. Sin despreciar su utilidad, ella deseaba una mayor aproximación a las trabajadoras, por lo que en 1931 fundó la Asociación Femenina de Educación Cívica. Esta, en locales cedidos por la Escuela Superior de Magisterio, ofreció cursos de idiomas (francés, inglés, alemán, italiano y ruso), taquigrafía, corte y confección, música y declamación. Además profesionales de reconocido prestigio como Luis Jiménez de Asúa, Clara Campoamor, Matilde de la Torre, María de Maeztu o la misma María Lejárraga, impartían cursos y pronunciaban conferencias. Más adelante se incorporaron charlas de Fernando de los Ríos y de Rodolfo Llopis y se abordaron temas como sexualidad, medicina, derecho, deportes, etc.; a la par que se realizaban excursiones a la sierra y visitas a museos.

Militancia socialista

Según sus propias palabras, la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, proporcionó a María Lejárraga el día más feliz de su vida. Muy pronto su inquietud social la llevó a afiliarse al PSOE, sin abandonar por ello la presencia en organizaciones y publicaciones feministas, como la revista Educación integral y femenina, aparecida en 1933, y en cuyo comité de redacción figuró también Clara Campoamor. Colaboraron en ella personajes de la talla de Marie Curie y Henri Bergson.
Alternaba entonces María la residencia en su domicilio de la calle Génova de Madrid con largas temporadas en la casa que en 1924 se había hecho construir en Cagnes-sur Mer, junto a Niza. A esta supuesta vida lujosa aludiría en 1962 malévolamente Augusto Martínez Olmedilla, un mediocre dramaturgo que alcanzó cierta notoriedad durante el franquismo, con intención de descalificar a quien reconocía como una mujer de notable inteligencia que, incongruentemente con la suntuosidad de que gustaba rodearse, había tomado partido por los rojos más avanzados y predicado ideas disolventes. María no se tomó la molestia de responder a un ataque ridículo, pero sí lo hizo desde el exilio Indalecio Prieto, quien ofendido publicó en El socialista un artículo en su defensa. Afirmaba en él que si María había alcanzado cierto bienestar, muy alejado del grado de riqueza que insinuaba Olmedilla, eso se debía a que durante toda su vida había trabajado de manera infatigable y que nada se puede censurar a quien consigue el éxito por su propio esfuerzo y no a costa del sufrimiento ajeno. Cuenta también una curiosa anécdota que había protagonizado en 1934. Obligado a abandonar España tras el fracaso de la insurrección de Asturias, María le ofreció alojamiento en la casa de Cagnes-sur-Mer, donde también llegó el comandante de aviación Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien durante la Guerra Civil ostentaría el mando de las fuerzas aéreas republicanas. Quiso el azar que este fuera confundido por algún vecino con el rey Alfonso XIII, con quien guardaba cierto parecido, lo que dio pie a que circulara el rumor, que llegó a publicarse en un diario de Niza, de un encuentro secreto entre el dirigente socialista y el monarca exiliado.
El año anterior, mientras descansaba en esta casa de la Costa Azul, había recibido María la oferta de integrarse en la candidatura del PSOE por la provincia de Granada. Para entender este ofrecimiento, es menester aclarar que de mucho tiempo atrás había ella mantenido una intensa relación con aquella ciudad, a la que había dedicado uno de sus libros, Granada (Guía emocional). Manuel de Falla, a quien ella sirvió de baquiana en su primera visita a la Alhambra y el Generalife, le confesó que esa obra le había inspirado sus Noches en los jardines de España. María, según afirma, se sintió profundamente halagada por el ofrecimiento del partido y no vaciló en aceptarlo. Así, la mujer que durante muchos años había rehuido el espacio público y se había ocultado tras el nombre de su marido, derriba el último muro y se lanza al centro de la lucha política.
