María Lejárraga (1874-1974) y la lucha de las mujeres por ocupar el espacio público
Conferencia pronunciada en el Museo de la Ciudad (Móstoles) el 10 de marzo de 2016
Introducción
Aunque, entre otros, los esfuerzos de Antonina Rodrigo, Alda
Blanco y Patricia O’Connor hayan hecho que María Lejárraga ya no sea esa mujer
en la sombra de que hablaba la primera, aún parece faltar mucho para que reciba
el reconocimiento que su amplia labor como literata y activista, tanto en
defensa de los derechos de la mujer como, en general, de los sectores sociales
más desfavorecidos, merece. El cambio en las modas literarias, unido al exilio
al que fue empujada por nuestra Guerra Civil no bastan para explicar el olvido
que durante décadas cayó sobre ella. A ellos hay que añadir una razón de índole
personal cuyas causas apenas podemos vislumbrar, pero cuya realidad es muy
ilustrativa de la hostilidad a que debían enfrentarse las mujeres que en los
inicios del siglo XX osaban adentrarse en territorios hasta entonces casi
exclusivos del varón.
Tradicionalmente los ámbitos de actuación de la mujer y del
hombre se han concebido como separados. El lugar de la primera sería el oikos,
esto es, el espacio privado del hogar; en tanto que el del segundo sería la
polis, el espacio público del ágora. A la mujer le corresponderían las tareas
domésticas, incluido naturalmente el cuidado de los hijos, y al hombre, la
relación con el exterior: básicamente, la aportación de sustento y la
participación en la defensa de la ciudad. Aunque ambos se piensan como
igualmente necesarios para la subsistencia y, por tanto, como complementarios,
la relación entre ellos no es de igualdad y, de hecho, está sembrada de
conflictos que, invariablemente se resuelven mediante la subordinación de lo
femenino a lo masculino.
La oposición entre oikos y polis es uno de los temas
centrales en la Antígona de Sófocles. ¿Qué hay en esta tragedia para que tantos
siglos después de su composición continúe fascinándonos? De ella se han
ocupado, ya sea analizándola o recreándola, entre muchos otros Hegel,
Hölderlin, Kierkegaard, Anouilh, Brecht o Steiner. Recordemos. A la muerte de
Edipo, sus dos hijos varones, Eteocles y Polínices, han de turnarse en el trono,
pero el primero se niega a entregarlo a su hermano cuando llega su turno.
Ansioso de venganza, Polínices busca la ayuda de otros héroes y marcha sobre
Tebas. Ambos hermanos se dan muerte mutuamente en un feroz combate. Creonte,
que queda como regente, decide —aquí comienza la obra de Sófocles— que Eteocles
sea enterrado con honores, como corresponde a quien ha caído en defensa de la
ciudad, en tanto que a Polínices, considerado traidor por haberla atacado, le
niega la sepultura. Frente a esta decisión política, se alza Antígona, hermana
de ambos. A ella no le importa quién haya luchado en un bando o quién en otro,
ni quién sea el agresor, tampoco si las acciones de uno u otro están
justificadas. En su corazón solo hay lugar para la piedad y, por eso, en nombre
de unos principios familiares anteriores a la política, decide enterrar
ritualmente a Polínices, a fin de que su alma encuentre descanso en el
inframundo. Con ello quebranta la ley y consecuentemente es condenada a muerte.
En macabro paralelismo con su hermano, muerto sin sepultura, ella será
sepultada en vida. Creonte, por su parte, quedará privado de familia, pues
desesperados se suicidan tanto su hijo Hemón, prometido de Antígona, como su
esposa Eurídice.
Aunque el coro concluya exhortando a la piedad, el conflicto
entre oikos y polis conlleva ineludiblemente la victoria de la segunda, pues
incluso en ese ámbito privado en que se desarrolla la actividad de la mujer, la
autoridad le corresponde al varón. Goza este de una preeminencia que solo muchos
siglos después será discutida.
El 21 de diciembre de 1879, un teatro de Copenhague estrenó
una obra que inmediatamente desató una encendida polémica. Me refiero,
naturalmente, a Et dùkkehjem, de Henrik Ibsen, conocida en nuestro idioma con
el título de Casa de muñecas. Nos encontramos de nuevo ante una obra teatral de
enorme repercusión. No es para menos. Frente a una sociedad en que la mujer
continúa, como en la antigua Grecia, relegada al ámbito doméstico, Nora, la
protagonista, lanza un formidable grito de rebeldía y abandona a un marido,
cuya recién descubierta mezquindad le resulta insufrible. Es una decisión dura,
pues implica también la separación de los hijos, ya que, aunque eso, por
sabido, no se explicite en el texto, en todos los países europeos la patria
potestad correspondía al varón y ningún juez en ningún lugar le hubiera dado la
custodia. Hastiada por una moral hipócrita que encasilla a la mujer en el papel
de ángel del hogar, Nora rompe con todas las normas y marcha a afrontar el
desafío del mundo exterior. En suma, deja la falsa seguridad del oikos por la
incertidumbre de la polis. Como se decía en la propaganda estadounidense
durante la Guerra Fría: escoge la libertad.
Dos mil doscientos años median entre Antígona y Nora. Un
largo período a cuyo final la mujer comienza a adentrarse en un mundo hasta
entonces reservado al varón: el de la polis.
Primeros años
Nació María de la O Lejárraga en San Millán de la Cogolla,
la cuna de la lengua castellana, algo que ella siempre recordó con innegable
satisfacción. Corría el año 1874 y su padre ocupaba en el pueblo la plaza de
médico y debía atender las aldeas vecinas. Podemos imaginarlo acudiendo en
plena noche a lomos de una caballería, quizá azotado por la lluvia o por la
nieve, a ocuparse de un parto o de cualquier otra urgencia. Un médico rural
tenía por fuerza que estar listo para marchar en cualquier circunstancia allá
dónde se le necesitara, en ocasiones en competencia con curanderos y
saludadores. Era una dedicación absoluta que los aldeanos, a menudo pobres y
carentes de la más elemental instrucción, agradecían con lo que podían
ofrecerle: trigo, huevos, gallinas, fruta; en fin con los mejores productos de
su tierra y de su trabajo; pero, sobre todo, con un profundo respeto. Hablo del
último cuarto del siglo XIX, pero, incluso a finales de los años cincuenta del
siglo XX, cuando mi suegro ejerció la medicina en algún pueblo de la provincia
de Guadalajara, se mantenía sin apenas cambios aquella estampa secular.
