La noche de los tiempos

No creo que Muñoz Molina pueda sorprenderse si afirmo que su última novela me ha traído a la memoria La calle de Valverde de Max Aub; aunque, para ser justo, tampoco puedo dejar de mencionar Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá. Los puntos de contacto son obvios: una misma ciudad, Madrid, y también una época, en un caso los años de la dictadura de Primo de Rivera, en el otro, los prolegómenos y primeros meses de la guerra Civil; en ambos, unos personajes entregados a una historia de amor y, entrecruzándose en sus vidas, seres reales, de todos conocidos, gentes que han dejado huella en la memoria colectiva, y junto a ellos otros inventados, que bien pudieran, sin embargo, haber existido.

Hay, en La noche de los tiempos, además de la notable maestría literaria que siempre caracteriza al autor, un loable intento de transmitir la verdad de unos tiempos, cuya memoria la autoridad política quiere institucionalizar, en un intento de convertir en verdad intangible lo que no es más que mera interpretación partidista. Relata Muñoz Molina el terror que se adueña progresivamente de Madrid, como una ola de marea surgida en la profundidad del océano y que al llegar a la costa lo anega todo, arrastrando a los seres humanos antes de que hayan sido siquiera capaces de percibir su presencia. Aunque quizá fuera más apropiado compararlo con un miasma deletéreo que envenena la atmósfera y trastorna las conciencias. El marco histórico no constituye, pues, una proyección maniquea en el pasado de las preocupaciones del presente. Simplemente se expone el horror nacido del odio y del resentimiento. Un ambiente enrarecido y nauseabundo en el que Bergamín justifica y hasta exalta los asesinatos, mientras que Alberti, vestido con mono y disfrazado de miliciano, juega frívolamente a la representación teatral, sin que parezca afectarle el hedor de los cadáveres. Madrid es una ciudad enloquecida en donde solo los sindicatos ejercen un arbitrario y cruel remedo de autoridad, un lugar en el que cualquiera puede ser arrancado de su casa y aparecer a la mañana siguiente muerto en una cuneta o un descampado. Pero las noticias de la otra parte no hablan de un mundo más justo, sino de atrocidades fríamente orquestadas, de matanzas igualmente repulsivas, aunque, eso sí, mejor organizadas.

Pero Ignacio Abel, vive en la capital. Es allí donde en 1935 conoce a Judith Biely y se enamora de ella. Es un arquitecto brillante de humilde origen que con grandes esfuerzos ha conseguido abrirse camino y que incluso ha tenido la oportunidad de estudiar durante un tiempo en Weimar, en la Bahaus. Podría decirse que en él, socialista en la escuela moderada de Besteiro y Fernando de los Ríos, se hace carne el ideal de la Institución Libre de Enseñanza. Pero quizá la realidad sea un punto más complicada. Sin el matrimonio con Adela, hija ya un poco mayor de los católicos monárquicos, y también adinerados, don Francisco de Asís y doña Cecilia, Ignacio no habría alcanzado la posición de que disfruta. No lo debe todo a su capacidad, con ser esta innegable, y a su tenacidad. Estas no lo hubieran llevado al triunfo de no haber contado con el respaldo de esa familia política a la que desprecia y cuyas rutinas le resultan insoportables. Tal vez sea la conciencia de que sin la generosidad de esos suegros que se le antojan ridículos, jamás habría salido de la oscuridad, lo que alimenta su resentimiento y, en definitiva, acaba empujándolo a traicionar tanto un amor, que quizá no haya sentido, como una confianza a la que nunca se ha entregado.

Ignacio, y aquí radica a mi entender una de las grandes debilidades de la novela, habla a menudo, lo que también le ocurre al doctor Negrín, como portavoz de las ideas del autor. De repente, en medio de una conversación, sentimos que ya no es un personaje, sino simplemente el transmisor de los ensueños de Muñoz Molina. Deja de hablar como alguien atrapado en los acontecimientos para hacerlo como quien conoce y juzga el desenlace. Pierde así espesor y fuerza de convencimiento. Su discurso se torna retórico y carente de significado, ahogado en un moralismo tan improcedente en el momento en que se sitúa, como incongruente con su comportamiento real.