Eran las primeras elecciones en que podían participar como electoras las mujeres y María se volcó con todo su ánimo en una campaña plagada de dificultades. Acompañada por los otros miembros de la candidatura, entre los que figuraban Fernando de los Ríos y Ramón Lamoneda, recorrió incansable los pueblos de una Granada profunda en que el analfabetismo alcanzaba al 56 % de la población y en la que no había otra ley que la voluntad de los terratenientes. Estos, con el apoyo de la Guardia Civil, recurrieron a toda clase de tretas para obstaculizar la campaña socialista. En Una mujer por caminos de España rememora aquellos días llenos de agitación. Así nos enteramos de que en Guadix, donde no lograron que les cedieran un local para un mitín electoral, ella y Fernando de los Ríos intentaron hablar desde un balcón en la plaza, pero apenas consiguieron que sus palabras fueran audibles, ya que las campanas de la iglesia vecina en ningún momento cesaron de sonar con el mayor de los estrépitos. Peor fue lo sucedido en Castril, donde alguien espantó a  cuatro burros cargados con haces de leña, causando el pánico entre los asistentes. En Huéscar, en cambio, el cacique sorprendentemente era socialista, así que agasajó a los candidatos con una espléndida comida. Las mujeres, a quienes María ansiaba dirigirse, le produjeron una impresión dolorosa. Las describe como atrofiadas y envejecidas por una maternidad incesante y consumidas, en eso no se diferenciaban de los hombres y los niños, por una hambre lenta e interminable. Muy pocas se atrevieron a asistir a unos actos electorales que, sin duda, consideraban como asunto masculino.
María fue una de las cinco diputadas que salieron de aquellas elecciones en que, ante la desunión de socialistas y republicanos, triunfaron el Partido Radical y la CEDA. Su actividad parlamentaria fue intensa, pero breve. Tras la huelga general revolucionaria y la insurrección de Asturias en octubre de 1934, se centró en la denuncia de la represión y en la ayuda a los numerosos obreros encarcelados y a sus familias. Se integró en el Comité Nacional de Mujeres Antifascistas, que pronto sería ilegalizado, y después en el Comité Pro-Presos. En este, con la colaboración de las también diputadas Matilde de la Torre y Veneranda Manzano, realizó una campaña de solidaridad en la que consiguió allegar fondos de los sindicatos soviéticos y franceses y de otras organizaciones internacionales. Además de enviar alimentos, artículos de primera necesidad y dinero a las familias de los represaliados, visitaron las cárceles para obtener información de primera mano sobre el trato recibido por los presos y llevar a estos noticias del exterior. A raíz del consejo de guerra que condenó a muerte al dirigente socialista Ramón González Peña, se entrevistaron con el presidente del gobierno, Alejandro Lerroux, a quien solicitaron el indulto. Finalmente, la pena fue conmutada por la de cadena perpetua. Más arriba ya se ha mencionado que María acogió en su casa de Cagnes-sur-Mer a Indalecio Prieto y a Ignacio Hidalgo de Cisneros, cuando se exiliaron para ponerse a salvo de la represión.