La madre era maestra, aunque por entonces, como era habitual
en las mujeres casadas, no ejercía su profesión, ocupado por completo su tiempo
en las labores del hogar y en la crianza de unos hijos que alcanzaron el
crecido número de siete; de los cuales María fue la primogénita. Todos ellos
recibieron en casa, por parte de su progenitora, una esmerada educación en la
que ocupó un lugar destacado el aprendizaje de la lengua francesa. Muchos años
después, en los duros tiempos del exilio, cuando atravesaba una muy difícil
situación económica, María buscó trabajo como traductora. Este infortunio nos
permite saber que dominaba no solo el francés, sino también el inglés, el
italiano, el portugués y el ruso. Además, aunque en ese momento no lo mencione,
seguramente porque no esperaba que le reportara ningún ingreso, también conocía
el catalán, pues había traducido algunas piezas dramáticas de su amigo Santiago
Rusiñol. No debía considerarse, por el contrario, con la suficiente competencia
en alemán, pese a que durante algún tiempo había estudiado ese idioma.
La precisión de pensar en el futuro de una prole en rápido
crecimiento, empujó al padre a buscar destinos más próximos a Madrid. Así, en
1878, obtuvo plaza en Buitrago y poco después en el todavía pueblo de
Carabanchel Bajo. Hemos de entender que, tanto económica como culturalmente, la
familia Lejárraga ocupaba un lugar que en la España de entonces se puede
calificar, sin lugar a dudas, como privilegiado. Sin ser ricos, aún sometidos a
las incertidumbres que en aquellos tiempos acechaban a unas clases medias que
no acababan de consolidarse, siempre disfrutaron de unas ventajas y comodidades
vetadas a la mayor parte de sus vecinos. María podía jugar con un teatrillo a
representar junto a sus hermanos aventuras sugeridas por sus numerosas
lecturas, ya fueran estas las novelas de Mayne-Reid, las de Hawthorne o
episodios del Quijote; pero también compartía su tiempo con los niños de los
múltiples asilos de Carabanchel atendidos por su padre: el de huérfanas, el de
ciegos o el de inválidos. De este contacto diario con la miseria y el dolor de
los desfavorecidos, surgirá una preocupación social que se manifestará tanto en
su labor docente, como en su obra literaria, y que culminará en su compromiso
político.
Eran muy pocas en aquellos tiempos las posibilidades
educativas, más allá de los primeros niveles, abiertas a las mujeres. María,
fuera por vocación, por seguir la tradición de su madre o porque no había mucho
donde elegir, decidió cursar estudios de Magisterio en la Escuela Normal de
Maestras de Primera Enseñanza. Su coetánea, María Goyri fue la primera mujer
que en España realizó la carrera de Filosofía y Letras. Para ello hubo de
solicitar autorización a la Dirección General de Instrucción Pública, que se la
concedió con una serie de condiciones encaminadas a preservar, así se decía, su
integridad moral y a evitar tentaciones a sus compañeros. Entre ellas cabe
citar la prohibición de permanecer en los pasillos y entablar conversación con
los alumnos varones o sentarse cerca de ellos. Corría el año 1891.
En 1895, María Lejárraga obtuvo por oposición una plaza de
maestra en la Escuela Modelo, hoy CEIP Pi y Margall, sita en la plaza del 2 de
Mayo de Madrid. Pronto su inquietud la llevó a fundar en ella una biblioteca,
cuya dirección asumió y para la que escribiría su primera obra: Cuentos breves,
la única aparecida con su propio nombre. Para entonces había ya iniciado con
Gregorio Martínez Sierra una relación que comenzó siendo simplemente de
colaboración literaria y que en poco tiempo desembocaría en noviazgo y
matrimonio. Eran los Martínez Sierra una familia de industriales residentes en
Madrid. También ellos con numerosos hijos, veraneaban, por extraño que hoy
pueda parecernos, en Carabanchel. Allí se conocieron María y Gregorio. Les unió
su común afición por la literatura, en especial por el teatro.
El enigma
Llegado este momento se plantea el gran enigma que ha
contribuido al oscurecimiento de la figura de María Lejárraga. Esclarecida
desde las investigaciones de Patricia O’Connor la verdadera autoría de las
obras aparecidas bajo el nombre de Gregorio Martínez Sierra, surge obviamente
la pregunta por los motivos que llevaron a María a presentar su obra bajo el
nombre de su marido. Algo de por sí extraño y que se torna aún más
desconcertante dada la activa militancia feminista de la autora.
Ella misma da algunas pistas en el libro de memorias
Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración, aparecido en 1953. Señala la
decepción producida por la indiferencia con que sus padres acogieron su primer
libro de cuentos. Habría reaccionado prometiéndose que jamás aparecería otra
obra en que firmara como María Lejárraga. Parece que nos encontramos ante una
rabieta juvenil que fácilmente hubiera pasado con el tiempo, sin dejar otra
huella que un desagradable recuerdo. Tampoco pretende María que esta fuera la
razón de mayor peso. A ella se suma el hecho de que durante los primeros años
de matrimonio, mientras intentaban abrirse camino en el competitivo mundillo
teatral madrileño, su sueldo como maestra era el único ingreso fijo con que
contaba la familia. Eran tiempos en que los escritores vivían en un ambiente
bohemio y noctámbulo dedicando largas horas a discusiones en los cafés. Un modo
de pasar el tiempo considerado inapropiado para una mujer y, desde luego,
totalmente inaceptable si esta se ocupaba en la educación de los niños. Para
unos jóvenes, cuyas ambiciones se orientaban hacia el teatro, la asistencia a
aquellas tertulias era algo obligado, pues solo en ellas podían anudar
relaciones con autores consagrados que los apadrinaran en el difícil empeño de
convencer a un empresario de que se arriesgara a producir la obra de un
desconocido. María no solo debía rehuir aquellos ambientes por razones de
presión social. Estaba además sujeta a un horario de trabajo que la obligaba a
madrugar. Mientras ella acudía a impartir sus clases, Gregorio permanecía en la
cama recuperando las horas hurtadas al sueño durante la noche.