Por otro lado, la historia de amor no depara ninguna sorpresa; nada hay en ella que el lector no pueda prever con antelación, salvo quizá la íntima vileza con que el protagonista abandona a su cuñado falangista. Un fanfarrón, un irresponsable, un ser inmaduro, pero también alguien que ama entrañablemente a su hermana y a sus sobrinos, y, sobre todo, un pobre hombre incapaz de hacerse un lugar en la vida y cuyas tendencias sexuales resultan dudosas para unos familiares que jamás osan mencionarlas abiertamente; un infeliz, en suma, para quien la Falange representa la última posibilidad de sentirse partícipe en la construcción de una obra importante; mucho más duradera y trascendente que los edificios planeados por Ignacio. La infamia se hace aún mayor a causa de la palabra dada a su suegro, el generoso aunque un punto grotesco don Francisco de Asís, en el mismo día de la sublevación militar, de que velará por ese hijo inmaduro perdido en el Madrid revolucionario, a quien la irreflexión no podrá por menos que arrastrar hacia la muerte. Abel no se escuda siquiera tras la coartada de la excusa ideológica para tranquilizar su conciencia, tampoco en el miedo a perder la vida. Es algo distinto lo que teme: dejar pasar la posibilidad de huir del infierno en que se ha convertido Madrid en el verano y el otoño del 36 y perder así la tenue esperanza de reencontrarse con Judith en un mundo nuevo ajeno a la guerra y al odio. Ni la razón ni la ideología tienen nada que ver en su decisión de desoír las por momentos más angustiadas llamadas de su cuñado; tampoco exactamente el temor, sino más bien el egoísmo.

Me he referido a una historia de amor. Cualquiera pensará en la que viven Ignacio y Judith. Sin embargo, al leer la novela, me queda la impresión de que la única persona realmente enamorada es Adela, la infeliz esposa engañada. Ignacio se deja llevar por la atracción que como hombre maduro y respetado ejerce sobre una mujer joven, atractiva y desenvuelta. Judith se entrega al encanto del hombre mayor y exótico. Pero Adela penetra en el fondo de los sentimientos de su marido. Solo ella conoce su íntima debilidad, y se la revela impulsada por el despecho. Su amor se expresa, sin por eso desaparecer, en un largo memorial de agravios

Del resto de los personajes, pocos se salvan literariamente hablando. El adinerado Van Doren no es más que un pequeño Mefistófeles; Moreno Villa, apenas una sombra, pálido interlocutor de las fantasías de Ignacio Abel; Eutimio, el necesario contrapunto, el obrero diligente y honrado que en la utopía institucionalista se habría entendido con Ignacio Abel, el señorito surgido del proletariado, y habría puesto así fin a la lucha de clases.

¿Para qué seguir? Hay maestría literaria, no falta tensión narrativa, pero aquellos que en un momento se nos antojan auténticas personas, seres de carne y hueso, sujetos a nuestras pasiones, repentinamente se tornan en máscaras inexpresivas, en simples voceros de opiniones ajenas. El diálogo final entre Ignacio y Judith es a este respecto totalmente decepcionante. En realidad se trata de dos monólogos artificialmente insertados: de un lado el realismo desengañado, del otro el idealismo utópico. Y en medio, la nada, la imposibilidad de comunicación; en definitiva, la ausencia de amor, pues Ignacio y Judith no son personas, sino arquetipos, ideas, de las cuales la realidad no es sino un pálido y desfigurado reflejo.

Comentarios

  1. Magistral resumen Francisco Javier!
    Gracias por regalarnos tus posts.

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  2. Una crítica mordaz, ¿eh papi? jajaja Bueno, ya leeré yo la novela y te contaré si estoy de acuerdo contigo o no. ¡Un besito fuerte!

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