Guerra Civil y Segunda Guerra Mundial

La sublevación militar del 18 de julio de 1936 sorprendió a María en Madrid. Pocos días después el Partido Socialista la incluyó en el comité intergubernamental encargado de las indemnizaciones a los heridos de guerra, un trabajo que la obligaba a visitar a diario los hospitales de sangre. Aunque era una mujer fuerte, la visión de tantos cuerpos jóvenes horriblemente mutilados, la horrorizó profundamente, así que, como ella misma reconoció más adelante, recibió con gran alivio el nombramiento de agregado comercial para Suiza e Italia, con residencia en Berna, el 17 de octubre de 1936. Salió de Madrid a principios de noviembre, muy pocos días antes de que los rebeldes llegaran a las inmediaciones de la ciudad. Antes de incorporarse a su destino, debía asistir, junto a Alejandro Otero a una reunión de la Federación Sindical Internacional en que iba a tratarse de la situación de España. Allí le llegó la noticia de la caída de Navalcarnero y asistió atónita al discurso en que el delegado francés Léon Jouhaux, tras una apasionada y brillante defensa de la República Española, concluyó en un giro inesperado que, sin embargo, al gobierno francés le era imposible entregar a sus autoridades un armamento que ya estaba pagado. Recuerda María que al terminar la reunión todos los delegados desfilaron de uno en uno para estrechar la mano de los dos representantes españoles, tal como es costumbre en los duelos, y que ella comentó a su compañero: “¡Amigo mío, entierro de primera clase!”.
En otoño de 1937, se encargó María de coordinar la acogida a un grupo de niños españoles evacuados a Bélgica, donde serían acogidos por el Partido Obrero Belga en una colonia de vacaciones, antes de ser trasladados a las familias que los adoptarían de manera temporal. Reverdeció así, ante la generosidad del trato otorgado a aquellas criaturas, el cariño que ella sentía por aquel país desde su primera salida al extranjero en el ya muy lejano 1905. Hay en sus escritos de aquellos tristes años un recuerdo enternecido para aquellos trabajadores que, en rotundo contraste con la actitud timorata e hipócrita de sus dirigentes, dieron repetidas muestras de apoyo a la República Española.
Al final de la guerra, María, en una decisión que parece totalmente lógica, optó por residir en su casa de Cagnes-sur-Mer. Allí le llegó el 1 de septiembre de 1939, cinco meses después de la derrota republicana, la noticia de la declaración de guerra a Alemania por parte de Francia y del Reino Unido, secundados por Australia, Nueva Zelanda, Canadá, y Sudáfrica. Oficialmente comenzaba la II Guerra Mundial. La paciencia de aquellas potencias que habían claudicado una y otra vez ante Hitler, parecía haber llegado a su fin. La causa era la invasión de Polonia. Y, sin embargo, no ocurrió nada. Polonia quedó dividida entre Alemania y la Unión Soviética, sin que Francia y el Reino Unido, pese a su solemne declaración, hicieran nada positivo por ayudar a su aliado. Durante meses se prolongó una calma a la que en Francia se ha llamado drôle de guerre, una expresión que se suele traducir como “guerra de broma.” Las auténticas hostilidades, tras un primer choque en Noruega durante el mes de abril, se iniciaron cuando en mayo de 1940, trece meses después de la finalización de la contienda española, la Wehrmacht atacó Bélgica, Luxemburgo, los Países Bajos y Francia.
La capitulación de Francia el 22 de junio dejó a María atrapada en la zona de Vichy. Da comienzo ahí el período más difícil de su vida. Su nombre figuraba en una lista negra enviada por la policía franquista al gobierno colaboracionista francés. Hubo de abandonar su casa, que sería requisada, y refugiarse en la de una antigua asistenta, bajo el nombre de madame Martínez. Afectada por unas cataratas de las que no pudo operarse hasta después de la guerra, perdió la vista y sufrió las mayores privaciones, aliviadas por los escasos paquetes de comida que ocasionalmente podían hacerle llegar sus familiares desde España. Durante este tiempo permaneció aislada, sin apenas contacto con nadie, pues sus conocidos, los que habían podido abandonar España, o bien habían escapado a América o Rusia, o bien permanecían ocultos en distintos lugares de Francia; sin que faltaran algunos internados por los alemanes en Mauthausen o Buchenwald. Así, siempre bajo el temor de que en cualquier momento se presentara la Gestapo, vivió hasta la liberación en agosto de 1944.
Matilde de la Torre, exiliada en México, se interesó por la suerte de su amiga y compañera de partido, e intentó dar con su paradero desde el 3 de septiembre, pero la tarea fue muy difícil en aquella Europa cubierta de ruinas y repleta de refugiados. Solo el 30 de abril de 1945, la Cruz Roja pudo al fin informar a Matilde de la penosa situación en que se encontraba María. Aquella solicitó de inmediato la colaboración de Ramón Lamoneda y otros miembros del Partido Socialista para enviarle una primera ayuda. María por su parte, lo primero que hizo al recuperar el contacto fue interesarse por la suerte de Gregorio. Algo que no parece que le preocupara mucho a Matilde, pues como escribió a Lamoneda, consideraba que aquel no era más que un miserable.