Aún queda otro factor. Señala María que ella, como mujer
joven profundamente enamorada se daba por satisfecha con que sus obras
corrieran por el mundo bajo el nombre de su marido. No hay que desdeñar esta
explicación porque, como señala Alda Blanco, los sentimientos en ocasiones nos
hacen caer en trampas afectivas. Incluso tras iniciarse la relación de Gregorio
con Catalina Bárcena, no se rompió la convivencia de la pareja ni se
interrumpió una colaboración que se prolongó más allá de la separación legal en
1922. Se llegó a constituir un extraño
triángulo en que María escribía las obras teatrales que luego Gregorio dirigía
y producía, mientras que Catalina, como primera actriz de la compañía Martínez
Sierra, se encargaba de representarlas.
María nunca reivindicó para sí la exclusividad de la autoría
de las obras firmadas por Gregorio, sino que sostuvo que estas habían sido
realizadas en colaboración. Sin embargo, la correspondencia entre ambos, así
como el testimonio de actores de su compañía muestran que ella realizaba todo
el trabajo literario. Una obra teatral, empero, no es un texto para ser leído y
solo alcanza la plenitud artística cuando es representada. Aquí sí que es
decisiva la intervención de Gregorio, uno de los más creativos e innovadores
directores de escena del primer tercio de nuestro siglo XX. Si no hubiera caído
en desuso la terminología del Siglo de Oro se habría dicho que María era el
ingenio y Gregorio el autor.
Por más que para el teatro quepa esta matización que justificaría
la consideración de Gregorio como colaborador, el hecho es que su firma aparece
también en las novelas y, lo que aún resulta más sorprendente, en los ensayos
feministas. Es posible que María, por las razones antes expuestas, aceptara en
un principio, quizá sin pensar mucho en las consecuencias, que sus obras
aparecieran bajo la rúbrica de Gregorio Martínez Sierra y que luego se viera
envuelta en un laberinto del que no supo o no quiso salir. De alguna manera, el
nombre de su marido se convirtió, según señala Alda Blanco, en su pseudónimo
literario. Solo mucho más adelante, ya fallecido Gregorio, firmó con su
verdadero nombre de pila, pero aún entonces manteniendo el apellido Martínez
Sierra.
También se ha dicho que Gregorio Martínez Sierra fue el
nombre comercial de una empresa en que ambos se repartían el trabajo. Él se
ocuparía de las relaciones públicas, para las que estaba dotado de indudable
talento, y ella de la creación literaria. En cualquier caso, resalta un hecho:
por retornar a los términos utilizados al principio de esta conferencia, diré
que mientras María trabajaba en la serena intimidad del oikos, Gregorio
afrontaba el agitado espacio público de la polis.
El modernismo
La boda, celebrada en 1900, no fue del agrado de los padres
de María, quienes recelaban de la juventud del novio, seis años menor que ella,
y sobre todo de su delicada salud, siempre acechada por la tuberculosis,
verdadero azote de su familia, por cuya causa murieron en plena juventud cinco
de los ocho hermanos de Gregorio. Se trató, en todo caso, de un momentáneo
disgusto que, según parece, se desvaneció sin dejar rastro.
Madrid era entonces un hervidero cultural en que los jóvenes
modernistas luchaban denodadamente por abrirse paso en un mundo en que aún se
mantenían en plena actividad autores como Galdós y Echegaray, a los que se
sumaban los escritores de la generación del 98. Si repasamos la lista de amigos
de la pareja en aquellos primeros años de matrimonio, cuando todavía eran unos
desconocidos en busca desesperada de editor o de empresario, no podemos evitar,
al menos a mí me ocurre, sentir una punzada de envidia. En ella figuran nombres
capitales de la vida literaria y musical del primer tercio del siglo XX. Sin
pretender una lista completa y mucho menos ordenada, nos encontramos con Juan
Ramón Jiménez, Manuel de Falla, Joaquín Turina, Santiago Rusiñol, Jacinto
Benavente, Benito Pérez Galdós, los hermanos Álvarez Quintero, Antonio y Manuel
Machado. Eran los tiempos de lo que posteriormente se ha convenido en denominar
Edad de Plata de la literatura española y en ella María y Gregorio ocuparon un
lugar de primordial importancia que luego, desgraciadamente, ha quedado
oscurecido, casi olvidado. Su labor no se limitó a la escritura, sino que se
abrió en un sinfín de iniciativas que hicieron de ellos, durante las primeras
décadas del siglo XX, los grandes animadores de la vida cultural madrileña.
Revistas literarias y aventuras teatrales constituyen lo más destacado de una
febril actividad.
En 1901 aparece Vida moderna, un primer intento de la pareja
de crear una publicación muy cuidada en la apariencia formal, en la que, junto
a plumas consagradas, se recogieran colaboraciones de los talentos literarios
emergentes. Su vida fue efímera, pero en 1903 le siguió con similar voluntad
Helios, cuyos socios fundadores, junto a Gregorio y María, fueron Juan Ramón
Jiménez, Ramón Pérez de Ayala y Pedro González Blanco. Tampoco de esta
aparecieron muchos números pues pronto se acabó el dinero. Hemos de considerar
que Gregorio, dotado de una gran sensibilidad estética, entendía que la
revista, en consonancia con la riqueza de sus contenidos, debía presentar un
aspecto elegante y refinado, algo en lo que todos estaban de acuerdo, pero que
innegablemente encarecía los costes. Aunque los colaboradores, entre los que
figuraron, aparte obviamente de los socios, Rubén Darío, Azorín, Unamuno, Juan
Valera, los Machado, los Álvarez Quintero, Salvador Rueda y otras firmas, unas
ya famosas y muchas que pronto lo serían, renunciaran a cobrar sus trabajos en
aras de la amistad, los gastos eran inasumibles. Helios, no obstante, fue un
vehículo de primer orden en la difusión del modernismo en nuestro país.
Al año siguiente, aparece, entre otros trabajos, Sol de
tarde, con prólogo de Santiago Rusiñol, buen amigo de la pareja, gran pintor y
escritor notable en lengua catalana, algunas de cuyas obras, como ya se ha
dicho, traducirá María al castellano.
