Añoranza del padre

He vuelto, tras varios meses, a la casa en que pasé la adolescencia y una parte de la juventud, el viejo hogar familiar. No el primero, el de la niñez, aquel grande y destartalado de la calle de los Mancebos, desde cuyo balcón disfruté en tantas ocasiones de la espléndida visión de San Andrés −la única iglesia hermosa de Madrid, según leí en un artículo de Corpus Barga−, sino el más pequeño, de Santa Úrsula, La terraza daba a una placita y como el edificio situado al otro lado tenía solo dos plantas, se contemplaba desde ella una vista magnífica, en la que destacaban las cúpulas de San Andrés y de San Francisco el Grande. Hace algunos años derribaron aquella casita y levantaron otra más alta en su solar, con lo que ya solo puede verse, tras una ruidosa plaza atestada de coches, un vulgar bloque de viviendas. En la salita, donde tanto tiempo pasó mi padre tecleando en su vieja Olivetti, artículos sobre los lejanos países que había visitado o sobre los restaurantes en que había comido, quedan alineados en la estantería los viejos volúmenes de poesía de la editorial Losada, junto a algunos de filosofía: Rousseau, Schopenhauer y Nietzsche. Cuando éramos niños, muchas noches, tras la cena, mi padre nos recitaba poemas de García Lorca o de Miguel Hernández, y también de Ramón de Garciasol o de José Hierro. Lo hacía con una entonación hermosa y profunda, acompañando su voz con ademanes suaves y medidos. Recuerdo el nudo que me oprimía la garganta al escuchar el romance de la muerte de Antoñito el Camborio. Sin embargo, no he heredado su sensibilidad lírica. En otras ocasiones nos contaba las historias de Aquiles y Agamenón, los viajes de Ulises y de Eneas, o las desventuras de Edipo y de Antígona. Aquí dejó una huella más duradera en mi espíritu. La Ilíada, La Odisea y La Eneida, junto a Esquilo, Sófocles y Eurípides, se convirtieron para mí en compañeros inseparables, a los que enseguida se sumó Herodoto. Por ellos era capaz de abandonar el juego con los otros niños, para viajar a mundos heroicos y maravillosos, de cuya existencia ellos no tenían noticia. ¿Qué decir de cuando mi padre volvía de México, la India, Rusia o Sudáfrica, y nos hablaba de sus ciudades extrañas, de sus asombrosos monumentos, de sus gentes y costumbres? En esos tiempos, la mayor parte de los españoles apenas salía al extranjero y mucho menos a países tan lejanos, con algunos de los cuales ni siquiera se mantenían relaciones diplomáticas. Nadie en el barrio había visto tanto mundo como él, y eso hacía que mis amigos me miraran con envidia y con respeto. Con él visitamos los museos de Madrid. No solo El Prado, también el de San Fernando, el de Ciencias Naturales, el del Ejército o el Lázaro Galdiano. Junto a él recorrimos −eso sí, en coche, pero con infinidad de paradas− el camino francés desde Roncesvalles hasta la tumba del Apóstol. No había iglesia o monasterio que no le diera pie para narrar una anécdota o señalar un curioso detalle arquitectónico. Mis hermanos, quizá también mi madre, se aburrían, pero yo, más que escuchar, absorbía sus palabras con todos mis sentidos. Hubo otros viajes, pero ninguno alcanzó la magia de aquella peregrinación. Contaba yo entonces trece años, y el trasiego en el camino era muy inferior al actual. Una y otra vez, coincidimos con unos jóvenes franceses que en cada parada escuchaban como algún guía explicaba que los tesoros del lugar habían sido robados por compatriotas suyos. Recuerdo que en una ocasión, uno de ellos, abrumado por tanta acusación, no pudo por menos que preguntar: “¿Pero qué franceses fueron?”.

Mi padre me descubrió también la novela: Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, pero sobre todo Max Aub. A él le fascinaba la vida de Jusep Torres Campalans, pero a mí siempre me han parecido muy superiores La calle de Valverde y Campo del Moro. A él le debo, sin duda, el disfrute de los sutiles placeres proporcionados por la literatura y por el arte, pero por alguna causa, quizá la irremediable rebeldía de los hijos, nuestras opiniones apenas han coincidido. A su gusto por la poesía, pronto se opuso el mío por la filosofía. Incluso cuando los dos hemos admirado a un mismo autor, hemos diferido en la apreciación de su obra. Si él alababa Macbeth, yo prefería Hamlet; si él se inclinaba por el Valle Inclán de Las Sonatas, yo lo hacía por el de La Guerra Carlista. Siempre próximos, pero nunca coincidentes; hasta ocasionalmente enfrentados. Nunca compartí su devoción por Cela o por García Márquez. Es, con todo, mucho lo que le debo. Sobre todo, una infancia distinta, muy poco semejante a la de mis compañeros. También una precoz familiaridad con los clásicos. Hubo un momento en que pensé que, puesto que los había leído de niño y en los inicios de la adolescencia, ya los tenía incorporados a mí ser y podía, en el futuro, prescindir de ellos. Hoy comprendo mi error. Herodoto, Tucídides o Tito Livio están ahí, a mi lado y los releo con frecuencia, pero a ellos se han unido otros como Polibio, Tertuliano, San Agustín o Boecio, de los que ya nunca me separaré. Mi padre me abrió las puertas de un mundo asombroso y guió mis primeros pasos en él. Luego, hube de aprender a caminar solo.

Aquella hermosa voz terminó por hacerse apenas audible. Sus dedos perdieron la fuerza precisa para golpear sobre las teclas de la máquina de escribir, su pulso se hizo tan tembloroso, que su escritura se tornó ilegible. Aún así, continuó leyendo hasta el último día de su vida. Los recuerdos de la niñez desaparecen de repente y se presenta ante mí la imagen de los últimos tiempos: sus piernas débiles que apenas alcanzaban a sostenerle con ayuda del andador, su cuerpo cubierto de llagas sangrantes, quizá similares a las de Nuestro Señor Jesucristo. Una escena de sufrimiento y de pasión, puede que un anuncio de lo que a mí mismo me aguarda.

Comentarios

  1. Qué bellamente narrado.Esa dulce añoranza de los que quisimos y ya no están, fisicamente, a nuestro lado, aunque su presencia siga siendo omnipresente en cada los más recóndito lugares por los que discurre nuestra vida y nuestra memoria. Recordar, ya te lo dije, en el judaísmo, si se hace como tú lo haces, es una bendición, porque el recuerdo de tu padre, te inspira ese hermoso texto.
    A mas no se puede aspirar. Nos morimos definitivamente, cuando ya nadie nos recuerda

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  2. Un recuerdo para tu padre que siempre me quiso como nuera y adoró a nuestra hija hasta el punto de dejarle su mejor herencia: la habilidad para escribir.
    Los dos sabemos que tenemos una literata.
    Carmen Sáez Gutiérrez

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