Años de plomo

Para la mayor parte de los países europeos y americanos la década de los setenta constituyó una pesadilla a la que cuadra como a pocas la expresión, ampliamente difundida, de años de plomo. A poco que buceemos en la memoria, evocaremos la actividad de las Brigadas Rojas, de la Fracción del Ejército Rojo, del IRA, de ETA, del FRAP, de los GRAPO, incluso del Ejército Simbiótico de Liberación; también del Ejército Revolucionario del Pueblo, de los Montoneros, los Tupamaros, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria o Septiembre Negro. Se trata tan solo de un muestreo sin ánimo exhaustivo. Muchos otros grupos recurrieron a la violencia, con el pretexto de terminar con el imperialismo o el capitalismo.

¿Por qué tantos jóvenes se sintieron fascinados por la revolución? Se mantenía reciente la memoria de las revueltas del 68 y de su fracaso. La Unión Soviética hacía mucho que había perdido toda capacidad de seducción, pero su lugar lo ocupaban los mitos de China, de Cuba y de Vietnam. Incluso en un país como España, sometido a la dictadura franquista, se miraba con simpatía apenas disimulada la victoria de Castro sobre unos Estados Unidos a quienes la derecha no perdonaba la humillación del 98. Quizá poca gente recuerde a estas alturas libros como Libertadores USA o Los usacos, de Carlos María Idígoras, pero su visceral antiamericanismo tuvo profunda repercusión en aquellos tiempos. Los diarios e incluso la televisión reflejaban la guerra de Vietnam desde una actitud que no dejaba de traslucir admiración por el Vietcong, cuyo enfrentamiento con una gran potencia mediante el recurso a la guerrilla, remitía a nuestra guerra de la Independencia, y a su interpretación mítica por el nacionalismo del régimen. En cuanto a China, la absoluta ignorancia de lo que ocurría dentro del país, contribuía a que se extendiera la idea de que su socialismo era, por decirlo de alguna manera, más puro que el de la Unión Soviética. Frente a esta, gobernada por unos burócratas envejecidos y carentes de todo atractivo, China ofrecía la imagen juvenil y llena de frescura de una sociedad en marcha, en la que el pueblo, movilizado en la Revolución Cultural, había impedido el adocenamiento de los dirigentes. Tardaríamos aún muchos años en saber lo que realmente sucedía. Quizá visto retrospectivamente, uno de los fenómenos más llamativos de aquellos tiempos, sea la incapacidad de los Estados Unidos para imponer una visión positiva de su actuación internacional. Debería bastar eso para desmentir la omnipotencia de la CIA y el supuesto control de los medios de comunicación por unas agencias de prensa al servicio del capitalismo. Claramente, la batalla de la propaganda, incluso en España, la ganaban los comunistas.

De este hecho no se beneficiaban, sin embargo, los partidos comunistas tradicionales, sino un maremágnum de movimientos situados a su izquierda: maoístas, trotskistas e incluso consejistas y situacionistas; cada uno de ellos dividido a su vez en múltiples ramas hostiles entre sí. Baste citar dentro del trotskismo el enfrentamiento entre pablos y lambertos, o el estupor que produjo en las filas maoístas la ruptura entre China y Albania. A esto se sumaba la afluencia de gentes procedentes de movimientos católicos, en muchos casos desorientadas por extrañas interpretaciones del concilio Vaticano II. Personas que, como los anabaptistas de Münster, aspiraban a construir el Reino de Dios sobre la tierra y que a menudo confundían a Cristo con Ernesto Che Guevara. Pero no es eso todo, aún había más organizaciones que tendencias ideológicas. Recuerdo entre los maoístas al PCE (m-l), la ORT o el PTE −primero PCE (i)−; o entre los trotskistas a la LCR, la LC o el PORE. Luego, muchos otros, cuya exacta filiación no me atrevo a establecer: la Organización Comunista de España (Bandera Roja), el Movimiento Comunista o Acción Comunista; y algunos de nombre pintoresco: Larga Marcha hacia la Revolución Socialista o Grupos de Unificación Marxista Leninista. Sé que hubo más de los que cito, pero no es mi intención dar un listado completo de los muchos grupos clandestinos que en los últimos años del franquismo se nutrían básicamente de estudiantes universitarios. Además algún partido como el PCE (m-l), llevado por la estrategia de crear lo que, de manera harto exagerada, consideraba organizaciones de masas (FRAP, FUDE, OSO, UPC, UPM, etc.) sospecho que en algún momento pudo tener más siglas que militantes.

Pese a su heterogeneidad y las mutuas enemistades, estos grupos tenían mucho en común. En primer lugar, todos rechazaban el capitalismo y proponían como alternativa la revolución socialista; consideraban que la democracia, a la que solían referirse como formal o burguesa, era en el mejor de los casos una etapa en el camino de la liberación; pero además, coincidían en que en uno u otro momento, la revolución exigiría el recurso a la violencia para terminar con el Estado burgués e implantar la dictadura del proletariado. Diferían, eso sí, en la manera y el momento en que la violencia debería ser utilizada, pero todos estaban de acuerdo en que sin terror la revolución sería imposible. La caída de Salvador Allende parecía demostrar esta aseveración. Nadie negaba que el gobierno de Unidad Popular hubiera intentado alterar la legalidad constitucional de Chile, lo que se le reprochaba es que no hubiera recurrido al fusilamiento de militares y dirigentes de la oposición.

Todas estas organizaciones rechazaban a un Partido Comunista que, a estas alturas −recordemos que es la época en que Enrico Berlinguer formuló la estrategia eurocomunista, a la que de manera poco convincente se sumó Santiago Carrillo− parecía defender la posibilidad de hacer la revolución desde el parlamento. A los ojos de la extrema izquierda, el fracaso de Allende mostraba que se trataba de algo imposible. Obsérvese que lo que separaba a los partidos comunistas de esa multitud de disidentes de izquierda no era la valoración de la democracia, para unos y otros meramente transitoria e instrumental, sino la distinta estimación del papel que desempeñaría la violencia en el advenimiento del socialismo. Mientras que los partidos comunistas tradicionales aspiraban a ampliar su base social y alcanzar el poder mediante procesos electorales, para desde allí transformar radicalmente la sociedad −lo cual no deja de recordar, por cierto, la estrategia seguida por el nacionalsocialismo alemán−; la extrema izquierda no concebía una ocupación no violenta del poder. Pero para unos y otros, no había adversarios políticos, sino enemigos a quienes era necesario aniquilar, pues representaban los intereses de la burguesía y del imperialismo. Diferían los métodos, pero no los objetivos.

El desenlace de aquel embate revolucionario fue muy distinto en Europa y en América. Mientras que en la primera, la democracia salió ampliada y fortalecida, pese a las dificultades con que se impuso en Portugal, donde en algún momento pareció que las fuerzas representadas por Otelo Saraiva de Carvalho alcanzarían el poder, o a la crisis que en Italia supuso el secuestro y asesinato de Aldo Moro; en la segunda, abrió paso a dictaduras militares.

Comentarios

  1. Paco, entre tu y yo ¡ Menos mal que no hicimos la revolución!
    Tu siempre enamorada mujer
    Carmen Sáez Gutiérrez

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Por caminos de progreso

La degradación del bosque amazónico: una amenaza global

El octavo círculo: la orquesta de mujeres de Auschwitz