Europa
1905 es el año del primer viaje al extranjero. María obtiene
una beca para ampliar estudios, otorgada por la Escuela Normal Central. En
octubre, tras un breve paso por Burdeos, el joven matrimonio llega a París,
donde compartirán el tiempo con Rusiñol y conocerán a Isaac Albéniz. Ni qué
decir tiene que por aquel entonces los españoles, al menos los de mentalidad
progresista, miraban a la capital francesa con un arrobamiento al que no
faltaba un poso de envidia. Ante unas conciencias abatidas por el aún reciente
desastre de 1898 y entregadas a una dolorosa introspección, París aparecía como
la tierra del progreso y de la libertad. Aquellos que tenían inquietudes
intelectuales no podían dejar de admirar extasiados la ebullición estética que
animaba la colina de Montmartre. Claro está que no todo eran luces. Francia aún
no había superado, quizá todavía no lo haya hecho, la conmoción del affaire
Dreyfus, y se encaminaba inconsciente a la orgía destructiva de la guerra del
14, pero pocos extranjeros alcanzaban a percibir sombrías nubes en el radiante
cielo de la Ville Lumière. Permanecieron un mes en la ciudad bohemia por
excelencia, pues en noviembre Gregorio regresó a Madrid y María continuó sola
hacia Bruselas.
Acaso ahora no veamos en esto nada de sorprendente, pero en
la España de hace un siglo no era en ningún modo habitual esta situación en que
la esposa continúa un viaje por el extranjero, en tanto que el marido vuelve a
España. Tampoco lo era, claro está, el que tan solo ella aportara un ingreso
regular a la familia.
Vinieron, por tanto, para María meses de soledad, en los que
dedicó el tiempo al estudio del sistema educativo belga. De inmediato quedó
gratamente sorprendida. En las escuelas
encontró a alumnos bien alimentados y adecuadamente vestidos, muy
diferentes de aquellos suyos de Madrid, que con frecuencia faltaban a clase los
días lluviosos y fríos de invierno por carecer de un calzado apropiado. Se
entusiasmó al comprobar que en las escuelas se impartían clases sobre asuntos
tan útiles como enviar correos certificados o reembolsos y abrir cuentas
bancarias o extender cheques, y mereció también su aprobación la importancia
dada a la educación física. Hagamos un inciso para señalar que cuando meses
después regresó a España, imbuida de ideas renovadoras, las autoridades
educativas le hicieron ver que no estaban dispuestas a amparar sus
ensoñaciones. Pero volvamos a Bélgica. Pese a que pronto Aimé Rutot,
conservador del museo de Historia Natural de Bruselas y hombre hondamente
preocupado por los problemas sociales, le mostró que tras esa capa de bienestar
que ella percibía, se ocultaba una realidad menos amable, nació en este tiempo
en el corazón de María un amor por Bélgica que la acompañaría el resto de su
vida.
Gregorio se reunió con ella a principios de febrero. En el
ínterin, María ha mantenido una nutrida correspondencia con Juan Ramón Jiménez,
en la que ambos se tratan con sorprendente familiaridad. Las cartas, de las que
Antonina Rodrigo reproduce amplios fragmentos, revelan una profunda intimidad y
camaradería. Ambos intercambian en tono inequívocamente afectuoso confidencias,
recomendaciones, pequeñas bromas y suaves reproches. Pero nada hay que permita
suponer que la relación fuera más allá de una honda amistad. De hecho, Juan
Ramón trató con asiduidad al matrimonio y su noviazgo con Zenobia Camprubí se
inició en la casa madrileña de los Martínez Sierra. Por otro lado, no cabe la
menor duda de que María estaba profundamente enamorada de Gregorio. Nos
encontramos en todo caso ante un rasgo característico de su personalidad: la
capacidad para entablar íntima amistad con hombres de gran sensibilidad
estética. Entre ellos se cuentan Manuel de Falla, Joaquín Turina, José María
Usandizaga o Santiago Rusiñol. Precisamente este, cuya profunda misoginia le
llevaba a rehuir en lo posible la compañía femenina, se encargó durante una de
sus estancias en París de ir con ella, un día en que Gregorio debía ausentarse,
al museo de Cluny. Cuando más tarde Gregorio les preguntó cómo lo habían
pasado, Rusiñol respondió: “María no es una mujer, es un amigo.”
Tras un recorrido por los Países Bajos y Renania, visitaron
de nuevo París, donde compartieron pensión con Eugenio D’Ors, y de allí
marcharon a Londres. Del relato precedente quizá alguien saque la impresión de
que nuestros personajes gozaban de una situación económica acomodada. Se
trataría de una visión alejada de la realidad. La beca de María no era muy
cuantiosa por lo que, aunque obtenía algún dinero extra gracias a traducciones
encargadas por la editorial francesa Garnier, se veían obligados a economizar
en alojamiento, transporte y alimentación. Ocasionalmente realizaban algún
dispendio. Así, en Colonia pudieron asistir en las localidades más baratas a
una representación de Los maestros cantores de Nüremberg. Sin embargo, pese a
la modestia a que se veían obligados, las cartas de presentación de algunos de sus
ya famosos amigos españoles, les abrieron las puertas de la vida intelectual
europea y les granjearon relaciones con numerosos e influyentes personajes.
Gracias a ellas, la estancia en Londres, como la anterior en Bruselas, fue rica
y gratificante. Muchos años después, María recordaría con cariño la
hospitalidad con que habían sido acogidos en la capital británica, y la
honradez y generosidad de los ingleses. En sus visitas a las escuelas quedó
impresionada por la importancia dada a la educación en ciertos valores, como la
lealtad. Pero sabedora de que había en la vida londinense aspectos menos
risueños, quiso conocer las barriadas pobres en las que trabajadores sin
cualificación y desempleados se hacinaban en viviendas insalubres. También
recorrió el barrio judío, unas calles que evoca como miserables y con el aire
viciado, pero habitadas por unas gentes de firme voluntad y llenas de
esperanza; una característica que, según afirma, encontró en todas las
comunidades israelitas.
Como anteriormente se ha señalado, al regreso de su viaje
comprendió de inmediato que nunca podría aplicar las ideas pedagógicas
adquiridas en aquellos meses. Quizá esta razón influyera en el hecho de que en
1907 solicitara la excedencia como maestra para dedicarse por entero a la creación
literaria; actividad que ya le reportaba, siempre escudada en el nombre de
Gregorio, un aceptable nivel de ingresos.
Años de triunfo
Estos meses en el extranjero no solo ampliaron los
horizontes de María, sino que en ellos se gestaron dos de los que serían sus
grandes éxitos literarios. En su transcurso, escribe la novela Tú eres la paz,
publicada en 1909, y también concibe el argumento del drama Canción de cuna,
que se estrenará en 1911.