Últimos años

Aún con graves problemas de visión, que no se resolverían hasta mayo de 1948, María comenzó a ganarse la vida como traductora y a colaborar en algunos periódicos, entre ellos El Socialista, a la par que organizaba una pequeña agrupación socialista en el departamento de los Alpes Marítimos. El PSOE había terminado la Guerra Civil terriblemente desgarrado y ahora, una vez superado el conflicto mundial se diría que había llegado el momento de ajustar cuentas. Así el 23 de abril de 1946, Juan Negrín y otros treinta militantes, entre los que se contaba Ramón Lamoneda, fueron expulsados del partido por la facción mayoritaria encabezada por Indalecio Prieto y Rodolfo Llopis. María en ningún momento se decantó por unos u otros y supo mantener relaciones amistosas con miembros de los dos bandos enfrentados. Poco antes había recuperado el contacto epistolar con Gregorio, quien había abandonado España al inicio de la guerra y residía entonces en Argentina. Este torpemente se disculpó por el olvido en que la había tenido durante esos años, alegando que atravesaba una mala racha económica y confiaba en que ella hubiera continuado cobrando el cincuenta por ciento de los derechos de autor, como venía ocurriendo desde la separación. Gregorio regresó a España en compañía de Catalina Bárcena en septiembre de 1947. Ya muy enfermo, falleció en Madrid el 1 de octubre.
Ante las dificultades en Europa, el 3 de septiembre de 1950, María se embarca hacia Nueva York, de donde marcha a Los Ángeles con intención de probar fortuna como guionista de cine. Al no obtener el éxito ansiado se traslada a México y finalmente a Argentina. Para entonces cuenta ya con setenta y cinco años. Colabora en programas radiofónicos y en diversas publicaciones. Para la posteridad deja sus dos magníficos libros autobiográficos: Una mujer por caminos de España, donde cuenta con gracia y gusto por el detalle ilustrativo, sus andanzas políticas en tiempos de la República; y Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración, en que narra las vivencias de ambos en el tiempo en que permanecieron unidos. Lo hace con un tono afectuoso que, dado como se desarrollaron las relaciones entre ambos, resulta difícil de comprender. Se diría que, a pesar de todo, mantuvo hasta el final de la vida el amor por quien siempre fue legalmente su marido. Es un libro ameno que nos permite adentrarnos en la vida cultural española del primer tercio del siglo XX, y que está lleno de anécdotas y confidencias siempre amables sobre los grandes personajes de la literatura y de la música de aquella época. Por él desfilan Benito Pérez Galdós, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Federico García Lorca, Isaac Albéniz, Santiago Rusiñol, Manuel de Falla, José María Usandizaga, Ramón Pérez de Ayala y muchos otros. De todos ellos guarda María un cariñoso recuerdo.
Pero el tiempo de María ya ha pasado. Todos los compañeros y amigos de la juventud, los escritores y artistas con los que ha compartido inquietudes intelectuales, las mujeres que con ella han luchado en defensa de sus derechos, los políticos y sindicalistas con quienes ha compartido la ilusión de la República y el dolor de la derrota, todos ellos fallecen uno tras otro, dejándola en la más oscura soledad. A ella no le será dado seguirlos hasta mucho más tarde, cuando el 28 de junio de 1974, con casi cien años de edad, le alcance la muerte en Buenos Aires.
Había vivido, qué duda cabe, una vida plena. La muchacha aficionada a la literatura que tímidamente se escondía tras el nombre de su marido, terminó por salir a la plaza pública, al ágora, en defensa de los derechos de las mujeres y de los desheredados. Tras haber alcanzado el éxito gracias a un esfuerzo denodado, hubo de conocer la derrota y la miseria, y reinvertarse en tierras extranjeras. Quizá para siempre quede como un enigma insoluble el misterio de su relación con Gregorio

Bibliografia

Esta breve bibliografía pretende tan solo indicar las obras básicas que permiten un acercamiento a la vida de María Lejárraga.

MARTÍNEZ SIERRA, María, Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración. Valencia, Pre-textos, 2000.
MARTÍNEZ SIERRA,  María, Una mujer por caminos de España, Madrid, Castalia, 1989
BLANCO, Alda, María Martínez Sierra, 1874-1974, Ediciones del Orto. Biblioteca de mujeres, Madrid, 1999

RODRIGO, Antonina, María Lejárraga. Una mujer en la sombra, Algaba, Madrid, 2005

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