Los médicos judíos. El antisemitismo en la URSS.

No es esta la primera ocasión en que mis reflexiones giran en torno a la obra de Vasili Grossman. Ahora me centraré en un episodio ocurrido en los últimos tiempos de la vida de Stalin, tal como aparece narrado en la novela Todo fluye.

Un día, en algún periódico aparece, entre otros muchos, un artículo en que alguien denuncia que determinada persona, cuyo nombre es inequívocamente judío, ha obtenido un título académico de forma fraudulenta. Hasta aquí nada anormal. Pero pronto se multiplican noticias similares en más y más diarios. En todas aparecen el nombre y el patronímico de los falsarios. En ocasiones, estos parecen rusos, pero en ese caso, se aclara su origen judío. Lo que había comenzado de una manera aparentemente casual, se convierte en una campaña en que constantemente judíos, en su mayoría médicos, son acusados de negligencia en el cuidado de sus pacientes, de indiferencia ante sus sufrimientos o de aceptar sobornos. Es solo un aspecto de la cuestión. Estudiantes con antecedentes académicos irreprochables ven como se les niega de manera incomprensible la posibilidad de cursar el doctorado. Suelen llamarse algo así como Jaim Abrámovich o Izraíl Mendelevich. El científico Nikolái Andréyevich siente como esta situación comienza a afectar a algunos de sus compañeros, pero se niega a compartir sus aprensiones. Si en una reducción de personal, los despedidos son casi exclusivamente judíos, lo achaca a la hostilidad que sienten hacia ellos ciertos cuadros del Partido, pero él tiene la íntima certeza de que Stalin no es antisemita y de que todo aquello se hace sin su conocimiento. En tanto, gentes anónimas, personas de la calle, que en algún momento, quizá muchos años atrás, perdieron a un familiar enfermo, recuerdan que lo trató un médico judío. Lo que hasta entonces les había parecido un desdichado desenlace natural, se les muestra ahora envuelto en la sospecha, y corren a ponerlo en conocimiento de la policía. Cuando se ha creado un ambiente adecuado, estalla la bomba: médicos judíos de reconocido prestigio y el famoso actor Mijoels, se han confesado autores del envenenamiento de eminentes dirigentes del Partido, entre ellos Zdhánov. Para Nikolái Andreyévich, que conoce personalmente a algunos de los inculpados, es un duro golpe. No puede imaginar que esas personas a las que ha tratado y por las que siempre ha sentido respeto, hayan sido capaces de crímenes tan monstruosos. Pero si la acusación es falsa, queda como única posibilidad que los auténticos criminales sean los máximos dirigentes del Partido, incluido el propio Stalin. Comienzan a correr rumores de que en las maternidades hay judíos que inoculan la sífilis o de que en las farmacias suministran medicamentos envenenados. El director judío del instituto de investigación en que trabaja Nikolái Andreyévich es sustituido y, aunque, Riskov, el recién llegado le inspira repugnancia, no puede evitar que cuando se dirige a él como “un gran científico ruso” le invada un sentimiento de enorme satisfacción. Riskov le ha reglado a Nikolái un elogio envenenado y este lo ha aceptado complacido. Ruso no es un adjetivo inocuo. Todo lo contrario, actúa como signo de identificación. Señala que tú eres de los nuestros, en tanto que los otros, los judíos, son el enemigo. No transcurrirá mucho tiempo antes de que Nikolái intervenga en un mitin y pida un castigo ejemplar para los autores de los crímenes. Cunde la idea de que los médicos serán ejecutados en público en la Plaza Roja, y se dice que a continuación estallarán pogromos en diversos lugares del país, por lo que las autoridades han dispuesto ya la deportación de los judíos a algunos lugares de Siberia, a fin de protegerlos de la ira popular.

Y de repente, el 5 de marzo de 1953, muere Stalin. Solo un mes después, se anuncia que los médicos son inocentes y que su confesión ha sido arrancada bajo tortura. Nikolái experimenta alivio en un primer momento, pero enseguida le asalta la idea de que él mismo se ha prestado con excesiva facilidad a dar por buena una visión oficial, cuya falsedad debería haberle resultado evidente. Así, por primera vez en su vida se enfrenta con su propia conciencia y comprende que él, no el Estado, es responsable de sus propios actos.

Comentarios

  1. Muy interesante la entrada por los temas que suscita. No solo el del antisemitismo que, como cualquier xenofobia, empieza en una generalización en la que no se distingue al ser humano enemigo global que amenaza tu modus vivendi( y el otro día hablabamos de ello al citar al Lèvinas)Al final concluyes el relato con en el de la responsabilidad personal, incluso en situaciones límite. "todos creían" no es mas que una débil excusa. En "la banalidad del mal" explica Arendt la sorpresa que le produce encontrarse con que el acusado es un funcionario gris, alguien incapaz de asumir su responsabilidad personal en los hechos.
    Me ha gustado tu entrada. Y prefiero comentartela aquí que en FB.

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  2. Este tipo de conflictos en que se plantea el problema de la responsabilidad personal es muy frecuente en la obra de Grossman. No podemos deshumanizar al otro más que renunciando a nuestra propia conciencia, es decir, deshumanizándonos nosotros. Lo que sustenta al totalitarismo no es la locura de un grupo de sádicos, sino la gran masa de funcionarios que, como Eichmann, se limitan a cumplir órdenes, sin cuestionarse nunca si estas son inicuas; de simples ciudadanos que aceptan las consignas de la autoridad, unas veces por convencimiento y otras por evitarse problemas; los que piensan que algo habrá hecho el perseguido para merecer tal trato.
    La mayoría tiende al conformismo y se deja seducir por las amenazas o por los halagos. Muy pocos se atreven a decir, como hizo Lutero en la Dieta de Worms, a sabiendas de que sus palabras podían costarle la muerte en la hoguera: "actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ampare."

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