Sucede en estos años de triunfo un extraño incidente que
Antonina Rodrigo no duda en calificar de intento de suicidio, en unas
circunstancias que evocan la muerte de Virginia Woolf. En la primavera de 1909
Gregorio propuso que realizaran un viaje a Italia, idea que encantó a María.
Comenzaron, pues, los preparativos, pero cuando ya faltaban pocos días para la
partida él pretextó que importantes asuntos lo forzaban a quedar en Madrid, por
lo que acordaron reunirse al cabo de dos semanas e inició ella el camino en
solitario. En Barcelona María, según ella misma relata, viéndose obligada a
esperar tres horas la salida del tren hacia Francia, paseó sin rumbo hacia una
playa solitaria y allí, fascinada por las olas, comenzó a caminar ensimismada
hacia ellas, invadida por un insoportable tedio de vivir. La intervención de un
desconocido alarmado por su comportamiento puso fin al raro episodio. Al
parecer, las excusas de Gregorio para permanecer en Madrid encubrían el deseo
de quedar a solas con la joven actriz Catalina Bárcena con quien posiblemente
había iniciado ya lo que sería una larga relación amorosa. La sospecha de la
infidelidad o simplemente el desapego de Gregorio explicarían el comportamiento
de María.
Con veintiún años Catalina ya se había dado a conocer en el
mundo teatral y era celebrada por su belleza y por la hermosura de su voz. Ante
ella, Gregorio asumió el papel de protector encargado de conducir su carrera.
Por lo demás, como queda patente en una entrevista publicada en 1928, se
trataba de una mujer de escasa cultura y nula inquietud intelectual. En suma, el
polo opuesto a María. Esta abrigó aún durante mucho tiempo la esperanza de
recuperar a Gregorio, con quien siguió conviviendo. Solo en la primavera de
1916, según confiesa en carta a Manuel de Falla, comprendió que la situación
era irreversible. Con todo, el matrimonio no se separó hasta 1922, cuando
Catalina dio a luz a un hijo de Gregorio. Sorprendentemente, no aprovecharon
luego la legislación republicana para divorciarse.
Los problemas matrimoniales no impidieron que María
continuara escribiendo para su esposo. Este se había embarcado en 1916 en la
aventura del Teatro del Arte, que, con sede en el teatro Eslava, afrontó la
renovación de las artes escénicas en España. Allí, con él como director
artístico y Catalina Bárcena como actriz joven, se representaban las obras
escritas por María, junto a las de Bernard Shaw, Ibsen, autores clásicos como
Shakespeare o Molière, y también talentos que comenzaban a abrirse paso: García
Lorca, Concha Espina, Alberto Insúa y muchos más. Todas ellas con una
escenografía innovadora y extremadamente cuidada. Esta labor se complementaba
con las publicaciones, también impulsadas por Gregorio, quien ya había lanzado
anteriormente la editorial Renacimiento y ahora continuaba con las muy
esmeradas Colección Estrella y Colección de la Esfinge, en las que aparecieron
obras maestras de la literatura universal, tanto clásica como moderna, y en las
que María colaboró como traductora. Estas empresas desempeñaron también un
papel político clandestino ya que, según cuenta Amaro del Rosal, uno de los
fundadores en 1920 del Partido Comunista Español, surgido de las Juventudes
Socialistas (al año siguiente, una escisión del PSOE daría lugar al Partido
Comunista Obrero Español. Ambos se unirían a fines de 1921, dando lugar al
Partido Comunista de España), las editoriales de Martínez Sierra se utilizaron,
gracias a la intervención de María, para hacer llegar a la joven organización
dinero procedente de la III Internacional.
María colaboró también con algunos de los grandes músicos de
la época. Ya se ha mencionado su estrecha amistad con Manuel de Falla. Para él
escribió el libreto de El amor brujo
(1915-1916). Antes ya había trabajado con José María Usandizaga en Las
golondrinas (1914) y con Joaquín Turina en Margot (1914). Por Usandizaga sintió
un cariño casi maternal. El compositor que, enfermo de tuberculosis, moriría en
1915 a la edad de veintiocho años, se alojó durante semanas en casa de los
Martínez Sierra. María intentó en ese tiempo velar por él, pero el joven
donostiarra saboreaba el éxito en Madrid y no estaba dispuesto a sacrificar las
salidas nocturnas y las veladas en los cafés. Con Joaquín Turina, además de en
la obra ya citada, colaboró en la ópera de ambiente oriental Los moros y la
pastora, para cuya preparación ambos realizaron un viaje a Tánger en abril de
1915.
Feminismo
A estos trabajos, María añade una activa militancia
feminista, que se traduce en la publicación de varios libros, paradójicamente
firmados con el nombre de Gregorio, y también en la participación activa en
diversas organizaciones. Entre los primeros hay que recordar Cartas a las
mujeres de España (1916), Feminismo, feminidad y españolismo (1917), La mujer
moderna (1920), La mujer española ante la República (1931) y Nuevas cartas a
las mujeres de España (1932). En ellas lucha contra el extendido estereotipo de
las feministas como marimachos resentidas, reclama el acceso de la mujer a
todos los grados educativos y su plena participación en la vida laboral. Frente
a quienes argumentan que de esta forma se arruinaría la familia, sostiene que,
al contrario, un matrimonio fundado sobre la igualdad entre ambos cónyuges y la
independencia de la mujer ofrecerá para la educación y desarrollo de los hijos
un marco mucho más rico y adecuado que aquel basado en la ignorancia y la
sumisión femenina. En los escritos de los años treinta, a estas consideraciones
se les añade la idea, ahora explícita, de que los diferentes roles asignados a
los sexos no resultan de ningún orden natural, sino que son una construcción
social y cultural, obra de los hombres; algo que la convierte en una de las
teóricas del feminismo más avanzadas del momento.
