Nostalgia del Paraíso

El pasado, contra lo que pueda parecer, no es inmutable, no consiste en una masa de hechos acaecidos que podamos conocer con mayor o menor detalle, sino que, por el contrario, resulta extremadamente dúctil. Indudablemente, en él han ocurrido cosas o, mejor dicho, todo ha ocurrido en el pasado. Ahora mismo, estas líneas según las escribo caen irremisiblemente en el reino del pasado. Es éste un inagotable depósito, caótico e informe, de toda clase de objetos. De entre ellos, como un trapero que rebuscara en el más rico de los vertederos, el historiador selecciona aquellos que le atraen por su brillo o por su presunta utilidad, los recoge con mimo, los limpia y pule con esmero y los eleva a la categoría de acontecimientos. Martínez Marina tras bucear largamente en polvorientos legajos, retornará a su siglo convencido de que los liberales del Trienio no hacen más que actualizar un régimen constitucional vigente ya en la monarquía visigótica y en los reinos altomedievales. Los juriconsultos influidos por el Derecho Romano, así como los reyes que escucharon sus consejos y, muy especialmente Carlos V y sus sucesores, quedan condenados como adalides del despotismo y conculcadores de las libertades ancestrales. Otros glorificarán a Carlos V y a Felipe II, en tanto que defensores de la verdadera religión frente a la herejía protestante, y artífices de un imperio en el que no se ponía el sol. Condenarán estos la Constitución como funesta novedad imitada de regicidas extranjeros. Cada uno hallará en el pasado aquello que desea para el futuro. Unos admirarán a Carlos V y otros a Francisco Maldonado; unos a Felipe II y otros a Juan Lanuza. El héroe será ya Merino, ya El Empecinado.

El mismo Engels encontrará en las investigaciones de Morgan sobre los iroqueses, un valioso material en que fundamentar su idea de un primitivo comunismo, prefiguración del que ha venir a culminar una historia, que de este modo, se torna no exactamente circular, sino más bien espiral −quizá a la manera de Vico−, pues el punto de retorno, aunque guarde similitudes con el de partida, queda fijado en un lugar más elevado. El comunismo originario, fruto de la escasez, debía desaparecer a fin de que la propiedad privada hiciera posible el aumento de la producción, pero indefectiblemente llegará el día en que se hará necesario un nuevo comunismo fundamentado esta vez en la abundancia. Todo parece indicar que los seres humanos sentimos angustia ante lo inesperado y, para liberarnos de ella, tratamos de asimilarlo a lo que ya conocemos. Como afirma el Eclesiastés (1, 9): “lo que fue eso será, lo que se hizo eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol.”

Nos sentimos inseguros ante el futuro, porque es el ámbito de lo imprevisible, porque intuimos que en él acecha algo que escapa a nuestro control. Eso nos empuja a imaginarlo como repetición del pasado, al modo cíclico del pensamiento antiguo, o de manera más moderna −arrojados ya a un tiempo irremisiblemente lineal− como su consecuencia inevitable. Se trata, en cualquiera de los casos, de negar la irrupción de lo nuevo en la historia, de considerar el futuro contenido en el pasado. Pero por más que nos aferremos a esta solución determinista, la inseguridad no deja de embargarnos. El pasado, como arriba decía, es proteico y multiforme. Nunca conoceremos todo lo ocurrido y la mera idea de que un hecho sea causa de otro, no dejará de ser una ingenua conjetura. Ignoramos lo que ocurrirá, pero nuestros conocimientos sobre lo que ya ha ocurrido serán siempre insuficientes. Aún más incierta será la cadena causal con que pretendemos ligar unos acontecimientos con otros. El marxismo se pretendía científico, porque aseguraba haber dado con las claves del devenir histórico. La sociedad sin clases, en la que todos los seres humanos serían iguales, y generosamente darían a los otros el fruto de su capacidad, a fin de satisfacer sus necesidades, no nacería de un anhelo de justicia, de un principio moral, sino que sería la culminación necesaria de fuerzas que trascienden la voluntad humana. Para justificar este milenarismo dialéctico marcado por una impronta positivista, Engels se sintió obligado a teorizar sobre los estudios de Morgan; en suma, a partir de un atisbo parcial y quizá incorrecto, de una sociedad reciente, se creyó autorizado a inventar un pasado humano, que justificara su idea del futuro. Quizá no advirtió que su interpretación no era sino una versión desacralizada del viejo esquema bíblico: inocencia, caída, redención; en que los viejos términos teológicos son sustituidos por otros pretendidamente históricos: comunismo primitivo, propiedad privada, revolución.

La visión marxista, al menos tal como la entendió Engels, no es más que una transposición mundana del cristianismo. Quizá por eso haya calado en algunos sectores sedicentemente católicos, en particular en los agrupados bajo la calificación genérica de teología de la liberación. La caída ya no es un hecho situado en el mítico Jardín del Edén, fuera por tanto del tiempo y en cierto modo del espacio, sino un acontecimiento ocurrido en la historia; el ser humano deja así de ser portador de una culpa innata, para convertirse en la víctima de unas fuerzas que escapan a su voluntad y su control. La caída no es consecuencia fatal de un acto libre, sino ineludible fruto de la necesidad. El hombre se rebela de este modo contra Dios hasta el punto de negarle la existencia y, sin embargo, se siente capacitado para ocupar su lugar y edificar su reino sobre la tierra. En suma, se considera autorizado a reconquistar por la fuerza el Paraíso. Si Adán y Eva comen deliberadamente del fruto prohibido, los seres humanos imaginados por Engels, establecen la propiedad privada sin conciencia de su acción. No desobedecen una prohibición, sino que son arrastrados por un devenir que se rige por sus propias leyes, ajenas a la voluntad humana. No hay culpa, pues no existe la libertad. En un artículo anterior señalaba que, para el marxismo la humanidad no es algo dado, un punto de partida, sino un horizonte al que solo se llegará cuando la revolución borre la escisión entre los poseedores de los medios de producción y los proletarios, y de este modo reconcilie al ser humano consigo mismo; lo que explica el comportamiento amoral de una izquierda influida en mayor o menor grado por el pensamiento de Marx, a través de sus vulgarizadores, entre los cuales ocupa Engels el primero y más digno lugar; ahora señalo que por la misma razón, la libertad es, para ellos, una ilusión. Si no existe la humanidad y si, por tanto, la moral no es más que un instrumento del que se valen unos hombres para mantener su dominio sobre otros, no queda tampoco lugar para la libertad. Esta es algo que solo podrá existir en el futuro, cuando la revolución haya forzado la entrada del Paraíso. Mientras, todo está permitido, pues no hay normas universales, cuyo cumplimiento deba ser exigido a todos, y nadie es responsable de sus actos.

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