La resistencia silenciosa

Recupero una recensión que publiqué hace tiempo en la revista Estudio Agustiniano.

GRACIA, Jordi, La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, Anagrama, Barcelona, 2004, 22 x 14, 405 pp.

En esta obra, con la que obtuvo el premio Anagrama de Ensayo, analiza Jordi Gracia los cauces, a menudo tortuosos y poco visibles, por los que, pese al trauma de la Guerra Civil, se mantuvo tras el ambiente oficial plagado de sordidez y grandilocuencia, la continuidad de la cultura española de tradición liberal. Se centra para ello en el período comprendido entre 1939 y mediados de los cincuenta, al que de manera expresiva denomina el quindenio negro. Son tiempos difíciles, en los que los intelectuales reconocidos ya antes del conflicto como maestros indiscutibles han de adoptar dolorosas decisiones: unos, como Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Salinas o Jorge Guillén, permanecerán exilio; pero otros, entre ellos Pío Baroja, Ortega, Azorín, Marañón o Josep Plá, retornarán pronto a España y mantendrán actitudes que, pese a un distanciamiento evidente del régimen franquista, serán a menudo consideradas contemporizadoras, cuando no abiertamente legitimadoras de aquel. Con todo, su presencia, unida a un contacto nunca roto con los exiliados, contribuirá a mantener viva la tendencia crítica en las nuevas generaciones. En éstas tienen especial relevancia, escritores, como Ridruejo, Torrente Ballester o Laín Entralgo, que, desengañados tras la victoria, terminarán por abandonar la militancia falangista, y, tras ellos, los que alcanzan la madurez después de la guerra: Rafael Sánchez Ferlosio, José María Valverde o Carmen Martín Gaite.

Es un libro valioso, por cuanto además de suponer una aproximación bien documentada a un período poco conocido de nuestra historia reciente, plantea el problema del mantenimiento de una continuidad cultural sin la cual la transición a la democracia hubiera sido extremadamente dificultosa. Cabe objetar que la caracterización de la dictadura franquista, aunque sólo sea durante el quindenio negro, como régimen totalitario parece poco fundamentada. Hubo en ella, sí, elementos fascistizantes, precisamente los más fieles al falangismo, pero nunca detentaron realmente el poder, aunque sí dominaran durante un tiempo el aparato de propaganda, desde donde, por otro lado, ofrecieron tribunas en las que pudieron expresarse tanto los que Gracia llama viejos maestros liberales, como tempranos disidentes o jóvenes escritores pronto comprometidos en movimientos izquierdistas. Podemos decir, en general, que si bien el autor muestra un buen conocimiento de la vida cultural de la época, no acierta al enmarcarla en las circunstancias políticas. A lo ya dicho sobre la caracterización del franquismo, y estrechamente ligado con ella, cabe añadir la concepción de la Guerra Civil como un enfrentamiento entre la democracia, encarnada por las fuerzas leales a la República, y el fascismo. Se ignora de esta manera el auténtico peligro totalitario que en la época representaron no sólo el comunismo, sino también el anarcosindicalismo y una gran parte del socialismo ─recordemos que a Largo Caballero le halagaba que le consideraran el Lenin español─, lo que quedó de manifiesto en la insurrección de 1934, así como el equívoco comportamiento de los republicanos de izquierda, nada dispuestos a admitir una alternancia que les alejara del poder. Esta simplificación hace que Jordi Gracia encuentre serias dificultades para entender la actitud de los viejos maestros liberales, aquellos que como Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Azorín o Baroja, retornaron a España tras la guerra y, mal que bien, se acomodaron en alguna medida en la vida cultural de la dictadura. En definitiva, queda la sensación de que Gracia, por más que no llegue a manifestar su posición de forma explícita, comparte, o al menos simpatiza con ellas, las palabras de Julien Benda ─Le devoir du clerc─ citadas por Benjamín Jarnés en una carta que el libro reproduce: “el escritor debe entonces tomar partido por aquel que si amenaza la libertad, la amenaza al menos con el fin de dar pan a todos y no en provecho de los sátrapas del dinero. Por aquel que si debe matar, matará a los opresores y no a los oprimidos”. Dicho en otros términos: el fin justifica los medios y, puesto que la izquierda dice que sus fines son buenos, a la hora de decidir quién debe privarnos de la libertad y quién sabe si de la vida, debemos elegir al izquierdista, que, después de todo, lo hace por nuestro bien.

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