Es la defensa de los derechos de la mujer, lo que conducirá
finalmente a María al ámbito público de la polis, sin ocultarse ya tras el
nombre de su marido, aunque continúe usando este como extraño pseudónimo en sus
publicaciones. En 1919 es elegida para el puesto de secretaria del comité
español de la Alianza para el Sufragio Femenino y al año siguiente encabeza la
exigua delegación española en el VIII congreso de la Alianza, celebrado en
Ginebra. Entre 1926 y 1936 participa en el Lyceum Club, una iniciativa dirigida
por María de Maeztu, cuyos objetivos principales, recogidos por Alda Blanco,
eran reformar la situación legal de la mujer, crear jardines de infancia para
los hijos de las mujeres trabajadoras y poner a disposición de las mujeres
madrileñas un espacio público donde reunirse y desarrollar actividades
culturales. Su sala de conferencias acogió a personajes tan destacados como
Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel de Unamuno o Benjamín Jarnés.
También, claro está, mujeres como nuestra María Lejárraga, que ya anteriormente
había intervenido en la Casa del Pueblo de Madrid y en la Residencia de
Señoritas, Zenobia Camprubí, María Teresa León o Victoria Kent. El Lyceum Club
hubo de hacer frente a los recelos e incluso abierta hostilidad de una buena
parte de la sociedad madrileña. Llamado burlonamente “el club de las maridas”
para dar a entender que allí las mujeres no hacían otra cosa que repetir las
opiniones que habían escuchado a sus maridos, o despachado con despectiva
ironía, como hizo Jacinto Benavente, quien cuando le pidieron que pronunciara
en él una conferencia, respondió con dudoso ingenio que “no le gustaba hablar a
tontas y a locas”; ocupó, pese a todo, un importante lugar en la vida cultural
madrileña. Carmen Baroja, quien a menudo se lamentó de que sus padres no le
hubieran dado la misma educación que a sus hermanos Pío, el novelista, y
Ricardo, el pintor, testimonia las dificultades y contradicciones a que
hubieron de hacer frente aquellas pioneras. En sus memorias, tituladas
Recuerdos de una mujer de la Generación del 98, señala dolorida que tras
pronunciar sus conferencias en el Lyceum Club debía regresar precipitadamente a
casa, sin dar lugar al coloquio, pues su marido, el editor Rafael Caro Raggio,
se enfurecía si ella se retrasaba para la cena.
Pero María era consciente de que el club era una
organización elitista integrada por mujeres pertenecientes a las clases medias
ilustradas. Sin despreciar su utilidad, ella deseaba una mayor aproximación a
las trabajadoras, por lo que en 1931 fundó la Asociación Femenina de Educación
Cívica. Esta, en locales cedidos por la Escuela Superior de Magisterio, ofreció
cursos de idiomas (francés, inglés, alemán, italiano y ruso), taquigrafía,
corte y confección, música y declamación. Además profesionales de reconocido
prestigio como Luis Jiménez de Asúa, Clara Campoamor, Matilde de la Torre,
María de Maeztu o la misma María Lejárraga, impartían cursos y pronunciaban
conferencias. Más adelante se incorporaron charlas de Fernando de los Ríos y de
Rodolfo Llopis y se abordaron temas como sexualidad, medicina, derecho,
deportes, etc.; a la par que se realizaban excursiones a la sierra y visitas a
museos.
Militancia socialista
Según sus propias palabras, la proclamación de la República
el 14 de abril de 1931, proporcionó a María Lejárraga el día más feliz de su
vida. Muy pronto su inquietud social la llevó a afiliarse al PSOE, sin
abandonar por ello la presencia en organizaciones y publicaciones feministas,
como la revista Educación integral y femenina, aparecida en 1933, y en cuyo
comité de redacción figuró también Clara Campoamor. Colaboraron en ella
personajes de la talla de Marie Curie y Henri Bergson.
Alternaba entonces María la residencia en su domicilio de la
calle Génova de Madrid con largas temporadas en la casa que en 1924 se había
hecho construir en Cagnes-sur Mer, junto a Niza. A esta supuesta vida lujosa
aludiría en 1962 malévolamente Augusto Martínez Olmedilla, un mediocre dramaturgo que alcanzó cierta notoriedad durante el franquismo, con intención de
descalificar a quien reconocía como una mujer de notable inteligencia que,
incongruentemente con la suntuosidad de que gustaba rodearse, había tomado
partido por los rojos más avanzados y predicado ideas disolventes. María no se
tomó la molestia de responder a un ataque ridículo, pero sí lo hizo desde el
exilio Indalecio Prieto, quien ofendido publicó en El socialista un artículo en
su defensa. Afirmaba en él que si María había alcanzado cierto bienestar, muy
alejado del grado de riqueza que insinuaba Olmedilla, eso se debía a que
durante toda su vida había trabajado de manera infatigable y que nada se puede
censurar a quien consigue el éxito por su propio esfuerzo y no a costa del
sufrimiento ajeno. Cuenta también una curiosa anécdota que había protagonizado
en 1934. Obligado a abandonar España tras el fracaso de la insurrección de
Asturias, María le ofreció alojamiento en la casa de Cagnes-sur-Mer, donde
también llegó el comandante de aviación Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien
durante la Guerra Civil ostentaría el mando de las fuerzas aéreas republicanas.
Quiso el azar que este fuera confundido por algún vecino con el rey Alfonso
XIII, con quien guardaba cierto parecido, lo que dio pie a que circulara el
rumor, que llegó a publicarse en un diario de Niza, de un encuentro secreto
entre el dirigente socialista y el monarca exiliado.
El año anterior, mientras descansaba en esta casa de la
Costa Azul, había recibido María la oferta de integrarse en la candidatura del
PSOE por la provincia de Granada. Para entender este ofrecimiento, es menester
aclarar que de mucho tiempo atrás había ella mantenido una intensa relación con
aquella ciudad, a la que había dedicado uno de sus libros, Granada (Guía
emocional). Manuel de Falla, a quien ella sirvió de baquiana en su primera
visita a la Alhambra y el Generalife, le confesó que esa obra le había
inspirado sus Noches en los jardines de España. María, según afirma, se sintió
profundamente halagada por el ofrecimiento del partido y no vaciló en
aceptarlo. Así, la mujer que durante muchos años había rehuido el espacio
público y se había ocultado tras el nombre de su marido, derriba el último muro
y se lanza al centro de la lucha política.
Eran las primeras elecciones en que podían participar como
electoras las mujeres y María se volcó con todo su ánimo en una campaña plagada
de dificultades. Acompañada por los otros miembros de la candidatura, entre los
que figuraban Fernando de los Ríos y Ramón Lamoneda, recorrió incansable los
pueblos de una Granada profunda en que el analfabetismo alcanzaba al 56 % de la
población y en la que no había otra ley que la voluntad de los terratenientes.
Estos, con el apoyo de la Guardia Civil, recurrieron a toda clase de tretas
para obstaculizar la campaña socialista. En Una mujer por caminos de España
rememora aquellos días llenos de agitación. Así nos enteramos de que en Guadix,
donde no lograron que les cedieran un local para un mitín electoral, ella y
Fernando de los Ríos intentaron hablar desde un balcón en la plaza, pero apenas
consiguieron que sus palabras fueran audibles, ya que las campanas de la
iglesia vecina en ningún momento cesaron de sonar con el mayor de los
estrépitos. Peor fue lo sucedido en Castril, donde alguien espantó a cuatro burros cargados con haces de leña,
causando el pánico entre los asistentes. En Huéscar, en cambio, el cacique
sorprendentemente era socialista, así que agasajó a los candidatos con una
espléndida comida. Las mujeres, a quienes María ansiaba dirigirse, le
produjeron una impresión dolorosa. Las describe como atrofiadas y envejecidas
por una maternidad incesante y consumidas, en eso no se diferenciaban de los
hombres y los niños, por una hambre lenta e interminable. Muy pocas se
atrevieron a asistir a unos actos electorales que, sin duda, consideraban como
asunto masculino.
María fue una de las cinco diputadas que salieron de
aquellas elecciones en que, ante la desunión de socialistas y republicanos,
triunfaron el Partido Radical y la CEDA. Su actividad parlamentaria fue intensa,
pero breve. Tras la huelga general revolucionaria y la insurrección de Asturias
en octubre de 1934, se centró en la denuncia de la represión y en la ayuda a
los numerosos obreros encarcelados y a sus familias. Se integró en el Comité
Nacional de Mujeres Antifascistas, que pronto sería ilegalizado, y después en
el Comité Pro-Presos. En este, con la colaboración de las también diputadas
Matilde de la Torre y Veneranda Manzano, realizó una campaña de solidaridad en
la que consiguió allegar fondos de los sindicatos soviéticos y franceses y de
otras organizaciones internacionales. Además de enviar alimentos, artículos de
primera necesidad y dinero a las familias de los represaliados, visitaron las
cárceles para obtener información de primera mano sobre el trato recibido por
los presos y llevar a estos noticias del exterior. A raíz del consejo de guerra
que condenó a muerte al dirigente socialista Ramón González Peña, se
entrevistaron con el presidente del gobierno, Alejandro Lerroux, a quien
solicitaron el indulto. Finalmente, la pena fue conmutada por la de cadena
perpetua. Más arriba ya se ha mencionado que María acogió en su casa de
Cagnes-sur-Mer a Indalecio Prieto y a Ignacio Hidalgo de Cisneros, cuando se
exiliaron para ponerse a salvo de la represión.
Guerra Civil y Segunda Guerra Mundial
La sublevación militar del 18 de julio de 1936 sorprendió a
María en Madrid. Pocos días después el Partido Socialista la incluyó en el
comité intergubernamental encargado de las indemnizaciones a los heridos de
guerra, un trabajo que la obligaba a visitar a diario los hospitales de sangre.
Aunque era una mujer fuerte, la visión de tantos cuerpos jóvenes horriblemente
mutilados, la horrorizó profundamente, así que, como ella misma reconoció más
adelante, recibió con gran alivio el nombramiento de agregado comercial para
Suiza e Italia, con residencia en Berna, el 17 de octubre de 1936. Salió de
Madrid a principios de noviembre, muy pocos días antes de que los rebeldes
llegaran a las inmediaciones de la ciudad. Antes de incorporarse a su destino,
debía asistir, junto a Alejandro Otero a una reunión de la Federación Sindical
Internacional en que iba a tratarse de la situación de España. Allí le llegó la
noticia de la caída de Navalcarnero y asistió atónita al discurso en que el
delegado francés Léon Jouhaux, tras una apasionada y brillante defensa de la
República Española, concluyó en un giro inesperado que, sin embargo, al
gobierno francés le era imposible entregar a sus autoridades un armamento que
ya estaba pagado. Recuerda María que al terminar la reunión todos los delegados
desfilaron de uno en uno para estrechar la mano de los dos representantes
españoles, tal como es costumbre en los duelos, y que ella comentó a su
compañero: “¡Amigo mío, entierro de primera clase!”.
En otoño de 1937, se encargó María de coordinar la acogida a
un grupo de niños españoles evacuados a Bélgica, donde serían acogidos por el
Partido Obrero Belga en una colonia de vacaciones, antes de ser trasladados a
las familias que los adoptarían de manera temporal. Reverdeció así, ante la
generosidad del trato otorgado a aquellas criaturas, el cariño que ella sentía
por aquel país desde su primera salida al extranjero en el ya muy lejano 1905.
Hay en sus escritos de aquellos tristes años un recuerdo enternecido para
aquellos trabajadores que, en rotundo contraste con la actitud timorata e
hipócrita de sus dirigentes, dieron repetidas muestras de apoyo a la República
Española.
Al final de la guerra, María, en una decisión que parece
totalmente lógica, optó por residir en su casa de Cagnes-sur-Mer. Allí le llegó
el 1 de septiembre de 1939, cinco meses después de la derrota republicana, la
noticia de la declaración de guerra a Alemania por parte de Francia y del Reino
Unido, secundados por Australia, Nueva Zelanda, Canadá, y Sudáfrica.
Oficialmente comenzaba la II Guerra Mundial. La paciencia de aquellas potencias
que habían claudicado una y otra vez ante Hitler, parecía haber llegado a su
fin. La causa era la invasión de Polonia. Y, sin embargo, no ocurrió nada.
Polonia quedó dividida entre Alemania y la Unión Soviética, sin que Francia y
el Reino Unido, pese a su solemne declaración, hicieran nada positivo por
ayudar a su aliado. Durante meses se prolongó una calma a la que en Francia se
ha llamado drôle de guerre, una expresión que se suele traducir como “guerra de
broma.” Las auténticas hostilidades, tras un primer choque en Noruega durante
el mes de abril, se iniciaron cuando en mayo de 1940, trece meses después de la
finalización de la contienda española, la Wehrmacht atacó Bélgica, Luxemburgo,
los Países Bajos y Francia.
La capitulación de Francia el 22 de junio dejó a María
atrapada en la zona de Vichy. Da comienzo ahí el período más difícil de su
vida. Su nombre figuraba en una lista negra enviada por la policía franquista
al gobierno colaboracionista francés. Hubo de abandonar su casa, que sería
requisada, y refugiarse en la de una antigua asistenta, bajo el nombre de
madame Martínez. Afectada por unas cataratas de las que no pudo operarse hasta
después de la guerra, perdió la vista y sufrió las mayores privaciones,
aliviadas por los escasos paquetes de comida que ocasionalmente podían hacerle
llegar sus familiares desde España. Durante este tiempo permaneció aislada, sin
apenas contacto con nadie, pues sus conocidos, los que habían podido abandonar
España, o bien habían escapado a América o Rusia, o bien permanecían ocultos en
distintos lugares de Francia; sin que faltaran algunos internados por los
alemanes en Mauthausen o Buchenwald. Así, siempre bajo el temor de que en
cualquier momento se presentara la Gestapo, vivió hasta la liberación en agosto
de 1944.
Matilde de la Torre, exiliada en México, se interesó por la
suerte de su amiga y compañera de partido, e intentó dar con su paradero desde
el 3 de septiembre, pero la tarea fue muy difícil en aquella Europa cubierta de
ruinas y repleta de refugiados. Solo el 30 de abril de 1945, la Cruz Roja pudo
al fin informar a Matilde de la penosa situación en que se encontraba María.
Aquella solicitó de inmediato la colaboración de Ramón Lamoneda y otros
miembros del Partido Socialista para enviarle una primera ayuda. María por su
parte, lo primero que hizo al recuperar el contacto fue interesarse por la
suerte de Gregorio. Algo que no parece que le preocupara mucho a Matilde, pues
como escribió a Lamoneda, consideraba que aquel no era más que un miserable.
Últimos años
Aún con graves problemas de visión, que no se resolverían
hasta mayo de 1948, María comenzó a ganarse la vida como traductora y a
colaborar en algunos periódicos, entre ellos El Socialista, a la par que
organizaba una pequeña agrupación socialista en el departamento de los Alpes
Marítimos. El PSOE había terminado la Guerra Civil terriblemente desgarrado y
ahora, una vez superado el conflicto mundial se diría que había llegado el
momento de ajustar cuentas. Así el 23 de abril de 1946, Juan Negrín y otros
treinta militantes, entre los que se contaba Ramón Lamoneda, fueron expulsados
del partido por la facción mayoritaria encabezada por Indalecio Prieto y
Rodolfo Llopis. María en ningún momento se decantó por unos u otros y supo
mantener relaciones amistosas con miembros de los dos bandos enfrentados. Poco
antes había recuperado el contacto epistolar con Gregorio, quien había
abandonado España al inicio de la guerra y residía entonces en Argentina. Este
torpemente se disculpó por el olvido en que la había tenido durante esos años,
alegando que atravesaba una mala racha económica y confiaba en que ella hubiera
continuado cobrando el cincuenta por ciento de los derechos de autor, como
venía ocurriendo desde la separación. Gregorio regresó a España en compañía de
Catalina Bárcena en septiembre de 1947. Ya muy enfermo, falleció en Madrid el 1
de octubre.
Ante las dificultades en Europa, el 3 de septiembre de 1950,
María se embarca hacia Nueva York, de donde marcha a Los Ángeles con intención
de probar fortuna como guionista de cine. Al no obtener el éxito ansiado se
traslada a México y finalmente a Argentina. Para entonces cuenta ya con setenta
y cinco años. Colabora en programas radiofónicos y en diversas publicaciones.
Para la posteridad deja sus dos magníficos libros autobiográficos: Una mujer
por caminos de España, donde cuenta con gracia y gusto por el detalle
ilustrativo, sus andanzas políticas en tiempos de la República; y Gregorio y
yo. Medio siglo de colaboración, en que narra las vivencias de ambos en el
tiempo en que permanecieron unidos. Lo hace con un tono afectuoso que, dado
como se desarrollaron las relaciones entre ambos, resulta difícil de comprender.
Se diría que, a pesar de todo, mantuvo hasta el final de la vida el amor por
quien siempre fue legalmente su marido. Es un libro ameno que nos permite
adentrarnos en la vida cultural española del primer tercio del siglo XX, y que
está lleno de anécdotas y confidencias siempre amables sobre los grandes
personajes de la literatura y de la música de aquella época. Por él desfilan
Benito Pérez Galdós, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío,
Federico García Lorca, Isaac Albéniz, Santiago Rusiñol, Manuel de Falla, José
María Usandizaga, Ramón Pérez de Ayala y muchos otros. De todos ellos guarda
María un cariñoso recuerdo.
Pero el tiempo de María ya ha pasado. Todos los compañeros y
amigos de la juventud, los escritores y artistas con los que ha compartido
inquietudes intelectuales, las mujeres que con ella han luchado en defensa de
sus derechos, los políticos y sindicalistas con quienes ha compartido la
ilusión de la República y el dolor de la derrota, todos ellos fallecen uno tras
otro, dejándola en la más oscura soledad. A ella no le será dado seguirlos
hasta mucho más tarde, cuando el 28 de junio de 1974, con casi cien años de
edad, le alcance la muerte en Buenos Aires.
Había vivido, qué duda cabe, una vida plena. La muchacha
aficionada a la literatura que tímidamente se escondía tras el nombre de su
marido, terminó por salir a la plaza pública, al ágora, en defensa de los
derechos de las mujeres y de los desheredados. Tras haber alcanzado el éxito
gracias a un esfuerzo denodado, hubo de conocer la derrota y la miseria, y
reinvertarse en tierras extranjeras. Quizá para siempre quede como un enigma
insoluble el misterio de su relación con Gregorio
Bibliografia
Esta breve bibliografía pretende tan solo indicar las obras
básicas que permiten un acercamiento a la vida de María Lejárraga.
MARTÍNEZ SIERRA, María, Gregorio y yo. Medio siglo de
colaboración. Valencia, Pre-textos, 2000.
MARTÍNEZ SIERRA,
María, Una mujer por caminos de España, Madrid, Castalia, 1989
BLANCO, Alda, María Martínez Sierra, 1874-1974, Ediciones
del Orto. Biblioteca de mujeres, Madrid, 1999
RODRIGO, Antonina, María Lejárraga. Una mujer en la sombra,
Algaba, Madrid, 2005
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